Introducción
En los tiempos que corren es difícil sostener la idea de un mal esencial, a modo de un concepto de raigambre teológica o teleológica que apelaría al sustrato ontológico del mal como una realidad en sí misma. Creo que sería difícil remitir el mal a las ideas antiguas de la religiosidad o de la metafísica. El entramado en el que podemos ver algunas de sus modalidades más frecuentes en la actualidad se teje principalmente en el asedio constante de la violencia que se sufre en el mundo contemporáneo; de forma específica en el ejercicio de su banalización instrumentada de manera sostenida por los poderes que rigen el sistema político. Así lo supo ver bien Hannah Arendt en varias de sus tesis alrededor de la violencia y en el desprendimiento moral de los ejecutores de órdenes, administrativos y otros agentes que, durante los periodos de totalitarismo simplemente renunciaron a su juicio y criterio para perpetrar o continuar una gestión dolosa del aniquilamiento.
Considero que el mal está mucho más identificado en nuestros días con la violencia, si bien cabe decir -y lo quiero anunciar desde ahora- que el mal y la violencia no son idénticos ni son términos intercambiables. No pierdo de vista, sin embargo, que no contamos con la oportunidad de ver una realidad última, sempiterna y primigenia del mal, mientras que, lo que tenemos a la inmediatez de forma constante, son sus trazas en los actos de crueldad que se imprimen sobre los cuerpos, en la marca continua de la violencia asimilada, ya sea sobre los individuos afectados, en las cicatrices en el tejido social o, a cabalidad, en los cadáveres que quedan tras la ejecución del crimen.
Lo que podemos ver del mal es precisamente ese resto de la violencia que se confunde con su escritura, su inscripción en la psique, en los afectos y en los cuerpos que somos. Lo que tenemos del mal, en última instancia, es todo un código de vestigios que nos guían no hacia su origen ni hacia su constitución metafísica, pero sí a las condiciones singulares en las que se lleva a cabo y donde sus residuos nos permiten leerlo.
La violencia que me interesa pensar en este ensayo es la disposición cómplice del capitalismo y, particularmente, de diferentes componentes del Estado, efectuada en la cotidianidad por la inercia de seguir un orden de cosas donde el mal se lleva a cabo sobre todo en la injusticia social, en la explotación letal de las personas, en la cosificación humillante de los animales destinados a la alimentación y ante la vorágine extractivista de los ecosistemas. Sin duda, aparece alguna faceta del mal en la segregación constante y sistemática de las poblaciones económicamente vulnerables, en la agresión hacia lo distinto fundada en todo tipo de ideologías de comunidades autoinmunitarias,1 y, en definitiva, en la muerte perpetrada como parte de una normalización de la crueldad. Me refiero a la industria de muerte que suponen los actuales modelos de vida en los que el exterminio y la crueldad son moneda corriente.
Para plantearlo con mayor claridad, la cuestión sobre la inmediatez del mal nos obliga pensar este acostumbrarse contemporáneo con relación a los crímenes de odio y asesinatos de las personas de las periferias sexuales, con identidades diversas, colectivas o faltas de identidad fija. Lo que haré en este artículo será una aproximación, a modo de rodeo, o bien en cualidad de tejido vinculante, entre dos tesis que dispone Jacques Derrida en su libro Clamor (Glas, 1974).
Clamor está dedicado a modo de una lectura bifronte a dos figuras: al filósofo Georg Friedrich Wilhelm Hegel y al escritor Jean Genet. Si digo que rodearé Clamor, se debe a que también me interesa vincularlo con algunos lugares de la literatura y enmarcarlo con el tema de los crímenes de odio y la humillación que sufren las personas disidentes al régimen heterosexual del Estado.
Mi rodeo busca vincular ambas columnas, la dedicada a Hegel y la dedicada a Genet, una tarea que Derrida deja al lector, no porque no quisiera él mismo pensar a Genet desde Hegel o a Hegel desde Genet. Mi lectura supone que lo que Derrida busca con esta estrategia es no reducir el uno al otro, ni lo otro a lo Uno. Pero, aquí mismo, se encuentra ese hiato en el que la violencia y el mal banalizado, la crueldad acostumbrada de nuestros tiempos, nos orilla a pensar justo el entramado amplio en el que se debaten los temas que ya he mencionado con anterioridad.
Dos colosos: Hegel y Genet
Jacques Derrida ha escrito Clamor para situarnos frente a un trabajo cuidadosamente dispuesto en su estructura al modo de una trampa, una suerte de estrategia de pensamiento deconstructivo, para que sus dos temas principales no se encuentren sino en el hueco de las imágenes con la que nos presenta el contenido de dos inquietudes que, toscamente, podemos identificar de la siguiente manera: la primera asentada en la filosofía, mientras que la otra se nos aparece en el espacio difuso de la literatura. Pero esta aproximación tosca a Clamor es demasiado vaga todavía. Veamos, Clamor no tiene en realidad una estructura típica de un libro filosófico ortodoxo ni doctrinario, es ante todo una escritura atípica cuanto que nos presenta dos columnas de textos. Dichos textos no tienen un comienzo específico, aparecen cortados en sus bordes iniciales y finales, como si se tratara de una continuidad de la cual sólo podemos ver un par de bloques determinados pero no definidos por una estructura narrativa ni argumental que nos presente un inicio o un final.
En la versión castellana aparece una nota agregada en una página sin numeración, es probablemente una instrucción posterior o una indicación de un sentido, agregada más tarde por Derrida pero al margen del texto. Quizá, se trata de una justificación tanto como de una advertencia, donde Derrida nos da un indicio de lo que ha dispuesto:
Ante todo: dos columnas. Truncadas, por arriba y por abajo, talladas también en su flanco: incisos, tatuajes, incrustaciones. Una primera lectura puede hacer como si dos textos erigidos, el uno contra el otro o el uno sin el otro, no se comunicasen entre ellos. Y, de algún modo deliberado, eso sigue siendo cierto en lo que refiere al objeto, a la lengua, al estilo, al ritmo, a la ley. Una dialéctica por un lado, una galáctica por el otro, heterogéneas y, no obstante, indiscernibles en sus efectos, a veces hasta la alucinación. Entre ambas, el batiente de otro texto, diríamos de otra “lógica”: con los sobrenombres de obsecuencia, penetrarse(r), estrictura, cerradura, anterección, bocado, etc.
Para aquellos a los que les importa la firma, el corpus y lo propio, declaremos que, poniendo en juego, haciendo pedazos más bien, mi nombre, mi cuerpo y mi rúbrica, elaboro por las mismas, con todas las letras, los del así denominado Hegel en una columna, los del así denominado Genet en la otra. Veremos por qué -oportunidad y necesidad- estos dos. La cosa, por consiguiente, se eleva, se detalla y se desata según dos giros, y la aceleración incesante de un por turnos. En su doble soledad, los colosos intercambian una infinidad de guiños, por ejemplo de ojo, se doblan cuando quieren, se penetran, pegan y despegan, pasando el uno al otro, entre uno y otro. Cada columna figura aquí un coloso (kolossós), nombre dado al doble del muerto, al sustituto de su erección. Más que uno, antes que nada.2
Clamor contrapone a Hegel y a Genet a través de un par de temas que se deshilvanan en dobleces de citas y fragmentos interconexos, dispuestos cada uno en su infinitud y contingencia, un poco más a modo de paráfrasis y comentarios por parte de Derrida, que en la articulación de un argumento filosófico. Oposición paralela, de espejeos y ecos, y sin puntos de encuentro necesarios, pues su distintivo consiste en ser un trabajo textual dispuesto en esa doble columna, o, mejor dicho, en la confrontación, el frente a frente de dos exploraciones de pensamiento, que no consiguen encontrarse sino a través de subtextos a construir por el lector.
Clamor se conforma por una doble erección textual asediada, acechada, pues, cercada por dos colosos: dos dobleces de muertos: uno dedicado a Hegel y a la familia en su moralidad, en concreto al concepto hegeliano de eticidad [Sittlichkeit], el otro a Genet y a la humillación trastocada y a la violencia que arranca de la vida a las flores raras que suponen sus mismos personajes abyectos.
En un subtítulo para la segunda edición de Clamor, la editorial colocó una sentencia que no aparece en la versión castellana: “¿qué resta del saber absoluto?”. Lo que resta del saber absoluto no es fácil de precisar en un horizonte en el que las ideas de Hegel parecen decantarse en la divinización del Estado como efectuación positiva de sus postulados principales: la articulación de una comunidad humana cuyo desarrollo se ha dado a través de la historia en la consecución de un mundo más racional y garantizado por la institucionalidad del conocimiento.
Dicho así, ¿qué es entonces lo que resta a esa comunidad humana y a su saber?
La noción de aquello que resta en el pensamiento de Derrida es complicada cuanto que no puede definirse en una sola de sus versiones: lo que resta es aquello que sobra, las rebabas decimos en México para referirnos a los bordes que rompen la forma ideal de los modelos, de los objetos y de los juguetes. ¿Cuáles son esas asperezas que sobran a los modelos de vida actuales?
Lo que resta es también aquello que no suma, sino que desprende. Aquello que se separa de una continuidad unificada y produce con ello una cifra negativa o cuando menos segregada y apartada de lo que aparece en unidad.
Lo que resta es lo que falta, aquello que hace eco de su ausencia desde una negatividad imposible de asir en su acontecimiento; lo que falta es también el hilo negro de una teleología inacabada a caballo entre el espectro y el destino: una guía ciega de la positividad de lo que somos.
Lo que resta es imposible de alcanzar en tanto que apunta a un límite infranqueable.
Nos dice Derrida -en la columna de Genet-: “El resto es indecible, o casi: no en virtud de una aproximación empírica sino rigurosamente indecidible”.3
Eso que resta para Derrida, en esta exploración con la que pretendo bordearlo, coincide con aquello que una sociedad o un Estado, como los que proliferan en nuestros días, no reconocen como parte de sí mismos y lanzan fuera de sus espacios para habitar, ya sea que se trate de un espacio extenso o bien de un espacio simbólico y de significación, de sentido, para decirlo con propiedad. Si lo que resta es lo sobrado, las sobras de un sistema de pensamiento y de operatividad, eso sobrante es lo que excede y en su derrame justifica, en apariencia, la fundación de los límites internos de una comunidad. El resto, entonces, es necesario como categoría, a modo de correlato binario de oposición ante lo que distingue los conceptos regentes de la unidad y frente a aquello que no hace unidad; sin embargo, lo que resta tiene el semblante del chivo expiatorio para que eso mismo que no se unifica, sea la garantía de la unidad de aquello que queda contenido como un centro dentro de esta lógica-tópica de distribuciones y repartos.
No hay centro sin un contorno, margen o exterioridad. Todo centro es producido desde una serie de operaciones narrativas, imaginarias, literales o literarias, pero al final del día narraciones operativas, como las que se juegan en la formación y transmisión de la identidad de una sociedad para edificar ese eje que enarbola la supuesta moralidad de un Estado y de una Nación que se afianzan como nuestros. Se producen así una serie de consignas sobre la unidad social y nacional, con base en ideas utilitarias por las instituciones civiles, el derecho, la ley o el gobierno; en dinámicas tributarias del patriarcado que naturalizan el familiarismo cis y heteronormado, y también en la patriotería como parte del mito del mestizaje, para sostener el semblante de una identidad homogénea que es ella misma la constitución de todo tipo de estrategias de gestión, explotación, exclusión y opresión.4
Esa identidad es, en este sentido, la base de la costumbre de esa efectuación del saber absoluto en su inmanencia y que, en ciertas lecturas de Hegel, se confunde con la eticidad [Sittlichkeit] de lo social, de la cual el Estado no sería sino su más cabal culminación.5
En la exapropiación que hace Derrida en Clamor -columna de Hegel-, dicha eticidad se entiende de la siguiente manera:
La Sittlichkeit -cuyo primer momento lo constituye la familia- es, por consiguiente, la idea de libertad; pero de la libertad como Bien vivo, presente y concreto en el mundo presente (vorhandenen), lo que implica elaboración efectiva (Wirklichkeit), acción, operación (Handeln). En ese momento la sustancia concreta de las costumbres (la Sittlichkeit), tal como se produce y resta en el Vorhandensein del mundo, excede el Meinen (según el juego de palabras hegeliano entre el titubeo del yo que opina y “lo mío”); constriñe el capricho subjetivo y la velidad flotantes (el Belieben). Toma consistencia en leyes y en organizaciones que perduran (Einrichtungen), en instituciones.6
En mi interpretación de este complejo seguimiento de Derrida a Hegel, me parece que lo que Derrida entiende por Sittlichkeit implica una idea efectuada en la cotidianidad de lo social, en la que la libertad es garantizada por una serie de costumbres que ya no se encuentran solo fundadas en la naturaleza moral de lo social [Moralität], sino garantizadas por una moral de Estado a través de sus instituciones, y por su permanencia en la vida y la voluntad de los integrantes de la sociedad. Es decir, a través de la Ley auspiciada por el ‘saber absoluto’.
El ‘saber absoluto’puede entenderse de la siguiente manera de acuerdo con la misma definición de Hegel en los Fragmentos preparatorios a la Fenomenología..., recuperados por la edición de Antonio Gómez Ramos:
Así, el saber absoluto entra primero en escena como razón que establece leyes; en el concepto mismo de substancia ética no hay ninguna diferenciación entre la conciencia y el ser-en-sí; pues el puro pensar del puro es en sí, o sea, substancia igual a sí misma, y en la misma medida es también conciencia. Pero, con que brote una determinidad en esa substancia, y la primera determinidad, según ha resultado, es que se establecen leyes, hace entrada también la diferencia entre la conciencia y lo en-sí; mas esto en-sí es la substancia ética misma, o la conciencia absoluta.7
El ‘saber absoluto’ no puede ser meramente abstracto, incluso a sabiendas que este párrafo implica la aclaración de que ese establecimiento de leyes no se remite al Derecho, sino a las condiciones de posibilidad del pensamiento, en el más profundo afán de Hegel por dar continuidad al proyecto kantiano de brindar legitimidad a las condiciones en las que se produce el conocimiento; pero, a diferencia de los postulados propedéuticos de Kant en la Crítica de la razón pura, aquí Hegel busca hacer coincidir dicha determinidad [Bestimmtheit] de la razón que establece leyes con su efectuación como eticidad, es decir, en la vida de la sociedad civil y en la racionalidad justificada de la necesidad operativa de sus instituciones.
Para hilar con más cercanía la problemática en Hegel, es necesario decir que aborda el tema de la familia natural como origen de la moralidad en los desarrollos argumentales del apartado ‘La religión, manifiesta’, en la Fenomenología del espíritu (1807),8 pero lo hace por igual en la Filosofía del derecho (1821), incluso en los cursos de Estética, que imparte en Berlín en distintas ocasiones, en 1820-21, 1823, 1826 y 1828-29.9
En el curso de 1826 Hegel ya tiene claro que el progresivo contenido de una eticidad universal atraviesa de manera predominante el arte y al éthos cristiano, que en su sistema estético se comprende como la Forma romántica del arte, cuanto que implica el desarrollo de la interioridad como lugar propio del espíritu universal, si bien ya apuntando a su pleno complimiento en el ámbito de la eticidad en el Estado:
Lo ético tiene tal contenido universal para sí como familia, estamento o entidad comunitaria. El amor es al mismo tiempo estos elementos y, puesto que se realiza en el presente, contiene una singularidad, una contingencia.
En general, el modo de existencia es indiferente, contingente. También es el amor a la familia, al Estado, a la patria; pero conforme a su naturaleza es necesario, ya que éstos, conforme a su naturaleza, son objetos universales. Lo objetual ético es naturaleza universal, conforme al concepto.
De acuerdo con el glosario explicado alemán-español, incluido en la Fenomenología del espíritu, la entrada Sittlichkeit se puede traducir al español por eticidad:
Sittlichkeit. Derivada de Sitte, puede traducirse literalmente como “eticidad”: aun a riesgo de crear un tecnicismo, tiene un sentido claro y comprensible, una vez que se entiende Sitte como éthos. Otras propuestas que se han hecho: “ética comunitaria” o recientemente “civilidad” (Ripalda), “ethical life” (Harris) o, muy audazmente, en un sentido muy semejante al de Ripalda “souci des bonnes moeurs et de la coutume” (Lefebvre).10
De regreso a los temas de este ensayo, es fundamental reparar en que la dirección a la que apunta el esfuerzo de Derrida consiste en hacer una apertura conceptual que implica a su vez el agrietamiento de la asimilación dogmática de Hegel; o sea, construir una lectura de un Hegel contraria a las ideas tradicionales del Hegel que respalda al Estado sobre cualquier otro objeto menor y contingente. Derrida nos permite ver, al mismo tiempo, las formas contradictorias y conciliatorias en las que Hegel es un heraldo de los modelos políticos actuales; pero eso tampoco asegura que su sistema filosófico coincida por entero con las versiones reduccionistas en las que Hegel parece ser un mero abogado de la institucionalidad de los regímenes actuales.
La lectura hegeliana de Derrida es extensa y pormenorizada, y no puedo aquí detenerme puntualmente en ella, pero sí puedo señalar lo siguiente: Derrida quiere hacer ver que la Sittlichkeit-eticidad en Hegel no se equipara a la moralidad,11 si bien implica un proceso en el que la familia cristiana -la Sagrada familia, originalmente, de hecho- fundamenta el núcleo de una moral natural alrededor de la cual se organiza el entramado institucional de lo social,12 aunque se encuentre ahí todavía de manera insuficiente; ante tal contingencia, la eticidad requiere de un respaldo garantizado por el derecho como práctica y no solo como determinidad; este es un movimiento típico del pensamiento hegeliano cuya dirección histórica y teleológica se orienta hacia una coincidencia entre la costumbre y la Ley, si bien de manera dialéctica y con intenciones de plena operatividad en la realidad cotidiana.
Derrida se ocupará también de hacer ver que el mismo Hegel piensa de maneras distintas a la familia natural y a la familia dentro del sistema del derecho (que en el Estado está respaldado por el ‘saber absoluto’); y asimismo nos recuerda que Hegel se ocupa de esto en medio de sus relaciones interpersonales y familiares, no solo en su cuerpo teórico y en su práctica intelectual como un agente cultural y como un académico reconocido por sus conciudadanos, sino a través de sus complicados vínculos con su esposa, su antigua amante, y ante sus hijos, ya sean reconocidos legalmente o fuera del matrimonio.
Derrida pasa revista a estos conflictos del espíritu hegeliano a través de la recuperación de un acervo epistolar que nos revela la singularidad propia de las tensiones entre las pasiones del joven y del viejo Hegel ante la eticidad de su época.13 Me interesa hacer ver que Derrida hace una lectura de Hegel donde la familia es, en buena medida, el hilo conductor de la teoría hegeliana alrededor de la instauración y gestión de lo político, mismas que se volverán más sofisticadas de acuerdo al desarrollo del ‘saber absoluto’.
Volveré más adelante, antes de las conclusiones del artículo, a Hegel, a la familia y a la instauración del derecho y de lo político ante el tema del Estado; pero, de momento, hay que aclarar un par de puntos antes de dar paso al siguiente apartado.
No hay un consenso uniforme sobre cómo encaja Hegel en la apoteosis y defensa teórica del Estado, o bien, sobre si sus ideas coinciden con las efectuaciones de los sistemas políticos actuales. Pero cabe retomar un par de puntos por parte de dos especialistas en Hegel a partir de estudios que contrastan su obra con problemáticas históricas contemporáneas y de la época de Hegel.
Jorge Juanes sostiene lo siguiente:
Hegel identifica el poder de policía (concepto proveniente de la política), con el cuerpo de gobierno que garantiza el control del poder público respecto al comportamiento general de la sociedad civil. Poder que, junto con la garantía de la seguridad ciudadana, encárgase de la ejecución de las obras generales que se requieren para que los individuos que forman dentro de la sociedad civil puedan realizar sus proyectos generales. Decir policía y defensa del bien común significa una y la misma cosa. […] Misión suya será evitar el conflicto social, buscando la conciliación; lo suyo es la defensa de la unidad de la sociedad civil. […] Recorrido completo. Con el Estado contamos con el totalizador definitivo y último de la sociedad efectiva. Mediado por la esfera de la familia y la sociedad civil, el Estado, no obstante, se levanta como el fundamento último de la familia y la sociedad civil como su verdad.14
El título del libro de Juanes es polémico: Hegel o la divinización del Estado, pero no es una afirmación por sí misma, sino una diatriba contra las efectuaciones del Estado en la política moderna, el interés del texto es abrir la discusión sobre los alcances del Estado en la vida de los sujetos.
Por su parte, Félix Duque, en su estudio La restauración. La escuela hegeliana y sus adversarios, pasa revista a las herencias políticas que deja el trabajo de Hegel inmediatamente después de su muerte y en sus territorios. La idea de Hegel como el principal defensor del Estado está vinculada en concreto con su relación con el Estado prusiano. Nos dice lo siguiente: “No es que él se inclinara servilmente ante el poder del Estado, sino que fue a Prusia con la clara y decidida intención de influir en la política educativa”.15
Duque documenta con detalle que Hegel tenía la intención de dejar su cátedra para incorporarse a la política de Estado: “para abandonar el puesto de catedrático allí por el de Berlín, Hegel declara con toda franqueza su intención de ir más allá: ‘de la precaria función de enseñar filosofía en una universidad, de pasar a otra actividad y poder ser útil de otro modo’”.16 Lo que detuvo a Hegel de incorporarse a la política oficialista de Estado fue la animadversión e influencia que tenía su adversario Friedrich Schleiermacher en la política real. Nos dice Duque que Schleiermacher, “llegaría a ser Secretario General de la Academia de Ciencias”,17 e hizo lo necesario para que Hegel no ocupara cargos mayores que los que ocupó.
He recopilado estas últimas dos referencias con la intención de dar un contraste, porque, si bien, tanto Juanes como Duque tienen posturas más o menos diferentes respecto de las adscripciones y relaciones de Hegel con el poder del Estado, ideal o efectivo, ambas coinciden en una revisión más o menos cifrada dentro de una serie de tópicas binarias: individuo/sociedad civil, sujeto/Estado, política de izquierda/ política de la derecha. Todos estos binomios encajan perfectamente dentro de las categorías de la teoría política clásica, en la que las relaciones entre individuo y Estado pasan por el contractualismo, la voluntad del ciudadano, la razón de los gobernantes y la representación de los civiles o las posiciones reaccionarias o revolucionarias ante la injusticia social, entre otras. No obstante, es necesario preguntarse si agotan la complejidad de lo político. Particularmente frente al crimen, al odio y la segregación que se sufren en lo doméstico de la vida pública, y en la política interior de los Estados las personas diversas.
Una política diferente en la denuncia y en la escritura
La emergencia y vasta discusión en décadas recientes de conceptos como ‘microfísica del poder’ de Foucault, o ‘micropolítica’, de Deleuze y Guattari, nos permiten ver la diferencia radical entre la teoría política en la que Hegel se inscribe (a pesar de que hay una dimensión doméstica de lo familiar, lo afectivo, y el deseo en sus consideraciones) y en la que lo insertan constantemente sus lectores típicos, sean estos de izquierda o de derecha. Pero el problema es por entero otro cuando consideramos lo siguiente.
El filósofo norteamericano David Halperin ha insistido en su libro San Foucault. Por una hagiografía gay, que no solo ha cambiado la terminología y vocabulario de la tradición política clásica, también se han transformado los marcos en los que se insertan las problematizaciones políticas en las que se juegan los problemas actuales: minorías, segregación, migración, salud, economías identitarias, en las que sin duda cabe el trinomio protagonista de los debates contemporáneos: raza, clase y género.
Halperin insiste en que el humanismo de la tradición europea y su pensamiento político se desvanece ante formatos, escenarios, figuras y medios en los que lo político se piensa de una manera completamente distinta a como era planteado todavía hace cincuenta años. Así, nos habla del gozne que significan los cambios políticos después de los procesos contraculturales de los años sesenta del siglo XX:
La generación más antigua pensaba la política a través de categorías marxistas tradicionales: el Estado, el derecho, la policía, la estructura de poder, el sistema de clases, las apuestas económicas. La mayoría no había participado en una manifestación desde hacía veinte años. Tanto en la vida intelectual como política, se calificaban de humanistas, insistiendo en la preeminencia del sujeto como creador e intérprete de las significaciones culturales e históricas, como agente esclarecido de la crítica, como locutor en una comunidad de discurso. […] Por el contrario, la generación más joven abordaba la política en términos de culturas y de identidades, de significaciones sociales, de luchas simbólicas, de representaciones, y de diferencias de raza, de género, de orígenes étnicos o de sexualidades. Se habían comprometido en la política alrededor de cuestiones tales como el aborto, el sida, la representación de las mujeres y de las minorías en la cultura popular […] Estaban influenciados por el estructuralismo, la semiótica, la deconstrucción, el psicoanálisis, el análisis de los discursos; para ellos no eran los sujetos individuales los que producen el sentido sino las estructuras sociales y los sistemas de significaciones. Para ellos la política no englobaba solamente el Estado y las clases sociales, sino también la familia, las relaciones sociales de sexo, las reglas del discurso que gobiernan la representación del otro y de sí mismo, las jerarquías raciales y étnicas y los campos ya constituidos del saber: la política, la medicina, el derecho, la cultura y el sistema universitario y escolar.18
En lo que respecta a las políticas de las identidades diversas y las sexualidades periféricas, no sólo hay que considerar a las identidades de colectivos en lucha por los derechos civiles, sumadas a los movimientos LGBT+, sino también a lo que afecta a vigilancia sobre las prácticas sexuales de individuos o poblaciones que se juegan al margen de la normativa del sistema heterosexual incluso sin adscribirse a identidades políticas diferenciadas por comunidades o colectivos. El tema trastoca de fondo todo lo que se entiende por los espacios de lo político y por los marcos jurídicos, no solo frente al Estado, sino también ante el grueso de la sociedad civil.
La transformación de los enfoques en las políticas, de lo macro-socio-estatal a lo micro-doméstico-deseante, se juega en lo siguiente: “Si en los años setenta, durante la época del movimiento por los derechos civiles gays, éstos decían que eran absolutamente similares a los heterosexuales salvo en la cama, al comienzo de los años noventa, en el momento queer, decían que eran totalmente diferentes de los heteros, salvo en la cama”.19
Hago estas precisiones solo con la finalidad de ver con mayor detenimiento hacia donde apunta ese resto del que nos habla Derrida en Clamor a partir de Jean Genet.
Sin duda, Derrida abarca o rodea ese resto, porque es Genet uno de los primeros lugares de la escritura literaria del siglo XX en los que se puede ver, no solo lo que problematiza Hegel alrededor de la familia, la sociedad civil y el Estado, sino además la huella de esos poderes desde su positividad y desde su ausencia.
Recordemos que Genet es abandonado por su madre con apenas un par de meses de edad, crece en una familia adoptiva, después se vuelve un ladrón terrible, pues él mismo reconoce que era tan mal ladrón que siempre terminaban por apresarlo; finalmente, en plena adolescencia, tras salir del núcleo de la familia en la que crece en su infancia, Genet se introduce en un mundo correccional, primero bajo la tutela cruel y violenta de los marinos auspiciados por novedosos proyectos de rehabilitación social con perfil familiarista, por parte del Estado francés en la región de Mettray y, posteriormente, en el sistema de prisiones. Estas experiencias se encuentran relatadas en El milagro de la rosa (1946).
Retomo a Genet no solo por el Clamor de Derrida, también por lo que su escritura tiene de testimonio del mal y de la violencia, de la segregación y de la expulsión de los ámbitos de la familia, de la sociedad civil y del Estado.
Hay muchos pasajes infames y ampliamente comentados por filósofos en las obras de Genet:20 el asesinato y los robos en Querelle de Brest (1947); la humillación de Divina, al ser cuestionada como prostituta y evidenciada como “maricona”, en Santa María de las Flores (1944); o bien el momento en que los policías españoles, en la redada, le encuentran un tubo de vaselina, tras registrar al protagonista del Diario del ladrón (1949), para someterlo primero a la burla por ser sodomita, y después disponerlo como cloaca en un concurso de escupitajos en la boca, que culmina precisamente cuando uno de los policías se da cuenta de que el protagonista tiene una erección y decide azotarle la cabeza contra la pared. Esta escena la comenta a detalle Didier Eribon con miras a acentuar que Genet tuvo que invertir el sentido de la vergüenza a partir de todo tipo de estrategias:
El tubo se convierte en un objeto de culto, y la escena humillante se transforma en un equivalente de una Adoración Perpetua, o, más exactamente, en “lo contrario de una Adoración Perpetua”.
Por ello el narrador puede hacer de ese objeto, y de su resistencia, a un tiempo secreta, luminosa y obstinada al desprecio de los guardianes del orden social, el símbolo de la transformación de la vergüenza en orgullo.21
El tubo de vaselina es importante para muchos comentadores de la obra de Genet, entre ellos Derrida, porque introduce en El diario... una escena en la que el narrador recuerda con ternura al artefacto. Recuerda contemplar el tubo de vaselina bajo un farol, ese mismo tubo que lo acusó frente a los policías de sus preferencias en las actividades sexuales clandestinas se ve iluminado por una luz casi del tono de la revelación religiosa. En la memoria del narrador aparece entremezclada con la imagen del tubo la imagen de una mujer vieja y de su rostro plano y redondo de, cuyo gesto, al solicitar algo de dinero, Genet no sabe decidir si es un gesto triste o hipócrita. En el relato continúa un monólogo singular en el que Genet se pregunta si no podría ser que la mujer estuviera saliendo de la cárcel; si no sería la madre que lo ha abandonado recién nacido décadas atrás; si no será también ella, su madre, como lo es él, una ladrona.22
Las exploraciones que hace Derrida al respecto son ingeniosas y propositivas con respecto a la idea de la filiación, de la firma, de los ancestros y de la adoración profesada por Genet ante esta figura fantaseada de una madre ladrona y abyecta que, como él, resiste a la unidad progresiva y armónica de la sociedad. En este punto cabe una reflexión álgida en el escrito de Derrida que le da sentido a su idea de clamor:
El clamor es -pues- del idioma o de la firma.
Del antepasado absoluto.
De ahí que no lo encontremos nunca aquí o allí, en la configuración única de un texto. Se presta, se afecta o se roba siempre. En el momento en que creemos leerlo aquí, en que creemos comentar o descifrar este texto, somos comentados, descifrados, observados por otro: lo que resta.
Hay -siempre- no deja ya de haber nunca -más de un- clamor.23
Clamor es el sonido de un origen robado en la fantasía. De un origen falso y maldito también. En lo inaprensible de la marginalidad, es precisamente donde resuena el clamor de aquello ajeno a los intereses de la familia tradicional, de la sociedad civil y del Estado. La obra de Genet está saturada de escenas marcadas por la violencia y el desprecio a la autoridad, el asco ante la ley abstracta y ante la materialidad innegable de la sociedad.
Genet desprecia a la sociedad y al Estado, a Francia mucho más que a los invasores alemanes durante la ocupación en la segunda guerra. Pero dicho desprecio está expuesto, casi a modo de justificación y presunción en su literatura. Genet ha dicho en diversos lugares que su literatura está hecha para herir y lastimar a la sociedad, que no tiene nada que aportarle sino la devolución de una infinidad de golpes imposibles de cuantificar. Y su postura no es la única en este tono. Hay muchas obras literarias que han partido de condiciones distintas pero similares a las de Genet, si bien en muchos casos se trata simplemente de testimonio y no tanto así de una venganza.
En el momento en que Genet escribe, se publica en México la novela de Carlos Montenegro Hombres sin mujer (1938), que se centra en la vida en una cárcel de hombres que sostienen vínculos eróticos y afectivos entre ellos en medio de la ignominia y los abusos. En el prólogo a una reciente edición de ese libro Luis Zapata nos recuerda que Hombres sin mujer (1938) no deja de tener un tono reaccionario y despectivo ante el tema, lo que no quita que sea un manifiesto precedente y singular a estas temáticas de figuras periféricas, aunque se encuentre algo cargada de prejuicios sociales que vienen de una exterioridad dado que su autor no es propiamente un marica sino un testigo de la violencia que se imprime sobre los homosexuales en prisión. Montenegro nos narra un escenario lleno de crueldad en el que un joven afeminado apodado La Morita, quizá una figura precursora a la de las mujeres trans antes de su emergencia como identidad colectiva, muere en una escena violenta y trágica en manos de su amante.
Encontramos todo tipo de analogías en otras piezas literarias: desde El lugar sin límites (1966), del chileno José Donoso, hasta Temporada de huracanes (2017), de la mexicana Fernanda Melchor; por no detenernos en las infamias relatadas por la magna obra de Reinaldo Arenas: Celestino antes del alba (1967), Otra vez el mar (1982), El color del verano o Nuevo jardín de las delicias (1991) y Antes de que anochezca (1992); o bien en la revolucionaria obra de crónica literaria novelada de Pedro Lemebel: La esquina es mi corazón (1995), Loco afán. Crónicas del sidario (1996), De perlas y cicatrices (1998), entre otros incontables relatos de la violencia sufrida llevada a huella y escritura política. Las referencias podrían extenderse de manera desmesurada, pero bastará mencionar sólo algunas más.
En su Historia de la literatura gay, Gregory Woods dedica el capítulo 24. ‘La novela trágica de la postguerra’, al tema de la violencia, la discriminación, el desamor y los asesinatos presentes en las obras de Genet: Querelle de Brest (1947); William Golding: Rites of Pasage, (1980); David Storey: Radcliffe (1963); James Purdy: Eustace Chisholm and the Works (1967) y Patrick White: Riders in the Chariot (1961). Woods retoma la siguiente cita de David Bergman:
Si las conclusiones de tantas novelas homosexuales parecen inadecuadas, ello puede ser debido a que los escritores gays no han creado un mito que no sea trágico, que no siga la aceptada idea heterosexual sobre el destino gay. Sin algunos de los mitos integradores que ayuden a unir el mundo sexual y el familiar, la novela homosexual será siempre algo fragmentado, dividido en sí mismo, sin final satisfactorio.24
Pero rechaza la tesis de Bergman, insistiendo en que: “Por el contrario, es posible imaginar una literatura fuertemente comprometida que utilice la tragedia para defender no una delicada Nueva Era Arcadia que tenga como tema -y disfunción- el amor libre, sino la madura y rigurosa libertad de vivir la propia vida sin la intromisión de homófobos envidiosos”.25
Me parece que eso es precisamente lo que aparece en Las malas (2019), de Camila Sosa Villada, donde podemos encontrar una plétora de ejemplos de la vigencia de esta persecución hacia las personas que no coinciden con el régimen anatómico, visual, de costumbres, de hábitos sexuales o de formas de ganarse la vida distintos a los que son asimilables o el modelo mismo de las demandas sociales de la heteronorma, los valores de la familia y del Estado.
El personaje principal de la novela, una suerte de doblez literario de la autora, es definido como una travesti asediada por una frase que le ha dicho su padre de niña: “Un día van a venir a golpear esa puerta para avisarme que te encontraron, tirada en una zanja”,26 la frase la recoge Juan Forn, para el prólogo de la novela, pero la encontramos repetida casi como una cancioncilla, cada tantas páginas, a lo largo de la trama. Hay una escena terrible en la que finalmente acontece el designio paterno, pero no a ella, sino a una colega de la narradora-protagonista:
Una noche encontramos a una compañera muerta, envuelta en una bolsa de consorcio, tirada en la misma zanja en donde había aparecido El Brillo de los Ojos. La descubrimos en una de nuestras escapadas de la policía, que otra vez andaba reclutando putas para llevar a sus calabozos y ejercer su crueldad. Corremos, cruzamos como liebres la avenida del Dante, sobre nuestros zapatos de taco aguja y plataforma, saltamos arbustos y pozos que nos salen al paso, nos arrojamos a la zanja, nos quedamos inmóviles como cadáveres y ahí nomás nos sorprenden el mal olor y las moscas.
La Tía Encarna desgarra la bolsa negra con las uñas y se topa con el rostro desfigurado de su amiga, ya invadido por una población de gusanos que la devoran. Encarna grita como para ser escuchada por Dios. ¡Por qué, por qué! Toma la cabeza de la muerta entre las manos, la estrecha contra su pecho, las lágrimas bañan su rostro y también los nuestros. ¡Por qué, por qué! Con la cabeza de la muerta entre las manos da el primer golpe contra el suelo, como si quisiera reventarla de rabia. ¡Por qué, por qué! Saltan gusanos y se agitan las moscas. La Tía Encarna sigue golpeando la cabeza contra el suelo, y una vez y otra vez pregunta, sorbiéndose los mocos y las lágrimas:
− ¡Por qué no te defendiste! ¡Por qué no te defendiste!
María intenta calmarla pero La Tía Encarna la muerde furiosa y jura vengarse del que haya cometido aquella cobardía. Matar a una de nosotras. Matar a una travesti. Cometer un daño así.27
La escena que nos presenta Camila Sosa Villada en Las malas es una de las versiones más recientes de un tópico reiterado a lo largo de la literatura mexicana, cubana, chilena, argentina y, en general, procedentes no solo de Latinoamérica, sino de muchas regiones del mundo. Marcadas todas ellas por esta oposición desproporcionada en la administración de la violencia por parte de la mirada cómplice de la familia, la sociedad civil o el Estado.
Los cuerpos disidentes al sistema político de la heterosexualidad no serían segregados ni violentados como nos muestra no solo la nota roja, sino también la literatura, si no llevaran, a modo de huella, una marca de esa militancia micropolítica, dada más precisamente como resistencia.
En las clases que Gilles Deleuze impartió sobre el primer tomo de Capitalismo y esquizofrenia se encuentran un par de ideas en las que Deleuze nos permite pensar de manera muy clara la relación que sostienen los cuerpos ante las huellas que los inscriben y les permiten circular con una identificación apegada a los códigos de lo social. Con esto abre su clase del 16 de septiembre de 1971:
¿Qué pasa sobre el cuerpo de una sociedad? Flujos, siempre flujos. Una persona siempre es un corte de flujo, un punto de partida para una producción de flujos y un punto de llegada para una recepción de flujos. O bien una intersección de muchos flujos. Flujos de todo tipo. […] El cabello de una persona, por ejemplo, puede atravesar muchas etapas: el peinado de la joven no es el mismo que el de la mujer casada, no es el mismo que el de la viuda. Hay todo un código del peinado. […] Esos flujos de cabello están codificados de diferentes formas: códigos de la viuda, código de la joven, código de la mujer casada, etc. […] En otros términos, para todos los cuerpos de una sociedad lo esencial es impedir que sobre ella, sobre sus espaldas, corran flujos que no pueda codificar y a los cuales no pueda asignar una territorialidad. […] Una sociedad puede codificar la pobreza, la penuria, el hambre. Lo que no puede codificar es aquella cosa de la cual se pregunta al momento en que aparece: “¿Qué son esos tipos ahí?” En un primer momento se agita entonces el aparato represivo, se intenta aniquilarlos. En un segundo momento, se intenta encontrar nuevos axiomas que permitan, bien o mal, recodificarlos.28
Lo que me parece ilustrativo de este planteamiento de Deleuze es que expone la resistencia propia de las sociedades ante el flujo de las diferencias en los códigos de los cuerpos. Esto no tiene nada de abstracto ni de destinado a un público híper especializado en el manejo de estos tópicos. Un código de los usos de la vestimenta o de los peinados y estilos para el cabello, son todos ellos cosas tan comunes y evidentes como los catálogos de ropa en las tiendas o los muestrarios de estilos en las peluquerías. En cada sociedad algunos usos del peinado o del cabello instauran tácitamente lo que no será tolerado en la circulación de lo público, es decir, algunos cuerpos serán marginados por la manera de vestirse o de peinarse.
Lo que Deleuze plantea parece ser demasiado abstracto, pero ejemplos de escenas como las que puede enmarcar el comentario de Deleuze son frecuentes en el cine, en la televisión y desde hace largo tiempo en la literatura.
En México, a lo largo de los últimos años, los transfeminicidios y los crímenes de odio a personas identificadas con la diversidad sexual han proliferado en las estadísticas a pesar de las movilizaciones de colectivas y grupos de activismo en un amplio tipo de espacios. El Observatorio de Crímenes de Odio en México publicó en el año 2020 su primer informe, con un trabajo que recopila datos de diez estados del país situando la trayectoria de la información a partir de 2014 hasta el 2019.
Se trata de un necesario esfuerzo elaborado una amplia colaboración de organizaciones sociales y civiles, redactado por Paola D. Miguélez Ramírez y coordinado por la activista política Gloria Careaga Pérez. No es un mérito menor que en dicho informe se inicia por una rememoración a partir de los nombres y apodos de las personas afectadas y aniquiladas por la perspectiva excluyente y violenta del sistema heterosexual. En este mismo estudio encontramos datos imposibles de ignorar y que requieren del análisis detenido que le dedican sus autoras:
Conocer estos datos da cuenta de la violencia, degradación y des-humanización que enfrentan las víctimas previo y posterior a los homicidios. Todas las personas tenemos derecho a vivir libres de violencia, con dignidad y respeto a nuestros derechos humanos, de igual modo que tenemos derecho a morir de manera digna.
Se desconoce si la víctima conocía o no a quien/es cometió/eron el homicidio en un 58% de los casos. Del 42% restante, en el 5.7% de los casos el homicida era un cliente, y el 13.6% de las víctimas fueron asesinadas por alguien con quien se tenía relación sexo-afectiva: 9 de los victimarios eran pareja de la víctima, uno era expareja y en dos ocasiones se trataba de ligues. Una vez más, estos datos refutan las falsas creencias de que ciertas personas son culpables de su asesinato por el empleo que ejercen o las relaciones que establecen asociadas a su OSIG. En el 53.13% de los casos el asesino era un desconocido, mientras que en el 12.5% era alguien que conocía a la víctima, pero no tenía mayor relación con ella. Sorprende que el 4.17% fueron asesinadxs por quienes se hacían llamar sus amigxs y preocupa que en dos ocasiones más se trataba de familiares. También se sabe de un caso en el que la relación era de alumno-mentor. Aunque conocemos que en un mundo patriarcal y homofóbico muchas personas LGBT no están seguras con sus familias, parejas o amigxs, es incomprensible cómo relaciones de esa naturaleza se transforman en una de homicida-asesinadx.29
A mi consideración, parte de la pugna que se juega tanto en el trabajo de Derrida en Clamor, como en el resto de autores y autoras revisados aquí, implica un llamado a una respuesta que no sea muda ante la efectuación del crimen, de la crueldad y de la destrucción cotidianas.
Es una obligación colectiva y comunitaria hacer resistencia a la banalización y encubrimiento de las violencias que sostienen el régimen de exclusión y vulnerabilidad en el que viven muchas de las personas marcadas por la huella de la disidencia ante el sistema del heterocapitalismo de Estado. Y hay que insistir en ello sin que esto aparente ser un mero afán de dar mayor importancia a los transfeminicidios o a los crímenes de odio sobre las personas diversas que a los asesinatos otro tipo de figuras, lo que sí cabe puntualizar es la necesidad de hacer visible lo que se juega en los mecanismos de invisibilización detrás de esta problemática.
En su artículo “Transfeminicidio”, Siobhan Guerrero y Leah Muñoz Contreras, señalan el ambiguo lugar que tienen las poblaciones de personas trans ante los modelos de control y de exclusión de las sociedades contemporáneas:
la biopolítica, como fenómeno moderno y característico de los Estados actuales, no únicamente implica la administración de las variables que inciden en la vida y la muerte de las poblaciones humanas, sino que demanda, fundamentalmente, la traducción de las mismas en métricas que no solo visibilicen qué ocurre sino que guíen cualquier posible intervención. De allí que una población no cuantificada, no censada, no registrada, sea en resumidas cuentas una población invisible para el Estado.30
La invisibilización de los crímenes puede ser incluso peor que su mera simplificación en datos estadísticos. Si bien, dicha invisibilidad ante el Estado implica no solo la falta de atención y respeto a los derechos vitales de estas poblaciones e individuos, sino también una colaboración perversa, por omisión o complicidad con el entramado de violencias en los que ocurren estos crímenes.
El artículo de Guerrero y Muñoz inicia con una brutal descripción de un crimen de odio transfeminicida, y contribuye con diferentes estudios estadísticos más que alarmantes sobre transfeminicidios y travesticidios. Recupero la escena presentada al inicio del texto porque puede ser útil para pensar algunas ideas finales al momento de reparar en toda la tensión que se juega también entre las columnas de Hegel y Genet en Clamor:
El 22 de junio de 2015, en el estado de Chihuahua, el cuerpo sin vida de una mujer transexual fue encontrado envuelto en la bandera mexicana. La habían asesinado. Su edad, entre 20 y 30 años. Presentaba señales de asfixia, había recibido cuatro balazos y tenía fracturas de pómulo, nariz y maxilar. Sus zapatos habían sido cambiados por zapatos de hombre y sus manos estaban atadas alrededor de un palo. El crimen, además de extremadamente violento, tenía una clara carga simbólica. Envolver un cuerpo en la bandera nacional dice mucho acerca de cómo piensa su patriotismo aquél que cometió el delito.31
El trabajo de Guerrero y Muñoz, al igual que las distintas reflexiones decantadas en el Informe 2020 del Observatorio de Crímenes de Odio en México, concluye en la necesidad de la incorporación de estas preocupaciones sobre la violencia dentro del trabajo social, no sólo por parte de las ONG y otras instituciones, sino también por parte de la sociedad civil y claramente por la familia de las personas trans y las personas diversas o sexodisidentes. Yo coincido con esos señalamientos, pero creo que, a donde apunta el trabajo de Derrida en Clamor, es a la urgencia de elaborar una exploración genealógica y problemática de las bases y fundamentos de la oposición entre el Estado y su política de género, particularmente, ante las problemáticas que suponen las resistencias que le hacen las personas diversas desde toda su divergente eticidad.
Éste es un tema que no se puede resolver de inmediato ni de una vez y para siempre; por eso mismo se trata de una cuestión que nos obliga a diferir, a dilatar la espera y a extender las posibles intervenciones no sólo para hoy sino también para el tiempo que falta, diferir para lo por venir y para todo lo que resta. O sea, hacer espacio para lo que no tiene sitio todavía. Pero no hay que perder de vista la posibilidad de encontrar en ese vacío anunciado por la doble columna, por lo que se ahueca entre ambas lecturas de las columnas de Hegel y de Genet, quizá una pregunta por la disolución paulatina de las estructuras de poder y de violencia que sustentan las relaciones entre lo disidente y el Estado. Una puesta en suspenso y en abismo de esa idea que tenemos de una necesidad de la regulación gubernamental y biopolítica delegada al Estado.
Finalmente, el tema al que apunta el título de este artículo implica cuál es la inscripción de esos colosos [kolossós], cuál es el sitio que damos a nuestras y nuestros muertos, me refiero nuestras amigas asesinadas, a la humillación sufrida por nuestros hermanos y nuestros amantes, y a toda esa plétora de linajes y familiarismos bastardos e ilegítimos frente a la Ley y frente al derecho, en los que se construye la vida de las personas disidentes del sistema sexo-género y en pugna con el pensamiento heterosexual,32 particularmente en confrontación con las instituciones que dan respaldo o naturalizan las políticas excluyentes, de gestión, olvido, borramiento y aniquilamiento en las que sucumbe el clamor de nuestras vidas.
Conclusiones
En su texto Sobre la violencia, Hannah Arendt nos recuerda que la violencia no es gratuita, sino que instrumentaliza diferentes fines:
La violencia, siendo por su naturaleza un instrumento, es racional hasta el punto en que resulte efectiva para alcanzar el fin que deba justificarla. Y dado que cuando actuamos nunca conocemos con certeza las consecuencias eventuales de lo que estamos haciendo, la violencia seguirá siendo racional solo mientras persiga fines a corto plazo. La violencia no promueve causas, ni la historia ni la revolución, ni el progreso ni la reacción; pero puede servir para dramatizar agravios y llevarlos a la atención pública.33
Retomo estas ideas pensando si tendrá razón Arendt al ofrecer esta crítica y esta resistencia a la justificación de una violencia que intervenga a modo de reacción ante la impronta de los poderes en turno. Pero en el fondo tiene sentido su señalamiento: la violencia no puede promover causas para detenerla, la violencia no se justifica por sí misma ni para imponer un límite al mal. Para dar un poco de contexto, es útil indicar que Arendt desarrolla y extiende en esa cita de una discusión que abre Walter Benjamin en Para una crítica de la violencia.
Es pertinente traerla a colación, así sea brevemente, porque se introduce en el debate que Derrida no consigue elaborar de manera profunda en Clamor, pero que atiende años más tarde en Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad. El tema es claramente el del monopolio de la violencia por parte de la Ley y del Estado, pero por igual cabe pensar en esa imposibilidad de la justicia y no perder de vista que ni la Ley es el Derecho, ni el Derecho es la Justicia, ni la Justicia es la Ley.
Por ello tenemos la obligación de forzar a la Ley y al Derecho, o sea, al Estado, a la aminoración del mal, obligarlo a renunciar a participar de la crueldad.
A modo de declaración de un incierto fracaso, debo decir que me habría gustado poder desarrollar algunas ideas que están imbricadas en este tejido y que espero poder abordar posteriormente. Pienso en el lugar de Antígona en el pensamiento de Hegel como conflicto abierto entre la injuria en el individuo y ante el absoluto de la Ley, o bien en la lectura que hacen de Antígona tanto George Steiner como Judith Butler; así como un repaso a potentísima denuncia poética de Sara Uribe en su monumental trabajo Antígona González, porque creo que las inquietudes de estos autores y autoras, coinciden con lo que más me interesa de este arco argumental que he trazado a partir del Clamor, de Derrida: disponer una pregunta sobre cuál es la participación de la familia, de la sociedad civil y del Estado, en hacer políticas o colaborar de la exclusión, del agravio, la humillación y la cruel violencia que se inscriben como la huella del mal en los cuerpos de las personas diversas y disidentes del sistema sexo-género.
Entre los colosos que representan el pensamiento de Hegel y la escritura de Genet, en ese espacio intermedio y frente a esos textos que se nos aparecen como la figura erecta para representar el papel de su trasfondo filosófico o literario, entre esas dos columnas levantadas por Derrida en Clamor, lo más fundamental, a mi consideración, es ese hiato entre las colosales columnas, entre esos dos dobleces, el vestigio y resto de todo otro coloso [kolossós], el semblante de nuestros muertos y muertas que se hunden en el vacío de no coincidencia entre la filosofía y la escritura. Ante ellos y ellas, ante nuestros muertos es que somos responsables del mal. La filosofía y la escritura de denuncia no pueden ser sino un par de vías para al menos reclamar esa añorada, si bien imposible, pero, tan necesaria, justicia. En Fuerza de ley, Derrida sugiere que la deconstrucción quizá sea otro nombre para la justicia.34 Esto no quiere decir que estamos o no estamos ya ahí, ni siquiera insinúa que podamos alcanzar lo imposible que la cerca y que la asedia, pero sí implica que no podemos simplemente renunciar a su búsqueda para aminorar precisamente las posibilidades de este mal radical, y banalizado a fuerza.