Coincido con Hannah Arendt y la feminista arendtiana Adriana Cavarero en que la realización última, en el sentido de cabalidad, de la condición humana se experimenta en la esfera pública cuando el otro nos reconoce como un quién, no un qué.1 La pregunta filosófica sobre qué es un humano ha estado siempre equivocada, no hay nada esencialmente humano, nada último, ningún atributo o diferencia sustancial con lo que sea que se distinga como lo otro de lo humano. La pregunta filosófica ha debido ser siempre quién es un ser humano; y hay que anotar urgentemente aquí, aunque no es el tema que hoy me ocupa, que esta última pregunta, “¿quién es un ser humano?” no debe responderse con nombres, apellidos, nacionalidades, razas, sexos o géneros, pues todo Homo sapiens sapiens es un humano, aunque no se le trate o considere como tal. La pregunta no es entonces simplemente epistemológica u ontológica, sino una de justicia epistemológica y justicia ontológica. La pregunta es entonces quién cuenta como humano. Y el horizonte de su respuesta debe obligatoriamente ser el de una equidad radical, una en la que cada Homo sapiens sapiens cuente y se le cuide como humano.2 En La condición humana (1958), Arendt concluye que es en la esfera pública donde se revela el quién de lo humano, esto es, en la acción que es siempre en el mundo cohabitado y, por lo tanto, político: “Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia. El descubrimiento de ‘quién’ en contradistinción al ‘qué’ es alguien -sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta- está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace”.3 En suma, la acción y el discurso muestran el quién de lo humano, el qué es asunto meramente biológico; no es preocupación filosófica o humanista y se revela en cada acto por el simple hecho de que Homo sapiens sapiens puede -subrayo puede como posibilidad que no siempre como realidad- moverse y hablar.
Lo que sí me ocupa en esta ocasión es que el quién es, como la condición humana implica, singular e irrepetible y, por lo tanto, irremplazable. Este carácter de irrepetibilidad se funda en la pluralidad y la natalidad, esto es, en que en el mundo siempre arriban, nacen, nuevos humanos y cada uno es único y está inmerso en un espacio-tiempo con otros muchos singulares: “Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales”.4
Concentrémonos ahora en la articulación entre acción y discurso que Arendt propone. ¿Por qué suma el discurso a su categoría de la acción? Porque, sostiene, el resultado y sentido de la acción son frágiles y solo pueden recogerse si se narran. Arendt y Ricoeur, como lector de La condición humana, acentúan la fragilidad de la acción en tanto la intención del agente y lo que verdaderamente logra en el mundo nunca coinciden, pues la acción irrumpe en un mundo previo de redes de relaciones humanas que al mismo tiempo que recibe la acción, la resiste. Así, la acción es débil en cuanto a la intención del agente y es la razón por la que Arendt elige la categoría de agente de la acción y no autor:
nadie es autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historias, resultados de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor.5
Si bien Arendt presenta la labor y el trabajo como las otras dos categorías de nuestra condición, señala que la acción es la única cuya ausencia arrebata toda dignidad humana. Podemos, dice, vivir de la labor de otro y usar los productos del trabajo de otro, pero nuestra aparición como humanos en el mundo depende exclusivamente de nuestra capacidad de actuar en el espacio público y, por lo tanto, político: “Por otra parte, una vida sin acción ni discurso -y esta es la única forma de vida que en conciencia ha renunciado a toda apariencia y vanidad en el sentido bíblico de la palabra- está literalmente muerta para el mundo; ha dejado de ser una vida humana porque ya no la viven los hombres”.6 Dicho de otro modo, de la acción depende que como sujetos aparezcamos en el espacio público como agentes sociales y políticos y esto, para Arendt, es lo que confiere al hombre y a la mujer su condición humana. Es sólo vía la acción que se es en el mundo y, por lo tanto, es política. El relato de la acción es entonces la actividad humana que muestra el quién de cada Homo sapiens sapiens en la esfera pública y, así, construye la dignidad humana como singularidad irremplazable por excelencia.7
Siguiendo a Arendt, lo más importante de la acción es que abre el espacio de la aparición del sujeto en tanto ente político, esto es, en tanto parte de un mundo común o colectivo del que puede participar en su modificación como irremplazable: “El nacimiento y la muerte de los seres humanos no son simples casos naturales, sino que se relacionan con un mundo en el que los individuos, entidades únicas, no intercambiables e irrepetibles, aparecen y parten”.8 En este sentido, devela al individuo como el quién de sus acciones. Podemos debatirle a Arendt que la pregunta por el quién es también coherente en la labor y en el trabajo, pues es un sujeto quien cultiva y cosecha los alimentos o fabrica los platos donde comemos, sin embargo, lo interesante en La condición humana es que este espacio de aparición es discursivo y no material como en la labor y el trabajo, por lo tanto, el individuo no es un autor, sino un agente que narra sus hazañas. Así, es solo a través del relato de la acción que el sujeto, por un lado, aparece en el espacio público cuando responde “yo lo hice” y, por otro, que el mundo lo reconoce como tal. Quizá, podría aventurarme a afirmar que esto sucede al mismo tiempo. Me refiero a que el individuo es sujeto cuando aparece en el espacio público y no hay sujeto antes de esta aparición. Puede haber un autor, pero no un sujeto agente. De acuerdo con Arendt, la aparición del sujeto como agente en el mundo depende del relato de la acción; la agencia es por lo tanto también discursiva. Es la articulación entre la acción y el discurso el lugar donde se revela el quién, pues es ahí donde cada individuo es visto y escuchado por los otros y, yo agregaría, reconocido como humano. O, como lo explica Judith Butler: “La interpelación -la producción discursiva del sujeto social- tiene lugar en el intercambio por el cual el reconocimiento es ofrecido y aceptado”.9Inter homines esse es el lema del animal parlante y político. La esfera pública corresponde al espacio de aparición que la revelación del quién requiere. Podemos entonces aventurarnos a afirmar sin miedo a equivocarnos que la dignidad humana depende de la posibilidad de contar nuestra historia públicamente y de ser escuchados. Esto no quiere decir que todos debamos contar nuestra historia ante un público o publicarla, sino, subrayo, en que tengamos abierta la posibilidad de hacerlo ante un público que nos reconozca como parte de la polis, esto es, con los mismos derechos, que estos sean respetados y en la que nuestra vida en general sea digna de ser vivida también al margen del espacio legal.
Como descubre Adriana Cavarero en su estudio sobre Ulises y Edipo, entre la identidad y la narración está el deseo de narración,10 como una pulsión primordial, diría yo siguiendo la declaración de Primo Levi en Si esto es un hombre: “La necesidad de hablar a ‘los demás’, de hacer que ‘los demás’ supiesen, había asumido entre nosotros, antes de nuestra liberación y después de ella, el carácter de un impulso inmediato y violento, hasta el punto de que rivalizaba con nuestras demás necesidades más elementales…”;11 o también, como relata Kimberly Theidon en su estudio sobre las repercusiones del conflicto armado en Perú: “Subiendo una colina me encontré con la señora Giovana Valenzuela […]. De inmediato me llamó: ‘Señorita ven, quiero conversar contigo’. Cuando me acerqué, me dijo: ‘Llakiytam huillakuyta munaryk’i’ [Quiero contarte mi pena]”.12 La pulsión a ser escuchados es una constante en las víctimas de violencia extrema. Hay quienes han incluso construido en su testimonio un escucha del futuro. Zalmen Gradowski nos implora a los desconocidos que recibamos su testimonio en el futuro y que conociendo a través de sus manuscritos lo sucedido en Auschwitz-Birkenau, derramemos unas lágrimas por lo sucedido a él, a su familia y a su pueblo judío:
Escribo con la intención de que por lo menos un mínimo de esta realidad llegue al mundo y que tú, mundo, reclames venganza, venganza por todo esto.
Ése es el único objetivo, la única meta de mi vida. Vivo aquí con la idea, con la esperanza, de que quizá mis escritos lleguen a ti y por lo menos se pueda ver realizada en vida una parte de aquello a lo que aspiramos todos nosotros, como también la que ha sido la última voluntad de los hermanos y hermanas de mi pueblo que han sucumbido.13
Así, la pregunta que quiero explorar es el lugar de la escucha en la reparación del daño. ¿Por qué la implorante demanda de escucha? ¿Por qué se presenta tan desesperada? ¿Será que la escucha en algo subvierte el trauma? ¿Cómo? Mi hipótesis es que la violencia extrema, en tanto es radicalmente opresiva, arrebata la agencia al sujeto y con eso su singularidad, su ser único e irremplazable. La violencia es agresión sometedora y esto es lo traumático.
Siguiendo a Freud, la violencia traumática arrebata la agencia al sujeto, pues se trata de vivencias que rompen la protección antiestímulo del aparato psíquico. En el capítulo IV de Más allá del principio el placer, Freud explica que después de un evento de fuerza excesiva para el que el aparato psíquico no está preparado, la energía que rompe la protección antiestímulo no puede ser ligada con la demás energía psíquica. El aparato psíquico entra entonces en un modo compulsivo de funcionar en el que el objetivo es ligar esta energía libre con la energía que Freud, siguiendo a Breuer, llama ligada:
Un suceso como el trauma externo provocará, sin ninguna duda, una perturbación enorme en la economía [Betrieb] energética del organismo y pondrá en acción todos los medios de defensa. Pero en un primer momento el principio de placer quedará abolido. Ya no podrá impedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes volúmenes de estímulo; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra: dominar el estímulo, ligar psíquicamente los volúmenes de estímulo que penetraron violentamente a fin de conducirlos, después, a su tramitación.14
Esto quiere decir que el aparato psíquico, después de la irrupción de una magnitud de fuerza de la que no pudo protegerse, comienza a trabajar de manera ineficiente y vuelve compulsivamente a la escena indeseada.15 Ésta es la función que peor lleva a cabo el aparato psíquico de manera autónoma, pues si algo descubre el psicoanálisis en tanto clínica es que para ligar la energía libre la mejor vía es la escucha que un otro presta a la narración de lo acontecido violento.
¿Pero cuál es el objetivo que busca la compulsión a la repetición ya no en términos metapsicológicos sino afectivos? Por el análisis que hace Freud en el capítulo II de Más allá…, entendemos que lo que la repetición de la escena traumática en los sueños de sus pacientes que sufrían de neurosis traumática y en el juego del Fort-Da16 de su nieto Ernst busca es la recuperación de la agencia que la vivencia traumática arrebató. El rompimiento de la protección antiestímulo provoca que el sujeto pierda la capacidad de integrar la vivencia al tejido de huellas mnémicas que, en términos freudianos, constituye la posibilidad de construir (interpretar, darle sentido a la vivencia) una experiencia. Ante esto, la psique repite compulsivamente la escena violenta para anticiparla, esto es, para estar preparado, protegido, y poder así resistir una cantidad excesiva de estimulación capaz de romper toda la organización psíquica. Lo que se deduce de esta explicación es que la anticipación de la vivencia en la reproducción patológica en el trauma hace las veces de la agencia o de estar, como afirma Freud de su nieto, en el lugar activo de la experiencia y no pasivo: ser el agente y no el paciente. Freud llama a esta búsqueda pulsión de apoderamiento.17
El trauma es así la búsqueda compulsiva de construir la agencia de la acción, pues esta ha sido impuesta, como, según el testimonio de Gradowski, las acciones límite (¿qué adjetivo usar aquí?; ¿tengo autoridad para usar alguno?) que llevaron a cabo los Sonderkommandos de Auschwitz. ¿Cómo agenciarse o no de esas acciones?; ¿cómo agenciarse de una violación?; ¿o, como Cristina Rivera Garza, del feminicidio de una hermana? No se trata de recuperar la agencia de la acción violenta, pues la acción no es de la víctima (sostengo también esto de los Sonderkommandos), sino de la experiencia de la acción, de lo acontecido.
Si bien coincido con Arendt en que la narración o el discurso sobre la acción es lo que construye la agencia del sujeto, en los casos de víctimas de violencia extrema la interpretación no es exacta. Ahí no se puede recuperar la agencia de la acción porque esta fue impuesta, pero sí podemos construir la agencia de la experiencia de “A mí me hicieron esto”. Siguiendo la brillante lectura que hace Cathy Caruth de Freud, podemos decir que el trauma es una experiencia no vivida18 o una no-experiencia, pues, tanto en el trauma como en la acción, la agencia está ausente, no hay, por lo tanto, experiencia. La interpretación fenomenológica de Caruth está en consonancia tanto con la teoría freudiana del trauma, como con la teoría de la acción de Arendt, así como con el papel del relato en la construcción de la experiencia de Adriana Cavarero, en la que ahondaré un poco más en líneas siguientes. No obstante, por el momento quiero adelantar que, poniendo estas tres meditaciones humanistas en diálogo, lo que concluyo es que es sobre la escucha del relato y no en la narración del mismo donde decisivamente recae el poder curativo, en el sentido de subversión del trauma. Gradowski dejó su testimonio, pero nadie lo escuchó. Murió en Auschwitz asesinado después de haber sufrido más de un año el horror de la barbarie del nazismo; antes de que alguien le hubiese prestado oídos para escucharlo con toda la materialidad de un cuerpo presente para decirle: “Dime, te escucho, aunque lo que dices es inaudito, te escucho y te creo, aunque mi escucha no alcance, quizá mi abrazo logre un poco más”. A Gradowski lo borraron del mundo antes de que el mundo le pudiera ofrecer lo mínimo que él imploraba, un lector, un escucha que le asegurara que se había enterado del horror acontecido ahí, de su existencia, la de su familia, y de millones de hermanos judíos. El testimonio de Primo Levi fue escuchado múltiples veces y de cualquier manera lamentablemente se suicidó. Suponemos que no soportó haber sobrevivido en las condiciones en las que lo hizo, nos narró que se contaba entre los “salvados”, entre los “peores”.19 Sobra decir entonces que evidentemente la escucha no basta para subvertir el trauma, pero sí es lo mínimo que el mundo les debe a las víctimas de violencia extrema; es un deber ético elemental e imprescindible responder a la pulsión de testimonio. Más aún, ahí donde la violencia es extrema, pero no aniquiladora, abrir el espacio de la escucha radical tiene el poder de devolver/construir la agencia de la acción en general y de la vivencia traumática en particular. La acción, sostiene Arendt, tiene una temporalidad frágil,20 pues detrás de ella no deja nada y sólo puede pasar a la historia si se relata y se archiva en los anales de la historia. Su tiempo es entonces el de la rememoración en el relato y este es siempre a posteriori, en retardamiento o après coup, como el tiempo de la reelaboración del trauma en la teoría freudiana, como la posibilidad de su subversión en la cura analítica. “Solo cuando la acción ha terminado puede ser contada: ‘la acción se revela plenamente solo al narrador, es decir, a la mirada retrospectiva del historiador’. Esto reafirma la aseveración de Arendt ‘aunque la historia debe su existencia a los hombres, es evidente que no está ‘hecha’ por ellos’”.21
Creo, así, que estamos ante una cuestión cuantitativa y que frente a eventos de violencia excesiva como el Holocausto quedaremos así, excedidos, no obstante, como dije líneas antes, por un lado, escuchar la pulsión de testimonio es un deber ético, pero, por otro, cuando la violencia no es aniquiladora, el esfuerzo debe ser incansable, pues aunque no lleguemos a hacer justicia y a subvertir el trauma, nos acercamos y construimos espacios y lenguaje con los que podemos al menos tener el vocabulario para saber qué tenemos que resistir para que no se repita. Si bien hay niveles (cantidades, insisto) de sufrimiento anímico que parecieran anular siquiera la posibilidad de agenciación, no es por razón de distintas estructuras psíquicas,22 sino porque la vida del desafortunado y la capacidad de escucha de un sujeto ordinario dispuesto a prestar oídos no alcanzan para algunos montos de violencia. Con esto no quiero decir que haya que abandonar a su suerte a estos dolientes, quiero más bien señalar lo contrario. Por un lado, que habrá que formar sujetos extraordinarios que logren escuchar lo hasta ahora inaudito y colectivamente construir, en vocabulario de María del Rosario Acosta, nuevas gramáticas de la escucha23 que den lenguaje, espacio y tiempo a la experiencia de la violencia extrema. No hay que dejar coartada ni teórica ni moral que dé espacio a la renuncia de acoger al sufriente, desposeído, subalterno, marginado, excluido, etcétera, pues no es que no hablen,24 es que no hay marcos ético-políticos para escucharles y darle sentido a su relato. “‘Todas las penas pueden ser soportadas si las pones en una historia o si cuentas una historia sobre ellas’, escribe Blixen; y Hannah Arendt comenta: ‘La historia revela el significado de lo que, de otro modo, seguiría siendo una secuencia intolerable de acontecimientos’”.25
En tanto la agencia de un sujeto se construye a partir de la escucha de su relato, la responsabilidad por la agencia perdida no es del sujeto que narra, sino de quien escucha; es así una responsabilidad colectiva y no individual. En este sentido, Derrida tiene razón cuando afirma que la responsabilidad es si y sólo si es excesiva, esto es, sólo si se responde por quien no responde.26 Y responder por aquello (el loco, el subalterno, el animal, la planta, la tierra, etcétera) o por quien no responde, no es un responder en su lugar acallándolo, sino responder a la interpelación de quien no puede hacerlo por sí mismo, esto es, según lo ya dicho, nadie… todes. Es responder, “¿cómo dices?”, “dime, te escucho” y hacer así audible lo inaudito y darle sentido a lo que aparece como sinsentido. Con esto no quiero decir que la violencia extrema pueda siempre traducirse en palabras, pues precisamente las experiencias límite rompen con todas las categorías simbólicas con las que contamos; producen, como dice Nelly Richard,27 una catástrofe del sentido. No obstante, toda experiencia traumática exige comunicación y comprensión; sin que comprender implique justificación de los hechos, sino recuperación del sentido (y los sentidos, que se pierden con el golpe del acontecimiento inesperado).28
Es la escucha radical lo que nos acerca a una justicia histórica, archivística, si se me permite el término, mnémica. La historia, el pasado y la memoria están, como bien lo entendió Derrida, por venir:
la cuestión del archivo no es, repitámoslo, una cuestión del pasado. No es la cuestión de un concepto del que dispusiéramos o no dispusiéramos ya en lo que concierne al pasado, un concepto archivable del archivo. Es una cuestión de porvenir, la cuestión del porvenir mismo, la cuestión de una respuesta, de una promesa y de una responsabilidad para mañana. Si queremos saber lo que el archivo habrá querido decir, no lo sabremos más que en el tiempo por venir.29
Y yo agregaría que saberlo es una tarea, el archivo no se devela por sí mismo. La historia, el pasado y la memoria están en disputa, son cuestiones políticas que se construyen en la esfera pública. La memoria es una lucha contra las fuerzas revisionistas y del olvido. Hay memoria justa e injusta. La justa es la que respeta el hecho, no lo toca, no lo manipula, no borra las huellas, al contrario, las protege de su posible borradura y luego le da un nombre justo, el verdadero. Como la disputa que el feminismo ha ganado contra el patriarcado con el asesinato de mujeres por razón de género que nunca fue crimen pasional. El mundo no quería oír lo que siempre fue, era inaudito el hecho de que los hombres matan a las mujeres porque son percibidas como sus objetos sobre quienes pueden decidir si viven o mueren cuando aprecian que desobedecen el pacto patriarcal, que no cumplen con sus deseos o expectativas. Empero, la memoria justa es aquella que se construye con el esfuerzo de escuchar lo inaudito, de hacerlo audible y, de ser imposible, señalarlo como tal, aunque con la precaución de que esa imposibilidad debe entenderse como momentánea y, por lo tanto, como una tarea a seguir hasta que lo que no hemos escuchado arribe al tejido de sentido del mundo. Eso es lo que estar por venir quiere decir desde la deconstrucción, que es algo que está en el horizonte como una responsabilidad ético-política, no es una parálisis o una renuncia reaccionaria. Quiere decir que ante violencias extremas, esto es, que exceden nuestro horizonte de sentido, nuestro deber es construir los marcos epistemológicos y fenomenológicos para que la experiencia se pueda construir y podamos devolver la agencia a las víctimas.
La violencia extrema, como bien capta Arendt, acontece como inédita en los dos sentidos de original e inverosímil. Esto es, aparece como inverosímil porque es original, como nunca antes vista. Lo inédito es resultado de la falta de categorías para interpretar, dotar de sentido y así comprender. Siguiendo a Arendt, parte sustancial del terror de los totalitarismos es que atenta contra la comprensión humana: “la terrible originalidad del totalitarismo no se debe a que alguna ‘idea’ nueva haya entrado en el mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras tradiciones, han pulverizado literalmente nuestras categorías de pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral”.30 Con la pérdida de lenguaje o vocabulario perdemos la posibilidad de narrar lo acontecido; perdemos así la posibilidad de apropiarnos, agenciarnos nuestra historia -mundial o personal- y finalmente, al quedar sentenciados a la repetición del pasado traumático, perdemos el futuro. Lo que Freud descubre en su clínica, Ricoeur lo lee en la teoría de la acción de Arendt, esto es, que el relato construye la agencia perdida ya sea como posibilidad futura que el episodio traumático quita o simplemente porque, aunque no haya violencia, la agencia es siempre a posteriori. El número de repeticiones que el relato necesite para construir la agencia dependerá de si la acción fue propia o de si el sujeto fue sometido a ella. No es lo mismo narrar el acontecimiento que reelaborarlo.
La agencia arrebatada no es solo la libertad de actuar en el mundo, sino el modo singular y único de hacerlo. El nazismo fue quirúrgico en esto. Inmediatamente les quitó el nombre, el documento de identificación oficial, los uniformó, los numeró y les tatuó el número.31 México también se ha convertido en una fosa común, para muertos y para vivos (¿o muertos en vida y vivos muertos?).32 En las filas de familiares de desaparecidos a la espera de reconocer cadáveres, Antígona González describe una escena de anonimato: “Aquí todos somos invisibles. No tenemos rostro. No tenemos nombre. Aquí nuestro presente parece suspendido”.33 Antígona González también reza por devolverle la singularidad a su hermano desaparecido, a Tadeo: “Rezo para que tu cuerpo ausente no quede impune. Para que no quede anónimo. Rezo para tener un sitio a dónde ir a llorar…”.34
Lo que yo he llamado pulsión testimonial, para Cavarero es un deseo ontológico de ser escuchado, pero, más aún, de ser escuchado como un ser único. Lo lee en Nietzsche en su Ecce Homo, cuando exclama: “‘¡Escúchenme! Porque yo soy tal y tal persona. Sobre todo, no me confundas con otra persona.’ ‘No quiero ser confundido con otro, por lo que no debo confundirme con otro’, repite un momento después con énfasis”.35 Los testimonios de las víctimas de violencia extrema y de las familias de esas víctimas, ellas mismas también víctimas, reclaman siempre el reconocimiento de la singularidad de su vivencia. Demandan que su historia se conozca públicamente, difunden la foto de sus rostros, las Buscadoras en México visten playeras con el rostro de sus seres queridos impresos en el pecho y/o en la espalda. Zalmen Gradowski implora en su segundo manuscrito que se dé a conocer su nombre y apellido, y el de cada uno de sus familiares que fueron quemados en Auschwitz-Birkenau; Sonia, el de su esposa; Sore, el de su madre; Líbe, el de una hermana; Éster Rójl, el de otra; Refúel, el de su suegro; y Volf, el de su cuñado. Aparte de publicar su historia, desesperadamente entre signo de admiración, ruega al futuro descubridor de su manuscrito incluir una foto de su familia, una suya y de su esposa en la publicación: “Que por lo menos los ojos que las vean derramen una lágrima o emitan un suspiro. Eso será para mí el mayor consuelo, que mi madre, mi padre, mis hermanas, mi esposa, mi familia y quizá también mis hermanos no hayan desaparecido de este mundo sin que siquiera se haya derramado una lágrima por ellos”.36 Y agrega, “Que su nombre, que su recuerdo no sea borrado tan rápidamente”.37 Los crímenes, la violencia, deben archivarse de manera justa, con nombre y con los nombres de las víctimas. Los cuerpos/muertos deben ser contados con nombre y fecha, hay instrucciones: “Uno, las fechas, como los nombres, son lo más importante. El nombre por encima del calibre de las balas”.38
¿Cómo devolvemos entonces la agencia a las víctimas de violencia radical?; ¿cómo, su singularidad e irremplazabilidad?; ¿cómo rehumanizar? Hasta donde hemos analizado, queda claro que la agencia de la acción o de la experiencia no es un a priori, sino una instancia a construir a través del relato, de la historia si pensamos en sujetos más complejos como comunidades o naciones; el proyecto es, por lo tanto, político en el sentido de colectivo y, por ende, una responsabilidad compartida. Si la agencia sólo es posible vía el relato, esto quiere decir, como he insistido, que la escucha no es secundaria, sino esencial al proceso de agenciación. No hay agencia sin la hospitalidad auditiva del otro. Esto quiere decir que prestar oídos al relato del otro es una obligación ética y ser escuchados un derecho civil y humano.
Como expuse líneas antes, de acuerdo con el análisis de Arendt sobre la acción y el relato, la condición humana se devela en el discurso (ante otro, en la esfera pública) como singularidad dentro de una pluralidad. Por su lado, aunque siguiendo también la interpretación de Arendt, Cavarero supone que lo que aparece en la narración es el sí mismo. En Relating Narratives (2000), Cavarero analiza algunos modos biográficos y autobiográficos del relato y averigua que la escucha o la lectura son la otra parte de una articulación indisociable que construye el sí mismo. Tanto en la biografía como en la autobiografía hay un desdoblamiento en el que el sí mismo y el otro están concernidos como destinatario y como protagonista, siempre al mismo tiempo los dos papeles: “No obstante, en ambos casos [biografía y autobiografía], lo que importa desde el principio es la relación narrativa que los hizo posibles y que se renueva en ellos”.39 El sí mismo es, por lo tanto, relacional y expositivo (que solo se realiza si se expone o aparece ante otro). El hecho es que los seres humanos vivimos juntos, que desde siempre arribamos a un mundo donde el sentido está ya tejido, que nos nombra y nos otorga desde el nacimiento características (aunque estas sean más producto de la interpretación que de la realidad), expectativas y promesas. Vamos, que vivir juntos es la condición fundante de la condición humana y no es ni una elección, ni un horizonte normativo; es más bien una necesidad ontológica:
Éste no es un reconocimiento que pertenezca al ámbito clásico de la teoría moral, y tampoco es un principio cuya ética pueda deducirse. Se trata más bien de un reconocimiento irreflexivo, que ya está en marcha en la naturaleza exhibitiva del yo, que se hace aún más explícito en la práctica activa y deseante de la narración recíproca. El carácter relacional de la ética que responde a esto no es, por lo tanto, el fruto de una elección; o, más bien, el objeto de una posible valoración o el resultado de una estrategia grandiosa. Es más bien el aspecto necesario de una identidad que, de principio a fin, se entrelaza con otras vidas, con exposiciones recíprocas e innumerables miradas- y necesita el relato del otro.40
El agente como un sí mismo, como un ser único y singular dentro de una pluralidad, es una construcción a posteriori y mediada por su aparición en un mundo que le reconoce, esto es, que escucha su discurso y que le responde “tú eres quien ha vivido esto y lo otro, quien ha hecho, dicho, amado y odiado esto y lo otro”. En este sentido, la escucha del otro es más primordial que la narración, pues se trata de un prestar oídos capaz de contar la historia ajena; la escucha radicalmente hospitalaria no es una que simplemente pone atención al relato, sino una que puede ella misma hacerlo sin que la protagonista se la haya contado. Que el sí mismo es singular, pero relacional quiere decir que necesita de la escucha del otro e inclusive de ser narrado por otro. Por escucha entonces no me refiero a una acción limitada a los oídos, sino a una que se hace con todos los poros del cuerpo y con los ojos que ponen atención a las hazañas del otro. La escucha radical es aquella que puede hacer la biografía del otro. Que el sí mismo se construya en la articulación del binomio relato y escucha, puede querer decir que el otro lo relata y el sí mismo escucha su propia historia.
La escucha como necesidad ontológica se remonta hasta la falta o incapacidad de construir una memoria propia desde el nacimiento hasta los primeros años de nuestra vida. Esto quiere decir que desde el primer momento en que arribamos al mundo, nuestra identidad depende del relato que otros nos donan de nuestros primeros años de vida. Este retardo es fundamental para entender el papel medular del otro en la constitución de la identidad como singularidad en una pluralidad: al fin y al cabo, sólo conocemos y re-conocemos nuestro nacimiento y buena parte de nuestra infancia mediante el recuento de aquellos adultos que lo atestiguaron. El sujeto no tiene acceso irrestricto a su propia historia en tanto memoria: “hay en mí, y me pertenece, algo acerca de lo cual no puedo dar cuenta”.41 Esta imposibilidad de auto-esclarecimiento no puede traducirse en nihilismo moral. En otras palabras, este fracaso no significa que yo no soy moralmente responsable de lo que hago y de lo que soy.42 Por el contrario, es más bien imperativo replantear la noción de responsabilidad de modo tal que ésta no quede “atada a la presunción de un yo plenamente transparente para sí mismo”.43 Esto que Butler llama un fracaso ético primordial, tiene como consecuencia que radicalmente dependamos de lo que el otro es capaz de devolvernos sobre nuestra propia historia, como escucha y como biógrafo. De hecho, yo diría que en todo caso una buena narradora es más bien una escucha, es alguien del auditorio, mas no como espectadora, sino como testigo. Pues precisamente los testigos y los espectadores se distinguen por dar o no testimonio, por hacer o no archivo, memoria y/o historia. ¿Quién es entonces una narradora? Alguien que primero escucha la historia, como un atestiguarla, y luego la relata dándole así sentido. ¿Qué es una narración sino una escucha atenta y generosa?
En Relating Narratives (2000), Cavarero analiza la fábula de la cigüeña en la novela autobiográfica de Karen Blixen, Out of Africa (1937). La fábula narra la historia de un hombre que vivía junto a un estanque, se despertó una noche por un gran ruido. Salió y se dirigió al estanque, pero en la oscuridad, corriendo arriba y abajo, de un lado a otro, guiado sólo por el ruido, tropezó y se cayó repetidamente. Por fin, encontró una fuga en el dique, por el que se escapaban el agua y los peces. Se puso a trabajar para tapar y cuando terminó, volvió a la cama. A la mañana siguiente, mirando por la ventana, vio con sorpresa que sus huellas habían trazado la figura de una cigüeña en el suelo. La alegoría en el cuento le sirve a Cavarero para mostrar el carácter a posteriori del sentido de toda hazaña o historia de vida. No es en el calor de la acción que una puede saber lo que está forjando, el sentido es siempre en retardamiento y desde la perspectiva de un doble, aunque este sea el sí mismo, pues es siempre desde la distancia. En otras palabras, el sí mismo se forma en la narración en retardamiento de la acción, es así también un ejercicio de memoria. Inclusive si se trata de contar la propia historia, esto implica un distanciarse de sí mismo, un duplicarse, hacer de sí mismo un otro. Al fin y al cabo, es el relato de la faena lo que da sentido a la historia y, por lo tanto, al quién de la protagonista: “Evidentemente, Karen Blixen sabía que no podía ver con sus propios ojos el designio de su vida. Ella sabía que, fuera del cuento del niño, siempre es otro el que ve a la cigüeña”.44 Es decir, el que camina por el suelo no puede ver la imagen que dejan sus pasos, por lo que necesita otra perspectiva. Dos cuestiones quedan así claras: 1) la historia sólo puede ser narrada desde la perspectiva póstuma de alguien que no participa en los acontecimientos, aunque la protagonista y la narradora sean la misma persona, ésta solo puedo hacerlo una vez que la acción ha terminado; y, 2) en tanto la interpretación de la acción (y el deseo) es en el relato y éste no es sino en íntima articulación con la escucha de otra persona materialmente presente o del futuro, la interpretación no es auto-interpretación, sino co-interpretación.
Cavarero nombra altruismo a este narrar y abrir el espacio de aparición del otro, no obstante, no se trata de una actitud sacrificial o benévola, sino de un gesto que resulta ser el principio fundacional de un yo que se sabe constituido por otro; el otro que es ontológicamente necesario:
A la luz de una identidad única e irrepetible -irremediablemente expuesta y contingente- el otro es, pues, una presencia necesaria. Es el que consiente el acontecimiento mismo de una aparición del existente, que -como diría Nancy- es siempre una co-aparición. Compareciendo el uno al otro, aparecen recíprocamente como un otro. No prestan, por tanto, sustancia al rostro anónimo de una alteridad indistinta y universal, a saber, ese rostro del altruismo abstracto que se identifica demasiado fácilmente como una benevolencia genérica o una intención piadosa. El altruismo de la singularidad no es ni sacrificio, ni entrega, ni mortificación, ni renuncia. Es más bien la condición ontológica de un quién, siempre relacional y contextual, para quien el otro es necesario.45
En otras palabras, la biografía que otro nos narra nos dona la identidad como ese ser único e irremplazable, pero esto es, desde el nacimiento, relacional, en dependencia ontológica. Es este comparecer el uno al otro lo que hace que la vida sea bios y no zoe:46
Hay una ética del don en el placer del narrador. Aquel que narra no solo entretiene y encanta, como Sherezada, sino que le da su propia cigüeña al protagonista de su historia. Si dejar tras de sí un diseño, un ‘destino’ una figura irrepetible de nuestra existencia, ‘es la única aspiración que merece el hecho de que la vida nos fue dada’, entonces nada responde más al deseo humano que el decir nuestra historia. Aun antes de revelar el sentido de una vida, una biografía, por tanto, reconoce el deseo por ella.47
Ricoeur agrega que la articulación entre la revelación del quién y el espacio público de aparición es para Arendt lo medular en la dignidad humana, pues para todo héroe su propia historia está atravesada por una enorme opacidad.48 Esta falta de transparencia no sólo viene de la acción que cae en un mundo en el que hay otros actores y otras acciones que modifican el efecto intencional, si es que hubiera alguno, original o pretendido de la acción, sino de una opacidad propia del ser humano desde el nacimiento y que, aunque más radical durante los primeros años de la infancia por cierta incapacidad de hacer memoria, nunca se supera. Así, sólo vía la narración será que la acción tome un sentido. Dada esta dependencia ontológica en la que la construcción del sí mismo o de la agencia está en manos de la escucha del relato de nuestras hazañas en cualquier dirección del desdoblamiento y debido a que, por un lado, la violencia arrebata la agencia y, por otro, que el trauma es, como expuse al principio del texto, la búsqueda compulsiva de la agencia, podemos deducir que abrir el espacio de la escucha de la vivencia traumática y convertirnos en testigos que puedan devolver la narración de los hechos, es el gesto que puede reconstruir y devolver la agencia a los agraviados. De esta manera, honrar la pulsión testimonial es un deber ético fundamental y el esfuerzo mínimo al que estamos obligados como humanidad ontológicamente enlazada los unos con los otros.
Como enseña la fábula que le contaron de niña a Karen Blixen, el diseño de la cigüeña duró sólo una mañana. Las huellas desaparecen. Como bien dice Derrida: “Esta no es una huella a no ser que en ella la presencia se sustraiga irremediablemente, desde su primera promesa, y a no ser que se constituya como la posibilidad de un borrarse absoluto. Una huella imborrable no es una huella”.49 Ignorar esto es peligrosamente pretender que siempre hay un resto- como si la aniquilación no fuera una posibilidad. El resto en el sentido derrideano de restablecimiento- no debe ser romantizado, especialmente cuando el borrado es político y público. En tal caso, la posibilidad de la aniquilación debe ser contemplada a fondo, contemplada porque exige una responsabilidad colectiva. Así, es importante no perder de vista la transitoriedad del mundo de los hechos, esto es, la fragilidad del mundo fáctico, que, como explica Arendt, de no ser narrado, desaparece. Si el ansioso mentiroso llega antes que nosotros, puede borrarlo todo. Imaginen si los testimonios de Gradowski los hubiera descubierto un agente de la SS en lugar de en las excavaciones de la Comisión Estatal Extraordinaria.50 Sabemos también que la protección de la verdad no será fácil cuando el mentiroso es poderoso. Por lo tanto, en estos escenarios, la recuperación de la verdad será una batalla. Debido a la temporalidad de los hechos, es decir, por el hecho de que sus huellas pueden ser borradas y la posibilidad de que la narrativa del mentiroso en el poder pueda imponerse, los que decimos la verdad debemos actuar con mayor rapidez. Ahora sabemos que la “verdad histórica” que inventó el ex Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, fue lo que no sucedió; vimos hace unos meses el video que lo muestra junto con otras autoridades del C-451 en el basurero de Cocula sembrando falsa evidencia y borrando así huellas de lo verdaderamente sucedido con los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Hay que darle sentido a las huellas de la violencia antes de que sea imposible darles sentido y forma, antes de que no pueda verse su cigüeña o, mejor dicho, su ave de mal augurio, antes de que lleguen los zopilotes, antes de que quede como puro mal que se repita compulsivamente. Hay que escuchar el mal y relatarlo para, hasta donde sea y lo más posible, conjurarlo.