Introducción
Para Heidegger, la fenomenología es una investigación filosófica cuyo fin es conducir la manifestación hacia aquello que aparece: el fenómeno, en sentido fenomenológico. Su ámbito de investigación es lo que, inmediata y regularmente, no se muestra; aquello que “está oculto, pero que a la par pertenece por esencia a lo que inmediata y regularmente se muestra, de tal suerte que constituye su sentido y fundamento” (Heidegger, 1997: 46).
A lo largo de estas páginas, me propongo hacer algunas aportaciones para el análisis fenomenológico de un determinado modo de vida: la religión. Mi intención es reflexionar sobre la relación entre impropiedad y propiedad, a fin decidir si la segunda puede ser entendida como una decisión sostenida que deriva en un ethos y no sólo como una experiencia aislada.
A fin de cumplir con dicho cometido, comenzaré por explicitar brevemente las determinaciones ontológicas del ser-ahí. En seguida, explicaré la manera en que se relacionan impropiedad y propiedad. Por último, tomando distancia de lo dicho por el mismo Heidegger, mostraré la necesidad de distinguir entre la experiencia religiosa propia y la impropia.
El presente artículo no tiene por fin sostener que, a partir de una lectura entre líneas, resulta evidente que para Heidegger la religión constituye una posibilidad de la existencia auténtica, puesto que eso sería introducir una modificación injustificada en su pensamiento. En atención al principio fenomenológico de que la filosofía comienza con la investigación de las cosas mismas y no de las teorías filosóficas, he tomado como punto de partida la analítica existencia para indagar la estructura, el origen, el propósito y el sentido de la experiencia mística. Lo cual implica pensar con Heidegger, pero tomando distancia de él cuando sus conclusiones de alejan de la experiencia de la vida fáctica de quien participa de la experiencia de lo divino.
La tesis a demostrar –que no busca el acuerdo con Heidegger, sino el esclarecimiento de la experiencia religiosa- es que, aun cuando cotidiana y regularmente el hombre asume una religiosidad impropia de orden dogmático, el encuentro con la presencia de lo divino origina una transformación radical del ser-ahí, que lo conduce a asumir la responsabilidad de su existencia ante una realidad trascendente, por la cual se sabe sostenido.
El ser-ahí como ser-en-el-mundo
Por causa de su indeterminación ontológica, que se contrapone a su determinación ontológica, el ser-ahí no es a la manera de los otros entes; su ser es proyecto de ser. Las posibilidades existenciales del ser-ahí son el resultado de un proyecto libremente elegido. Ejemplo de ello son los roles, las identidades y los compromisos que confieren significado al entorno de la vida cotidiana (Thomson, 2013: 269). En cada caso, el ser-ahí es morador de un mundo concreto, cuyo sentido emana de su proyecto fundamental. Hay tantos mundos como proyectos fundamentales, “cada uno de los cuales tiene su propia lógica, su propio juego de lenguaje, su propia aproximación a la realidad y de manifestación y desvelamiento de la verdad” (Martín Velasco, 2006: 448).
El irle su ser al Dasein significa que “la comprensión es una especie de apuesta constante de sí mismo, lo que va de por medio en la comprensión es el propio ser. Este desdoblamiento sólo es posible en un ente que es puro hacerse o elegirse” (Aguilar-Álvarez, 2004: 125).
Comprender es posible como proyecto del Dasein sobre sus posibilidades y [...] éstas constituyen esa anticipación que define el «poder ser» [que...] posibilita el proyecto [...] ¿cómo aparece el futuro en la cotidianidad? No como «las posibilidades» del Dasein, no como su «proyecto general», sino como las posibilidades próximas de las que dispongo desde mi situación (Heidegger, 1996: 146)
Ahora bien, el sentido del ser del ser-ahí no se reduce a la existenciariedad; la facticidad constituye un elemento constitutivo de la existencia. El término facticidad designa el “carácter de ser de «de nuestro » existir «propio» [...] ese existir en cada ocasión” (Heidegger, 2000b: 25). La noción facticidad designa el “estar-arrojado como el «modo de ser de un ente que siempre es él mismo, sus posibilidades, de tal suerte que se comprende en y desde ellas (se proyecta en ellas)»” (Stein, 2010: 34).
El ser-ahí “trae consigo, de suyo, su «ahí»; careciendo de él, no sólo no es, de facto, sino que no es, en absoluto, el ente de esta esencia” (Heidegger, 1997: 150). Cuando el ser-ahí nace, el mundo en el cual se inserta su existencia ya está constituido. El elemento fáctico de la existencia “puede entenderse como una alusión a que estamos arrojados en un mundo en el que las cosas tienen ya significado” (Crelier, 2011: 70).
La comprensión que posibilita al ser-ahí para habérselas con las cosas, con los otros y consigo mismo, se origina en el estado de interpretado del mundo.
Cada vez que comprendemos algo determinado (sea en el marco de la teoría filosófica o de la comprensión cotidiana), es preciso haber comprendido ya en una situación determinada [...] todo comprender se apoya necesariamente en una «pre-comprensión », no puede haber comprensión «desde cero» o grado cero de la comprensión, es decir, un estado previo al sentido mundano (Crelier, 2011: 70)
¿Cómo se vinculan el estado de interpretado del mundo habitado por el ser-ahí y la situación intramundana que le revela su ahí? En la medida en que la esencia del ser-ahí coincide con su existencia fáctica, “el ser que a este ente le va en su ser, es su «ahí»” (Heidegger, 1997: 150). A causa de la apertura al ser y a su ser, el ser-ahí es un ente excéntrico.
El estado de abierto constituye una estructura fundamental del serahí, integrada por tres determinaciones co-originarias: el encontrarse (Befindlichkeit), el comprender (Verstehen) y el habla (Rede). La primera de ellas designa el temple o la disposición afectiva. El fenómeno del encontrarse da cuenta de que, sea o no consciente de ello, el ser-ahí no está en el mundo como presencia «neutral»; habita el mundo desde un estado de ánimo específico.
El estado de ánimo al que hace alusión el encontrarse no es un fenómeno psicológico; nombra el modo de ser-en-el-mundo (In-der- Welt-sein) del ser-ahí. Lo cual significa que el ser-ahí “siempre se encuentra en alguna situación, que es precisamente aquella a partir de la cual se abre el mundo y que, por lo tanto, marca cómo se nos aparece” (Leyte, 2005: 108). La manera como le va al ser-ahí en el mundo que habita “determina al Dasein de una forma esencial, porque lo dispone a la aperturidad (Erschlossenheit) o a la clausura (Verschlossenheit) de la donación” (Basso, 2014: 283). El temple otorga su orientación a aquello que se dona. Del temple dependen tanto la comparecencia de los fenómenos como la afectación que provocan.
Hay una “relación constitutiva entre hombre y mundo (expresada en el encontrarse) [Befindlichkeit] desde los estados de ánimo, una aperturidad cooriginaria” (Lesmes, 2009: 169). A cada estado de ánimo le corresponde un tipo especial de visión de lo que se muestra. A partir del “«sobre el fondo de que» del proyecto que se da en un encontrarse «resulta comprensible algo en cuanto algo», algo emerge en cuanto dotado de sentido en su verdad” (Pöggeler, 1986: 35).
Los estados de ánimo intervienen en la constitución de sentido del mundo, porque desde ellos el ser-ahí se abre al mundo de un modo peculiar. El encontrarse destaca el poder de los sentimientos para abrir o cerrar el mundo: “cualquier encontrarse en un estado de ánimo nos presenta ya un mundo completo, aunque ciertamente no el todo de ese mundo” (Leyte, 2005: 121). En cada caso, el estado de ánimo “ha abierto ya el «ser en el mundo» como un todo y hace por primera vez posible un «dirigirse a»” (Pöggeler, 1986: 154), en la medida en que le proporciona al ser-ahí un conjunto de pautas para interpretar e interactuar con las cosas, con los otros y consigo.
A cada modalidad del encontrarse corresponde una manera de comprender el sentido del mundo. Para Heidegger, comprender es el segundo existenciario que constituye el ahí del ser-ahí. En cuanto poder ser, el comprender es poder ser-en-el-mundo. Lo cual significa que, en cada caso, el ser-ahí ha emplazado ya su poder ser en una posibilidad específica del comprender.
La “comprensibilidad «encontrándose» del «ser en el mundo» se expresa como habla. A las significaciones le brotan las palabras” (Heidegger, 1997: 180). Hablar es conducir a la palabra una determinada comprensión del ser-en-el-mundo. Es decir, “hacer accesible algo en cuanto estando aquí presente, mostrándose abiertamente. En cuanto tal, tiene el [reescribir] la posibilidad del a) [reescribir] (desocultar, poner aquí a la vista, a disposición lo que antes estaba oculto, encubierto)” (Heidegger, 2000b: 29)
En el habla se da la articulación del sentido. El sentido es un existenciario. Se denomina sentido a “aquello que se apoya en el «estado de comprensible» de algo. Lo articulable en el abrir comprensor es el «sobre el fondo de que», estructurado por el «tener» el «ver» y el «concebir» «previos», de la proyección por la que algo resulta comprensible como algo” (Heidegger, 1997: 169-170).
El encontrarse, el comprender y el habla constituyen el ser-en-elmundo como estructura fundamental del ser ahí. Mas, ¿de qué forma existe regularmente el ser-ahí?
Existencia propia e impropia
Para Heidegger, cotidianamente, el ser-ahí habita el mundo como desde la «caída» (Verfallen). Literalmente, el término elegido por Heidegger significa pérdida; alude a lo deteriorado, a lo que declina o se rehúsa (Carman, 2003: 11). En el parágrafo 31 de sus Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo, Heidegger precisa que el término caída no debe ser tomado como un juicio de valor, como si designara algún tipo de defecto del ser-ahí. La caída no es una cualidad óntica negativa del ser-ahí, susceptible de ser eliminada; es el modo en que regularmente el ser-ahí habita el mundo: absorbiéndose en este último. Perderse en el mundo significa “ignorar la totalidad de la existencia en la que se inscriben los entes intramundanos […] quedarse en los útiles sin completar la cadena que conduce a la totalidad del ser ahí” (Fernández, 2009: 35).1
La caída es el movimiento existencial a causa del cual el ser-ahí queda bajo el dominio del estado de interpretado del mundo. En la caída, el ser-ahí se deja arrastrar por completo por las habladurías (Gerede), la curiosidad (Neugier) y la ambigüedad (Zweideutigkeit).
Las habladurías son una modalidad degradada del habla (Rede) que se caracteriza por el desarraigo respecto de las experiencias que originaron la aparición de las palabras utilizadas. Las habladurías originan el ocultamiento de la esencia de lo nombrado. La habladuría “no sólo exime de la tarea de una comprensión auténtica, sino que desarrolla una comprensibilidad indiferente, a la que ya nada está cerrado” (Heidegger, 2009: 187).
La curiosidad consiste en un modo de ver que está desligado de la ocupación y del trato inmediato con las cosas. Es decir, en una sed insaciable de tener noticia de lo que acontece, sin otro sentido que tomar nota. La curiosidad “no se preocupa para comprender lo visto, es decir, para entrar en una relación con la cosa vista, sino que busca el ver tan sólo por ver” (Heidegger, 2009: 189).
Finalmente, la ambigüedad es la comprensión superficial de lo aparente, que sumerge al ser-ahí en la ilusión de que sabe lo que en realidad ignora. A causa de la ambigüedad, el ser-ahí, no distingue entre aquello que comprender de forma auténtica y lo que conoce de oídas. Así, la comprensión superficial determina su modo de habérselas con las cosas, con los otros y consigo. La ambigüedad “no se extiende solamente al mundo, sino también al convivir en cuanto tal e incluso a la relación consigo mismo” (Heidegger, 2009: 191).
Heidegger presenta las habladurías, la curiosidad y la ambigüedad como determinaciones del ser-ahí. Las caracterizaciones de tales fenómenos “invitan a concebirlos bien como maneras particulares de comportarse, bien como marcos estructurales determinantes de ciertos modos de ser a los que cabría oponer comportamientos de signo contrario” (Martínez, 2005: 405).
Podría parecer que la caída es una determinación en virtud de la cual los existenciarios neutrales del encontrarse, el comprender y el habla se concretan en el modo de ser de la impropiedad. No obstante, al sostener que “los caracteres ontológicos fundamentales de este ente [se refiere al ser-ahí] son la existenciariedad, la facticidad y el ser caído” (1997: 192), lo que Heidegger deja en claro que la caída no es la forma de ser impropia de algunos; sino que un cuarto existenciario.
Existenciariedad, facticidad y ser caído no son elementos constitutivos del ser del ser-ahí susceptibles de ser disociados; constituyen un todo estructural. Sería un error pensar en la posibilidad de que alguna de esas determinaciones pueda faltar en la estructura ontológica del ser-ahí como ser-en-el-mundo.
En la medida en que tanto la propiedad (Eigentlichkeit) como la impropiedad (Uneigentlichkeit) son posibilidades constitutivas del serahí tienen el mismo rango. No obstante, la analítica existenciaria muestra que cotidianamente el ser-ahí es impropio. Cabe precisar que el término «cotidianidad» no hace referencia a lo que ocurre con frecuencia, sino a lo que regularmente ocurre en todo ser-ahí.
Por la caída, el ser-ahí pierde la posibilidad de comprenderse y comprender originariamente el mundo. Al quedar bajo el imperio del estado de interpretado, la identidad personal del ser-ahí es cancelada. Son los otros quienes determinan las posibilidades vitales del ser-ahí: su relación con el mundo, con los demás y consigo. Cotidianamente, en el sentido ya mencionado, el ser-ahí no es sí mismo, es Uno más.
Cuando el ser-ahí se olvida de elegirse, no es él mismo (das Selbst) sino uno más (das Man). Los «otros», esa masa anónima a la que no se puede responsabilizar de nada, no conforman una comunidad ajena al individuo; él mismo pertenece al grupo de los otros y contribuye a consolidar su poder. Extraviado en el anonimato del Uno, el comportamiento del ser-ahí reproduce acríticamente las prácticas y los discursos de los demás. Lo que el Uno presenta como directrices para la vida cotidiana “regula inmediatamente toda interpretación del mundo y del «ser ahí» y tiene en todo razón” (Heidegger, 1997: 149).
Las creencias, ideas y hábitos del Uno son meros prejuicios, que se expresan en prácticas colectivas, en las cuales se trasluce una comprensión heredada del ser. La comprensión del Uno sobre el sentido del ser y de su ser, no emerge del encuentro originario con el ente; proviene de la aceptación dogmática de la tradición. Para el ser-ahí impropio, las cosas son lo que Uno dice que son y nada más. Por lo cual, vive convencido de que no tiene caso ir más allá de la opinión porque ella basta y sobra para habérselas con las cosas.
Todo proyecto fundamental del ser-ahí surge bajo la influencia de la comprensión vaga que el Uno tiene del ser, de las cosas y de los otros. Los dictados del Uno deciden sobre la cancelación, el olvido y la ausencia de las posibles construcciones de sentido. De tal surte, “Su peculiar pasado –y esto quiere decir siempre el de su generación– no sigue al ser-ahí, sino que en cada caso ya le precede” (Heidegger, 1997: 144).
El Uno constituye un existenciario y no una posibilidad existencial “que cupiera elegir entre otras, puesto que sobre ella reposa el descubrimiento cotidiano del ente en general” (Martínez, 2005: 402). El hecho de que todos somos el Uno se origina en que el ser-ahí es para sí mismo un “fenómeno en sentido fenomenológico” (Pulido, 2015: 120),2 puesto que es inherente a su constitución ontológica una tendencia a ocultar el enmascaramiento del que es objeto su propio ser.
Desde la perspectiva del Uno, que involucra un doble movimiento de mostración y ocultamiento, lo que regularmente sucede es que el prójimo muere. Para el uno, la muerte es un accidente que sorprende al ser-ahí. Ante la noticia de la desaparición de alguien más, el uno se consuela pensando que en algún momento él mismo morirá, pero por lo pronto no.
Entregado al mundo, el ser-ahí impropio se desentiende de su ser-para-la-muerte y escapa de la angustia. La angustia (Angst) es un señalado encontrarse que sumerge al ser-ahí en la inhospitalidad (Umheimlichkeit) y le abre la posibilidad de la resolución, por cuanto le permite comprender la finitud de su poder ser.
La angustia es “el momento estructural de la vida fáctica que se revela como la ausencia de la totalidad respeccional de los entes intramundanos. Ella se revela ante el mundo en cuanto tal manifestando la falta de significatividad del mismo” (Catoggio & Parente, 2008: 13). Cuando la significatividad del mundo se anonada, el serahí experimenta una ruptura en su cotidianidad. En la angustia, el Dasein se angustia ante sí mismo, tan pronto cae en la cuenta de su ser arrojado en el mundo. Lo cual le revela tanto su facticidad como su existenciariedad. Gracias a la angustia se le desemboza al ser-ahí su estado de yecto (Geworfenheit) como ser-para-la-muerte.
Por la angustia, el ser-ahí se distingue del mundo y se recupera como libertad. Al descubrir que la muerte es la “posibilidad de la absoluta imposibilidad del «ser ahí»” (Heidegger, 1997: 274), el ser-ahí transita de la existencia impropia a la propia y comienza a proyectarse sobre la base de las posibilidades concretas en las cuales es yecto.
Mientras que la caída hermana al ser-ahí con la colectividad anónima del uno, la angustia ante su ser-para-la-muerte lo individualiza. Inmerso en la angustia, el ser-ahí comprende que quien morirá es él y no otro.
Las posibilidades que en cada caso se me abren y ofrecen […] son tan poderosamente mías y sólo mías debido, fundamentalmente, a la presencia entre ellas de la posibilidad más ciertamente tal y más inevitablemente presente: la de mi muerte, que es, desde luego, mi muerte solitaria, sólo mía (García-Baró, 2004: 288)
La comprensión de que la muerte no es en evento accidental de la vida sino su determinación más original, le permite reconocer al ser-ahí que la temporalidad es el sentido de su ser. Esto es, que “Sin muerte, no hay tiempo, y sin tiempo no hay existencia, es decir, posibles actos y, sencillamente, la posibilidad como tal” (García-Baró, 2010: 109).
El ser-ahí yecto, no encuentra en sí mismo ni en la facticidad indicación alguna acerca de cómo adueñarse del fundamento de su ser. Atendiendo a la facticidad manifestada por el encontrarse de la angustia, no cabe sacar ninguna conclusión sobre el origen ni el sentido último de la existencia. El de dónde y el adónde del ser-ahí permanecen ocultos.
La única alternativa al alcance del ser-ahí es vivir de modo que en cada situación exista como fundamento de sí, proyectándose sobre la posibilidad extrema de su muerte. Únicamente la conciencia de sí como ser-para-la-muerte abre para el ser-ahí la posibilidad de vivir propiamente. La pregunta es si la propiedad ha de concebirse como un modo de existencia permanente o como una experiencia fugaz.
Lo que lleva al ser-ahí a transitar de la impropiedad a la propiedad es el llamado de la conciencia. Dicho llamado llama desde sí, y llama al ser-ahí a sí mismo.
Ni el contenido que testimonia la conciencia es algo más que puro poder-sí-mismo, ni la llamada que escucha el Dasein –en tanto que interpelación– es algo más que conciencia que se interpela a sí misma. En ambas situaciones lo que se plantea es el reconocimiento más terminante de la ‘inmanencia integral del Dasein’, en el que la conciencia es, sin más, una conciencia desmoralizada, por cuanto no se mide con nada, ni con nadie –ni con el bien ni con el mal– siendo como es una conciencia interpelada (González, 1994: 188-190).
La vocación de la conciencia llama al ser-ahí a sí mismo, en tanto que ser-con (Mitsein); pero no lo abre al encuentro pleno con los otros. Lo único que la llamada de la conciencia abre para el ser-ahí es la posibilidad de adueñarse de su existencia, al conducirlo al estadode- resuelto (Entschlossenheit) gracias al cual se disipa todo autoencubrimiento.
Podría parecer que el estado-de-resuelto establece una diferencia esencial entre impropiedad y propiedad. No es así. La resolución se limita al reconocimiento de que la única existencia posible es la impropia. La propiedad no es más que el reconocimiento de la impropiedad como determinación ontológica; no un distanciamiento de aquélla.
Que lo antes dicho sobre la distinción entre propiedad e impropiedad es la tesis de Ser y el tiempo lo prueba el hecho de que Heidegger defina el ser del ser-ahí como Sorge: cuidado, preocupación, inquietud. El cuidado es la estructura ontológica fundamental del ser-ahí, a través de la cual se expresa la unidad originaria de la facticidad, la existenciariedad y la caída. Según Heidegger,3 “el todo estructural ontológico del «ser ahí» tiene que resumirse, por ende, en la siguiente estructura: El ser del «ser ahí» quiere decir: «preser- se-ya-en» (el mundo) como ser-cabe (los entes que hacen frente dentro del mundo” (1997: 213). En tal definición,
La existenciariedad queda recogida en el pre-serse (Sich-vorwegsein). La facticidad aparece en la segunda parte de la definición, en el ser-ya-en (schon-sein-in); se trata del estado de yecto, del ser arrojado al mundo (Geworfenheit). Y la caída queda recogida en la tercera parte de la definición: como ser cabe (los entes intramundanos) (Fernández, 2009: 38).
Al definirlo como cura, Heidegger asume no sólo que el ser-ahí es inmediata y regularmente impropio sino que el ser-en-el-mundo es siempre ya caído. La caída no es la situación más inmediata del ser-ahí sino su situación fundamental.
La mayoría de los intérpretes de Ser y el tiempo han afirmado que la ontología heideggeriana presenta la propiedad y la impropiedad como dos dimensiones de la existencia alternativas, que difieren entre sí esencialmente. Es verdad que, en una primera lectura, parece que cuando Heidegger sostiene en Ser y Tiempo que la caída designa una determinación ontológica del ser-ahí, es porque el contexto en el que se inscribe dicha afirmación es el de la descripción esencial del ser-ahí cotidiano y regular. Dicha interpretación conduce a la idea de que la impropiedad es un posible modo de ser-en-el-mundo, al que se opone el de la propiedad.4
Quienes proponen tal interpretación de la ontología fundamental de Heidegger, suponen que la impropiedad es una mera tendencia que hace al ser-ahí huir de sí mismo. Tendencia que no excluye la posibilidad de la existencia propia, que se sostiene por la lucha constante en contra de la ocultación de su propio ser. No obstante, “no es la existencia propia nada que flote por encima de la cotidianidad cadente, sino existenciariamente sólo un modificado empuñar ésta” (Heidegger, 1997: 199).
Mientras el Uno constituye una determinación ontológica del ser-ahí, el sí-mismo es sólo una posibilidad existencial. Si la caída tiene una dimensión ontológica, mientras que la propiedad es el resultado de una elección existencial, sin importar cuánto se esfuerce, el ser-ahí será incapaz de sostenerse en la propiedad. Lo que equivale a sostener que la ocultación relativa al ser del ser-ahí no puede ser superada; que aquello que se oculta, sólo puede ser reconocido cuando se retira, por lo que no constituye un modo de ser permanente, sino una experiencia fugaz.
En el fenómeno de la existencia, la propiedad está relacionada con el acceso a la mostración del sentido del ser del ser-ahí, la impropiedad dice relación con su ocultación. Afirmar la primacía de la propiedad sobre la impropiedad, iría en contra de la cooriginariedad de verdad y no-verdad ontológicas en el ser-ahí. A la estructura del ser-ahí pertenecen tanto la mostración como el ocultamiento de sí.
La única diferencia entre la existencia propia y la existencia propia es que mientras el Uno no es consciente de su condición cadente, quien accede a la propiedad a partir de la angustia, comprende que esa es la única existencia posible. La única diferencia entre propiedad e impropiedad es la distancia que otorga el conocimiento de que la caída es un existenciario.
El principal argumento con base en el cual cabe sostener que para Heidegger no hay una diferencia de contenido entre la existencia propia y la impropia es que, como sostiene, “El comprender existencial propio se sustrae en tan escasa medida al «estado de interpretado » transmitido, que es en cada caso partiendo de él y en contra de él, y sin embargo volviendo de nuevo hacia él, como ase en la resolución la posibilidad elegida” (Heidegger, 1997: 414).
Según Heidegger, sólo en ciertos momentos de la vida, cuando nos asalta la angustia, nos separamos del Uno y existimos en el modo de ser de la propiedad. Si la propiedad es una situación excepcional y la impropiedad es la situación fundamental del ser-ahí, el proyecto de alcanzar un sentido vital que no surja del estado de interpretado es mera ilusión.
Religiosidad propia e impropia
Describir la estructura fundamental del ser-ahí como cuidado, ha llevado a Heidegger a sostener que la impropiedad no es solamente una posibilidad existencial, sino que es la situación fundamental de todo existente ¿Qué consecuencias tiene la afirmación de que la caída sea un cuarto existenciario para la experiencia religiosa?
La caída se articula en tres fenómenos: las habladurías, la curiosidad y la ambigüedad. ¿Cómo se concretan tales determinaciones en el caso de la religión? El fenómeno de las habladurías, “constituye la forma de ser del comprender e interpretar del «ser ahí» cotidiano” (Heidegger, 1997: 186). Las habladurías tiene por condición de posibilidad el hecho de que el ser-ahí pueda comprender superficialmente lo que oye sin que “se ponga en un ser relativamente al «sobre qué» del habla originalmente comprensor. No tanto se comprende el ente de que se habla, cuanto se atiende simplemente a lo hablado «por» el habla” (Heidegger, 1997: 187). Degradada en habladurías, el habla pierde su poder mostrativo; su capacidad para conducir el ser de las cosas a la verdad.
En el contexto religioso, el habla cede su sitio a las habladurías cuando, al hacer referencia al acontecer de lo divino, quien habla no hace más que repetir lo que se dice acerca de lo divino. Un claro ejemplo de ello es el hecho de que, en tanto no haya despertado de su sueño dogmático, todo ser-ahí se siente con la autoridad necesaria para decir algo sobre Dios, sin importar que no haya tenido la experiencia de su proximidad.
El discurso por medio del cual los diferentes pueblos han fundado el sentido del ser y de su ser es el mito. Como Mircea Eliade ha mostrado, el mito es un discurso revelado sobre los orígenes (del mundo, del ser-ahí, de los dioses, de las especies naturales, de las costumbres propias de un determinado pueblo, etc.), en el que se expresa una cosmovisión (2006: 9-20). No hay pueblo que haya podido prescindir por completo de alguna cosmovisión religiosa. Nacer es aparecer en un mundo donde la comprensión de la totalidad en clave salvífica o liberadora es algo ya establecido por la tradición.
Por cuanto su función es ofrecer al hombre una comprensión de la totalidad, el mito es un discurso religioso que contribuye poderosamente a establecer el estado de interpretado del mundo. En tanto que tradición, la religión es una cosmovisión que precede la aparición del ser-ahí concreto. Así entendida, la religión constituye un elemento de la facticidad.
Cuando la comprensión que el ser-ahí tiene de sí mismo y del mundo que habita no surge de una experiencia de lo divino sino de la simple repetición del mito, el hieros logos se degrada en habladurías. Cuando el ser-ahí habla sobre Dios y los dioses sin haber tenido una experiencia de salvación o liberación, sus palabras no son afirmaciones dogmáticas.
Por su parte, la curiosidad no nace de un anhelo de conocimiento, sino de la absorción en el mundo. La curiosidad “busca lo nuevo para saltar de ello nuevamente a lo nuevo. No es el aprehender y, sabiendo, ser en la verdad lo que interesa a la cura de este ver, sino que son ciertas posibilidades de abandonarse en el mundo. De aquí que la avidez de novedades se caracterice por un específico «no demorarse » en lo inmediato” (Heidegger, 1997: 192).
En la religión, la avidez de novedades provoca la transformación de la experiencia religiosa en vivencia. Quien va detrás de la vivencia religiosa no añora alcanzar la salvación ni la liberación,sólo busca el “sentimiento de lo divino”. Cuando la vivencia de lo divino sustituye a su experiencia, la religión se transforma en estética. Así entendida, la religión se reduce a evento psicológico y pierde su dimensión ontológica.
En tercer lugar, la ambigüedad es un fenómeno que “no se extiende solamente al mundo, sino en la misma medida al «ser uno con otro» en cuanto tal e incluso al «ser del ser ahí» relativamente a sí mismo” (Heidegger, 1997: 193). La ambigüedad induce el engaño de que el estado de interpretado del mundo ha disipado por completo cualquier enigma. La ambigüedad “presenta siempre a la avidez de novedades el espejismo de lo que busca y les da a las habladurías la ilusión de que todo está resuelto en ellas” (Heidegger, 1997: 194).
En el caso de la religión, la ambigüedad se presenta cuando, en el estado de caído, el ser-ahí que se dice religioso piensa que comprende el sentido de cada uno de los actos que realiza y de las palabras sagradas que reproduce, simplemente porque es capaz de hacerlo.
Cuando se le pregunta por qué y para qué hace lo que hace, cuál es el origen de tales acciones y en qué radica su importancia, en vez de admitir su ignorancia sobre el sentido de sus prácticas religiosas, el ser-ahí impropio se sorprende de que alguien no lo sepa. Entonces, responde limitándose a repetir lo que se dice en esos casos, con la convicción de que con ello ha dejado finiquitada la cuestión y de que todo intento de ir más allá es ocioso e irreverente.
Abundan quienes cumplen con las exigencias rituales sin saber por qué ni para qué. ¿Cómo puede ocurrir algo así? Las habladurías les permiten contentarse con la explicación de lo que vulgarmente se dice acerca de lo divino; la curiosidad les impide demorarse en la meditación sobre la vaciedad de su religiosidad; la ambigüedad genera ilusión de que conocen la esencia de algo cuya presencia jamás ha irrumpido en su cotidianidad.
Que la impropiedad sea el rasgo distintivo de la mayoría de quienes se dicen religiosos, no es ningún secreto. La gran mayoría de quienes se dicen religiosos jamás se ha preguntado por la esencia, el origen, el propósito último, las condiciones de posibilidad ni por el fundamento ontológico de la experiencia religiosa.
Ahora bien, independientemente de cuán numeroso sea el grupo de quienes asumen la religión impropiamente, de ello no se sigue que religiosidad e impropiedad sean sinónimos. No es que la religión sea el origen de la impropiedad ni una de sus más claras expresiones.
La religiosidad impropia no es más que una manifestación específica de un modo de ser-en-el-mundo que abarca todos los ámbitos de la existencia: la impropiedad.
Para Heidegger, quien no discierne entre la vivencia y la experiencia religiosa, la religión pertenece al reino de la impropiedad porque ejerce una función encubridora. Sin justificar su afirmación en el testimonio de quienes han llevado la experiencia religiosa hasta su realización máxima (los místicos), Heidegger sostiene que la religión le impide al ser-ahí adoptar la disposición afectiva de la angustia y empuñar con valentía sus posibilidades vitales, sin olvidarse de su finitud. No prestando atención más que a la fe del carbonero, Heidegger concluye que la religión es una tecnología para ocultar el enigma de la existencia. Ya que al ofrecer por adelantado respuestas a las preguntas ¿quién soy?, ¿qué debo hacer?, ¿de dónde provengo? y ¿cuál es el sentido último de la vida?, la religión favorece la absorción en el Uno.
La religión postula que la finalidad de la existencia consiste en la realización de un sentido que no tiene su origen ni su fundamento en la finitud del mundo ni en la finitud de la existencia, sino en la infinitud de lo divino. Partiendo de lo anterior, Heidegger concibe a la religión como un auto-engaño; como una ilusión por la que el ser-ahí huye de la propiedad, entendida como el reconocimiento de que no hay más que finitud.
Las religiones poseen un carácter ambiguo.
Por un lado, suelen ofrecerse en el camino de la existencia como el más poderoso medio no tanto del consuelo como del adormecimiento del enigma de la existencia; por otro, el mismo persistir de la religión en la vida es un eficaz recuerdo de que ésta no puede sinceramente absorberse del todo en el tiempo del mundo y en la finitud (García-Baró, 2007: 87)
En la religiosidad impropia subyace oculto el testimonio de un diálogo, de una confrontación, entre el ser-ahí y lo divino. Ciertamente, las habladurías religiosas embozan la manifestación de lo divino. Mas dicho encubrimiento da cuenta de un acceso a la manifestación de Dios y de los dioses. La permanencia de la religiosidad impropia es testimonio de que el ser-ahí no puede contentarse con la finitud de lo que hay porque en él habitan una sed y una apertura infinitas al sentido infinito de lo divino.
A diferencia de Heidegger, considero que la persistencia de la religión impropia da cuenta del deseo infinito de sentido infinito que define al hombre, así como del reconocimiento tácito del carácter irreductible de la experiencia religiosa. La religión evoca “la capacidad que el mundo tiene de desesperar” (García-Baró, 2007: 88); la aspiración de la existencia a un sentido que trasciende la finitud del mundo.
Cotidianamente, el hombre existe en el modo de ser de la impropirdad. El ser-ahí impropio, se “resguarda en la seguridad de lo conocido la estabilidad, el orden y el equilibrio de sus vivencias, dado a que si se interrogara acerca de aquello desconocido e indeterminado –el ser– se desmoronarían las estructuras y las bases que sustentan su «realidad» (Basso, 2014: 284). El ser-ahí impropio establece una relación impropia con lo divino. Para este último, la religión no es más que un discurso escuchado a la distancia, que le permite al ser-ahí orientarse en el vivir diario, por cuanto le ofrece de forma anticipada una respuesta a las interrogantes más inquietantes.
Que antes de acceder a la experiencia religiosa, el ser-ahí ya vive inmerso en una determinada visión religiosa, es indiscutible. No hace falta, por ejemplo, haber tenido una experiencia de encuentro con Cristo para ser heredero de la cosmovisión cristiana: basta haber nacido en una comunidad donde la comprensión del ser y del ser del ser-ahí tengan su origen en el cristianismo. Mas resulta inaceptable pretender que, en sentido estricto, se puede llamar cristiano al que no ha tenido un encuentro con Cristo. Del mismo modo que no se llama filósofo al que ha escuchado los dictados del Uno sobre el propósito y la importancia de la filosofía; no cabe llamar hombre religioso, salvo por una ambigüedad abusiva, al ser-ahí para quien la religión es vivencia y no experiencia, dogma y no ethos.
En su Introducción a la fenomenología de la religión, Heidegger sostiene que el análisis del fenómeno religioso no ha de tomar como punto de partida los datos que aportan las ciencias de las religiones, ni se ha de ocupar directamente con la cuestión de Dios. La tarea del fenomenólogo de la religión es arrojar luz sobre la experiencia que da origen a la religión. Para cumplir con dicho cometido, le relevante es el análisis de aquellos elementos estructurales de la religión como modalidad de la vida fáctica, que se encuentran expresados en los testimonios relevantes de las religiones (2000a: 40-48).
En la segunda parte de su Introducción a la fenomenología de la religión, Heidegger analiza dos grandes testimonios de la fe: la Epístola a los gálatas y la Primera epístola a los tesalonicenses. Bajo la conciencia de que para comprender la esencia de la religión es preciso esclarecer su sentido mediante el análisis de las experiencias relevantes pertenecientes al ámbito de lo sagrado, el filósofo procede con el mayor cuidado, a fin de hacer importantes precisiones sobre la experiencia cristiana de lo divino.
En su Introducción a la fenomenología de la religión, Heidegger afirma que la filosofía, ejercitada como descripción esencial de lo que se muestra, tiene su punto de partida en la experiencia fáctica de la vida, es decir, del análisis de la “la posición total activa y pasiva del hombre con respecto al mundo” (Heidegger, 2000a: 42).
La fenomenología que la religión que Heidegger propone no busca determinar la esencia de la religión (entendida como realización universal del espíritu); constituye un análisis fenomenológico de la religión como modalidad de la vida fáctica, que toma como base los testimonios de los testigos de la fe. Más aún, la tesis que guía estas reflexiones es que “la comprensión fenomenológica es detección del sentido religioso al interior de la experiencia vital e histórica (Solari, 2014: 157). 5
En sus Estudios sobre mística medieval, Heidegger sostiene que el análisis fenomenológico de la consciencia religiosa tiene por condición de posibilidad demorarse en la experiencia fáctica de la vida propia del místico. La filosofía de la religión, en tanto que fenomenología, tiene por fin hacer comprensible el mundo religioso, cuyo rasgos distintivo es “la agitación del experimentar vivencial específico del encontrar a Dios que se precipita” (Heidegger, 1999: 160).
Como apunta Solari, “Si en la consciencia religiosa hay una intencionalidad absolutamente originaria –y éste es el caso–, la fenomenología puede acceder a los núcleos vivenciales en los que acontece la donación de sentido específicamente religiosa (die spezifisch religiöse Sinngebung)” (2005: 155). Para que lo anterior tenga lugar, es necesario tener claro que “Las configuraciones vivenciales sólo pueden ser llevadas a esencia a partir de sus genuinas situaciones” (Heidegger, 1999: 162). Huelga decir que en este contexto, el término «genuino» se refiere al hombre auténticamente religioso; no al que accede a la religión. Ya que, “El segundo tipo es derivado, y los modos del acceder sólo pueden ser comprendidos a partir de I [del hombre religioso en sí]” (Heidegger, 1999: 163).
No obstante lo anterior, en Ser y Tiempo, Heidegger parte del supuesto de que para comprender la esencia de la experiencia religiosa es válido prestar atención a la «religión de oídas», con base en el pretendido hecho de que la condición caída es una determinación ontológica del ser-ahí.
A diferencia de Heidegger, no pienso que para comprender la esencia de un fenómeno se deba dirigir la mirada a su manifestación regular y de término medio, sino a su manifestación más originaria y radical. El análisis fenomenológico de la experiencia místico-religiosa no puede tomar como punto de partida una expresión degradada del fenómeno religioso. El intento de comprender la experiencia religiosa prestando atención a su manifestación impropia es ilegítimo.
Aquello a lo que el fenomenólogo debe atender para explicitar los rasgos esenciales de la religión no es a lo que se dice sobre esta última, sino a las palabras de los testigos de la fe que, como san Pablo, han presenciado la manifestación de lo divino. Sólo de ese modo será claro que la religión no es un dogma ni una vivencia pasajera, sino un modo de ser-en-el-mundo.
Al sostener que la única manera de escapar temporalmente de la impropiedad es dejarse sobrecoger por el peculiar encontrarse de la angustia, Heidegger ha justificado que el ser-ahí se entregue por completo a la existencia impropia. Puesto que ninguna modalidad del encontrarse puede ser permanente, no cabe esperar que haya alguien que en todo momento tenga presente su finitud y se elija a sí mismo auténticamente.
Considero que es necesario aceptar que la religión participa de la ambigüedad del ser-ahí. En un sentido, las religiones contribuyen a ocultar el enigma de la existencia y, por tanto, constituyen una manifestación de la impropiedad a la que está condenado el ser-ahí. Por otro lado, siempre que se acepte que la religión tiene por condición de posibilidad la manifestación de lo divino, será necesario admitir que su origen se remonta a una experiencia de encuentro con la presencia de Dios y de los dioses. Lo cual implica que, en su calidad de experiencia y no de mero discurso dogmático, la religión se ubicaría del lado de la propiedad.
Dado que Heidegger únicamente admite la dimensión inauténtica de la religión, en Ser y Tiempo presenta esta última como una de tantas alternativas –quizás la más eficaz– para evadir tanto la angustia como el descubrimiento de que no hay más que este mundo finito en el cual existimos y nos movemos sin ser sostenidos por nada ni nadie. No obstante, a lo anterior podría objetarse que aun habiendo tenido una experiencia de encuentro con Dios, dado que la caída es un existenciario, no hay manera de que el ser-ahí se sostenga en la religiosidad propia. Sin embargo, pienso que dicha objeción reposa sobre un error de comprensión: supone que la vida del que sólo es religioso de oídas es comparable a la de aquel cuyo proyecto es la búsqueda de la salvación o de la liberación.
Heidegger supone que la vida del que sólo es religioso de oídas es comparable a la de aquel cuyo proyecto es la búsqueda de la salvación o de la liberación. Tal error conduce a la falsa opinión de que la búsqueda del encuentro con lo divino es en todo tiempo fuente de deleites y de una tranquilidad imperturbable que llena al hombre de seguridad y le permite entregarse plácidamente a sus tareas, en total olvido de su finitud y de su mortalidad. Sin embargo, basta escuchar el testimonio de los místicos en las diversas tradiciones religiosas, para darse cuenta de que la experiencia de lo divino constituye un proceso de transformación existencial, cada una de cuyas fases está marcada por el temor, el temblor, la incertidumbre, la pena por la ausencia de lo divino y la desesperación de no poder dar alcance a la presencia deseada.
Siempre que se acepte que el Dasein esté abierto a la experiencia del sentido del ser, del sentido de su ser y del ser de lo divino, habrá que concluir que la experiencia religiosa suscitada por la irrupción de lo divino tiene el poder de arrancar al hombre de la impropiedad y hacerlo consciente de su finitud. Los testimonios de las diversas religiones del mundo respaldan la idea de que quien alguna vez ha sido interpelado por el acontecer de lo divino, luego de recobrar la calma, no vuelve a ser el mismo.
Heidegger desatendió el llamado a las cosas mismas. Puesto que se pronunció sobre el vínculo entre religión e impropiedad, tomando como base para sus juicios la manifestación de término medio de la religión, en vez de centrarse en el análisis fenomenológico de los testimonios místico-religiosos.
Conclusión
En la segunda sección de este artículo se expusieron las razones por las cuales, al haber hecho de la propiedad un modo de ser-en-el-mundo suscitado por la disposición afectiva de la angustia –que constituye una experiencia fugaz y no una decisión–, Heidegger ha concluido que debido al peso ontológico de la caída, la propiedad no es más que una vivencia efímera incapaz de orientar la vida.
Asimismo, la conclusión a la que se llegó en la sección dedicada a la religión impropia y propia fue desalentadora. Aun aceptando que el ser-ahí esté abierto a la manifestación de lo divino, mientras se piense que el único tránsito de la religiosidad impropia a la propia está dado por la irrupción de una peculiar disposición afectiva, será forzoso pensar que la mayor parte del tiempo el ser-ahí religioso se relaciona impropiamente con lo divino.
La religión entraña un temple; pero no se reduce a ningún temple. Vivencia y experiencia religiosa no son equivalentes. La religión no es una vivencia cualquiera; es un modo de habitar el mundo, originado por el encuentro con lo divino. Lo que hace del ser-ahí un hombre religioso no es haber tenido la vivencia de lo divino, sino lo que decide hacer con su existencia después de eso: la forma de vida que sigue a la conversión.
Que el encuentro con lo divino provoque en el ser-ahí fascinación y temor santo,6 no significa que la religión se reduzca al momento fugaz en que el ser-ahí se siente sobrecogido a causa de la proximidad de Dios y de los dioses.7 La religión es un ethos, un modo de habitar el mundo, que surge a consecuencia de la correspondencia del ser-ahí al llamado de lo divino, que lo convoca a la salvación y/o la liberación.
Para comprender la esencia de la religión es necesario reconocer que el encuentro con lo divino no puede ser reducido a un sentimiento religioso, sino que debe ser entendido como un proceso de transformación vital. Es decir, como un camino a través del cual el hombre avanza en pos del rastro de lo divino, que comporta avances y retrocesos, cuyo éxito no está asegurado, porque el acontecer de lo divino no es algo que se pueda emplazar ni controlar.
Lejos de ser algo que de pronto nos sobrecoge y desconcierta sin una razón aparente, la propiedad es un proyecto vital. Es una tarea diaria que el ser-ahí puede hacer suya o rechazar, que a cada instante puede ser interrumpida, cesar de forma absoluta o afirmarse con mayor fuerza y determinación.
El gran olvido de Heidegger en torno a la esencia de la religión consiste en no haber reconocido que aun cuando el ser-ahí no puede, por sus propios medios, superar su condición caída; lo que ponen de manifiesto las experiencias de la salvación y de la liberación es que dicha superación es un don y no una conquista. Si bien es cierto que el ser-ahí puede abandonarse por completo a la impropiedad, también lo es que es finitud abierta a lo totalmente Otro y que en ese contacto descubre posibilidades infinitas.
La tesis de que la religión es una posibilidad existencial del serahí impropio descansa en un supuesto injustificado y en un ocultamiento. El primero consiste en sostener que de la finitud de la existencia, se desprende que ésta sólo es capaz de realizar sentidos finitos, dada la finitud de su poder ser. En última instancia, para Heidegger, “Ninguna posibilidad de ser tiene sentido […] De este modo se comprende que se llame inauténtica a la obstinación de la existencia en seguir promoviendo acciones” (Nicol, 1989: 397). El segundo, radica en ignorar deliberadamente el talante erótico de la existencia; el hecho de que la existencia es finitud abierta y deseosa de la infinitud de lo divino.
A la luz de la analítica existenciaria de Heidegger, que en ningún sentido atiende a los testimonios de quienes han gozado de un encuentro radical con lo divino,8 resulta inconcebible un modo de habitar el mundo, de interactuar con los entes y con los otros seres-ahí, alternativa a la del Uno. Por las razones ya expuestas, no tiene cabida una interpretación negativa de la impropiedad que haga de esta última una condición susceptible de ser corregida o superada.
Es verdad que Ser y Tiempo no es una antropología filosófica ni una descripción fenomenológica de la experiencia de lo divino. Para exhibir las condiciones de posibilidad de la comprensión del sentido del ser, no es necesario analizar la apertura del hombre a lo divino. Respecto de la fenomenología de la religión, la analítica existenciaria tiene primacía. Empero, a causa de las omisiones en las que Heidegger incurre, resulta evidente la necesidad de revisar los planteamientos de Ser y Tiempo, a fin de decidir, atendiendo a la experiencia de la vida fáctica y no a la lectura dogmática de lo dicho por Heidegger, si la experiencia del ser-ahí se limita al acontecer histórico, a los fenómenos intramundanos.