“Quiero hablar…¡Hablar!¡Desahogarme! Por fin
alguien nos quiere oír a nosotras. Llevamos tantos
años calladas, incluso en casa teníamos que tener
las bocas cerradas. Décadas. El primer año, al
volver de la guerra, hablé sin parar. Nadie me
escuchaba. Al final me callé…”
Svetlana Alexiévich. La guerra no tiene rostro de
mujer, entrevista a Natalia Ivánovna, soldada.
Entre el mundo y el lenguaje (¿para qué se escribe?)
¿Para qué se escribe?, ¿para quién? ¿Cuál es el sentido de convertir la experiencia en texto, de vaciar las sensaciones en palabras, oraciones, sentencias, discursos? ¿Para qué se escribe? ¿Hacia dónde apuntan las palabras, la textualidad, la transmutación de lo acontecido en lenguaje? Hay un hiato, a pesar de todo, a pesar de lo mucho que se ha dicho sobre la ontología del lenguaje, sobre la identidad entre ser y pensar, sobre el logos que todo lo colma y hace que lo-que-es venga a la presencia convertido en palabra, arañando el sentido. Hay un hueco, una hendidura que no se puede colmar, por más que estemos arropadas en el lenguaje, por más que insistamos en que la idea de mundo se abre lingüísticamente y que el mapa de lo real está trazado en clave lingüística, por más que el lenguaje sea la casa del ser, persiste ese hueco entre el nombrar y la experiencia. ¿Es el lenguaje la condición de posibilidad de toda experiencia posible, ese trascendental con el que hemos venido a racionalizar nuestro estar en el mundo? ¿Es la conciencia, la reflexividad, la capacidad de dar cuenta de sí -y de lo otro-, de responder por sí -y por lo otro- la condición de posibilidad de toda experiencia posible? ¿Es acaso que la posibilidad misma está fundada en la distancia que inaugura la conciencia? Porque el lenguaje es distancia, porque la palabra separa, abre lo real como temporalidad demorada, que ha de habitarse después; porque la conciencia inaugura un alejamiento del cuerpo, una “distancia inexorable que nos ha de separar siempre de todo; hasta de nosotros mismos”.2
¿Y el cuerpo? ¿Vamos a repetir ahora aquella escisión platónica, originaria y fundamental, entre el cuerpo y el alma, la conciencia, el logos, el sentido, el lenguaje, la reflexividad, es decir, entre el cuerpo, esa materia indomeñable, corruptible, doliente, pura biología dada en su filogenia evolutiva, y esta mente, lúcida, clara, serena, que me entrega el mundo prístinamente contenido en conceptos? Porque si no hay separación, ¿para qué el lenguaje? ¿Para qué volcarse en la escritura, para qué narrar e inventar nombres? Si el lenguaje no se identifica con la cosa, si hay allí una distancia histórica, social, psíquica, ideológica, entonces ¿cómo sostener la relación de identidad entre ser y lenguaje?
¿Para qué se escribe? ¿Para quién se escribe? Algo inédito tiene que surgir en la escritura, en el texto, en las operaciones gramaticales con las que algo cobra sentido, con las que a algo se le inventa el sentido, o mejor, los sentidos plurales y van a caer, a desembocar, a ser recibidos en los oídos de alguien.
¿Para qué se escribe si no para ser leída?
Salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación hacia lo perdurable es el oficio del que escribe. Mas las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué quiere decirlo? ¿Para qué y para quién? Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con voz por ser demasiado verdad; las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo es el silencio de las vidas, y que no puede decirse. Hay cosas que no pueden decirse, y es cierto. Pero esto que no puede decirse es lo que se tiene que escribir.3
Escribir porque hay un deseo, una pulsión de narración, porque hay que construir la experiencia, darle un lugar, hacerla ser, traerla a la presencia. Escribir para salvarse del propio abismo, como quiso el romanticismo, convirtiendo el dolor en arte, en placer, a la nietzscheana. Porque en el arte habríamos de encontrar una imagen apolínea y luminosa, un solaz ante tanto descenso. Salvarse en la escritura, a la Nerval, a la Proust, a la Rimbaud cruzando victoriosamente el Aqueronte. Hacerse palabra -poética- y darse un segundo nacimiento.
Mas no hay escritura que se agote en sí, que se vuelva un amasijo de signos autosignificantes enredándose en su propio devenir; ni es tampoco la escritura una vasija que contenga el alma agónica y suplicante. Escribir es romper el yo ahogado de ensimismamiento que no regurgita más que su dolor narciso, que le carcome la entraña, le ciega y le deja aterido ante un sí mismo que se hunde, silente. Escribir es inaugurar el afuera, abrir lo público, hacer de la interpelación un acto político; es inventar con el lenguaje una escucha, es producir con los signos un quién.
¿Para quién se escribe? En las líneas del texto adquiere forma la posibilidad de la lectura, le es implícita. No se escribe al aire, porque sí, para sí, para una audiencia anónima e imposible. Se escribe como acción que produce una audiencia. ¿Quién puede leer este relato?, ¿qué debe saber la lectora para poder comprenderlo? No hay lectora universal, indefinida, que pueda colmar los espacios de indeterminación de cualquier texto, que pueda activar los sentidos desde un igualmente universal horizonte de expectativas.
Quien lee, quien escucha, así como quien escribe, lo hace desde un emplazamiento particularísimo, aunque no por ello incapaz de dejarse decir por lo otro. Arraigarse en la propia circunstancia para poder escuchar, para poder leer lo que el texto que interpela nos dice en cada caso. Inventarse una misma como concreción de la lectora implícita que el relato ya indica. ¿Cómo actualizar un texto?, ¿cómo aprender a leer, a escuchar y sobre todo como saber responder a ese llamado que nos hace el texto al inventarnos y provocarnos como lectoras de esas cosas que no pueden decirse?
Porque con la escritura, lo que las narradoras están haciendo es construir, como acción política, el espacio público en el que hemos de nombrar eso que me está pasando, ante lo que hemos de responder, contra lo que hemos de luchar, frente a lo que no habremos de vencernos, nunca. Verdades que antes, en otros pasados históricos, no podían ser dichas, no porque faltaran palabras, sino porque ni había escritura ni había auditorio para lo que eso nombraba.
La larga discusión acerca de la posibilidad de representar el horror que se abre con el Holocausto4 en el siglo XX, de decir lo imposible, lo inaudito no se dirime en el cuestionamiento ontológico de si la imagen, el signo, la palabra pueden de hecho y de derecho representar lo irrepresentable,5 sino en las lógicas de visibilidad que se inauguran con lo que Greta Rivara ha llamado el relato testimonial. ¿Qué hay en las palabras de Primo Levi, Charlotte Delbo, Elie Wiesel, Jorge Semprún, Zalmen Gradowski, Violeta Friedman, Robert Antelme, entre tantos otros y otras que escribieron testimonialmente lo imposible de ser narrado? Hay la apertura y la apuesta por la lectura, la construcción de una comunidad de lectores y lectoras que podría escucharles, por eso escribir se hizo imperativo, ya fuera en el momento, como los testimonios de Emanuel Ringelblum escritos en el mismo gueto de Varsovia mientras la ocupación tenía lugar y escondidos en latas que fueron encontradas después porque él no sobrevivió; o aquellos que fueron escritos décadas más tarde como el de Lucille Eichengreen, publicado hasta los años noventa del siglo XX, donde relata sus memorias del Holocausto al ser sobreviviente de los campos de Auschwitz, Neuengamme y Bergen-Belsen.
Deseo, pulsión de narración. Irrecusable. Contar lo sucedido. Escribir para poder inventar al público lector que podría recibir esos relatos:
lo extraordinario de estos testimonios es que ellos mismos construirían lectores, ellos mismos formarían receptores, pues es a esos posibles otros a quienes siempre se dirigieron intentando dotarle del conocimiento y la conciencia histórica necesarios para comprender lo que intentaban transmitir, estos testigos precisaban de un interlocutor que sabían no tener, pero, y he aquí lo relevante, lo suponen, lo intentan construir y buscan la configuración de un interlocutor capaz de comprenderles. No es gratuito que muchos de estos testimonios hayan previsto este problema y se hayan hecho desde la intención de construir un diálogo con un futuro lector, al cual pretenden dotar de la conciencia necesaria para comprender el sentido del contenido del testimonio en cuestión.6
La pregunta queda abierta para la denominada estética de la recepción, ¿cómo se reciben estos textos límite7, los de las y los sobrevivientes de los campos de exterminio? ¿Desde qué gramáticas de la escucha8 pueden ser leídos, hospitalariamente comprendidos? ¿Quién lee? ¿Desde qué dispositivos históricos, sociales y políticos se hace posible la lectura? ¿Cómo responder a una narración como la de Primo Levi, que dice, sin ambages, “sobrevivimos los peores”?
En Si esto es un hombre Levi relata su existencia cotidiana en el campo de exterminio de Auschwitz-Monowitz. Cualquier palabra, cualquier intento de nombrar lo vivido ahí está de más, nunca alcanza. Y sin embargo, Levi se esfuerza por narrar los días y encadenar la sucesión desde la interrogante sobre la condición humana: ¿Qué es un ser humano? ¿Dónde está el límite de lo que somos, de lo que nos hace ser? ¿Cuál es el último reducto de lo humano? ¿Qué es lo mínimamente humano? El habitante del Lager no tiene nombre, en vez de eso, tiene un número asignado, tatuado. ¿Se puede seguir siendo quien se es sin un nombre? Desde la experiencia del Lager, la frontera entre humanización y deshumanización es poco cierta. Bien se podría preguntar si es todavía humano aquel que duerme junto a un cadáver por días y días sin siquiera reparar en ello, aquel que mata por un pedazo de pan.9
¿Cómo responder ante este relato?
¿Para qué se escribe? ¿Para quién?
Del texto a la lectura (algo de hermenéutica y teoría literaria)
El texto proviene del mundo. Cualquier relato -ficcional, histórico, testimonial- proviene del mundo. Como dice Ricœur, de qué otra cosa podría hablar el texto si no es del mundo. ¿Cuál mundo? El mundo no es ninguna unidad, ningún referente indubitable e independiente de sus interpretaciones. Tiene que ser un mundo vivido, experimentado, transitado con la propia piel, cambiante. Un mundo que tiene que ser nombrado, traído a la palabra, al que hay que otorgarle sentidos, aunque no para agregar sustantivos que identifiquen cosas ampliando esa lista casi infinita de lo que hay, sino para efectuar sobre las circunstancias. El texto tiene que ser acción, refiguración del mundo de la praxis, performatividad, interpelación a cambiar la propia vida (como afirma Gadamer, el texto nos dice: ese eres tú y has de cambiar tu vida).10 La hermenéutica ha insistido en pensar el texto en clave ontológica y ético-política. El texto no es aquello que se agota en el juego de los signos, sino aquello que siempre está apuntando hacia un tú, hacia una interlocución que, si bien está delineada e indicada en la misma textualidad, tiene que ser ejecutada singularmente, en cada ocasión, por quien lee. El relato construye un orden donde antes no lo había, impone su propio orden a la acción narrada para construir totalidades significativas, y a esto Ricœur le llama extraer una configuración de una sucesión. La configuración debe establecer un pacto de inteligibilidad con la lectora. La legibilidad depende de la verosimilitud de la trama.
No son los acontecimientos los que deben ser generales, sino el modo en que se les organiza: “lo posible, lo general, no hay que buscarlo en otro sitio distinto de la disposición de los hechos, ya que es este encadenamiento el que debe ser necesario o verosímil. En una palabra: es la trama la que debe ser típica”.11
La verosimilitud, que opera por generalidad y posibilidad, no depende de los sucesos, no son estos los que deben ser verosímiles, sino la manera en que se disponen y se encadenan. Por supuesto que en el relato de ficción la inverosimilitud de los acontecimientos no opera en detrimento del efecto sobre el espectador ni en la incidencia sobre el mundo de la praxis, lo que sí lo hace es un mal encadenamiento de las acciones, una subversión de la lógica y una falta de seguimiento; los sucesos aparecen como completamente injustificados, por ende, como inverosímiles, cuando parece que la acción B no se sigue de la acción A.
Esta función de la trama Ricœur la analiza bajo el motivo de ‘síntesis de lo heterogéneo’ que representa literalmente una producción, producir un orden a partir de la sucesión. De ese modo, el carácter sucesivo de los acontecimientos se transforma en un orden lógico-poético gracias a la trama.
La disposición de los hechos en términos de seguimiento de una acción a otra implica un principio de causalidad: ‘una a causa de otro’, distinto de la sucesión ‘uno después de otro’. La narratividad se caracteriza precisamente por este engarzamiento causal de las acciones, allí donde dos o más acciones están conectadas causalmente hay relato. Dos acciones, aunque sean sucesivas, si están lógico-causalmente desvinculadas no constituyen ningún relato. Y si la condición necesaria del relato es esta causalidad, entonces en ella ha de residir la generalidad, la posibilidad, la verosimilitud y la universalidad, es decir, los universales poéticos: “Ya no cabe duda: la universalidad que comporta la trama proviene de su ordenación; ésta constituye su plenitud y su totalidad”.12
La ordenación de la trama es su principio de coherencia, de organización interna. Si la trama es verosímil no lo es en relación con el mundo real, porque los sucesos ahí relatados imiten la realidad y pretendan cierta fidelidad. La verosimilitud no se mide con el exterior, sino con el interior, de modo tal que el mundo deja de ser el parámetro secreto de adecuación; la trama, en tanto que juego, instituye sus propias reglas (de ordenación, de coherencia...) y es de su relación con éstas de donde emerge su verosimilitud.
La lectura del texto literario actualiza la trama y pone en pie los sentidos del texto. El texto tiene que ser leído, es decir, representado, ejecutado, puesto en acción en un contexto específico de recepción. El texto sólo es en su lectura. La vinculación del texto con el mundo sostenida por Ricœur se arraiga en la praxis porque tiene un doble vasallaje: ético y poético. Ricœur explica la estructura del texto a partir de lo que él denomina la triple mimesis. Conserva la categoría de mimesis porque insiste en que todo relato es narración del mundo de la praxis, es decir, está siempre vinculado al mundo y a él regresa. La triple mimesis incluye al mundo (mimesis I), al texto (mimesis II) y a la lectora (mimesis III). Si mimesis II queda caracterizada como aquello que corta y rompe con el mundo de la praxis, entonces sólo puede ser comprendida como lo que media, lo que está entre dos, es decir, como la mediación entre el antes y el después, entendidos cronológicamente. Mimesis II es, así, lo que parte y emerge del mundo pero para separarse de éste y posteriormente regresar (regresarnos) al mundo, regreso que únicamente cobra su acepción de regreso porque hay una partida, un viaje, un corte, una separación que no ha de permanecer como tal, como ‘lo distinto a’ o ‘lo otro de’, sino que ha de consumarse en la fusión. Tras la experiencia de lectura, el lector que ha comprendido, interpretado y aplicado el texto no podrá -quizás tampoco querrá- encontrar una respuesta a la pregunta ¿dónde termina el texto y dónde empieza el mundo? El corte o la mediación de mimesis II es sólo un momento en la realización de la comprensión que actúa bajo el estatuto del como si, esto es, como si el mundo del texto y el mundo de la praxis corrieran sobre ejes asintóticos, cuando, de hecho, están ya siempre contenidos en una apertura del mundo, en un único horizonte. De lo anterior resulta que el texto se juega en su mediación y vinculación con el mundo:
el sentido mismo de la operación de configuración constitutiva de la construcción de la trama resulta de su posición intermedia entre las dos operaciones que yo llamo mimesis I y mimesis III, y que constituyen “el antes” y “el después” de mimesis II. [...] mimesis II consigue su inteligibilidad de su facultad de mediación, que consiste en conducir del antes al después del texto.13
Si mimesis II es la mediación entre mimesis I y mimesis III, la acción de leer será aquella que realiza el recorrido y que las reúna, por ello, para Ricœur al igual que para Gadamer, el texto sólo se ejecuta y consuma en la lectura, la cual pasa por el proceso de prefiguración del campo práctico (mimesis I), su configuración en el texto (mimesis II) y su refiguración por la recepción (mimesis III).
La mimesis III se corresponde con el momento de la aplicación, que alude directamente al efecto del texto sobre la lectora. El enfrentamiento con el texto no nos deja nunca inalteradas: “mimesis III marca la intersección del mundo del texto y del mundo del oyente o del lector: intersección, pues, del mundo configurado por el poema y del mundo en el que la acción efectiva se despliega y despliega su temporalidad específica”.14 El encuentro del texto con la lectora tiene como efecto la transformación del mundo de la praxis por la mediación de la lectura. Texto y lectora son la condición de posibilidad para que el sentido acceda a su representación. Hay un poder transformacional del texto y se opone, por ello, a la redundancia de la interpretación, la cual se traduciría en que “la propia mimesis I fuese desde siempre un efecto de sentido de mimesis III. Entonces la segunda no haría más que restituir a la tercera lo que habría tomado de la primera, ya que ésta sería obra de la tercera”.15 Ricœur intenta resolver el problema de la redundancia no tanto del lado del sentido, como del lado del relato, esto es, del lado del sentido implicaría enfatizar que no hay redundancia debido a que el texto aporta otros sentidos y otras visiones del mundo, sin embargo, enfatiza del lado del relato y eso implica que hay acciones que si bien inscritas desde siempre en redes de símbolos, no son propiamente un relato, sino que tienen una “narratividad incoativa” y demandan ser relatadas. A eso le llama “estructura pre-narrativa de la experiencia”.
El texto relataría aquello que de suyo no está relatado pero que pide estarlo. Tal estructura conduce hacia las “historias todavía no relatadas”, cuyo mejor ejemplo para Ricœur sería el psicoanálisis y los fragmentos de historia que el paciente presenta. Más allá de eso, se trataría de defender una estructura existencial de ser enredado en historias (que Ricœur extrae de Wilhelm Schapp) que daría cuenta de un modo entramado de estar en el mundo: “Contamos historias porque, al fin y al cabo, las vidas humanas necesitan y merecen contarse”.16 Esto habla de la necesidad vital y existencial que tiene el relato para Ricœur y que lo hace ser algo mucho más que un mero artificio literario. Si somos ese ser que se da un segundo nacimiento (Zambrano), éste quedaría representado por el relato: tener un identidad, fraguarse una vida es relatarse y relatar la propia historia, la personal, la de la tradición, etcétera.
Lo que permite el cambio de configuración a refiguración es la lectura (la representación y ejecución), acción del intérprete que literalmente construye el mundo del texto. Pero el poder efectual del texto sólo se entiende como tal si la lectura quiere decir también aplicación, es decir, si leer quiere decir transformación del mundo y de la propia vida. Hacia allá se dirige Ricœur cuando señala que la función de la ficción, nombrada como ‘significancia’, hay que caracterizarla en términos de relevancia y transformación. La ficción tiene una función de poner de relieve en la medida en que logra llevar el margen hacia el centro, esto es, llamar la atención sobre sentidos que yacen ocultos o que son periféricos en la cotidianidad. El movimiento del margen hacia el centro es aquello que posibilita la función transformadora, ya que reorganizar los sentidos permite la generación de otros sentidos. Con esto se evidencia la aplicación del texto, que Ricœur presenta de este modo: “la función de la ficción que podemos indicar al mismo tiempo como relevante y transformadora respecto a la práctica cotidiana; relevante, en el sentido de que presenta aspectos ocultos, pero ya dibujados en el centro de nuestra experiencia de praxis; transformadora, en el sentido de que una vida así examinada es una vida cambiada, otra vida”.17
Cada vez que la vida se relata, la vida se cambia, se hace otra (y, con ello se crea cada vez), pero siempre sobre la base de la dialéctica conservación-transformación que posteriormente será expuesta por Ricœur como idem-ipse.18 Este poder ontológico del texto, que lo hace jugar sobre el binomio configurado-configurante, sólo se ejecuta con la intersección entre el mundo del texto y el de la lectora, puesto que es dicha intersección la que hace del texto, en tanto estructura configurada, una estructura que puede llegar a ser configurante. De hecho, es configurante en ciernes, es una posibilidad que está a la espera de su representación, de su lectura, mas mientras ésta no acaezca, el texto no sólo no es una obra, además permanece únicamente como “trascendida en la inmanencia”. Ricœur reconoce que: “me han convencido de que el paso de la configuración a la refiguración exigía la confrontación entre dos mundos, el de ficción y el mundo real del lector. El fenómeno de la lectura se convertía así en el mediador necesario de la refiguración”.19 Lo que se traduce en que una teoría del texto debe ser acompañada por una teoría de la lectura.
Algunas de las categorías que Ricœur recupera para desarrollar tal teoría son: “autor implicado o implícito”, que alude a las técnicas o estrategias mediante las que el texto se hace comunicable; la relación entre libertad y determinación, i.e., pensar la lectura como inscrita en el texto (lo que genera un lector manipulado) o bien pensar el texto como algo creado completamente por el lector. Frente a los extremos, Ricœur se adhiere a la solución de la “reflexividad de la lectura” propuesta por Hans-Robert Jauß, según la cual la “lectura reflectante es lo que permite al acto de lectura liberarse de la lectura inscrita en el texto y replicar al texto”.20
La participación de la lectora hace del texto una obra. Ricœur incorpora el “punto de vista móvil” desarrollado por Wolfgang Iser, de cuya fenomenología de la lectura deriva una serie compuesta por estructuras dialécticas que pretende dar cuenta de la respuesta [Wirkung] del lector. Caracterizar la lectura como ‘experiencia viva’ requiere, según Ricœur, pasar del ‘lector implícito’ de Iser hacia el lector real, puesto que el lector implícito, al ser una categoría literaria y algo construido en el texto, permanece como virtual en relación con la actualización o ejecución del texto. Finalmente, es en el lector real donde el texto deviene obra y libera su poder efectual. Este paso implica girar de la fenomenología trascendental de Iser hacia la hermenéutica, ya que mientras el lector implícito es una categoría trascendental, el lector real requiere de la historia, concretamente de la historia de las relaciones dialógicas entre la obra literaria y su público. Con esto, Ricœur deja claro que no basta un análisis trascendental para dar cuenta de la lectura, en todo caso la trascendentalidad con la que se describe la acción de leer ha de ser completada con una perspectiva histórica, que haga de la lectura no una condición de posibilidad, sino un efecto histórico.
Por una comunidad de lectoras o aprender a leer lo inaudito
El texto es siempre una invitación al viaje. Y es responsabilidad del texto mismo construir las condiciones de inteligibilidad y establecer un pacto de lectura. La comunidad de lectoras por venir es invención del texto, el cual tiene que pasar de lo trascendental a lo concreto y efectivo, ir del signo lingüístico al lance ético-político, y alcanzar así a las lectoras empíricas que ejecutarán en cada caso las instrucciones contenidas en el texto y pondrán en pie los sentidos. Pero ¿cómo aceptar la invitación que abre el texto? ¿Cómo leer el horror, lo inaudito? ¿Con qué oídos escuchar? ¿Cómo entender lo relatado, si es, si tendría que ser imposible? ¿Cómo describir el acto de leer cuando el relato es insoportable? ¿En qué se basa nuestra posibilidad de comprenderlo? Si la violencia extrema, como dice Arendt,21 aparece como inverosímil, ¿entonces, cómo escribir? La verosimilitud del texto narrativo, siguiendo a Ricœur, no depende de qué tan creíbles o factibles sean los acontecimientos relatados, sino de la trama, la cual tiene que ser típica, tiene que haber orden en la narración. La posibilidad de apropiarnos, de agenciarnos de nuestra historia radica en la trama, en su legibilidad, la cual, a su vez, depende de la historia, de la tradición que sienta las bases de las estructuras narrativas, las que, a pesar de todo, logran informar el horror, darle, pues, forma y transmitirlo, lo introducen en el orden del logos, lo entregan a la comunidad, lo hacen colectivo.
La trama tiene que ser típica. Aunque esta sentencia, pensada del lado de los textos que relatan violencias extremas, resulte detestable. ¿Qué va a haber de típico en el horror, en lo inaudito? Si circunscribimos esa pregunta a la violencia de género, tenemos que reconocer una tensión irresoluble entre lo inesperado y lo cotidiano. Porque la violencia de género es cotidiana, porque los acontecimientos son típicos, porque la destrucción de la otra persona no es insospechada. Mas tiene que seguir siendo lo inesperado en el relato, lo que no tendría que haber sucedido, el suceso desastroso,22 el lance patético. Tiene que seguir siendo una acción destructora y dolorosa, por más común que sea, por más que sea una verdad sabida y conocida por todas, por todos. Finalmente, el poeta relata una verdad común… Reconocer la violencia de género ha sido una labor realizada también en parte por los relatos que la narran, que la denuncian, que la hacen visible, que insisten en hacernos, en hacerles saber que ese horror existe y está por todas partes, es nuestro medio, nuestro lugar habitual, nuestra koiné o lengua común. Este reconocimiento ha sido, pues, un esfuerzo de darle palabra, de nombrar lo acontecido.
La narración produce orden y abre la posibilidad de la lectura, de la recepción, de la refiguración del mundo de la praxis. Es en ese orden de la trama donde gracias a la lectura es posible analizar y dar cuenta de la estructura del mal, porque éste ha sido dicho. El mal no es un acto extraordinario que lleva a cabo un agente monstruoso en circunstancias extraordinarias, en esto la idea de la banalidad del mal de Arendt ha sido clarísima. No se trata de un acto ni de un agente, sino de una dinámica de relaciones de poder y dominio que se repite, que se perpetúa, que hace mundo, que se convierte en la norma. La violencia de género es la norma, no la excepción, es la permanencia en el orden del mundo, es continuar el camino de la tradición y abrazarlo. Lo que hay que comprender es esas dinámicas las cuales están manifestadas en las tramas. No se trata de sumergirse en los motivos de los personajes para entender cómo y por qué, no se trata de escuchar el monólogo interior del asesino, del violador, del abusador.
En el análisis que lleva a cabo Ana Carrasco-Conde en Decir el mal,23 el mal aparece como orden y repetición, como una dinámica intersubjetiva y direccional que establece relaciones dentro de formas de poder asimétricas y de sometimiento. El poeta dice una verdad común, como veíamos, pues el mal no surge de la nada, no es el resquebrajamiento súbito de lo que hay, sino que es parte de una cartografía cotidiana en la que operamos y reproducimos esas lógicas de dominación y sometimiento. El mal no viene de fuera, no aparece sin más. No verlo, no decirlo, no reconocerlo en su poder configurador del mundo que habitamos como propio es apostar por su repetición impensada. No es entonces un asunto de sensibilidades, de educación sentimental, de saber tratar al otro misericordiosamente, como decía Zambrano;24 es un asunto de aprender a comprender el orden y dinámica del mal en su hacer mundo:
¿qué sucede si el problema es el orden mismo que cobija diferentes modulaciones del mal? ¿Y si el acto malo, para entenderse, ha de contextualizarse en unas dinámicas del mal que, no percibidas, lo hacen posible y le proporcionan su fuerza? […] ¿Y si ese orden normaliza formas del mal que no podemos ver aunque están a plena vista? […] El mal no es inversión del orden ni un trastorno del mismo. El mal no es un poder hacer. Es una dinámica relacional que genera modos concretos que se cristalizan en actos contra los demás en torno a estilos vinculares perjudiciales. De ellos se derivan formas de reconocimiento perverso del prójimo que le dañan y vejan, pero además se construye un poder que, al mismo tiempo que se ejecuta dentro de un orden que lo posibilita e incluso lo consiente, lo alimenta con su mismo movimiento, lo consolida, lo perpetúa y lo reactualiza.25
Insensible y apático, el perpetrador de ese mal está inserto en una dinámica que es preciso identificar. Ese perpetrador es a menudo el mismo aparato burocrático de impartición de justicia, es el Estado que en el caso de la violencia de género escucha las denuncias con oídos sordos, sin asco ni rechazo ni abyección ni repugnancia. Escucha impávidamente y repite su patrón. Aquí no pasa nada. Aquí si te asesinan la fiscalía terminará diciendo que accidentalmente te caíste en una cisterna. Ese aparato burocrático “actúa como una máquina y hace el mal por el mal mismo”26 y no le importa el daño y el dolor que cause. Se ríe cínicamente de sus averiguaciones que reparten impunidad.
¿Para qué se escribe? ¿Para quién?
Y una vez que ha sido escrito, ¿cómo podemos leerlo?
La literatura mexicana escrita por mujeres nombra cada vez más la violencia de género. De manera específica y directa la dice, sin arrebato, sin el grito afónico en la calle, esta literatura se ha dedicado a construir las tramas típicas en torno a las cuales hemos de ser convocadas como lectoras que han de agenciarse también de su propia historia y encontrar allí esa lengua común en la que habitamos, porque “ya sabes que sobre todos los ojos de la tierra algún día, sin remedio, llueve”. Rosario Castellanos en la novela Balún Canán (1957) construye un personaje, Matilde Argüello, que tiene un destino desastroso. El relato se desarrolla en Comitán, Chiapas y en la finca de Chactajal, la cual se ve afectada por las leyes de reforma agraria del cardenismo y las demandas de los indígenas oprimidos. Matilde pertenece a la clase alta, a la familia que es propietaria de la finca. Soltera, vive con su hermana Francisca, quien en la orfandad la ha cuidado desde niña. Matilde es “apocada, sumisa y dócil”, envejece sin que se le conociera nunca un novio. Vive ahogada de tristeza y su voluntad “no deseaba más que morir”.27
En ese contexto, aparece Ernesto, hijo bastardo de su primo hermano, mucho más joven que ella, con quien tiene un amorío el cual es relatado distópicamente:
¿No te das cuenta? Mírame, mírame bien. Estas arrugas. Soy vieja, Ernesto. Podría ser tu madre. Se retiró para defenderse de la luz y, acezante, con la espalda pegada a la pared, como un animal acosado, esperó. Ernesto no comprendía el dolor de estas palabras, el desgarramiento de esta confesión. Veía sólo la resistencia opuesta a su voluntad. Veía que esta mujer escapaba de su dominio, que no había podido subyugarla, que había fracasado.
Matilde se convierte en su querida. Del hecho, sin embargo, la narradora sólo nos dice con una elipsis: “Su mano [de Matilde] soltó la copa que fue a estrellarse contra el suelo”. De lo sucedido, Matilde no expresa nada, guarda el secreto, piensa de sí misma lo peor “Ernesto se acostumbraría pronto al desvío de Matilde, dejaría de buscarla. Después de todo, ¿qué había habido entre ellos? Se amaron como dos bestias, silenciosos, sin juramento. Él tenía que despreciarla por lo que pasó. Ya no podía encontrar respeto para ella. Matilde se lo había dado todo. Pero eso un hombre no lo agradece nunca, eso se paga profiriendo un insulto”.
En este discurso indirecto libre, escuchamos la voz de Matilde que se recrimina. De ese haberse “amado como dos bestias” queda embarazada y aborta. El cuerpo de esta mujer está roto, es despreciado por ella misma: “su cuerpo también se le mostró -ahora que estaba desnudándose bajo el cobertizo de ramas- opaco, feo, vencido. Y cada arruga le dolió como una cicatriz”.
Matilde es inmoral, transgresora y silente, pues las grandes verdades no suelen decirse hablando, hasta que presa de un frenesí “que se volvía en contra suya para destruirla, para desenmascararla” grita con voz ronca arrodillada junto al cadáver de Ernesto, frente a otros miembros de su familia: “-¡Yo lo maté! ¡Yo fui su querida! ¡Yo no dejé que naciera su hijo!”. Una vez que profiere esa verdad enloquecedora tiene que sucumbir, y se va a la montaña, desaparece, nadie la sigue, nadie sabe nunca más qué sucedió con ella. El grito de Matilde no tiene auditorio, pues no hay comunidad que la reciba y pueda acogerla. Matilde nunca puede empoderarse, no tiene voz. La violencia que sufre a lo largo de su vida, pues desde niña se encerraba en el armario a llorar horas y horas, la acompañará hasta su desaparición. No hay resarcimiento, no hay nada.
Sesenta años después de este relato, Temporada de huracanes,28 de Fernanda Melchor, nos enfrenta a otro tipo de narrativa, otras violencias, otros cuerpos femeninos. Situada en La Matosa, Veracruz esta novela nos presenta a Norma, un personaje de trece años que llega a este lugar después de huir de su casa porque está embarazada de Pepe, su padrastro de veintinueve años, el marido de su madre, quien abusa de ella desde que tiene doce años. La narración del abuso es sórdida, cruda y específica. En voz de Norma vamos leyendo cómo progresivamente Pepe la va violentando a lo largo del tiempo. Primero los toqueteos, después la penetración con los dedos, y finalmente la viola múltiples veces con su pene. (La trama tiene que ser típica).
Norma, como Matilde, no dice nada, no confiesa qué es lo que ha sucedido. No denuncia a Pepe, no habla con su madre. No hay oídos para la verdad que ella tendría que decir. No puede hablar. No tiene voz. No hay escuchas. Norma, como Matilde, se recrimina (en discurso indirecto libre) “él se daría cuenta de la persona tan horrible que Norma era, y se arrepentiría de haberla ayudado, y la correría de su casa y la enviaría de regreso a la oscuridad”. Norma, como Matilde, también aborta ayudada por la curandera local -la Bruja-- y termina en el hospital, sometida a otra violencia, amarrada a la cama desde donde se le interroga:
no había podido sacarle a Norma nada, ni siquiera después de gritarle que no fuera pendeja, que dijera cómo se llamaba su novio, el cabrón que le había hecho eso, y dónde vivía, para que la policía fuera a arrestarlo, porque el muy desgraciado se había largado después de dejarla abandonada en el hospital. ¿No le daba coraje? ¿No quería que él también pagara? […] estas cabronas no saben ni limpiarse la cola y ya quieren andar cogiendo, le voy a decir al doctor que te raspe sin anestesia, para ver si así aprendes. ¿Cómo vas a pagarle al hospital todo esto, eh? ¿Quién se va a hacer cargo de ti? Nada más vinieron y te botaron, se largaron sin que les importaras, y tú todavía de bruta que tratas de protegerlos. ¿Cómo se llama el que te hizo esto? Dime su nombre o la que se va ir a la cárcel eres tú, por encubridora, no seas tonta, muchachita.
Norma vive su cuerpo con violencia, con distancia. Ella, como Matilde, no se apropia de su sexualidad, ni de su carne. Le es ajena, le pertenece al otro. Triste, sola, tratando de escapar de su propio vacío permite que “le hiciera lo que él tanto quería”. Su propio cuerpo no le pertenece, no lo conoce:
la desnudaba a pesar de que ella aún no se había bañado, y la tendía, temblando de anticipación y de frío, sobre las sábanas heladas y la cubría con su propio cuerpo desnudo y la apretaba muy fuerte contra su pecho musculoso y la besaba en la boca con un hambre salvaje que Norma encontraba a la vez deliciosa y repugnante, pero el secreto era no pensar; no pensar en nada mientras él le apretaba los pechos y se los chupaba; no pensar nada cuando Pepe se montaba encima de ella y con su verga untada de saliva iba haciendo más grande y más ancho aquel hueco que él mismo le había abierto con los dedos, mientras miraban la tele, debajo de las cobijas. Porque antes de Pepe no existía nada ahí, nada más que pliegues de piel por donde le salía el chorro de la orina cuando se sentaba en la taza del excusado, y ese otro agujero por donde le salía la caca, por supuesto, pero quién sabe cómo y con qué mañas el Pepe se las arregló para hacerle un hoyo más, un agujero que, con el tiempo y los dedos callosos de Pepe y la punta de su lengua, fue creciendo hasta ser capaz de albergar completa la verga de su padrastro, hasta el fondo, decía él, hasta que tope, como debe ser, como Norma se lo merecía, como ella misma lo había estado pidiendo en silencio todos esos años, ¿no?
Aquí no hay elipsis, el relato de Melchor a diferencia del de Castellanos nombra clara y descriptivamente. Escribe las verdades que no pueden ser dichas, revela el secreto. ¿Para qué se escribe? ¿Para quién?
Atestiguamos con horror, con asco, con la entraña revolcada.
Escuchamos.
El texto produce e invoca a sus lectoras.
Hay que volver a narrarlo. Compulsión de repetición.
Hay que decir muchas veces. Rosa Beltrán, en Radicales libres29 narra un abuso sexual infantil:
Chucho le dio caza a Mosco, y la llevó a la parte de atrás de un montículo alto, florido y lleno de abejas y la sometió obligándola a acostarse boca abajo. El terror de Mosco fue mayúsculo, nos dijo, básicamente por el zumbido de las abejas alrededor de su cara. Temía quedar marcada para siempre. También le daba miedo la respiración agitada del jardinero sobre ella, el vaho de su respiración que olía a fruta podrida, dijo, que tuviera las manos grandes y callosas, ella trató de zafarse pero él le desabotonó la camisa y le empezó a lamer los pechos. Le dijo que ‘los tenía ricos’. Los succionaba como para obligarlos a que salieran y luego le bajó los calzones, se meció sobre ella, tomó una de sus manos y la obligó a deslizarla sobre su pene de arriba abajo. En un momento dado, como harto de que ella no supiera qué hacer la embistió por atrás y la obligó a no gritar mientras él llegaba a donde quería llegar.
Ni Matilde, ni Norma, ni esta narradora habrían de decir nada. No podían. No había palabras. No tenían voz. No había comunidad que escuchara, no había oídos para esas verdades que tenían que ser dichas porque habían sido vividas y tenían que ser sanadas. Y porque había culpa, recriminación, un secreto guardado, un silencio. Un silencio continuo, inquebrantable que poco a poco estos relatos han ido ayudando a romper, haciendo comunidad, construyendo espacios de escucha, compartiendo, inventando el vocabulario que permita narrar lo acontecido. La narradora de Radicales libres que voltea a ver su infancia y la relata entiende desde el presente de la narración, un presente en el que está empoderada, en el que ha aprendido a darse una voz, que lo ocurrido con el jardinero ni podían comprenderlo ni podían tampoco confesarlo:
Nos bastó y nos basta con cargar la culpa de no sé qué, todavía. Cómo que culpa de qué. Pues de eso. De haber sido blanco fácil de los avances del jardinero, de no haber podido detenerlo o de no habernos dado, de no haberme dado cuenta. Culpa de no acordarme bien. […] si hubiera podido contar lo que realmente ocurrió quizá yo no me habría sentido tantos años tan culpable. O no sé. Sólo sé que la culpa aumenta cuando tienes algo que ocultar. El que oculta algo se siente culpable porque sí y cómo lo convences o la convences de que ni siquiera habría tenido culpa de ser llevada al montículo trasero del jardín y ser arrojada sobre éste y no haberse podido escapar no lo sé. Ya sé que visto así cambia todo ¿no? Por el simple hecho de que al contártelo ya no lo vivo yo sino que lo observo. Narrarlo de este modo es haberlo podido ver desde afuera y uno no se ve desde afuera nunca. Se ve inmersa en una situación. Yo y la respiración del otro, yo sintiendo el aliento caliente del otro en mi oído. Es algo que no puedo tolerar. Desde entonces. Que me respiren en el oído. Me pongo furiosa, no sabes, no sé yo misma de qué soy capaz. Muy raro. Rarísimo.
Deseo, pulsión de narración. Ahora sí. En este presente. ¿Ahora sí? ¿En este presente?
Ya hay una comunidad que pueda escuchar. ¿La hay? Una comunidad que pueda recibir a Matilde, a Norma, a la narradora de Radicales libres, a Liliana Rivera Garza.
Cristina Rivera Garza escribe un libro imposible, inaudito, que narra lo que nunca debería haber pasado, lo que no debería existir, una realidad que no debería ser ni verdadera ni verosímil y que sin embargo lo es. El invencible verano de Liliana30 es un relato testimonial en el que da cuenta del feminicidio de su hermana Liliana en julio de 1990, el cual hasta la fecha ha quedado impune.
Narrado en primera persona, el texto se da a la tarea de construir a Liliana a partir del archivo que ella hizo de sí misma en infinidad de notas y cuadernos, de los diálogos con amistades de la época, de la visita a la escena del crimen, de la búsqueda del expediente de investigación a veintinueve años de ocurrido el suceso desastroso.
¿Para qué se escribe? ¿Para quién?
El asesino, Ángel González Ramos, se dio a la fuga, con la ayuda y complicidad de familiares y amigos. El asesino cometió impunemente su crimen, y quizás esté muerto ya (se habría ahogado en 2020 en California, según fuentes que contactaron a la autora después de la publicación del libro; la información, sin embargo, no está verificada por ninguna autoridad).
A lo largo de su relato, Cristina Rivera Garza presenta a Liliana como un personaje silente, sin posibilidad de escucha, como si en ese silencio lo que hubiera es la falta de una comunidad que pudiera prestar oídos a lo que estaba aconteciendo. Pero no por falta de voluntad o por desapego, no por falta de interés o de amor. Pero quizá ella, como Matilde, estaba también sola y muy triste. También ella, como Matilde, habría de abortar sin apenas contarlo.
¿Qué se hace con el miedo? ¿Cómo se pide ayuda cuando no se puede ni nombrar lo que está acaeciendo? ¿Cómo escapar? ¿Cómo inventar otra realidad posible?
El feminicida la acosó durante años, la violentó, la persiguió, la maltrató, la amenazó; se hizo presente en su vida con una constancia siniestra, asfixiante, ineludible. Siempre estaba ahí, al acecho, observándola. Siempre estuvo ahí, hasta que la estranguló.
La trama tiene que ser típica. Verosímil. La impunidad del patriarcado. La opresión. La violencia. La imposibilidad de salir de allí, la absoluta imposibilidad de decir lo que está pasando. Sin voz. El encadenamiento de los sucesos tiene un orden narrativo lógico, se construye una síntesis de lo heterogéneo, de la pluralidad de hechos se crea una trama: esto y después aquello. Una relación de pareja, un noviazgo adolescente, un ansia de posesión, el acorralamiento, el ímpetu de huida, el fracaso, la violencia creciente, el acecho en aumento, la frustración, la ira, la fuerza física dominante, el secreto, el silencio, el asesinato, la complicidad, la impunidad. Uno-después-de-otro. El dolor, la pérdida, el duelo, lo imposible.
El relato testimonial de Rivera Garza demanda justicia, pide acción, abre foros, sale a las calles, grita, insiste, prosigue, busca afanosamente, no se calla. Escribe.
¿Para qué se escribe? ¿Para quién?
¿Y si nombramos estas violencias una y otra vez, sin cansancio, inventando las voces que no hemos tenido; y si nombramos estas violencias una y otra vez, sin culpa y sin miedo; y si nombramos estas violencias sabremos que hay quien escuche? ¿Y si hablamos tendremos voz? ¿Y podremos escapar?
Todos estos relatos rompen el silencio, lo resquebrajan, lo vuelven imposible. La lectura altera, hiende e interpela. Hay un compromiso ético-político de escuchar lo que ahí se narra, de responder por y con ellas, de convertirnos en una comunidad de lectoras inédita, que escucha, que presta oídos a todo eso acontecido, a toda esa violencia que nos sigue ocurriendo. Porque, contra Spivak,31 no hay subalternas a quienes tendríamos -quizás en un acto de caridad epistémica- que prestarles oídos, porque aquí, en este mundo, todas hemos sido subalternas. En todas está la responsabilidad de escucha. Si, como dice Gadamer ante la experiencia poética, la obra nos dice: “ese eres tú y has de cambiar tu vida”, entonces habrá que reconocer con un horror alegre y terrible que sí, esa soy yo, esa vulnerabilidad es también mía, es de todas; la escucha colectiva solo puede ser nuestra.