Crítica del mal naturalizado como violencia
¿De dónde proviene la asimilación del mal a la violencia? ¿Qué trazas pueden rastrearse de la conformación de discursos y prácticas culturales -morales, artísticas, religiosas, políticas- que han naturalizado la presencia del mal con el advenimiento de violencia? De la respuesta a estas preguntas depende la reflexión que nos interesa proponer en este artículo y la propuesta que puede seguirse en un sentido crítico.
Comencemos por una descripción aproximativa. Se trata de una tendencia cultural privativa de un entorno y fiel a un desenvolvimiento histórico que puede demarcarse y rastrearse: el mal y la violencia que se asimilan y naturalmente se perciben como co-originarios; paralelos en el temor que incitan y coexistentes en el daño que provocan, son fenómenos recortados y emparejados por Occidente. O bien, si se quiere ser más cauto, son fenómenos propios de una línea temporal y un margen espacial circunscrito a cierta historia de Occidente o a una historia cierta de nosotros como occidentales. Bien puede decirse que otras culturas temen y han temido el mal y lo relacionan con la violencia: desastres naturales que se asimilan con un castigo de Dios o de los dioses; enfermedades y pandemias, guerras y conquistas cuya causa quiere encontrarse en un decurso del Maligno o la malignidad que irrumpe en la vida; viejos mitos e instituciones fundadas en la celebración del bien y la abjuración de la violencia del mal, del mal como presencia de la violencia. Pero sólo en una vertiente histórico-discursiva de Occidente se ha tendido a construir una hipérbole de la co-implicación entre mal y violencia que resulta en una cultura artificiosa que rechaza todo mal, todo dolor, toda violencia, y quiere celebrar como motivos de vida exclusivamente el bien, el placer, la paz.1
La artificialidad de esta tendencia cultural se advierte en sus insistencias (y carencias) que han llegado al grado de la obsesión hoy día: vivimos una cultura en la que se quiere la lozanía del cuerpo, su belleza juvenil a toda costa. Por supuesto, la salud extendida hasta la longevidad de la vida como ideal más bien hueco, sin más propósito que la extensión misma. La deportividad y la estetización del cuerpo acompañan las anteriores obsesiones al límite de querer negar la muerte de manera inercial y un tanto idiota. El éxito de la criogenia y la cirugía estética, tanto como los métodos de embellecimiento cosmético y el imperio de un modelo femenino correspondiente, son el anverso de la explotación del cuerpo femenino como mercancía en la publicidad y en la pornografía y el olvido conveniente de que la belleza ha de acabar, indefectiblemente ha de acabar. Cuando Heidegger describió, en su famosa fenomenología del duelo, las manías de un ser en el mundo cuya tendencia impropia ante la muerte es la postergación y el traslado a otro y nunca a sí mismo, de modo que se refugia en un “esquivamiento encubridor de ella”,2 apuntaba sólo a la punta del iceberg de este fenómeno cultural. Hoy la muerte sólo aparece en el campo cultural como medio del dolor de otros y amenaza violenta para la propia vida que no se quiere ver, que se espera en un vacío de contenido porque se asume sólo como negación y postergación. Belleza, juventud, deportividad, son las experiencias que adoptan cientos de formas culturales para negar su contrapeso: la fealdad y la vejez del cuerpo, los miembros tullidos, las incapacidades no queridas, la muerte. Celebración de los aspectos edificantes de la vida, al tiempo que se niegan los aspectos autodestructivos que lindan con la muerte negada, arrinconada a una oscuridad impensada. Placer bobo en el consumo, en el turismo, en la publicidad, incluso en el paroxismo sexual considerado como ideal de resistecia vital, de aguante bestial elevado a condición humana sexy.
Como ideología de fondo de estas tendencias culturales aparece el llamado ‘humanismo edificante’. Llamaremos de este modo, ‘humanismo edificante’, a la tradición tanto educativa como ética y política de enorme espectro en la cultura occidental, que se caracteriza, como veremos más abajo con Sloterdijk, por el cultivo de las características de la humanidad de forma que la edifica, esto es, que la construye en cuanto a las valoraciones que hace de ella en tanto que pretende ser una superación del estado meramente animal con el que contrasta lo propiamente humano. Por supuesto, tanto en la tradición helénico-romana como en los seguimientos humanistas en el medioevo y el renacimiento, es preeminente el cultivo de la racionalidad filosófica, del arte, de la educación y de una política que cada vez más se declara como superación de las formas de vida barbáricas o salvajes.3
Ahora bien, si las tendencias culturales de las que venimos hablando coartan y diseccionan las experiencias humanas en binomios inconciliables: placer/dolor; juventud/vejez; paz/violencia; vida/muerte, etc., el “humanismo edificante” viene a reforzar su efecto y su permanencia en el tiempo. Por esto es la ideología que más se ha extendido en la historia de Occidente. El “humanismo edificante”, pretendidamente iluminador y optimista, consigna del progreso y la ganancia de lo humano en su óptimo desenvolvimiento, tiene como contracaras la bestialización y la domesticación enajenada de los hombres, así como la explotación de la crueldad como espectáculo de masas, como sostiene Peter Sloterdijk.4
El humanismo ha sido la tradición considerada más noble en el sentido de exaltación de los valores que tienen que ver con su construcción, y por consiguiente con la superación de la bestialidad y sus ‘contravalores’. Es una tradición de dos milenios que se construye, como dice Sloterdijk, en las letras y su formación, en la alfabetización como parte de una cultura que insiste en el envío y la trasmisión de lo dicho por escrito no sólo como desarrollo del lenguaje más excelso, sino también como forma de expansión social-política de las posteriores naciones, esto es, la alfabetización y la educación de los clásicos como formas de poder y asentamiento de una cultura, que necesariamente ha de someter y conquistar a otras. Tanto en este aspecto de extensión de imperios de las letras y las armas hacia otros territorios, como de la propia evolución interna de cada imperio-nación, el humanismo no sólo implica la formación de lo humano sino también su deformación, su degeneración. Por esto, siguiendo en parte a Heidegger y su crítica a todo humanismo tildándolo de “toma de poder sobre todo lo ente” y “rearme de la subjetividad” impositiva, incluso fascista, Sloterdijk asegura que:
Desde esta perspectiva, el humanismo tiene que prestarse a ser cómplice natural de todas las atrocidades posibles que puedan cometerse en nombre del bien de la humanidad. También en la trágica titanomaquia de mediados del siglo entre bolchevismo, fascismo y americanismo, se enfrentaban -según Heidegger- simplemente tres variantes de una misma violencia antropocéntrica y tres candidaturas al dominio universal orlado humanitariamente […].5
En nuestra consideración sobre el mal y la violencia naturalizados como aquello de lo que ha de huirse a toda costa en la tendencia cultural predominante, es de suma importancia identificar ambos lados del humanismo, el edificante y el degradante de lo humano. Sobre todo éste último aspecto se revela como la esencia misma de los fascismos y los imperios destructivos, ya que “el fascismo, es, en efecto, la metafísica de la desinhibición”, o bien, para decirlo más exactamente siguiendo a Heidegger aún, es “la síntesis de humanismo y bestialismo; es decir, la coincidencia paradójica de inhibición y deshinibición”.6 Si las letras y la tradición formativa del humanismo en el arte, en la educación, en la deportividad, en las buenas maneras civilizatorias, así como en el sedentarismo en las ciudades que implica, son recursos de inhibición de la violencia y el mal en la historia humana, la contracara de esta mismo desarrollo cultural será siempre el fascismo y la conquista de unos sobre los otros, la desinhibición de la violencia, de la crueldad, de la muerte dada a otros en nombre del bien de la humanidad.
A lo anterior hay que agregar el aspecto de una violencia contra lo humano paradójicamente presentada con los recursos “pacificadores” de la domesticación y la crianza en las ciudades, posibilitado por un urbanismo que hace imperar el sedentarismo improductivo y la repetición mecánica de las acciones como formas de embrutecimiento.
Sloterdijk parte de la exégesis del famoso pasaje “De la virtud empequeñecedora”, de Así habló Zaratustra, en el que el personaje inventado por Nietzsche se lamenta de las pequeñas casas construidas en las ciudades modernas, casas hechas para pequeños habitantes de ‘virtud pequeña’ y vida nimia, extraviados y resignados en su propia impotencia y el nihilismo decadente consistente en “abrazar modestamente una pequeña felicidad”7 y una mediocridad que llaman mesura. Derivado de esta exégesis, explicará que los actuales fenómenos del “monstruoso complejo biopolítico” en el que vivimos, se manifiestan como formas de una antropotécnica de selección y cría de rebaños de hombres mansos, débiles, descontentos y frustrados en su falsa felicidad.
Continuemos con las preguntas, siempre impertinentes para una conciencia instalada y proactiva en esta tendencia cultural. ¿De dónde proviene esta tendencia, cuál es su formación y su clinamen cultural, su desviación o declinación en las formas de la cultura occidentalizada que describimos?
En la línea de la genealogía de la cultura y la moral que se traza de Nietzsche a Sloterdijk, un orígen es el capital: la autocrianza de lo que llamó el autor de Así habló Zaratustra “el último hombre”, es decir, el hombre resentido que no quiere ni querer, que carece de voluntad porque confunde las formas de apegarse y conformarse a un estilo de vida sin brillo ni objetivo decidido, con la vida de animal doméstico obediente a la ley, adicto a placeres sin goce real, y sobre todo habituado a la desinhibición de la violencia como entretenimiento. Este hombre que ha derivado como resultado de un aquietamiento cultural malsano, conformista, es el que ha preferido, paradójicamente, las formas de entretenimiento cada vez más violentas porque su vida misma carece de todo rasgo de peligrosidad o aventura en su domesticación. A modo de sustitución y compensación, podemos decir, el hombre domesticado prefiere la fascinación de una violencia intensa que no puede ni quiere vivir.
Este último fenómeno le interesa sobremanera a Sloterdijk porque es evidente, podemos decir, en esta era de la telecomunicación intensificada en los programas televisivos, filmes, obras de arte y muchas otras producciones culturales, que son manipuladas como formas de dominio cuya táctica es liberar el pequeño placer de ver la sangre, los cuerpos descuartizados, incluso en la denuncia de la violencia criminal o del Estado. Lo que en el nacimiento de la cultura humanista ejerció esta función de amansamiento y dominio a través de la exposición de la violencia y la crueldad -el coliseo romano, la exhibición de los castigos cruentos de los criminales en la plaza pública, etc.- hoy se ejerce en los medios y redes sociales más comunes de fácil acceso a cualquier usuario.
Para terminar de retratar este panorama cultural que efectúa la naturalización del mal y la violencia y asimila una a otra, a Sloterdijk le interesa una de las formas de destrucción y dominio extremos, que demuestra precisamente que vivimos en una época de desinhibición cínica de la violencia, se trata de lo que ha venido llamando últimamente el atmoterrorismo.
El atmoterrorismo es la forma de agresión radical que desplaza los medios de destrucción de la guerra hacia el medio ambiente. A Sloterdijk le interesa rastrear genealógicamente en sentido histórico, pero también en el sentido valorativo moral que le interesa a Nietzsche, el surgimiento de las primeras formas de esta violencia destructora de lo humano que se extiende colateralmente del mundo en el que vive, a su entorno medioambiental a gran escala.
La utilización por parte de los nazis del gas clórico contra la milicia franco-canadiense en la batalla de Yprés en 1915 es el momento histórico de inicio del atmoterrorismo. La continuación de este comienzo fatal se encuentra tanto en los ataques terroristas de Al-Qaeda como en las amenazas cotidianas de otros grupos radicales que hacen del terror una cotidianeidad absurda, apenas contenida por los Estados liberales. El modelo atmoterrorista interesa no sólo por la novedad terrorífica de hacer la guerra eliminando el medio ambiente de los que la hacen, sino porque impacta en el plano simbólico de aquello que llamamos vida sin más, nuestra forma de ser en la cotidianeidad, que de inmediato adopta la forma de la víctima potencial por excelencia atrapada en el terror.8
La cuestión central, tanto para Nietzsche como para Sloterdijk, radica en cómo reconducir las energías simplemente destructivas, presentes en la cultura, en energías de nuevo constructivas, y cómo conseguir una transvaloración de lo considerado unívocamente en la naturalización del mal con la violencia. En términos de Nietzsche, la cuestión indica el camino de una reconducción del dolor, de la mutilación del cuerpo o de la desviación cultural decadente, de su historia como acumulación de errores que han conducido al espíritu gregario, hacia el cuerpo saludable, hacia el pueblo de cultura superior, en el que el “espíritu fuerte” de individuos poderosos creará sus propios valores.9
Para aclarar las cosas, la salud en sentido nietzscheano se refiere a la capacidad del cuerpo para llevar hasta su cabalidad la potencia que lo caracteriza vitalmente, y por lo tanto para contrarrestar las tendencias culturales de su inhibición y represión. Cuando se liga esta idea con la incapacidad de aceptar la vejez, la muerte y la vulnerabilidad, justamente se está indicando la tendencia de una impotencia vital de afirmar el cuerpo tal cual es. La debilidad para Nietzsche se liga siempre a una cultura nihilista de inhibición de las fuerzas vitales, y no necesariamente se refiere a hacer la equivalencia de la vulnerabilidad del cuerpo y el “espíritu débil”. Paradójicamente, la vulnerabilidad del cuerpo es una de sus potencias si se sabe transformar en capacidad creativa, es ésta otra forma de interpretar el sufrimiento como potencia de creatividad y de futuro.
En términos de Sloterdijk, tal futuro se abre sólo a condición de pasar de la autocrianza “en pequeño”, de la antropotécnica como mera autodomesticación humana, hacia la antropogenética que selecciona el tipo de vida de acuerdo a estándares autopoyéticos de creación de sí, desde estándares éticos y estéticos por igual (y esto incluye la polémica posibilidad del alcance genético de mejora de lo humano). Por supuesto, podemos agregar que tal autopoiésis sólo se puede lograr si asumimos la responsabilidad de la radical finitud humana a la que nos referíamos al principio. Entonces, la cuestión del futuro y la transvaloración de las ideologías y las prácticas del mal y la violencia, adopta el modelo de orientación del superhombre que pone en juego la lectura de dimensiones prácticas de Así habló Zaratustra: “Éste es el conflicto fundamental del futuro postulado por Nietzsche: la lucha entre los criadores del hombre, que lo empequeñecen, y los que lo engrandecen, vale decir, entre humanistas y superhumanistas, amigos del hombre y amigos del superhombre”.10
El poner en juego el modelo del superhombre no es un dogma de una filosofía vitalista llevada al extremo, tampoco es la deriva de una nueva pretensión de imposición de una forma de dominio racial y militar (como la que quisieron leer “los malos lectores de Nietzsche que calzaban botas en los años treinta”, como nos dice Sloterdijk irónicamente refiriéndose a su lectura “nazi”).11 Se trata más bien de las consecuencia de haber practicado lo que podemos llamar una genealogía kínica, si queremos seguir la pretensión nietzscheana de desenmascamiento histórico-filosófico de la voluntad de verdad que esconde siempre voluntad de poderío, al tiempo que seguimos la crítica de la razón cínica sloterdijkiana cuando, fiel a su maestro Nietzsche, distingue entre el cinismo de los modernos en su uso de la racionalidad, del kinismo antiguo y su afirmación de la materialidad y la potencia de la vida. Es este desenmascaramiento genealógico kínico el único modo de des-naturalizar el mal y la violencia para buscar una violencia como potenciadora de futuro.
La violencia como potencia vital
El parágrafo 19 de La Gaya Ciencia titulado “El Mal”, nos da un buen indicio de la inversión que puede hacerse de las valoraciones del mal como nocivo y la violencia como destructora. Para la postura de Nietzsche, aclaremos de nuevo enfáticamente, las nociones de debilidad y fortaleza no tienen el sentido habitual que les damos. La debilidad se refiere, como ya indicamos más atrás, a las tendencias culturales que inhiben la potencia del cuerpo y la vida; la fortaleza se refiere a las tendencias culturales que liberan esa potencia. No son términos, pues, que se refieran a la simple debilidad como disminución de fuerza y la fortaleza como su aumento, como si fueran estados naturales ya dados. Por ello, cuando se refiere al mal y la violencia no parte de esta interpretación habitual. Cuando toma la perspectiva del robustecimiento del más fuerte y no de la languidez del débil, es justo al contrario: la violencia y lo que habitualmente se llama mal, no tiene carácter nocivo, no es ningún veneno, es lo más favorecedor para la formación de la vida de hombres y pueblos mejores. Cuando hablamos en tono nietzscheano de hombres y pueblos mejores, no nos referiremos a algo así como comunidades metafísicas ideales, sino, veremos más adelante, a comunidades desobradas, compuestas por sujetos que son capaces de ver su condición humana tal como es, incluidas su vulnerabilidad y sus procesos de sufrimiento, enfermedad, vejez y muerte, de tal modo que se relacionan entre sí de una manera completamente distinta al asumir la violencia de la vida como potencia, incluso en estas condiciones que habitualmente se consideran como “mal”.
Cito in extenso el pasaje al que nos referimos debido a su importancia para apreciar la violencia como potencia vital que ya no ha de temerse, que ha de buscarse:
El Mal. -Examinad la vida de los hombres y pueblos mejores y más fecundos, y preguntaos si un árbol que debe crecer orgulloso hacia lo alto puede prescindir del mal tiempo y de las tormentas: si la inclemencia o la resistencia desde el exterior, si todo tipo de odio, rivalidad, terquedad, desconfianza, dureza, avidez y violencia, no forman parte de las circunstancias más favorecedoras: sin éstas apenas es posible un gran crecimiento, ni siquiera de la virtud. El veneno que hace perecer las naturalezas más débiles fortalece al fuerte -y él tampoco lo llama veneno.12
En esta consonancia, una de las más finas y sutiles argumentaciones sobre la trasmutación o inversión de la valoración y el sentido que damos a los tiempos de decadencia cultural, o corrupción de las formas y tendencias de la cultura, la encontramos en el parágrafo 23 de La ciencia jovial, que Nietzsche titula, fiel a su visión perspectivista de los fenómenos históricos y sociales, “Los signos de corrupción”. Que hable aquí de “signos” de la corrupción indica que aquello que tendemos a etiquetar de forma absoluta como un mal o un haz de males presentes en la cultura -en el arte, en la política, en el lenguaje, en las costumbres- en realidad sólo es indicación de algo relativo a cierto momento de desarrollo histórico, esto es, la indicación de una perspectiva entre otras de un devenir siempre relativo y contingente que dará como fruto precisamente, en primer lugar, la inversión de lo que se consideraba absoluto en su contrario, y en segundo lugar y como resultado de esta inversión valorativa, una producción cultural inédita que no se puede asegurar en un sentido definido, pero que se puede prever como una renovación fructífera, de nuevo plena de sentido.
El nihilismo de la cultura no conduce nunca en Nietzsche a la declaración de un pesimismo o derrotismo absolutos, y mucho menos a una valoración binaria o antitética de lo que se considera un mal y un bien en la cultura, con todas las demás oposiciones fáciles, supuestamente irreconciliables, que se pueden derivar de este primer binomio: la violencia social o de guerra contra la pacificación civilizatoria; las nuevas formas decadentes del arte contra las formas clásicas o consagradas por el canon estético; incluso en los términos de la propia filosofía nietzscheana, la corrupción moral del hombre nihilista que se deja guiar siempre por su instinto de rebaño, contra el poder creativo del espíritu libre que ha sabido criticar y librarse de las tendencias nihilistas de la cultura en la que vive. Estas oposiciones binarias, para decirlo con una fórmula del nietzscheano Derrida -caras al pensamiento logocéntrico y sus estrategias de empoderamiento-,13 se asientan sobre la suposición de un estatismo cultural, esto es, encuentran su base en la creencia ideológica de que se ha llegado a un momento de la cultura en el que las cosas se han asentado de tal forma que se ha logrado la superioridad o la inferioridad de su desenvolvimiento de manera absoluta, por lo tanto es la creencia de que los parámetros valorativos absolutos se han conseguido y asegurado de forma también definitiva.
Esto es justamente lo contrario al perspectivismo de Nietzsche: ningún parámetro de valoración es estable ni definitivo, ninguna perspectiva es naturalmente superior o inferior a otra metafísicamente, como pertenecientes a un orden natural inamovible y eterno que se ha momificado en la cultura, sino que todos los parámetros de valoración, y todas las formas de producción cultural con ellos, juegan el juego del pólemos o la guerra en el que están en situación de confrontación y movimiento continuos. En esta situación polemológica, de esencia heracliteana, imperará la valoración que demuestre tener más poder en el momento y circunstancias en que se ha dado, sin ninguna promesa de que se instalará eternamente como la ganadora de tales confrontaciones. Es esta interpretación perspectivista de lo que podemos llamar flujo agónico de todas las cosas, referido al ágon o esencia competitiva de las valoraciones siempre en un encuadre socio-histórico de poder, la que ha de servir como plataforma para interpretar los signos de corrupción cultural a los que antes nos referíamos. Precisamente con el fin de desmontar el significado supuestamente absoluto de la idea de decadencia o mal en la cultura, de su corrupción, es que Nietzsche hace ver una serie de oposiciones que se creen demasiado y que sólo podrán conducir a su propio desmantelamiento. En primer lugar, la oposición entre superstición y creencia. La primera perteneciente a una época de corrupción que ha roto los lazos de una comunidad fuerte y que da pie a la aparición de individuos aislados egoístas; la segunda justamente como vínculo y fortaleza de la comunidad de un pueblo.
La convicción tradicional y ciega al flujo de las cosas (esa convicción que se sostiene en la cultura decadente y es uno de sus signos) se afianza en la idea de que, por culpa de la impotencia y la debilidad de un pueblo, éste ha perdido o ha disuelto sus creencias firmes, absolutas, y ha caído en el juego siempre falaz de las meras supersticiones. Con esta idea, por supuesto, ya se ha hecho una primera valoración que Nietzsche va a criticar: se ha puesto la comunidad o pueblo por encima del individuo, consecuentemente se ha puesto la firmeza de la creencia y su capacidad de vinculación comunitaria por encima del individuo aislado y, cabe extender la idea, egoísta, equivocado en el camino de la verdad, supersticioso o mero inventor de sus verdades. El segundo momento de la crítica o desmontaje genealógico que práctica aquí Nietzsche, consiste en exponer el hecho de que, dada esta diferencia entre superstición de individuos y creencia de comunidades, un fenómeno parece seguirse indefectiblemente: las pasiones y viejas energías de los pueblos, que eran visibles en sus guerras y los grandes juegos de gloria y honor que involucraban, ahora han decantado en los pequeños juegos de las pasiones privadas de los individuos, que gastan mucha energía de forma derrochadora, inútil, en abierta faceta de corrupción cultural, pues. Por último, continúa, se argumenta que, a pesar de esta decadencia y pérdida de tales venerables creencias de comunidad, los tiempos de corrupción serían con todo mejores que los viejos tiempos, pues al menos no se sufren ya los eventos de violencia y crueldad debidos justamente a esas creencias que se querían inquebrantables. El autor de La ciencia jovial estará en desacuerdo tanto con la explicación binaria y estática de la superstición y la creencia, como con las consecuencias que se querrían ver de ella:
Sin embargo, soy incapaz de sumarme tanto a ese elogio como a ese reproche: sólo admito que en la actualidad la crueldad se ha refinado, y que de ahora en adelante sus formas más antiguas van en contra del gusto general; ahora bien, la herida y la tortura mediante la palabra y la mirada alcanzan su más alto desarrollo en los tiempos de corrupción -sólo que ahora surgen la maldad y el placer en la maldad.14
Así, no valorará a la comunidad por encima del individuo. Nietzsche no está defendiendo ciegamente al individuo por sobre la comunidad, como si a priori todo tipo de comunidad fuera decadente o perjudicial. Su crítica se dirige solamente a la comunidad gregaria de individuos impotentes, débiles frente al hecho de asumir el riesgo de su propia vida, es decir, los que ven en su comunidad -en sus reglas y sus usos, en sus valoraciones y sus tradiciones- un acto de esquivamiento de la vida. Por esto mismo, no puede decirse que su interpretación de los individuos fuertes (en el sentido de fuerza entendida como potencia, como ya aclaramos más atrás) resulte en una nueva reificación binaria de éstos con las comunidades, pues él mismo defenderá la posibilidad a futuro de una comunidad de espíritus fuertes, soberanos, autárquicos, lo que quiere decir que han superado la reactividad resentida de la comunidad gregaria. Aunque admitirá que efectivamente los signos de corrupción indican una decadencia valorativa de la comunidad, insiste en que la razón de ello radica en la mentalidad gregaria y su instinto de rebaño, y es a partir de esta crítica que establece una diferencia de superioridad. Es desde la mentalidad nihilista y su debilidad resentida frente a la vida y su voluntad de poder, que se tilda de vicio y equivocación moral al egoísmo del individuo. De hecho, Nietzsche defenderá en muchos lugares, preeminentemente en Así habló Zaratustra15 y en La ciencia jovial, un egoísmo saludable, que contrarresta el espíritu esclavo de la cultura decadente, el egoísmo saludable, virtuoso, de individuos superiores moral y energéticamente, capaces de una nueva fuerza vital para rehacer la cultura en sentido artístico (volveremos sobre esto).16
Respecto a la creencia de que los tiempos actuales (entiéndase, los tiempos de la modernidad civilizatoria que criticará una y otra vez) son mejores que los anteriores, ya que al menos nos hemos librado de la violencia y la crueldad, Nietzsche argumenta que de ningún modo es que se hayan superado tales fenómenos sino que se han vuelto más sutiles, se han refinado de tal modo que “la herida y la tortura mediante la palabra y la mirada alcanzan su más alto desarrollo en los tiempos de corrupción -sólo que ahora surgen de la maldad y el placer en la maldad”.17 La difamación, la agresión escogiendo las palabras más hirientes, el resentimiento presente en las acciones más cotidianas y más pequeñas y el placer culpable que reporta, esto es lo que se ha refinado al grado de volverse la cosa más frecuente en un medio cultural que se distingue precisamente por su violencia y su crueldad. Por esto agrega que en tiempos de corrupción el imperio de los grandes tiranos da ocasión a la celebración de la crueldad de los individuos, a sus bajezas más hirientes.
En estos tiempos de decadencia cultural, pues, el amor al ego sustituye el viejo amor a la patria, y el egoísmo individual, como decíamos antes, impera sobre cualquier sentido de comunidad decadente. Es por esto que, aparentemente, estos tiempos corruptos se cierran sobre el presente y toda dimensión de futuro queda olvidada o desatendida. Los individuos, al parecer, sólo quieren jugar un juego ligero, sin las pesadeces de su anclaje a un compromiso de futuro y en la volatilidad del instante vivido. Esto de nueva cuenta parecería indicar solamente una decadencia y una celebración de lo más bajo, pero es precisamente aquí donde Nietzsche da un giro completo a la interpretación e introduce una de sus tesis más centrales: justamente en el medio de la corrupción y la exaltación de la vida individual y su egoísmo, incluso de la crueldad y la violencia de que es capaz, es que puede encontrarse una transvaloración de valores que conduzca a la aparición de nuevas fuerzas vitales que contribuyan a construir una cultura en un sentido completamente nuevo y que, en contra de las apariencias, abre el futuro en un sentido constructor, ya no nihilista, ya no resentido, sino pleno de ocasiones de creación de sí con otros. Se trata en todo momento de una dimensión que vincula a unos individuos con otros mediante la creación de sí, dado que -en contra de interpretaciones frecuentemente equivocadas- Nietzsche no está defendiendo el aislamiento del individuo a ultranza. Lo que exige una y otra vez es, únicamente, un momento en el que la experiencia de renuncia de sí no puede ser sustituida por la de ningún otro, es decir, de la renuncia de sí en cuanto a lo que se es como parte de la cultura gregaria y sus valoraciones decadentes. Pero después de esta experiencia necesaria, que es la violencia necesaria de destrucción de viejas tablas de valores, lo que sigue es el tiempo de construcción con otros, incluso el tiempo del amor a otros en un sentido completamente renovado, sin el resabio resentido de la moral judeocristiana del amor al prójimo que ataca principalmente en La genealogía de la moral. Así, podemos hablar de una violencia contra la comunidad decadente, gregaria, y contra sus herencias tradicionales, y la exaltación hiperbólica del individuo, que nace justamente en tiempos de decadencia o corrupción cultural:
Los tiempos corruptos son tiempos en los que las manzanas caen del árbol: quiero decir, los individuos, los que llevan dentro de sí las semillas del futuro, los autores de la colonización espiritual y de la nueva formación de comunidades, de estados y sociedades. “Corrupción” es sólo una palabra injuriosa para los períodos otoñales de un pueblo.18
Estos períodos otoñales de un pueblo, que sólo ven en la corrupción el medio de la decadencia, son los que corresponden a la fe de los espíritus gregarios que suspira por los tiempos de antaño. Espíritus gregarios que, en su incapacidad creativa y su servilismo a las formas de cultura, no ven la ocasión que da la decadencia de generar a los individuos fuertes y los nuevos pueblos formados por ellos en el plano del futuro. Se trata, como ya había sostenido en Humano, demasiado humano, de un ennoblecimiento por degeneración: la paradoja de la formación de las fuerzas que astutamente sabe ganar terreno para los individuos fuertes en el medio de las peores circunstancias posibles. La degeneración, la debilidad, la dependencia, se trenzan de forma agonística con la innovación, el progreso cultural, incluso con la aparición de la genialidad. El peligro de una educación que es una bestialización por herencia, que simplemente fortalece el sentimiento común de una identidad que se refugia en la tradición y su impotencia, tiene que ver, paradójicamente, a condición de encontrar los flujos convenientes de las fuerzas involucradas en el juego de poder en que se localiza, con una educación y un acrecentamiento de esas fuerzas de nuevo libre:
Las naturalezas degenerativas son de suma importancia allí donde haya de realizarse un progreso. Todo gran progreso debe ir precedido de un debilitamiento parcial. Las naturalezas más fuertes mantienen el tipo, las más débiles ayudan a desarrollarlo. Algo análogo sucede con los hombres singulares: una degeneración, una mutilación, incluso un vicio y, en general, una merma corporal o ética, raramente carecen de una ventaja en otra parte.19
Y poco más adelante, extendiendo la idea a la decadencia y el desarrollo de los pueblos:
Un pueblo que en algún punto se gangrena y debilita, pero que en conjunto está todavía fuerte y sano, es capaz de absorber y de incorporar con ventaja la inoculación de lo nuevo. En el hombre singular, la tarea de la educación reza así: imbuirle tal firmeza y seguridad, que como conjunto no pueda ser nunca desviado de su meta. Pero entonces el educador tiene que infligirle heridas o aprovechar las heridas que le asesta el destino, y cuando han así nacido el dolor y la necesidad, entonces puede también inoculársele en los lugares heridos algo nuevo y noble. Toda su naturaleza lo acogerá y más tarde dejará que el ennoblecimiento se perciba en sus frutos.20
Lo que describe Nietzsche en estos pasajes no es tanto una dialéctica entre degeneración y progreso, entre debilidad y fortaleza, entre embrutecimiento y ennoblecimiento mediante la educación, o bien, si se quiere enunciarlo de forma más amplia, entre el hombre esclavo y el genio libre. No se trata de la dialéctica, para decirlo en términos generales, del mal y del bien, o de la violencia destructora y la paz civilizatoria. No es una dialéctica porque -como han indicado suficientemente Gilles Deleuze21 y siguiendo su argumento Gianni Vattimo-22 la oposición de contrarios en la apuesta nietzscheana no lleva a figuras históricas cada vez más perfeccionadas en una línea temporal metafísicamente ya determinada y regulada por su propio desarrollo. Tampoco el juego de relaciones de tal oposición está delineado de antemano por una teleología absoluta que atrae a los contrarios desde una finalidad ya fija, ya dada como totalidad en el decurso de los acontecimientos del mundo. Nada de trasmundos ni de trasmundanos, que desde un plano de trascendencia absoluto, sea metafísico, moral o religioso, justifiquen los movimientos del sentido de la tierra desde arriba, para decirlo con la feliz metáfora de Así habló Zaratustra.23 En lugar de una metafísica dialéctica trascendente de este tipo, encontramos en Nietzsche la afirmación de los movimientos mundanos en su inmanencia radical, cuyo comportamiento siempre horizontal, a ras de tierra o de superficie, sólo ocurre en el azar y en la contingencia, no en una línea teleológica ya determinada. Y es producto de este azar como condición ontológica (que es otra descripción del tiempo como eterno retorno) el surgimiento del individuo y la corriente cultural que puede inaugurar a futuro en el medio de la degeneración, del mal, de la violencia.
Es por lo anterior que la crítica de Nietzsche podría extenderse a la actual manía por querer rescatar a toda costa el sentido de comunidad por encima del individuo, todavía considerando a la comunidad en el sentido metafísico trascendente, como si ésta tuviera ya claros los propios fines que enuncian sus creencias y sus propias tendencias en una línea de la historia. Esta es la forma de comunidad que, recargada de ideología finalista, puede adoptar talantes de lucha social en nombre de una clase, de un pueblo, de un Estado, y es peligrosa porque en nombre de los bienes de la comunidad así entendida se mancilla la libertad de los individuos: el reino de la represión, de una violencia que se funda en la ley de lo común, se inaugura y se conserva. Esta extensión de la crítica nietzschena es la que han hecho, desde distintos frentes críticos, pensadores como Jean-Luc Nancy, Jacques Derrida o Roberto Esposito, entre otros.24 Precisamente en un tono nietzscheano llevado a la desarticulación actual de las ideologías sobre la comunidad, todos ellos abogan por una comunidad precaria, desobrada, siempre por construirse aún en un porvenir no determinado absolutamente. Y todos ellos se pronuncian por la contingencia del individuo, la articulación de su cuerpo con la afectividad que lo caracteriza, siempre en el contexto al que pertenece en una inalienable subjetividad localizada (que niega, luego entonces, cualquier tipo de subjetividad trascendente y trasmundana).
La recuperación de esta crítica nietzscheana a la comunidad y la exaltación del individuo a cargo de Peter Sloterdijk, aunque comparte los rasgos generales de los pensadores que acabamos de mencionar, es única en la radicalidad con la que interpreta la función social y el alcance precisamente del individuo. Con esto también estamos diciendo que llega a su máxima expresión la radicalidad en que interpretará el tema nietzscheano del egoísmo saludable en contra de toda doctrina de comunidad que ve en él sólo la cimiente del mal y la violencia (incluidas por supuesto la doctrina cristiana del amor al prójimo, considerada por Nietzsche como un refugio cómodo para no enfrentar la problemática del sí mismo y su existencia,25 y la doctrina kantiana del deber ser, que se ampara en última instancia en el sentido de respeto a la comunidad como su trasfondo). Fiel al proyecto nietzscheano de inversión de los valores y la posterior creación de nuevos valores, Sloterdijk colocará en el centro de la reflexión el individualismo de la cultura contemporánea, e invertirá el sentido en que habitualmente se desprecia como nocivo, como un mal para la sociedad.
Hipérbole del lenguaje y crítica del individualismo como mal social
El punto de partida de la reflexión de Sloterdijk es la propia posición de Nietzsche frente a una tradición que supedita al individuo en su propia habla, en la emisión lingüística de aquello que se anuncia como verdad del mundo, o bien, en la clave teológica que será indispensable para entender tal posición, como verdad de Dios. Es la tradición que coloca lo que dice el individuo en un plano secundario, como si éste siempre fuera únicamente el mensajero o médium de una voz más alta, ya sea en el registro epistemológico y metafísico de que anuncia y explica la verdad del Ser, ya sea en el registro ético-teológico de que a través de su voz trasmite, lleva a cabo la epifanía o hierofanía, del mensaje de bondad y disposición cosmológica de la voz de la divinidad. Dadas así las cosas, al individuo se le exige hablar con la humildad que le corresponde, y todo acto de habla que se pronuncie en primera persona en los planos filosófico y teológico, será considerado ya un error epistémico, un abuso de auto posicionamiento de la subjetividad, ya un pecado y una blasfemia al pretender usurpar la voz de Dios y su mensaje. El filósofo que enuncia los principios y causas de todo lo existente, el pensador moral que enuncia la legislación universal del bien y del mal, el evangelista que pronuncia la palabra divina, han de expresarse siempre elípticamente: la palabra directa no les corresponde.
Pero he aquí que tenemos a Nietzsche anunciándose como aquél que dividirá la historia de Occidente en dos, antes de él y después de él; como dinamita que hará volar toda una época nihilista y será comienzo de una nueva era; como aquél que escribe los mejores libros y cuya inteligencia rebasa a su propia época con un mensaje que nadie ha sabido interpretar, y por ello declara: “Tan sólo el pasado mañana me pertenece. Algunos nacen de manera póstuma”.26 Frente a estas declaraciones hiperbólicas, francamente odiosas por su falta de tacto, por no decir por su abierta megalomanía, Sloterdijk se pregunta qué significa radicalmente esta autoalabanza aparentemente falta de toda contención. ¿Es sólo la locura de Nietzsche al final de su vida la que lo hizo hablar de tal forma? Agreguemos una mal intencionada pregunta que formula Alain Badiou cuando ataca a Nietzsche como un “antifilósofo” que “habrá que olvidar” (después de haber aprendido su gesto crítico): la causante de que hable así, en primera persona y con su exageración narcisista enloquecida, ¿es que pretende simplemente suturar una época de crisis decadente con una expresión simplemente estetizante, esto es, que en su efecto simplemente poético no alcanza la racionalidad propiamente filosófica?27
La respuesta de Sloterdijk estará colmada de gracia e ingenio en la radicalidad que pone en juego: el auto posicionamiento lingüístico de Nietzsche, incluso admitiendo como un hecho su locura megalómana (al final de su vida o desde el comienzo, lo mismo da), es un acontecimiento que transforma la manera en que hemos interpretado el lenguaje y el papel del individuo, pues representa una “especie catástrofe dentro de la historia del lenguaje”.28 Esto es así porque introduce por primera vez la experiencia de autoreconocimiento, e incluso de la autoexcitación plástica que implica el autoelogio (lo más hiperbólico o narcisista que se quiera), como una experiencia propiamente filosófica que vence, por una parte, las inhibiciones epistemológicas y metafísicas que le prohibían hablar al individuo de su propia experiencia de mundo, de su propia perspectiva como algo que tiene legitimidad en tanto experiencia de pensamiento. Por otra parte, vence la vieja moral del evangelista que tildaba de soberbia pecaminosa el pronunciarse uno mismo como generador de verdad y no simplemente como su transmisor. De este modo, en Nietzsche se inaugura la “función narcisista primaria” del lenguaje, que surge en el orgullo y el júbilo de la autoafirmación. Tal función “autoeulógica” es la que en gran medida marcará nuestra época, en la que colectivos de individuos fuertes y dominadores buscan su propia expresión. Para continuar con lo que hemos sostenido antes desde Nietzsche, por individuos fuertes y dominadores solamente estamos entendiendo aquéllos que son capaces de afirmar su propia potencia vital, que son capaces de darle salida como expresión afirmativa de sí mismos. Por ello, como reitera Sloterdijk una y otra vez, tales individuos no tienen que ver con la mala lectura que se hizo del superhombre y de la voluntad de poder por parte de los nazis o de cualquier otro grupo fascista que defienda un militarismo viril. Esto es confundir la voluntad de poder con voluntad de dominio y mentalidad masculinista de conquista. De hecho, podemos decir que el pensamiento de Nietzsche es lo contrario: es un pensamiento en femenino porque cuestiona una y otra vez las claves de una cultura racionalista viril, cuyo centro es el yo y sus categorías teórico-prácticas de dominio del mundo.29 No tiene que ver, pues, como bien argumenta Sloterdijk, con la interpretación de esos “malos lectores de Nietzsche que calzaban botas en los años treinta” del siglo XX, fascistas nazis y de otras calañas similares.30
Lo que más nos interesa enfatizar de esta lectura que hace Sloterdijk sobre la forma hiperbólica de hablar de Nietzsche, es de nueva cuenta la inversión de las cargas culturales y éticas sobre lo que se considera mal y bien, violencia y pacificación, cuando es el individuo quien se encarga de dicha inversión. Lo que hace Nietzsche en tanto individuo que habla de su propia experiencia vital como centro de un pensamiento, es subvertir todas las formas del decir, del mentar la verdad, el bien y el mal, la esencia del mundo. Como “nuevo evangelista” quiere reescribir aquello que se ha dicho, no simplemente volver a decirlo. Pero al hacer esto tiene forzosamente que atentar contra la moral de la humildad que quería obnubilar al individuo, acallarlo, o darle un papel subordinado. Esta moral de la humildad no es otra que la “moral de los esclavos”, la moral del resentimiento y la venganza contra la vida, que, como explica Nietzsche en La genealogía de la moral, hizo una primera inversión de valores al señalar como “malvados” y crueles a aquellos que son poderosos, creativos, libres, autónomos, y autoseñalarse como “buenos” a aquéllos que por causa de su debilidad y su impotencia, se auto victimizan y, al hacerlo en la forma de un escapismo del débil vengativo, inventan una justificación histórica de su nihilismo y de su propia decadencia.31
Nuestra lectura de Nietzsche como crítico de este “universalismo de la venganza contra la vida”, ha de concentrarse para Sloterdijk en localizar el “núcleo misológico de la metafísica” y de la moral, que implica la negación del individuo y su mundo para afirmar un contramundo y un trasmundo.32 Se trata de subvertir este mensaje de esclavos, se trata de re-invertir la primera inversión vengativa de los valores: se trata de volver a sentar sobre sus pies al individuo para librarlo de la “rebelión de los esclavos” y su herencia ya milenaria. Esta moral y sus consecuencias misológicas son hiperbólicas, agigantadas, en apariencia invencibles. Por ello sólo un hablar de nuevo hiperbólico, excesivo en su autoglorificación eulógica como el de Nietzsche, podrá entenderse como una maniobra epocal de subversión vital de la filosofía, la moral, la religión, la política y la cultura entera: “Nietzsche se siente seguro de cuál es su posición real dentro de la época; se siente un ‘acontecimiento de la historia universal’ destinado a desacoplar las futuras y desbordantes corrientes lingüísticas del resentimiento y a canalizar de nuevo las energías eulógicas”.33
Sólo se pueden canalizar de nuevo tales energías eulógicas del individuo, pues, poniendo en juego una hipérbole que supera otra hipérbole. Este argumento lo utilizará una y otra vez Sloterdijk, de forma central en su apuesta para combatir la hipérbole de la Ilustración y su lenguaje excesivamente racionalista, sistematizante y abstracto, pondrá en juego el combate de una hipérbole kínica que insiste en la vitalidad y la materialidad del mundo, y que conecta con el “Nietzsche neo-cínico” que lleva a cabo la crítica a las actitudes nihilistas de resentimiento.34 Nos interesa este importante argumento para conectarlo con la cuestión del “individualismo”, en el peculiar sentido que interesa para lograr la inversión de las valoraciones de mal y bien como hemos explicado. Lo que le interesa al autor de Así habló Zaratustra por encima de todo es asumirse, en su “hipérbole narcisista”, como aquél que interrumpe el continuum misológico de dos milenios y abre esperanzas para el nuevo individuo y la nueva cultura. El efecto liberador y afirmativo del mensaje de este nuevo disangelio (dado que el “quinto” no puede ser un evangelio en el sentido en que lo fueron los cuatro anteriores), se concentra en la fórmula “ya-no-tener-más-necesidad-de mentir”,35 y está dirigido a las minorías divergentes y rebeldes que aún no han sido cooptadas (al menos en su totalidad) por la cultura decadente.
El potencial ético y político al poner en juego a estas minorías disidentes es evidente: el mensaje está dirigido primariamente a solitarios hiperbóreos que, dicho con las poderosas metáforas de Así habló Zaratustra, han de enfrentar el hecho de tener que hundirse en su abismo para destruir sus tablas de valores anteriores y construir nuevas, es decir, para lograr la trasmutación de los valores. Pero este mirar al abismo de frente de cada individuo, es precisamente mirar de frente la propia finitud y las condiciones de la vida que la configuran. Por ello ha de resultar en una destrucción de las convenciones e ilusiones que sostienen la vida social y que son el alivio de la vida burguesa acomodaticia: la moral del amor al prójimo, el respeto a la Ley del Estado (descrito, al lado de la Iglesia, como un temible monstruo embustero devorador de hombres en Así habló Zaratustra), la productividad y laboriosidad como ideales inerciales y ausentes de sentido vital, la existencia monótona en las ciudades que termina por embrutecer y dirigir la vida con “virtudes pequeñas”.36 El júbilo y la ligereza del individuo que se gana a sí mismo, problema central de La ciencia jovial, es al mismo tiempo el rescate de una afirmación cínica de la vida, es decir, de la vida según la composición artística del individuo que se rehace en sus condiciones materiales y sociales, en su potencia de multiplicación de posibilidades de crecimiento, de su vita activa como nobleza de valoración.
Esta nobleza de valoración implica a la postre un cambio completo de mentalidad y de praxis dentro del capitalismo y sus demandas de acumulación, usufructo y explotación del hombre por el hombre. Implica una renuncia a la moral de la ambición y del cálculo y de todas las acciones consensuales que la sostienen: las operaciones financieras, las decisiones políticas, las herencias y tradiciones culturales burguesas, en suma, la forma de percepción del mundo desde la lógica de inversión y ganancia de rendimientos. Se trata, pues, de introducir la experiencia de la generosidad considerada como sobreabundancia, desapego, poder de sí mismo que no requiere de las formas históricas de una época de la economía de la deuda e inaugura una época de la generosidad: “La Historia se descompone así en la época de la economía de la deuda y la época de la generosidad. Si la primera piensa siempre en el retorno vengativo y el reintegro del pago, la otra no se interesa más que por la donación futura”.37
Esta época de la generosidad se remite a la interpretación de la voluntad de poder no como dominio de una casta, de una clase o de un grupo social empoderado que mancilla y somete a otros, como suele interpretarse erróneamente, sino, en clave de lo sostenido en Así habló Zaratustra de nueva cuenta, entendiendo la voluntad de poder como sobreabundancia de una “virtud que hace regalos”,38 es decir, como potencia de darse plenamente sin actitudes reactivas de venganza ni resentimiento. Sin esperar nada a cambio en una lógica utilitaria o instrumental, porque nada de esto le hace falta al individuo cuyo centro es su sano egoísmo que en realidad es, como dice Sloterdijk, donación pura con vistas al futuro, la inocencia del derroche de sí mismo que sólo es posible en la experiencia de la inocencia del devenir, sin pretender esperar algo a cambio en la lógica del beneficio transaccional del capitalismo. Es a lo que se refiere con la fórmula (un tanto caprichosa, hay que decirlo), de una esponsorización total de Nietzsche: el sponsor, que podríamos traducir como patrocinador en su sentido simplemente económico en el altruismo humanista adquiere un significado al mismo tiempo más amplio y en franco combate con este sentido humanista. El sponsor es el que ha dominado el “peculiar arte de hacer regalos” para luego retirarse lo más pronto posible en función de no recibir retribución, un arte que se define por la dispersión y el exceso de poder liberador como un “take-and-run” (la fórmula es del mismo Sloterdijk39, “dar y correr” que en Nietzsche mismo toma la forma de los aforismos, los poemas, los excesos del lenguaje en su generosidad hiperbólica). De forma eminente, esta peculiar esponsorización escapa de toda pretensión de consenso y negociación, sea política o económica, pues genera disenso y competencia al modo del pólemos que el individuo poderoso establece con otros individuos de su misma condición: quien recibe regalos se ve obligado a adoptar una postura activa, nunca pasiva, es receptor-activo de esta nueva generosidad y en esa medida abre posibles futuros más ricos, más nobles. El sponsor es pues el iniciador de una cadena de eslabones liberados, cada uno de los cuales provoca las virtudes de la nueva moral que pretende Nietzsche.
Parte medular de la tesis de Sloterdijk, consiste en afirmar que constatamos hoy el cumplimiento de una tendencia cultural e histórica hacia la afirmación del individuo por encima de la comunidad y sus valoraciones sobre bien y mal. Y el papel de Nietzsche en esta tendencia de formación del individualismo, que de cualquier modo se hubiera generado como fenómeno social, consistió en hacer de su catalizador al tiempo que le imprimió el especial giro de generosidad y derroche de poder en el sentido que ya explicamos. El individualismo así entendido, por supuesto, no tiene nada que ver con su habitual explicación como fenómeno pobre y restringido a la acción de sujetos que persiguen su propio fin en un medio político organizado por la mesura y el consenso, y que calculan racionalmente su propio interés en la sociedad capitalista de producción y rendimientos; no tiene nada que ver, pues, con el individualismo posesivo racional que se hiciera polémico en la postura de C. B. Macpherson y sus antecedentes en Hobbes.40
Contraria a esta postura, la de Nietzsche, argumenta Sloterdijk, se dirige a la reflexibilidad de las acciones en el medio social de tal modo que pone en juego todo el potencial creativo, imaginativo y sobre todo disensual de los individuos. Frente a los condicionamientos sociales de corte represivo; frente a los medios de comunicación monotemáticos que le juegan el juego al sistema del capital; frente a las tecnocracias miopes y las estratagemas del mercado y los grupos de poder que actúan en ellas; frente a las ideologías de masa que alienan y someten, el individualismo no se enfrenta a ellos como si todos estos fenómenos fueran su enemigo mortal. No se enfrenta a ellos ni en la fantasía de una insularización total del individuo que quisiera preservarse tal como es en su bondad, ni en el escapismo, también ilusorio, de querer combatir los vicios de las tendencias modernas de la cultura desde un afuera o espacio exterior a ellas que hubiera permanecido impoluto. Más bien crea “alianzas inestables y cambiantes con todo lo que conforma el mundo moderno”,41 genera una plétora de vínculos artísticamente inventivos (he aquí la importancia del tema nietzscheano del generarse a sí mismo como obra de arte) con las tendencias del progreso y con las tendencias conservadoras que lo rechazan; con las posiciones políticas de derecha, de centro y de izquierda, pero también con la apoliticidad o impoliticidad de grupos radicales que sospechan de cualquier posición de partido o institucionalidad; genera vínculos con posiciones masculinistas lo mismo que con posiciones feministas; le interesa la moral ascética o hedonista; etcétera: se abre a los estilos de vida más dispares y congenia con ellos creativamente.
Así entendido, el individualismo actúa, quiero agregar, en el intersticio o margen de las formas culturales, económicas y políticas, generando a individuos dueños de sí mismos, artistas de su propia existencia en el tono nietzscheano, y que se resisten a ser simplemente absorbidos por cualquiera de estas tendencias culturales, políticas, artísticas, de defensa de género, etc. Más bien, estos individuos hacen suyas estas formas culturales en la lógica de una resistencia en sus márgenes que no enfrenta y lucha violentamente, sino que esquiva y crea; que no se deja capturar por el Estado, sino que recrea sutilmente sus ordenamientos y su simbología para darse fuerza; que no quiere actuar desde un afuera inexistente, sino en los mismos márgenes o fracturas del enorme sistema capitalista biopolítico en que vivimos. Así entendido, el individualismo nietzscheano es un agente de transformación social y político en el sentido de lo que he venido llamando resistencia intersticial.42
Ahora bien, me parece que puede concentrarse la explicación sobre la influencia nietzscheana en el individualismo, con tal potencial vital diferencial y de resistencia en los intersticios de la cultura decadente, cuando consideramos que lo que hace en última instancia, como afirma Sloterdijk, es proponer el diseño del estilo de vida en el medio de los discursos y usos de la cultura de masas. “El individualismo tiene la capacidad de trabar vínculos con todo tipo de posiciones, y Nietzsche es su diseñador, su profeta”.43 Nietzsche y su forma eulógica de expresión, puede considerarse como diseñador de tendencias del individuo, de tal modo que éste se hace a sí mismo, es artista de su propia vida como librepensador que ya no insiste en las creencias de la comunidad del instinto de rebaño, sino que se genera a sí mismo según los criterios más diversos, políticos, feministas, nacionales, tecnocrático o tecnofóbico, de moral ascética o hedonista, etc., etc.
Tal “diseño de tendencias”, agrega Sloterdijk, es una “marca de distinción”44 del individuo en una cultura en la que impera la idea de ser distinto a todos los demás, cuando todos los demás quieren lo mismo: ser distinto, ser peculiar a toda costa, distinguirse de todos incluso cuando se llega a la mecánica de un mercado que funciona con la idea de querer distinguirse de la masa. ¿Es esta una paradoja y una trampa de la praxis cultural de la búsqueda de la autenticidad, preguntaríamos, por ejemplo como lo hiciera Charles Taylor cuando ve en las tendencias de la cultura a las que pertenece Nietzsche, sólo un recurso de la insatisfacción y la frustración cuando la mayoría (alienada) persigue ese espejismo de querer ser auténtico como individuo?45 Nietzsche y su crítica, entonces, ¿finalmente fueron engullidos por la cultura de masas, y precisamente con el anzuelo de su propia prédica de su destrucción?
Para Sloterdijk no habría tal paradoja. El hecho de que el crítico de la baja cultura y sus formas decadentes pueda interpretarse como el agente que actúa justamente en el medio de las mecánicas de cultura de masas a las que despreciaba, puede entenderse porque su mensaje crítico no necesariamente es absorbido y neutralizado por esas formas decadentes. En términos actuales, este mensaje no puede ser reproducido simplemente en términos pop o de cultura pop, y su obra, incluso la atracción irresistible que produce su biografía y cierta imagen de filósofo rebelde y subvertidor de los valores, no puede reducirse a un tratamiento kitsch que pueda criticarse como un estilo de vida de nuevo totalizado, aplanado y reutilizado por esa cultura que critica. Esto es lo que hizo, nos explica Sloterdijk, la instrumentalización fascista de Nietzsche por parte del Nacionalsocialismo, que puso a disposición de las masas una reducción pop y Kitsch de su mensaje subversivo transvalorador al servicio del odio racial y del nacionalismo extremo. Este fascismo se puso la máscara nietzscheana del ‘espíritu libre y poderoso’ para alcanzar fines político-militares en la lógica colectivista de la guerra, cuando tras esta máscara sus tentativas sólo implicaron ser “rebeliones de perdedores energéticamente muy cargadas”46 y destinadas a la venganza, al resentimiento y a dar la muerte. El verdadero mensaje de Nietzsche es absolutamente ajeno a esta reducción fascista.47
A modo de cierre, insistamos en que la hipérbole crítica de Nietzsche, rebelde en sí misma, no localizable en un solo punto y sin embargo presente en todos los puntos de la cultura, renueva al individuo a condición de que éste transvalore sus valoraciones de bien y mal; a condición de que la violencia y el poder se experimenten de otro modo y que los individuos se liberen de su carga de mera peligrosidad de la que deberíamos de huir; a condición, a la postre, de que encontremos la potencia creadora de tal violencia.