Introducción
Para comprender la educación escolarizada en México es necesario subrayar la existencia de múltiples experiencias escolares a partir del reconocimiento de distintas problemáticas que circunscriben las instituciones educativas. Un fenómeno emergente que llama la atención son aquellos casos en donde los educadores y educandos se encuentran inmersos en centros escolares públicos, tanto en ámbitos rurales como urbanos, donde tienen presencia distintos actores armados, legales e ilegales, que perpetran distintas violencias sobre la población. Para Fierro (2017), la escalada de violencia en las comunidades escolares se ha expresado al menos de tres formas: la primera, por medio de balaceras en entornos escolares; la segunda, con hechos delictivos tales como las extorsiones, secuestros, robos y asaltos dirigidos fundamentalmente contra el magisterio; y la tercera se refiere a aspectos subjetivos de los estudiantes que exaltan las manifestaciones del narcotráfico, lo que modifica sus imaginarios de ascenso social. Las violencias, ligadas a la ilegalidad en estos contextos, tienen su origen en la diversidad de prácticas (producción y tráfico de drogas ilegales, entre otras actividades económicas rentables) de los actores sociopolíticos (policías, militares y grupos delictivos de distinta filiación) que coexisten en los ámbitos donde se desarrollan los aprendizajes de niños, niñas, jóvenes, familias, autoridades escolares y, por supuesto, profesores.
En el caso de los educadores, protagonistas de este artículo, los ataques son múltiples y han sido documentados por diferentes medios. A pesar de que no existe un registro oficial que condense los datos respecto al número de profesores que han sido víctimas de homicidio, es posible rastrear al menos 52 casos de maestros que fueron asesinados sólo en el transcurso de 2017. La mayoría de los homicidios se presentaron en los estados de Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Puebla, Tabasco, Veracruz, Sinaloa y Tamaulipas.1 También se han documentado extorsiones contra docentes en Michoacán, Zacatecas, Tabasco, Coahuila, Guerrero y Chihuahua.2 En términos generales, uno de cada tres maestros trabaja en escuelas situadas en alguno de los 154 municipios más violentos del país, según el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024 del gobierno federal. Esto significa que 32% de todo el profesorado del país se enfrenta de manera cotidiana a problemáticas relacionadas con los entornos violentos.3
En Michoacán, durante 2017 se reportaron siete homicidios de docentes y se estima que por lo menos otros 32 maestros o alguno de sus familiares han sido víctimas de secuestro, mientras que 79 fueron objeto de extorsión, asalto, robo de casa habitación y vehículo.4 Destaca la ejecución de Francisco Flores, secretario general del Comité Ejecutivo Magisterial del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) en los primeros meses de ese mismo año, así como los asesinatos de dos profesores más, uno en Apatzingán y otro en Lázaro Cárdenas, en sucesos diferentes por motivos aún desconocidos.5 En 2014 fue secuestrado y asesinado el maestro Víctor Maldonado, director de una escuela primaria en la localidad de Los Bancos, municipio de Maravatío.6 Ese mismo año, también fue ultimado el maestro Salvador Murillo, en la meseta p’urhépecha, conocido por su trabajo como activista y promotor cultural.7 En ese contexto, Alberto Frutis, secretario de educación de la entidad, declaró que los asesinatos de educadores “son situaciones que se dan”, como describió en una entrevista para aminorar la gravedad del problema.8
Este texto se interesa en los sujetos educativos que se desenvuelven en dichas circunstancias beligerantes. Sus testimonios, dibujados a través de narrativas desde la experiencia, ilustran las agresiones que se manifiestan en la cotidianidad de sus actividades y del propio trabajo docente, lo que produce distintas consecuencias en los procesos de enseñanza-aprendizaje (Furlan, 2012; González, Inzunza, Benítez, 2013). Con esta premisa, se busca reflexionar particularmente cómo los maestros, en este caso del Valle de Apatzingán,9 experimentan la violencia en sus actividades cotidianas y despliegan estrategias de autocuidado para llevar a cabo sus procesos socioeducativos. La posibilidad de indagar en algunos acontecimientos derivados de las espirales de violencia en Michoacán arroja pistas hacia la comprensión de las repercusiones en la dinámica de las escuelas y las formas en que las personas vinculadas a las instituciones aprenden a lidiar con ello.
En un primer momento, se realiza una descripción general de las condiciones sociopolíticas del país a partir de un análisis de la presencia diferenciada del Estado como dispositivo de regulación del orden social, lo que ha dado lugar a múltiples actores que implementan sus propios mecanismos de control y ordenamiento territorial. Eventualmente, estos procesos generan crisis de inseguridad ante el carácter difuso de poderes realmente existentes en las distintas regiones de la entidad. En un segundo momento, se describen las dificultades concretas que enfrentan las comunidades escolares en el Valle de Apatzingán para llevar a cabo sus procesos educativos en entornos violentos y de victimización. Con ello, se propone discutir la relación entre escolarización y violencia, no centrada en lo que se ha denominado la “violencia escolar” (Furlan, Spitzer, 2013; Gómez, López, Zurita, 2013), sino en el análisis de los efectos que tienen las violencias exteriores a la institución educativa y, por ende, en cómo repercute en la práctica docente.
Este escrito se desprende de una investigación socioantropológica más amplia, que busca comprender el trabajo docente en condiciones de violencia armada en los márgenes estatales. En este sentido, se adopta una metodología cualitativa mediante un abordaje etnográfico de la experiencia magisterial por medio de un trabajo de campo iniciado en 2017 y continuado de manera recurrente a lo largo de cuatro años, con estancias de un mes en las escuelas donde laboran profesores pertenecientes a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en Michoacán. Particularmente, en este trabajo se emplea una selección de datos hemerográficos (prensa nacional y local) relevantes, que permiten ampliar las visiones sobre el fenómeno estudiado y describir las formas en que se produce la violencia en los entornos escolares. De esta forma, las estrategias metodológicas que se implementaron son principalmente la reconstrucción de acontecimientos a partir de fuentes de información secundaria y entrevistas semiestructuradas con profesores de telesecundaria. Con ello, se busca mostrar la heterogeneidad de adversidades que atraviesan el campo de la educación escolarizada y enfatizar las repercusiones de la violencia criminal en la escuela y el trabajo docente. Cabe apuntar que estos elementos son frecuentemente invisibilizados por la política educativa que, aunque ha implementado algunos programas e iniciativas nacionales con logros poco profundos (Programa Nacional de Convivencia Escolar o Escuela Segura, por citar un par de ejemplos recientes), han puesto poca atención a las formas en que la inseguridad en el país ha afectado a la escuela pública (Álvarez, Reyes, 2013).
Violencia y presencia diferenciada del Estado en Michoacán
A partir de la militarización de la seguridad pública en el año 2006, el presidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) instaló una política federal conocida como “guerra contra las drogas”, la cual consistió, a grandes rasgos, en enviar batallones del Ejército a las calles con el discurso de “combatir” la delincuencia organizada con labores de vigilancia y seguridad (Azaola, 2012). Esta serie de mecanismos institucionales generó episodios de violencia sistemática sobre ciertos sectores de la población -principalmente clases populares- y en determinados contextos regionales, lo que a mediano y largo plazo produjo graves violaciones a los derechos humanos como consecuencia de una política antidrogas que permeó en grandes extensiones del país, sumado a un descompuesto e impune aparato de impartición de justicia a niveles subnacionales (Olvera, 2018).
Durante estos años, los enfrentamientos armados, como resultado de disputas locales y regionales entre grupos delincuenciales y con corporaciones policiales y militares en diferentes estados, municipios y localidades, produjo secuelas letales que superaron la cifra de los 100 mil decesos. Según el informe Atrocidades innegables. Confrontando crímenes de lesa humanidad en México (2016: 14), elaborado por la organización internacional Open Society Justice Initiative, de diciembre de 2006 a diciembre de 2015, alrededor de 150 mil personas fueron asesinadas. Esta evidencia sugiere que el “incremento se debió a la violencia perpetrada por el crimen organizado y a la estrategia de seguridad del Estado, que recurría excesivamente al uso indiscriminado y extrajudicial de la fuerza”. El informe, que sentencia estos crímenes como de lesa humanidad, agrega a su diagnóstico una cifra de más de 60 mil desaparecidos a lo largo del país en casi una década, consecuencia directa de un conflicto interno utilizado en algunas regiones por el capital global para profundizar el modelo neoliberal y neoextractivo a partir del saqueo de recursos estratégicos y el reacomodo de elites políticas para perpetuar la acumulación (Lemus, 2015; Fazio, 2016).
Al menos tres datos permiten ilustrar las consecuencias sociales de dicho modelo de seguridad que propició las espirales de violencia actuales. Primero, tras la transformación del viejo régimen autoritario representado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) dejó como herencia un saldo de 121,940 personas asesinadas, una cifra poco mayor que en el sexenio donde el Partido Acción Nacional (PAN) estuvo al frente del Poder Ejecutivo,10 el cual arrojó un total de 121,683 muertes, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Segundo, a inicios de 2020 se reportó que alrededor de 61,637 personas fueron declaradas como desaparecidas en México, según datos oficiales del nuevo Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) del gobierno federal.11 Tercero, de 2006 a 2016 se han encontrado 1,978 fosas clandestinas en 24 estados, un método de eliminación de personas que el grupo de investigación Quinto Elemento Lab colocó en el debate público, sumado a la crisis forense de lo que denominó como “el país de las fosas”.12
Cabe señalar que las víctimas no sólo eran personas involucradas directamente en alguna disputa criminal, sino que la mayoría eran civiles o “víctimas colaterales”, como fueron nombradas desde el aparato discursivo de la estatización de la violencia. Maldonado (2014: 12) refiere que “la estatización es una forma de gubernamentalidad en el sentido foucaultiano, de producción de orden, de gobernar en el sentido de dirigir”. Esta estrategia política significó también un discurso de producción de la violencia difundido por los medios de comunicación de masas, donde el poder político encarnado en el Estado fundó un “enemigo interno” al cual combatir, mediante la aplicación de un programa securitario y el aumento de confrontaciones armadas. En estas circunstancias, resulta fundamental el efecto subjetivo de la inseguridad, entendida como el conjunto de violencias sobre un segmento específico de la sociedad, lo que determina la instalación de relevantes nociones de miedo e incertidumbre en las personas. Un diagnóstico reciente sobre la percepción de la inseguridad en la vida cotidiana arroja que 71.3% de la población de 18 años en adelante, considera que vivir en su ciudad es inseguro.13 No se trata de argumentar que esta condición subjetiva es consecuencia directa de la acción de los cuerpos policiacos y militares en su actuar como agentes del Estado, pero sí son responsables en gran parte por seguir un patrón de letalidad sistemática en vez de atender con mayores herramientas la prevención del delito, y con ello, restructurar las instituciones de impartición de justicia para reducir la impunidad.
Los resultados de estas políticas de seguridad han derivado en un conflicto interno que, aunque no han generado un ambiente de inseguridad total en el país -lo que algunos autores suelen llamar una guerra-, sí han ocasionado que la violencia se vuelva recurrente y episódica durante la última década en un nivel regional (Zavaleta, 2020). Ante esta situación, es útil pensar en una presencia diferenciada del Estado como alternativa para conceptualizar “el dominio estatal indirecto o sea la delegación del poder central del Estado en manos de los poderes realmente existentes en localidades y regiones cuando no existen condiciones para centralizar el monopolio de la coerción” (Barrera, 2015: 26). Esta vía de interpretación sugiere que la atención de ciertas problemáticas socioterritoriales y necesidades emergentes es correspondida por actores no estatales; es decir, existe una desigual forma de atención y sostenimiento de la legalidad, ya que la soberanía está en disputa permanente (Agudo, Estrada, 2017). En palabras de O’Donnell (2010: 138), estas formas de expresión política:
Pueden incluir que el Estado no se extienda sobre el conjunto de un territorio que, en cambio, tiene regiones gobernadas por diversos tipos de legalidad informal o simplemente mafiosa; y/o derechos civiles o sociales, que aunque estén asignados universalmente, en realidad son negados a muchos; y/o el acceso es negado, o extremadamente complicado para muchos, a los tribunales y a otras instituciones estatales pertinentes; y/o legislación aplicada de manera represiva a algunos mientras los privilegiados la ignoran o violan con impunidad.
Adoptar esta posición analítica para interpretar procesos de violencia en territorios específicos en los márgenes estatales implica necesariamente una “desmitificación del Estado como soberanía condensada y busca atender a la complejidad invisibilizada de la clásica dicotomía sostenida en la relación entre éste y la sociedad” (De Marinis, 2019: 42), lo que permite superar la visión del Estado como un ente uniforme, para transitar a una visión heterogénea de la estatalidad a nivel local. En este sentido, la diferenciación de las prácticas estatales implica identificar la configuración de relaciones políticas con otros actores (grupos delictivos, por ejemplo) que adquieren cierto control soberano del orden social de las localidades, lo que produce episodios de violencia que, “aunque se presenten como locales y relativamente autónomas, se articulan de distintas formas con las estatales” (Calveiro, 2019: 22), mientras que la población civil permanece inerme en medio de luchas políticas de diversa naturaleza, que a veces superan las propias posibilidades de entendimiento de la gente que lidia diariamente con estas disputas.
Esta constante transformación de las instituciones del régimen autoritario, el cual tiende a establecer una serie de nuevas configuraciones con las elites y los cacicazgos políticos, articuladas a los mecanismos de restructuración económica, política y social a nivel global, produce que entidades como Michoacán padezcan históricamente el despliegue de violencias y militarización de formas particularmente intensas en la configuración de la vida social (Maldonado, 2010; Gledhill, 2014; Fuentes, 2018). Este proceso ha detonado, a su vez, crisis económicas y políticas regionales que involucran principalmente a los partidos políticos en busca del poder municipal en ámbitos geopolíticos complejos donde tienen presencia -en algunos casos con un grado elevado de control- diversos actores armados que mantienen ciertas relaciones de complicidad con funcionarios de las estructuras estatales.
El informe Entender para entender: por una estrategia de Estado en Michoacán (2014: 7), realizado por la fundación México Evalúa, establece que “pensar en Michoacán en términos de un vacío de poder, de ausencia de Estado, es referirse a un marco analítico normativo inadecuado para el entendimiento de una región y de un contexto que no corresponde a un análisis realista”. En sintonía, aunque la presencia del Estado es evidentemente débil en distintas zonas de la entidad, la estatalidad se expresa en “forma de un grupo de burocracias razonablemente eficaces y de la eficacia de una legalidad adecuadamente sancionada” (Auyero, 2007: 75), lo que ha construido y habilitado las funciones del Estado por acción de otros sujetos sociales que movilizan capitales a nivel local y regional, esto incluye redes de corrupción entre grupos legales e ilegales y el uso de la fuerza para la dominación como acción política, en tanto producción de gubernamentabilidad (Foucault, 2006). En la mayoría de estos casos, la población local reconoce como “secreto a voces” el papel que desempeñan las redes de corrupción con las autoridades policiales y gubernamentales a nivel local, para la facilitación de distintas prácticas ilegales (Lemus, 2015).
Inseguridad y trabajo docente en el Valle de Apatzingán
La elección de observar las dinámicas de las violencias en Michoacán y sus efectos en los entornos escolares, se justifica en la medida que prevalece una acumulación histórica de conflictos y criminalidad en los poblados urbanos y rurales (Guerra, 2017). Al menos desde la década de 1980, las políticas de desmantelamiento del Estado posrevolucionario, a la par del “deterioro de las economías regionales y la ausencia del general Cárdenas, se articularon con dos procesos significativos que desencadenaron el empoderamiento del narcotráfico regional de grandes dimensiones” (Maldonado, 2018: 43). El primero fue la aplicación de políticas antidrogas a lo largo de América Latina y Estados Unidos, lo que modificó el mercado de ilícitos en México y permitió su ingreso a vías de comercio que antes no poseía, colocándose como un fuerte productor de marihuana y amapola ante la decadencia de sus competidores. El segundo corresponde a la pérdida de capital vinculado al campo y los pocos insumos estatales para los campesinos, los cuales beneficiaron exclusivamente a cacicazgos locales y empresas privadas que ampliaron la brecha de desigualdad entre clases sociales de las zonas rurales. Ambos procesos terminaron por beneficiar a grupos criminales que se incubaron en la región y “establecieron un orden paraestatal que desempeñaba funciones regulatorias en términos de un gobierno privado indirecto, con para-fiscalización de las actividades comerciales, control social, ocupación e influencia en las estructuras municipales” (Fuentes, 2018: 157), dando lugar a nuevas relaciones de confrontación y negociación entre diversos actores sociopolíticos.
En este complejo panorama social y político, virar la observación hacia las comunidades escolares, y con mayor énfasis en el magisterio, permite abrir una ventana de análisis hacia las afectaciones que producen las violencias sobre un sector de la población. En primer lugar, reflexionar sobre la complejidad de la violencia desde la dimensión del trabajo docente, entendido como “el conjunto de prácticas que realizan los profesores como educadores para apropiarse de la materia de trabajo” (Street, 2000: 185), permite comprender la profesión magisterial en vinculación con procesos de apropiación e identificación del ámbito de la escolarización y lo educativo en un determinado contexto. En segundo lugar, esta conceptualización supera la concepción del trabajador de la educación restringido al ámbito laboral, con el propósito de subrayar el rol social que desempeña el profesor en un sentido más amplio, entendiendo a los maestros como actores sociales en conexión con los educandos y con el propio territorio que comparten. Esta perspectiva intenta apuntar la idea de que estos actores no están desligados de las condiciones políticas de las comunidades donde se inscriben las instituciones educativas, no son un ente ajeno al ámbito sociocultural, sino que reconocen las condiciones de desigualdad y las problemáticas locales a partir de una toma de conciencia por medio de su organización o de iniciativas individuales para tratar de coadyuvar en la resolución de los problemas.
Para observar cómo se expresa este proceso en la docencia, se toma como referencia un periodo que abarca de 2006 a 2018, un lapso de tiempo donde se intensificaron las disputas en los territorios a causa de la crisis de seguridad pública. La consideración de esta temporalidad histórica tiene su origen en dos elementos. Por un lado, los propios educadores entrevistados consideran que en este periodo la violencia criminal se convirtió en un problema más intenso en la vida cotidiana. Por otro lado, este periodo coincide con que a finales del año 2006 dio inició el Operativo Conjunto Michoacán, primer momento de la estrategia antidrogas, que implicó una fuerte militarización y un incremento de los enfrentamientos entre grupos delincuenciales y fuerzas armadas, principalmente en el sureste michoacano (Maldonado, 2018; Astorga, 2019). En esta región sur de dicha entidad se encuentra el Valle de Apatzingán, donde los efectos de la violencia sobre el trabajo docente tienen un trasfondo histórico y se suman a las complejas condiciones que caracterizan a la zona: infraestructura escolar precaria, un nivel pronunciado de “rezago educativo” en las regiones rurales y una alta tasa de deserción escolar en la juventud (Flores, 2019):
Michoacán representaba entre 2008 y 2012 el primer lugar nacional en índice de deserción escolar, con un aproximado de más de cien mil jóvenes que abandonan el nivel bachillerato. La cobertura educativa es muy escasa y está muy desproporcionada territorialmente, además de que la calidad ha sido muy cuestionable. En las inmediaciones de la Sierra, por ejemplo, solo hay escuelas rurales de nivel primaria, pero, debido a la dispersión territorial de las comunidades, es imposible asistir a la escuela o que los maestros acepten el trabajo, por la distancia, el aislamiento y la violencia criminal. En la mayoría de los casos los maestros estaban sujetos a las decisiones de los traficantes lugareños, quienes decidían su permanencia (Maldonado, 2018: 46).
En el Valle de Apatzingán, un ejemplo paradigmático, los profesores de educación pública se encuentran en permanente riesgo debido a las condiciones de inseguridad donde se localizan sus centros de trabajo. Esta región está conformada por localidades predominantemente rurales de alta producción agrícola, entre ellas se encuentran los centros urbanos de producción de papaya, melón y distintos tipos de cítricos (Peniche, 2018). La geografía, en su mayor parte constituida por un paisaje montañoso y un clima caluroso casi todo el año, es adecuada para la producción agroindustrial, la cual alimenta mercados de exportación internacional que conectan amplios procesos de globalización económica, con una prolífera derrama económica en el sector empresarial que sostienen las empaquetadoras y las empresas locales. La alta producción de limón en Apatzingán, favorecida por amplios campos de cultivo a lo largo del valle, constituye un significativo motor de la economía regional (Maldonado, 2010).
El Valle de Apatzingán y sus localidades están compuestos por una población sociocultural mayoritariamente mestiza (cultura ranchera, como la caracterizaba Luis González y González), dedicada en buena medida a la ganadería o a alguno de los rubros de la producción de cítricos. En las rancherías -como se les suele llamar a las localidades-, una buena parte de la población se dedica al trabajo agrícola y, en muchas ocasiones, también participa en distintas actividades ilegales en el negocio del narcotráfico, ya sea por medio de la siembra de plantas de marihuana en los traspatios de las casas (mariguaneros), en el transporte de mercancía o en puestos de informante (halcones) de algún predio o casa de seguridad, actividades que suelen no ser vistas por la población local como delitos, pues en estos territorios las drogas y la producción agroindustrial son históricamente las dos principales fuentes de ingreso (Maldonado, 2010; Fuentes, 2018).
A partir de este panorama, también hay que señalar que la escolarización parece tener poca presencia histórica en la región, incluso la organización sindicalista del magisterio desempeñó un papel poco trascendente en la vida comunitaria de las localidades, puesto que no existía una abundante infraestructura escolar y había menor cantidad de puestos de trabajo para esta zona, que es conocida como de “castigo” para los educadores de recién ingreso. Actualmente, el número de escuelas ha ido en aumento -a excepción de las cabeceras municipales, que casi siempre han contado con un número considerable- y las comunidades han comenzado a tener servicios educativos de nivel primaria y telesecundaria, y pocas de nivel medio superior. Un primer ejercicio de ubicación escolar, por medio de información de la Secretaría de Educación Estatal (SEE), arroja que tan sólo en la ciudad de Apatzingán existen alrededor de 50 escuelas primarias públicas y 21 telesecundarias. El registro estatal indica que laboran un total de 1,867 profesores, distribuidos en los diferentes niveles educativos de la siguiente forma: 279 educadores en el nivel preescolar, 828 en primaria y 305 en secundarias, que atienden a una población escolar de alrededor de 20 mil niños, niñas y jóvenes, según el Sistema Estatal y Municipal de Base de Datos, dependencia del INEGI.
A continuación, se describen algunos episodios de violencia que repercuten en la población de esta zona y cómo han tenido efecto en los itinerarios del magisterio michoacano.
Una mirada a las resonancias de la violencia en el entorno escolar
De acuerdo con el profesorado entrevistado, en estos contextos han tenido que enfrentar de manera cotidiana diversas problemáticas que de forma directa o indirecta tienen repercusiones en la lógica escolar: disputas entre grupos delincuenciales locales que se traducen en balaceras o enfrentamientos armados en las inmediaciones de las instituciones educativas; la imposición de controles de tránsito sobre puentes y caminos (retenes ilegales) o la interrupción de vías de comunicación terrestre; el involucramiento de los estudiantes en el sicariato, así como en redes de microtráfico de mercancías ilegales; familias sometidas al control del mercado de producción agroindustrial; delincuencia de bajo impacto; acosos sexuales a alumnas y maestras; robo o quema de vehículos de los educadores y suspensión de clases presenciales debido a la ocupación de carreteras, además de amenazas que han circulado a través de volantes impresos que se reparten de manera anónima en las casas y escuelas.
Las condiciones de inseguridad también han provocado el cierre parcial o total de escuelas. Se han documentado 17 escuelas del nivel secundario que dejaron de operar, dos de ellas ubicadas en los municipios de Apatzingán y Coalcomán, en la Tierra Caliente y Costa Sierra, respectivamente.14 Entre 2016 y 2017, ambas instituciones detuvieron sus actividades académicas porque “la comunidad abandonó el poblado por miedo a la inseguridad”; es decir, un desplazamiento interno forzado que el gobierno estatal no reconoce.15 Destaca el caso de una maestra de educación especial del municipio de Uruapan, quien se vio obligada a cambiar de domicilio y centro de trabajo debido a la amenaza directa de un grupo delictivo que opera en la ciudad. Este caso no es aislado, ya que en los ciclos escolares de 2019 y 2020 la SEE señala que ha reubicado a 12 trabajadores de la educación por “causas de fuerza mayor”, entre ellas, las amenazas por parte de actores armados ilegales.16
Uno de los acontecimientos precedentes en Apatzingán, con un efecto expansivo a la comunidad educativa, ocurrió en mayo de 2007 tras un enfrentamiento entre militares y miembros de un grupo delincuencial, quienes mantuvieron un intercambio de disparos por alrededor de dos horas. El saldo fue de cuatro civiles ejecutados, tres militares lesionados por disparos de arma de fuego y tres personas detenidas. En este episodio, la Secundaria Federal Número 1, el plantel Número 5, así como el preescolar Andrés Bello y una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) fueron evacuados y acordonados ante el peligro que representaba la balacera en sus inmediaciones.17 Otra agresión que afectó profundamente a la sociedad ranchera fue el asesinato del maestro Martel Mora, en 2012, quien fungía como director del Instituto Tecnológico Superior de Apatzingán, lo cual provocó una marcha pacífica de estudiantes y profesores en el centro de la ciudad.18 Estos serían los episodios que marcarían una tendencia en los años siguientes: vivir bajo la latente amenaza de quedar en medio del fuego cruzado por los combates entre actores armados.
En múltiples ocasiones, las escuelas han tenido que suspender sus actividades por enfrentamientos armados entre grupos delincuenciales que disputan los territorios para el control de rutas de trasiego y renta de mercancías ilegales. El caso de Michoacán destaca en el panorama nacional, pues ocupa el tercer lugar en suspensión de actividades académicas a causa de procesos de violencia en los entornos escolares.19 Por ejemplo, uno de los educadores de telesecundaria entrevistados refirió que tan sólo en un ciclo escolar han suspendido las clases hasta en 15 ocasiones, debido a los combates entre grupos rivales que operan en Apatzingán. Estos eventos tienden a generar constantes intermitencias en el curso de los ciclos escolares, así lo muestran los recientes acontecimientos en las inmediaciones de instituciones educativas que han sido documentados por la prensa local en varios lugares. Cabe señalar que en coyunturas políticas y de inseguridad relevantes, como el inicio de la “guerra contra las drogas” o en el “alzamiento” de los grupos de autodefensa en la Tierra Caliente en 2013, se han producido cancelaciones de actividades pedagógicas, agravios contra estudiantes y maestros, afectaciones y procesos de victimización en comunidades escolares en general, aunque este suceso no sea exclusivo de Michoacán (Hernández, 2014; Lemus, 2015).
También en 2013, en Apatzingán, un total de 99 escuelas permanecieron cerradas casi medio ciclo escolar, con un total de 22,779 alumnos sin clases presenciales en el primer semestre a causa de los combates armados. Felipe Sandoval, titular de la unidad de servicios regionales de la SEE, señaló que el cierre de instituciones “obedece a que apenas se presentó la toma de los comunitarios, se posicionaron del ayuntamiento, esto es por la inseguridad que se vive, los maestros y padres de familia determinaron no mandar a sus hijos y, por lo mismo, amanecieron cerradas como una medida preventiva para evitar cualquier situación que pudiera afectar la seguridad de los niños”.20 Los acontecimientos que refiere el funcionario, que causaron el cierre de actividades escolares, fueron una emboscada de actores armados ilegales a un convoy del Ejército, donde abatieron a dos militares. A la mañana siguiente, se presentaron bloqueos en la carretera Cuatro Caminos-Apatzingán, a la altura del entronque con Parácuaro, como una medida de presión contra los grupos de autodefensas en dicho municipio. Debido a la ausencia de elementos de la Policía Federal y del cuerpo castrense, los bloqueos se mantuvieron y el acceso se complicó varios días más.
Esta forma de expresión de las violencias en entornos escolares afecta la lógica del propio trabajo docente, y por supuesto pedagógico, pues pone en riesgo la propia vida de profesores y estudiantes. Para el maestro Leco, quien tiene 18 años de experiencia laboral en la región, las repercusiones se pueden observar principalmente en dos aspectos. El primero tiene que ver con la pedagogía y la propia praxis dentro del aula, de cómo se aborda o no el fenómeno de la violencia como un elemento curricular:
Inicialmente, cuando no se habían instituido estos poderes de los cárteles en Tierra Caliente, no era un tabú hablar del narco y de quién se dedica a esto. Se podía dialogar con los niños, con los jóvenes, se les podía decir que había otros caminos, que no se dejaran llevar por esa ilusión. Se podía platicar con las familias, se podía platicar con los jóvenes, pero una vez que se instituyen los cárteles como tal y estos poderes, para mí como profesor es prácticamente imposible hablar del tema. No es un tema que yo toque en mi aula porque eso los mismos jóvenes, los hermanos de los jóvenes, los papás de los jóvenes, las familias de los jóvenes se convierten como en oídos, se convierten como en vigilantes y para los maestros se vuelve un tema intocable en las aulas. Cosa que era distinta en 2003, 2004 o 2005, donde sí se podía hablar del tema, sí se les podía orientar. Los campesinos, los mariguaneros, las familias entendían que era posible, digamos, pensar en otra vida, que eso no era lo mejor, vaya, pero ahora es imposible, porque se entiende como un señalamiento, se entiende como una intromisión, se entiende como una denuncia, se entiende como muchas cosas que no nos permite a los maestros hablar (Leco, comunicación personal, julio de 2020).
El silencio del magisterio sobre este tópico se ha convertido en una constante, pues no se han encontrado estrategias didácticas que permitan problematizar o tratar de explicar las consecuencias sociales del narcotráfico, así como es inviable realizar juicios morales sobre este problema, ya que puede poner en riesgo la vida de los educadores. El segundo aspecto está vinculado a la experiencia de vida del alumnado en estos territorios, ya que en algunos casos los jóvenes pobres y racializados son atraídos por los grupos delincuenciales para formar parte de milicias irregulares, que en la mayoría de las ocasiones son enviados al campo de batalla, lo que suele tener consecuencias letales en ellos. El profesor Leco lo interpreta de la siguiente manera a partir de su experiencia laboral en una telesecundaria en la comunidad de La Esperanza, ubicada en la periferia del municipio de Apatzingán:
Particularmente, lo que nosotros hemos vivido ahí en la telesecundaria de La Esperanza es cómo nos afecta, cómo nos va afectando ahí. Primero, porque al igual que en la zona de Tumbiscatío, la forma de salir de la pobreza, del trabajo diario, penoso, duro y mal pagado de los cortadores de limón. En La Esperanza, el mayor trabajo son de cortadores de limón, la salida para los chicos, para los jóvenes, es ser parte del narcotráfico, pero aquí también quiero explicar un proceso. Inicialmente, cuando yo empecé a trabajar, veías que el narco efectivamente era una persona adinerada, ostentosa, autos lujosos, pero aparece otro fenómeno que son los sicarios, los sicarios que trabajan para el narco. Entonces, los sicarios, que también son parte del narcotráfico, son gente mal pagada, gente con un salario de cinco mil pesos mensuales, seis mil pesos mensuales, que no saca a nadie de pobre. Entonces, los chicos a lo que acceden ni siquiera es a una vida ostentosa, a una vida de rico, son insumo de los cárteles, de los ejércitos improvisados. A nosotros nos ha pasado de que sabemos de chicos que salen de la telesecundaria o que se salen de la telesecundaria, segundo año, tercer año, sin acabarla, se van a los cárteles y a la semana los matan, a los tres meses los matan, a los seis meses. Entonces, la propia noción que se tenía de quienes aspiraban a inmiscuirse en la droga hoy es casi imposible, como es imposible en cualquier empresa llegar rápido a la gerencia, llegar hasta arriba y ser el ejecutivo. Aquí, siendo una empresa, también es lo mismo, pero solamente que en esta empresa, en esta organización corporativa de los cárteles, los que están hasta abajo son desechables y son jóvenes. Uno ve los ejércitos privados del narco y son jóvenes de 14, 15 años, 16 o 17 años. Por supuesto, también hay los comandos militarizados, con el atuendo, la formación táctica, la apariencia física, el entrenamiento físico más como de un militar o de un policía, que son los que comandan, pero el ejército, el raso, son jóvenes desechables que, aunque entran con la ilusión de ser parte ejecutiva o no sé cómo les digan ellos, de los de arriba, la mayoría son desechables. Este es un ciclo constante, porque a pesar de que eso lo han vivido en sus familias, por sus papás, por sus tíos, por sus mismos hermanos que fueron encarcelados o fueron desaparecidos o fueron asesinados, no es que los hayan visto crecer y llegar hasta la cima, eso es lo que viven de manera cotidiana y aun así es una manera de salir de la dura pobreza, no; porque ahí no mejorarán de manera sustancial, es una salida. Y la otra situación, aquí tiene que ver y me regreso otra vez, hago la referencia a lo que viví en 2003 y cómo se vive ya en estos tiempos, estamos hablando del 2015 o 2018 en esta región de Tierra Caliente. Estos chicos no solamente son desechables porque los matan, los ponen al frente y los matan, sino son desechables también porque son consumidores de drogas, de las mismas drogas sintéticas. Y si no se mueren porque los maten en un enfrentamiento o los desaparezcan, se mueren al igual que los otros consumidores de drogas a los cinco meses, seis meses, quizás un año por las drogas que consumen (Leco, comunicación personal, julio de 2020).
El testimonio del profesor da cuenta de una de las dimensiones donde incide el narcotráfico en la vida de los estudiantes. En este contexto de desigualdad, donde la mayoría de los pobladores se dedican a la cosecha del limón a cambio de salarios precarios, el mercado ilícito de las drogas funge como una opción alterna a la escolarización como medio para ascender socialmente. Sin embargo, los riesgos de involucrarse en el sicariato son muy altos, pues producen muchas muertes de jóvenes de las periferias, lo que puede interpretarse como juvenicidios, en la medida que “inician con la precarización de la vida, la ampliación de su vulnerabilidad económica y social, el aumento de su indefensión ciudadana y la disminución de opciones disponibles para que puedan desarrollar proyectos viables de vida” (Valenzuela, 2015: 12). Todos estos elementos se configuran en el marco de políticas antidrogas que incluyen la militarización de los territorios, la estigmatización y la criminalización de los habitantes de regiones como el Valle de Apatzingán. El magisterio de esta zona reconoce dichas problemáticas y ha intentado implementar algunas estrategias para salvaguardar la integridad propia y del alumnado, aunque estos esfuerzos son motivados más por el sentido común, como una suerte de acción para la supervivencia, tal como revela el siguiente relato:
Cuando nos han tocado balaceras, por ejemplo en la comunidad, o que empezamos a ver que rondan las camionetas de la gente armada, lo primero que hacemos si estamos fuera, en educación física o hay chicos que se fueron al baño o si estamos a la hora del receso, es decirles a todos que se metan al aula. Métanse al aula, esperemos un rato aquí, no salgamos este para eso. Y la otra es, cuando ha habido incendios de autos, que nos empezamos a dar cuenta. Muchas de las veces hemos decido quedarnos hasta más tiempo del horario establecido o muchas de las veces cuando empiezan los rumores, las imágenes, las fotografías, etcétera, de los autos quemados y demás, dejamos ir a los niños a sus casas, les pedimos que se vayan a su casa y que sus mamás, sus papás los recojan. En varias ocasiones me ha tocado llevarme a los niños en mi carro particular, tenerlos que sacar cosa de un minuto o dos, porque hay algunos que viven cerca de Apatzingán, no en esta comunidad, se tienen que ir hasta allá, sobre todo los alumnos que son desplazados o corridos o expulsados de las grandes secundarias de las zonas urbanas, entonces me toca llevarme, voy a decir, ocho o nueve niños. Dirán: ¿por qué, son muchos?, bueno, porque tengo una camioneta mini van, entonces me ha tocado llevar ahí diez u ocho niños. Le apodaron a mi camioneta, los mismos niños, “la roba niños”, porque de repente nos veían ahí, porque íbamos todos juntos. Entonces, todas estas cosas que yo te estoy comentando son cosas que haces por sobrevivencia, son cosas que haces por sentido común, pero no tenemos un protocolo para eso, no conocemos un protocolo establecido de qué hacer en caso de que suceda una balacera, etcétera. En alguna ocasión, pero que yo no estuve, mis compañeros de mi escuela se quedaron atrapados en la escuela en medio de los enfrentamientos y tuvieron que sacarlos, el Ejército tuvo que ir por ellos porque pidieron el asesoramiento (Leco, comunicación personal, julio de 2020).
En términos generales, estos ejemplos representativos, a partir de experiencias en localidades con acumulación de conflictos por el negocio del narcotráfico, permiten reflexionar sobre cómo las escuelas y sus actores padecen los estragos de una sociedad históricamente azotada por dicho fenómeno. En estos casos, el magisterio y los educandos ponen en riesgo su vida por el hecho de acudir a estudiar y son pocas las iniciativas, muchas veces impulsadas por el propio sentido común, para tratar de cuidarse colectivamente, mientras que las autoridades educativas prácticamente no han desplegado ningún tipo de programa que tenga como propósito capacitar a los docentes para protegerse de agresiones de esta naturaleza. Por lo tanto, estas evidencias permiten también interrogar acerca de las prácticas estatales y de su intervención diferenciada en la atención de los delitos. Asimismo, es por medio de la perpetración de prácticas violentas en las zonas grises que, en menor o mayor medida, se instalan imaginarios en los sujetos sobre la vida y la muerte, dando forma a esquemas de normalización de estas prácticas que, sin percibirla de forma consciente, se vuelve cotidiana (Inclán, 2016). Estos sentimientos de inseguridad ponen en riesgo real la vida de los sujetos educativos y cumplen a su vez un papel de control social.
Eventualmente, el sistema educativo en dichas condiciones puede perpetuar pedagogías de la crueldad, en el sentido de que “la repetición de la violencia produce un efecto de normalización de un paisaje de crueldad y, con esto, promueve en la gente los bajos umbrales de empatía indispensables para la empresa predadora” (Segato, 2018: 11). La violencia tiende a separar y distinguir a los actores para que se mantengan atomizados y el orden criminal continúe, mientras que la escuela queda inerte ante la propia dinámica. A su vez, son escasas las posibilidades de respuesta por medio de la recuperación de los vínculos sociales y casi no hay indicios de la construcción de una “contrapedagogía”, entendida como el conjunto de estrategias de los sujetos que, al ser conscientes de los efectos dañinos de las prácticas violentas, buscan actuar en razón de ello como una agencia que busca el resguardo de la vida.
Esta visión permite profundizar en los sentidos que los sujetos educativos le asignan a sus prácticas, para poner especial atención en cómo los docentes experimentan la violencia, pues “depende de las circunstancias en que ésta se expresa, y de su procedencia e intensidad - agresiones físicas, verbales, tejidas en prácticas reiteradas-, pues tanto las evidentes como las sutiles pueden ser asumidas como intrínsecas a la vida cotidiana, y por ello se naturalizan o se construyen como riesgos o miedos” (Treviño, 2017: 25). Respecto a las escuelas públicas del Valle de Apatzingán, es pertinente resaltar la particular historia social del contexto y la agencia de los actores que habitan y se desenvuelven en los márgenes, los cuales sostienen cierta “capacidad de resiliencia para enfrentar al crimen, negociar la violencia o evadirla, pues forma parte de un aprendizaje increíblemente paradójico, como cuando hay que dejar que la violencia siga su curso o bien cuando es el momento de enfrentarla” (Maldonado, 2018: 226). Las comunidades escolares suelen permanecer en la indefensión ante los agravios externos y es un desafío construir respuestas más o menos organizadas, como una suerte de afrontamiento de los educadores y educandos a nivel individual y colectivo para la autoprotección frente a tipos específicos de agresión, sobre todo en contextos donde se han habituado a vivir en estas complejas condiciones.
En síntesis, es probable que hacer educación en estos territorios produzca diversas consecuencias, algunas directamente vinculadas al trabajo docente o a la vida del alumnado y otras de matriz pedagógica, las cuales se reproducen en la relación enseñanza-aprendizaje entre educadores y educandos a pesar de que no formen parte del currículo formal, puesto que la escuela no es un ente aislado y ahistórico, sino que es un espacio permeable a la cultura local. A su vez, las políticas educativas no han podido abordar el fenómeno de la violencia de manera precisa, pues mantienen vigente la reproducción de planes y programas homogéneos, que enfatizan en las relaciones interpersonales como resultado de la indisciplina individualizada o se centran en las dinámicas de convivencia y tienden a analizar superficialmente las causas socioculturales de dichos problemas más profundos, sin tomar en cuenta la realidad más próxima (Furlan, 2012).
Conclusión
El estudio de comunidades escolares que enfrentan múltiples problemas relacionados con la presencia de actores armados estatales y no estatales en un ámbito de criminalidad, donde los sujetos ligados a la escuela perciben las violencias en sus localidades de maneras más directas, es todavía un campo de estudios emergente. En este artículo se examinaron superficialmente algunos elementos que se incorporan en las experiencias del profesorado de Michoacán, que tiene que enfrentar renovados retos en su praxis, dentro y fuera del terreno escolar, en contextos de acumulación de conflictos y violencias como consecuencia de una presencia diferencial del Estado mexicano. En el Valle de Apatzingán, lo que se observa es un aprendizaje derivado de vivir en circunstancias beligerantes, lo que implica dificultades para construir estrategias que atiendan estas problemáticas ordinarias y regulares en las localidades, con el objetivo de evitar la confrontación, e incluso, saber cómo mediar las agresiones interpersonales como una consecuencia que se introduce hasta las aulas. Algunas veces, estos desafíos del trabajo docente van más allá de los lineamientos de sus “obligaciones” en tanto responsables de la educación oficial; es decir, son los maestros quienes, en el mejor de los casos, se ven forzados a ejecutar prácticas fuera del aula para la autoprotección o promocionar estrategias de cuidado colectivo, con el propósito de reducir el peligro que corre el alumnado ante agresiones externas, sean directas o no.
La primera parte del texto se enfocó en realizar una especie de diagnóstico de las múltiples crisis de inseguridad que operan en México, para comprender las espirales de la violencia que se incrustan en la vida cotidiana de los michoacanos, al menos desde el inicio de la “guerra contra las drogas”. Este punto de inflexión en la seguridad pública provocó una dispersión de poderes en los márgenes estatales, quebrando el monopolio de la soberanía residente en el estado. A su vez, los diversos actores armados no estatales impusieron nuevas formas de control social y sometieron a la población local a nuevas reglas, que en muchos casos constituyen formas de sometimiento y opresión. En la segunda parte del texto se abordaron algunas expresiones de la violencia criminal que toman forma en los entornos escolares del Valle de Apatzingán. En estos sitios con un largo historial de producción y tráfico de drogas ilegales, los sujetos educativos son interpelados por las dinámicas propias de los enfrentamientos entre grupos rivales por el dominio territorial, sufren las repercusiones de una disputa por el control de los mercados ilícitos y son víctimas de conflictos ajenos, pero que les afectan de manera pronunciada y cotidiana.
De esta manera, los profesores se convierten en víctimas de prácticas delictivas, lo que produce en ellos sentimientos de incertidumbre y un “miedo constante”, como mencionaron varios maestros entrevistados. En muchas ocasiones, los educandos también se ven afectados por estos procesos de victimización, ya sea que no puedan acudir a la escuela para desarrollar sus actividades habituales o que se sientan inseguros en esos espacios, porque es latente la amenaza de ataques, robos, extorsiones o secuestros. Aunque es posible concluir que los comportamientos de los actores armados estatales y no estatales no tienen el propósito explícito de afectar a la ciudadanía no vinculada directamente en el circuito de la criminalidad, su actuar, en tanto agentes que gozan de poder, sí genera repercusiones que afectan los itinerarios de la vida diaria, en particular de las instituciones educativas.
Por esta razón, se vuelve fundamental alistar nuevas investigaciones que arrojen pistas sobre el tipo de subjetividad que produce la violencia en su relación con las prácticas escolares y los ritmos de la escuela pública. En este sentido, vale la pena preguntarse ¿qué tipo de sujeto social se está produciendo en estos casos?, ¿cómo asimila el profesorado la violencia en los procesos de enseñanza-aprendizaje?, ¿en qué medida la violencia criminal en el entorno escolar ha mermado el trabajo docente? Con respuestas a estas preguntas a partir de una contextualización radical, es más probable entender los procesos de subjetivación de la violencia que se incorporan en las experiencias de los sujetos educativos, a partir de un enfoque que permita escudriñar las formas de opresión que se han desplegado en el México contemporáneo.