Retos y polaridades del apartamiento del pensar
En la introducción a La vida del espíritu (en adelante: VE), Arendt se coloca ante la exigencia de justificar el tratamiento de los asuntos relacionados con las actividades del espíritu, ya que gran parte de su itinerario intelectual —dedicado a la indagación de la vita activa, a la ciencia y la teoría política— se desarrolló desde una posición de distancia crítica respecto de estos «tan temibles» temas. Las razones que despertaron el interés por abordar cuestiones afines con la experticia filosófica, con la que Arendt no se siente identificada, emergen de dos acontecimientos históricos.
La primera razón es su experiencia como activa y atenta observadora analítica del proceso de Eichmann en Jerusalén y de la expresión «banalidad de mal» acuñada en su informe para describir un hecho innegable respecto del fenómeno del mal (distinto de las consideraciones del pensamiento tradicional, según las cuales los malvados actúan movidos por el orgullo, la soberbia, la codicia, la envidia, el odio o la debilidad), y que consistió en que el agente responsable que estaba siendo juzgado en Jerusalén por haber cometido actos monstruosos era un hombre “totalmente corriente, común, ni demoníaco ni monstruoso. No presentaba signos de convicciones ideológicas sólidas ni de motivos específicamente malignos, y la única característica destacable que podía detectarse en su conducta pasada y en la que manifestó durante el proceso y los interrogatorios previos, fue algo enteramente negativo; no era estupidez, sino incapacidad para pensar” (VE: 30).
Según Arendt, Eichmann recurrió a los estereotipos y las frases hechas para protegerse de las solicitaciones de la realidad y pasarlas por alto (cf. 2004: 84), aunque advierte que este comportamiento no correspondió solo a Eichmann, sino que fue una característica muy generalizada de los individuos que carecieron de la disposición para detenerse y pensar. Esta constatación la condujo a indagar si la facultad de juzgar —la capacidad de distinguir lo que está bien de lo que está mal— depende de la facultad de pensar, y a preguntarse si la actividad del pensar puede situarse entre las condiciones “que llevan a los seres humanos a evitar el mal, o incluso, los «condicionan» frente a él” (VE: 31).
La segunda razón que despertó el interés de Arendt por el pensamiento fue su convencimiento acerca de la inadecuación de la sabiduría de la tradición filosófica para el abordaje y resolución de los problemas morales nacidos de la experiencia concreta y de las cuestiones inherentes a la vita activa. Aunque en el devenir histórico este distanciamiento ocasionó el descrédito generalizado de la filosofía y de la metafísica, afirma Arendt que dicha subestimación no se debió a la carencia de significado de las cuestiones últimas que constituyen su contenido, sino al modo en que fueron formuladas y resueltas. Se puede colegir entonces que, para Arendt, los interrogantes sobre el significado exhaustivo de la realidad mantienen su carácter interpelante a pesar del desprestigio de la disciplina que pretende abordarlos, y constituyen inextirpables «aguijones» que reclaman novedosos tratamientos.
Para evitar que estos renovados abordajes reiteren los extravíos que condujeron a la situación cultural de desinterés, tanto de los intelectuales como de casi todo el mundo, por “las viejas cuestiones que acompañan al hombre desde su aparición sobre la tierra” (VE: 37) será preciso plantearlas de modo tal que las tensiones polares que las constituyen —i.e., unidad y multiplicidad, universalidad y particularidad, ser y aparecer, continuidad y novedad, fenómeno y fundamento, permanencia y cambio, inmanencia y trascendencia, autonomía y heteronomía, contingencia y necesidad, etc.— no pierdan su interconexión, ya que la eliminación de uno de sus términos acarrea inevitablemente la abolición de su opuesto (cf. Forti, 1996: 8).
Por otra parte, de modo concomitante con la generalización del descrédito y la subestimación de la metafísica y de la filosofía que se podía constatar a mediados del siglo XX, se fue configurando una situación —que para Arendt es, paradójicamente, una ventaja de su tiempo— en la que el ejercicio de la capacidad para pensar dejó de ser un asunto reservado a los pensadores profesionales para convertirse en una exigencia que concierne a todas las personas por estar directamente vinculada con la competencia de distinguir lo bueno de lo malo. Y dado que la ausencia de pensamiento puede ser causa de la maldad y que la incapacidad para pensar también puede hallarse en gente muy inteligente, el asunto “no puede seguir dejándose en manos de «especialistas», como si el pensamiento, del mismo modo que la alta matemática, fuese monopolio de una disciplina especializada” (VE: 40).
Verdad y significado
En las sucesivas aproximaciones que permiten comprender la idea de Arendt acerca del pensamiento, resultan relevantes las precisiones que formula en los párrafos finales de la introducción a La vida del espíritu, a partir de la distinción kantiana entre las facultades de la razón, por un lado, cuya actividad mental es pensar, y del intelecto, por el otro, al que le corresponde conocer. Según Arendt, esta distinción posibilita avanzar más allá del propio Kant, puesto que al quedar liberados de los criterios que caracterizan a las certezas y evidencias del ámbito del intelecto y del conocer, el pensamiento y la razón trascienden esos límites para abordar los asuntos del «mayor interés existencial para el hombre» que son los que conciernen a la búsqueda del significado (cf. VE: 42), sin la exigencia de interpretar y justificar esta indagación según el modelo de la verdad.
La relación entre pensamiento y responsabilidad comienza a emerger cuando se considera que todas las actividades mentales que distinguen a los hombres de las otras especies animales tienen en común una retirada del mundo de la apariencia; pero este apartamiento se torna problemático ya que, en la visión arendtiana, “Ser y Apariencia coinciden para los hombres, esto supone que solo se puede huir de la apariencia dentro de la apariencia” (VE: 47). Desde el inicio mismo del ejercicio del pensamiento y de las otras actividades del espíritu se plantea la cuestión de su vinculación con la realidad, y considerando que, de distintos modos, la irresponsabilidad es siempre una evasión, se puede afirmar que el pensamiento, desde el comienzo hasta el final de su actividad, ha de responder al reto de evitar que el apartamiento del mundo de la apariencia que lo caracteriza implique una huida de la realidad hacia el recinto de una construcción especulativa alejada y despreocupada de los asuntos humanos que acontecen en la cotidianidad.1
Si ser y apariencia coinciden, no hay dos mundos, sino que la única realidad está constituida por el mundo de las apariencias. Sin embargo, la búsqueda de los fundamentos de lo fenoménico es una necesidad del espíritu de la que no puede abdicar sin que su vida quede sumergida en el transcurrir sin sentido. Examinar la realidad y buscar su significado es una tarea tan distintiva del ser humano que su vida carece de sentido si no se la asume y se la ejercita continuamente, tal como dice Sócrates en la célebre frase de la Apología de Platón: “Una vida sin examen no merece ser vivida” (38a). La cultura de masas crea condiciones para que los individuos transiten su existencia adoptando de manera acrítica los criterios de la moda, de la mayoría, de los poderes dominantes o de las fuentes hegemónicas acerca de los asuntos más relevantes de la vida humana, sin preguntarse siquiera si tales criterios corresponden con sus exigencias o cuáles son las consecuencias que acarrean.
Es preciso, entonces, que el pensamiento se aboque a la búsqueda de los fundamentos de lo que aparece, pero para Arendt, éstos no se hallan en una realidad trascendente de orden superior y separada, sino en la misma apariencia.2 Por esta razón, el desafío al que debe dar respuesta el pensamiento es regresar continuamente a la apariencia como movimiento que sucede y precede a sus innúmeros apartamientos. De este modo, apartamientos y regresos son las polaridades constitutivas del pensar, cuya tensión ha de mantenerse constantemente como tarea humana de la que es necesario hacerse cargo, y así evitar, por un lado, la evasión de la realidad y, por otro, el hundimiento en el sucederse de una existencia sin sentido ni razones. Sobre esta tensión entre pensamiento y apariencia, escribe Arendt:
El primado de la apariencia es un hecho de la vida cotidiana al que no pueden escapar ni científicos ni filósofos; siempre deben regresar a ella desde los laboratorios e investigaciones, y siempre manifiesta su potencia al no verse afectada o alterada en lo más mínimo por mucho que hayan descubierto al intentar trascenderla. […] La creencia de que una causa debería ostentar un rango de realidad mayor que el efecto (de modo que este último puede ser degradado con facilidad remitiéndolo a su causa) puede figurar entre las más antiguas y tercas falacias metafísicas (VE: 48-49; las cursivas son nuestras).
Conforme a este modo de concebir la actividad del pensamiento, para indagar sobre el fundamento de lo fenoménico es necesario renunciar a la presunción de construir un sistema especulativo de ideas al margen de la exigencia de confrontarlas, verificarlas y retroalimentarlas a cada paso con la realidad misma de lo que aparece. En los intentos de búsqueda del significado último de las cosas, el pensamiento deberá siempre lidiar para vencer el riesgo de las elaboraciones de sistemas de ideas que encuentran su validación en la coherencia interna y la articulación entre ellas mismas como partes de un todo. Se trata del riesgo del apartamiento sin «regreso» que concluye casi inevitablemente en la falaz proclamación de la supremacía del fundamento sobre la apariencia (cf. Forti, 1996: 389-431).
Respecto de esta errónea afirmación de superioridad, Arendt hace suyas las conclusiones de los trabajos del biólogo y zoólogo suizo Adolf Portmann para cuestionar la jerarquía que la filosofía occidental sostuvo desde sus inicios del ser (auténtico) por sobre la (mera) apariencia, y para afirmar una inversión de sus términos, de tal modo que, según lo afirma el científico, lo relevante y significativo se sitúa en la superficie. Sus investigaciones muestran, con gran cantidad de ejemplos, que en toda la amplitud de la biodiversidad, la riqueza de autoexhibición de los vivientes excede con sobreabundancia los términos de la mera funcionalidad, y que, por ende, resulta insatisfactoria la explicación de que las apariencias externas solo obedecen al doble propósito de la autoconservación y la supervivencia de la especie.
De los hallazgos de Portmann se sigue que es erróneo nuestro estándar de juicio habitual, tan profundamente enraizado en los postulados y prejuicios metafísicos —según los cuales lo esencial se esconde tras la superficie, y la superficie es «superficial»—, que, en relación con lo que realmente se «es», es una ilusión común el convencimiento de que tiene más importancia lo que se halla en el propio interior, la «vida interior», que lo que aparece en el exterior (VE: 54).
Vinculada con esta relación interior-exterior, Arendt también aborda en el primer capítulo de La vida del espíritu sobre la apariencia la distinción entre cuerpo, alma y espíritu. El lenguaje y las expresiones del alma no se alejan de los sentidos, puesto que en las experiencias anímicas se hallan estrechamente vinculadas al cuerpo. En sintonía con Aristóteles, Arendt sostiene que el alma no hace ni padece nada sin el cuerpo; mientras que no hay sensaciones que correspondan a las actividades del espíritu. Aunque desde otras perspectivas podría cuestionarse una distinción tan nítida entre los seres humanos y los animales, Arendt sostiene que, por su alma todos los seres vivos proceden a su autoexhibición en el mundo de las apariencias, en cambio, los seres humanos realizan su autopresentación mediante la acción y el discurso, que es producto de una elección deliberada en la que los hombres pueden, hasta cierto punto, escoger cómo desean aparecer ante los otros, qué es lo que desean mostrar y qué es lo que quieren ocultar. Esta autopresentación de obra y de palabra es la que permite a cada ser humano distinguirse de los demás e individualizarse, es decir que, mientras por su alma los hombres se asemejan entre sí, por su espíritu se diferencian unos de otros y configuran su identidad personal. “Es evidente que una criatura sin espíritu no podrá experimentar algo parecido a una experiencia de identidad personal […]” (VE: 56).
Según esta línea de pensamiento, se puede afirmar que cada ser humano es responsable de la autopresentación de la que emerge su propia personalidad o carácter, de la finalidad u orientación particular que le otorgue, de las consecuencias que acarrea para sí mismo y para los demás, puesto que sus actos son producto de una elección deliberada y su ejercicio requiere el grado de autoconciencia que caracteriza las actividades mentales. No obstante, esta responsabilidad está atravesada por la inestabilidad, en tanto que el yo interior del sujeto que la actúa no presenta plena cohesión, no se muestra, no es fijo ni permanente. La experiencia vital muestra que a los seres humanos les resulta dificultosa y compleja la tarea de conocerse a sí mismos y más aún, de poseerse a sí mismos. Por otra parte, su identidad no es nunca algo cerrado y definitivo, sino una construcción que abarca todo el arco temporal de su existencia.
En la estela del pensamiento kantiano, Arendt distingue el yo pensante y el yo: “El yo pensante es pura actividad y, por lo tanto, no tiene edad ni sexo, carece de cualidades y de biografía […]. Y esto es así porque el yo pensante no es el yo” (VE: 67). Según esta distinción, se produce un desdoblamiento en el ser humano que, por una parte, como sujeto, pertenece a la vez al mundo visible y al inteligible, y por otra, en cuanto persona, experimenta una dualidad entre su ser espiritual y su ser anímico/corporal, lo que configura, en cierto sentido, una doble personalidad. Por la actividad del pensamiento, como ya se ha indicado, el espíritu se retira del mundo real y, debido a su carácter inmaterial, toma distancia de lo corpóreo, conformándose así la creencia de que el yo pensante está fuera del tiempo y, sin embargo, forma parte de cada ser humano. El lenguaje de estas proposiciones evidencia que el distanciamiento de lo existente concreto deriva en un modo de comprensión del espíritu que es contraria a la experiencia y al sentido común. Cuando estas experiencias derivan en conclusiones referidas al yo pensante que pretenden conocimientos propios del ámbito de lo nouménico, se cuentan entre lo que Kant denomina ilusiones de la razón, a las que Arendt considera inevitables y acerca de las cuales afirma que es necesario distinguir aquellas que son auténticas de las que no lo son, es decir, si estas ilusiones son
meros espejismos que se desvanecen al mirarlos de cerca, o si bien son propias de la condición paradójica de un ser vivo que, a pesar de formar parte del mundo de las apariencias, posee una facultad, la capacidad de pensar, que permite que el espíritu se abstraiga del mundo sin poder abandonarlo o trascenderlo ( VE: 69-70).
El pensamiento habrá, entonces, de hacer frente al reto de que su apartamiento del mundo no se extravíe en las creencias dogmáticas o los postulados arbitrarios que caracterizan las ilusiones inauténticas, para estar en condiciones de asumir las paradojas de la condición humana que implican el doble movimiento continuo de la retirada y del regreso. El nexo entre pensamiento y realidad que hace posible no transigir a las coartadas o las construcciones intelectuales propias del solipsismo abierto o soterrado (que, para Arendt, es la falacia filosófica más persistente y perniciosa) y la autosuficiencia del yo pensante (que presume no necesitar ni depender de ninguna cosa material) es el sentido común, que es una suerte de sexto sentido que unifica las sensaciones de los otros cinco, las incorpora en el mundo compartido por otros que perciben del mismo modo y produce una sensación de realidad que acompaña y otorga significado a todas las sensaciones. Es un sentido «interno» —según la denominación de Tomás de Aquino— que actúa como raíz y principio común de los sentidos externos, que «garantiza» la realidad de lo percibido, y que se torna en un componente de gran relevancia para evitar el divorcio sin retorno del pensamiento con el mundo de las apariencias (cf. S. Th. I, q. 78, a. 4, I q. 78 a. 4). Arendt afirma que “Cuando el pensamiento se retira del mundo de las apariencias, también lo hace de aquello que ofrecen los sentidos y, por lo tanto, del sentimiento de realidad aportado por el sentido común” (VE: 77), pero tanto los pensadores profesionales como los aficionados pueden afirmarse a sí mismos al margen del sentimiento de realidad solo de manera temporal, pues continúan siendo hombres de carne y hueso, dotados del sentido común que necesitan para sobrevivir. Para evitar los extravíos en los complejos laberintos especulativos del yo pensante, la sensación de realidad que emerge del sentido común constituye un reclamo continuo de retorno y de anclaje del pensamiento a su relación con el mundo de las apariencias.
En la actividad de los científicos, que se desarrolla en el ámbito de la facultad que Kant denominó intelecto (Verstand), este retorno se produce de manera inevitable, puesto que para verificar sus teorías siempre deberán regresar a la experiencia y al razonamiento del sentido común en sus variadas expresiones. Sin embargo, en la actividad de la facultad de pensar que corresponde al ámbito de la razón (Vernunft), la cuestión se presenta con características completamente distintas. Para Arendt, mientras el intelecto se orienta a entender las percepciones que ofrecen los sentidos y de este modo a conocer la verdad que se sitúa en la evidencia sensible, la razón está dirigida a comprender el significado de lo que existe. Esta es una precisión relevante sobre el modo de concebir el pensamiento por parte de Arendt: “Me parece que tal distinción entre verdad y significado no solo resulta decisiva para cualquier investigación sobre la naturaleza del pensamiento humano, sino que también es la consecuencia necesaria de la crucial distinción kantiana entre razón e intelecto” (VE: 82). Las verdades de razonamiento, cuya expresión más elevada es el razonamiento matemático, son de naturaleza universalmente compulsiva debido a su carácter necesario y autoevidente y no pueden ser rechazadas por ningún hombre que esté en su sano juicio; las contingentes verdades de hecho son también coercitivas para quien las capte con sus sentidos y las perciba con su sentido común, aunque su fuerza compulsiva esté limitada a los testigos directos y dependa del testimonio de otros para quienes no lo sean. En ambos casos, el empeño de la ciencia y del saber consiste en alcanzar verdades irrefutables, es decir, proposiciones que se «imponen» al intelecto con carácter obligatorio. En cambio, no es apropiado esperar que la verdad brote del pensamiento, porque éste tiene la función de indagar sobre el significado, aunque la actividad del pensar orientada a la búsqueda de significado esté conectada con la del conocer orientada a la búsqueda de la verdad (cf. Barrior, 2010).
En realidad, el ansia de significado, que caracteriza al pensamiento del que emana la capacidad de interrogarse sobre asuntos acerca de los que no se puede esperar respuestas que puedan considerarse verdades irrefutables, es condición para que los hombres se planteen las preguntas cuyas respuestas hacen posible el desarrollo de la civilización. Según Arendt, “la razón es la condición a priori del intelecto y del conocimiento […]” (VE: 86). De este modo, el carácter insaciable del pensamiento constituye un acicate que impulsa al intelecto hacia la continua ampliación y búsqueda de nuevos conocimientos, al tiempo que no concede que se aquiete en una conformidad paralizante y mucho menos en presunciones dogmáticas. Es posible reconocer en estas consideraciones una convergencia con la función regulativa asignada por Kant a la razón, sin embargo, Arendt sostiene que la distinción entre Vernunft y Verstand contiene alcances y consecuencias que su autor no explicitó. Se refiere al objetivo último de alcanzar la verdad y el conocimiento que el filósofo de Königsberg mantuvo para el pensamiento, sin advertir que había liberado a la razón de las exigencias propias del ámbito del intelecto y del conocimiento de la verdad.
La razón no se mueve en el mundo de las apariencias ni alcanza la realidad, por lo que no se encuentra ante el requerimiento de «demostrar» la verdad de sus proposiciones. Sin embargo, esta distinción entre las exigencias de justificación de las actividades del pensamiento con las del conocimiento no implican que el primero quede exento de la demanda de validación de sus indagaciones, ni que todos los contenidos u orientaciones posibles a los objetos que conciernen a la razón tengan idéntico valor. El pensamiento queda liberado respecto de la verdad, pero colocado ante el requerimiento de dar cuenta de la validez de sus indagaciones y proposiciones acerca del significado. Al respecto, Arendt expresa que “la necesidad de la razón consiste en dar cuenta, logon didonai, como lo denominaban los griegos con gran precisión, de todo lo que puede existir o puede haber acontecido” (VE: 122). El intento de evadirse, de no responder a esta exigencia, es una severa irresponsabilidad, puesto que acarrea el abandono de los asuntos humanos más relevantes, que son precisamente los que conciernen al significado, al dominio de la oscuridad de lo irracional y de la pura arbitrariedad.
La necesidad de hablar, el requerimiento de lenguaje que caracteriza a los seres humanos, permite comprender el modo a través del cual el pensamiento da cuenta de la búsqueda de significado. Considerando que la actividad de la razón solo puede encontrar satisfacción en el pensamiento discursivo constituido por palabras portadoras de significados, y que los seres humanos solo existen en plural, la mencionada validación se vehiculiza en el dar cuenta y justificar con palabras ante los otros. El lenguaje es el instrumento más apropiado con que cuentan los hombres para transformar los frutos invisibles de la actividad mental en expresiones audibles y presentes en el mundo cotidiano de las apariencias. Y como la razón trasciende los límites del razonamiento del sentido común y no le bastan los ejemplos característicos del mundo de las apariencias para ilustrar sus conceptos, hace uso de la metáfora para salvar el abismo entre las actividades mentales y el mundo de las apariencias, a modo de puente entre lo invisible y lo visible que busca “iluminar las experiencias no sensibles para las que no existen palabras en ningún lenguaje” (VE: 129); y refiriéndose explícitamente a la función de la metáfora, afirma Arendt: “Justamente en este contexto, el lenguaje del espíritu, gracias a la metáfora, regresa al mundo de las visibilidades para iluminar y elaborar aquello que no puede verse pero sí decirse”(VE: 131). De este modo, el pensamiento, en y desde su inherente estar fuera del orden, encuentra en la metáfora la vía de regreso y reconocimiento de la primacía del mundo de las apariencias, la manera de intercambiar y transferir entre lo sensible y lo que no lo es, y de evitar extraviarse en el engaño metafísico de la teoría de dos mundos que constituye la falacia más persistente y plausible de la filosofía.
Para Arendt, los seres humanos están condicionados de múltiples maneras en su existencia, pero pueden trascender mentalmente todos los condicionamientos; y aunque esta capacidad del espíritu esté limitada a la dimensión mental, tiene decisiva importancia en la definición de los criterios de juicio acerca de todo lo que acontece en la existencia cotidiana. De este modo, el carácter paradójico se presenta, una vez más, para mostrar que el apartamiento del pensamiento es, a la vez, regreso y profundización del significado de lo que acontece en la realidad, y que, en el pensamiento arendtiano, la trascendencia del espíritu humano posibilita juzgar y actuar con sentido en el mundo de las apariencias.
La relación de la actividad pensante con la realidad, en su constante movimiento de retirada y retorno, está atravesada por una dialéctica de guerra intestina entre el pensamiento y el sentido común, en la que ambos resultan enriquecidos por los mutuos enfrentamientos, desacuerdos, sospechas, objeciones e interpelaciones. Se trata de una lucha que acontece tanto entre los filósofos profesionales y las multitudes, como en el interior de cada individuo, puesto que el que está fuera del orden cuando piensa el significado de todo lo que existe es un hombre como cualquier otro, que comparte con los demás el razonamiento del sentido común sobre los asuntos de la vida. Estar fuera del orden significa que el pensamiento se aleja de las actividades necesarias de la vida ordinaria y que convierte en presente lo distante, a la vez que toma distancia de lo que está directamente presente a la percepción sensorial, es decir, que “El pensamiento anula las distancias temporales y espaciales” (VE: 107). Estas operaciones del pensamiento, sin embargo, tienen como punto de partida la realidad experimentable a la que la imaginación desensorializa luego de las repeticiones de lo percibido por los sentidos, posibilitando de este modo que la facultad pensante despliegue los procedimientos que le son propios. Para Arendt, por ejemplo, la posibilidad de pensar qué es la felicidad o qué es la justicia está necesariamente precedida por la experiencia de haber visto hombres felices e infelices y de haber presenciado actos justos e injustos, y de que, luego del apartamiento temporal y espacial del escenario factual, la imaginación haya desensorializado lo experimentado por los sentidos. Se puede afirmar, entonces, que el pensamiento y la búsqueda del significado no son posibles sin la experiencia como punto de partida, y al mismo tiempo, que la experiencia puede lograr sentido y coherencia si es pensada. Una vez más, la tensión entre apartamiento y regreso se presenta como la clave de la concepción de Arendt sobre el pensamiento:
[…] todo pensamiento surge de la experiencia, pero ninguna experiencia logra sentido o coherencia sin someterse a las operaciones de la imaginación y del pensamiento. Contemplada desde la perspectiva del pensamiento, la vida, en su puro estarahí, carece de significado […] (VE: 109).
El pensamiento hace posible irradiar la luz del significado sobre la vida humana para que no quede sumergida en el puro transcurrir de sucesos carentes de sentido. Pero esta prerrogativa de los seres humanos no se actualiza de modo automático, ni en todos los individuos, sino que requiere de la insustituible decisión de ejercerla de manera personal por parte de cada uno y sostenerla en el tiempo. Es este un ejercicio que supone una disputa que de manera insustituible debe llevar a cabo cada persona contra los mecanismos inerciales propios de la vida humana, contra la proclividad a deslizarse en la molicie del conformismo y la ignorancia, contra la automatización de las creencias y las representaciones que caracterizan a la sociedad de masas y contra la presunción de dar por definitivos los hallazgos y discernimientos del espíritu. Por esta razón, la incapacidad para pensar por uno mismo es, en última instancia, una consecuencia de la abdicación de la responsabilidad de asumir la humanidad que corresponde a su condición.
Los análisis de la figura de Sócrates como ejemplo de pensador que une en su persona las pasiones aparentemente contrarias del pensamiento y de la acción, permiten a Arendt mostrar la hondura de la tensión polar entre la perentoria necesidad del examen crítico de los acontecimientos y las circunstancias del mundo de las apariencias para todo aquel que desea vivir humanamente con sentido, y los riesgos que la peculiaridad del efecto destructivo que caracteriza al pensamiento, que, paradójicamente, torna inconsistente la pretensión de encontrar significados que hacen innecesario seguir pensando, y en consecuencia, siempre acarrea el peligro de disolver todas las convicciones y valores existentes. Es decir, que la ausencia de pensamiento es inadmisible porque inevitablemente deshumaniza la existencia, pero su ejercicio requiere afrontar los continuos desafíos de una potencia de búsqueda siempre inacabada. Así lo expresa Arendt:
La búsqueda del sentido, que sin desfallecer disuelve y examina de nuevo todas las teorías y reglas aceptadas, puede, en cualquier momento, volverse en contra suya, por así decirlo, y producir una inversión en los antiguos valores y declararlos como «nuevos valores». […] Lo que suele llamarse «nihilismo» es, en realidad, un peligro inseparable de la misma actividad del pensar (VE: 199).
Sin embargo, esta energía destructiva que constituye al pensamiento puede convertirse en un falaz subterfugio para evadir la responsabilidad del examen crítico de la vida, convalidándose de esta manera una adhesión sin razones a las reglas de conducta y los valores vigentes en una sociedad y en un tiempo dados, así como su sustitución —también irracional— por criterios de juicio o códigos totalmente contrarios. El supuesto resguardo de los peligros destituyentes que se logran mediante la asunción de una vida sin examen solo conduce a crear las condiciones para la imposición de las normas y los pilares en los que se funda la existencia por parte de quienes detentan el poder, es decir, para la configuración de un escenario que favorece la instalación de totalitarismos abiertos o encubiertos.
La búsqueda del significado es siempre una tarea riesgosa y problemática en razón la desproporción estructural que existe entre las energías del pensamiento humano y el horizonte infinito al que dirige su empeño (cf. Giussani, 1998: 75-79), por lo que recurrentemente resurge en la historia la inclinación de eliminar el ímpetu del espíritu, o más sutilmente, los intentos de domesticar sus exageradas pretensiones con procedimientos que lo delimiten y lo ajusten a las medidas que la razón pueda alcanzar y dominar. De estas tentativas deriva la censura de las preguntas últimas y la consecuente reducción de la existencia a los asuntos en los que los seres humanos pueden aferrarse a certezas y seguridades.
Arendt es plenamente consciente de la índole de las dificultades que acarrea el pensar y de los peligros que le son inherentes. Sin embargo, no cede ante las falaces soluciones que procuran evitarlos, en tanto que inexorablemente se convierten en diferentes modos de evadir la realidad. Indica con claridad las graves consecuencias de estas opciones:
Con todo, el no-pensar, que parece un estado tan recomendable para los asuntos políticos y morales, también entraña peligros. Cuando se sustrae a la gente de los riesgos del examen crítico, se le enseña que se adhiera de manera inmediata a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad y en un tiempo dados (VE: 200).
En efecto, quienes se han habituado a aceptar de manera acrítica las reglas, valores y criterios de juicio que rigen las dimensiones específicamente humanas de la existencia, se someterán sin cuestionamientos ni impedimentos a las órdenes de los que tengan el suficiente poder para abolirlos y sustituirlos por nuevos códigos cuyos contenidos sean absolutamente contradictorios con los antiguos. Esta docilidad para cambiar radicalmente la orientación de las normas de la vida moral, social y política, se vio incrementada en aquellos hombres que sin pensar adhirieron firmemente a un determinado orden, como sucedió con la mayoría de la sociedad de la Alemania en tiempos del nazismo y de la Rusia del régimen estalinista, cuando fueron capaces de invertir las normas básicas que habían constituido los fundamentos de la existencia personal y social hasta la irrupción de los totalitarismos. Y el hecho de que tras la caída de estos regímenes se haya producido una nueva inversión de los valores no resulta en modo alguno confortante para Arendt, sino que confirma el aciago resultado en el que concluye la abdicación del pensamiento.
La responsabilidad de descubrir el significado
La renuncia a pensar implica huir de la relación con uno mismo en procura de quedar liberado de la exigencia de justificar sus acciones y sus palabras ante el propio yo. La relación dialógica de cada ser humano consigo mismo, paradigmáticamente expresada en el «dosen-uno» socrático, es una facultad distintiva de la condición humana y por lo tanto presente en todo individuo; sin embargo, negarse a ejercer esta capacidad, eludir la relación consigo mismo, es una posibilidad siempre presente para todos, incluidos los científicos, intelectuales, investigadores y especialistas en actividades mentales. La actualización de esta posibilidad depende de la respuesta que cada hombre decida dar al reclamo exigente que emerge de la constitución de su propio ser. De este modo queda expuesta la explícita vinculación entre pensamiento y responsabilidad:
A quien desconoce la relación silenciosa del yo consigo mismo (en la que examino lo que digo y lo que hago) no le preocupa en absoluto contradecirse a sí mismo, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice o hace, o no querrá hacerlo; ni le preocupará cometer cualquier delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado al momento siguiente (VE: 213; cursivas nuestras).
Arendt concluye la primera parte de La vida del espíritu con significativas consideraciones referidas a la relación entre el pensamiento y el tiempo. ¿Dónde estamos cuando pensamos?, es la pregunta que guía su indagación. Y a ella responde que estamos en ningún lugar, puesto que, cuando el yo pensante se retira del mundo de las apariencias e interrumpe las actividades ordinarias para ocuparse de objetos que están ausentes, no solo desensorializa los fenómenos que se presentan a los sentidos, sino que también desespacializa la experiencia original. Sin embargo, la constatación de que los hombres no solo existen en el espacio sino también en el tiempo, amplía el significado de la pregunta por el topos de la actividad pensante. La brevedad de la vida del hombre es expresión irrevocable de su naturaleza finita conforme a la cual está “enclavado en un tiempo que se extiende infinitamente hacia el pasado y el futuro” (VE: 221). El pensamiento coloca sus representaciones y objetos en una sucesión ordenada temporalmente a la que Arendt llama cadenas de pensamiento y describe como una línea que progresa hasta el infinito (cf. Comesaña y Cure, 2006).
El tiempo presente en el que está inmerso el yo pensante es un campo de batalla entre el pasado que ya no es y el futuro que se aproxima pero que todavía no existe. Cada ser humano, sin embargo, no es un objeto pasivo inserto en una corriente que le pasa por encima y lo convierte en una especie de marioneta, sino que Arendt lo define como “un luchador que defiende su propia presencia” (VE: 227), que se inserta como un protagonista activo del combate mediante la asunción del presente como punto en que confluyen el pasado infinito y el futuro también infinito, desde el cual da origen a la cadena de pensamiento orientada hacia un punto indefinido, asimismo infinito. De este modo, la existencia humana está enraizada en la finitud del presente y limitada entre las fuerzas del pasado y del futuro, y al mismo tiempo intrínsecamente constituida por la apertura al infinito que es inherente a la vida del espíritu. Esta capacidad humana de insertarse en el fluir del tiempo, de romper la corriente de la sucesión indiferente, de introducir propósitos y procesos inéditos, de iniciar algo nuevo, no se puede dar por descontada ni es mecánica, sino que es una fuerza que depende la libre respuesta que cada sujeto dé a la emergente llamada de su propia condición, es decir, de su responsabilidad. A ella se refiere Arendt, al afirmar:
En esta brecha entre pasado y futuro encontramos nuestro lugar en el tiempo cuando pensamos, es decir, cuando tenemos la suficiente distancia del pasado y del futuro para confiarnos la responsabilidad de descubrir su significado, de asumir el papel de «árbitros» o jueces de los distintos asuntos sin fin de la existencia humana en el mundo, sin llegar jamás a la solución final de los enigmas, pero siempre dispuestos a aportar nuevas respuestas a las cuestiones que nacen de todo esto (VE: 229).
En tanto que piensa, puede el hombre descubrir el significado de los asuntos que conciernen a su existencia, es decir, que las cadenas de pensamiento en tensión al infinito posibilitan colocar los hechos de la vida concreta en relación con la totalidad y el sentido, y de este modo rescatarlos de su natural deslizamiento hacia su inexorable desaparición. Sin la relación con la totalidad y el infinito que realiza el pensamiento, el devenir inevitable de lo singular es su declinación, su ruina y, en última instancia, su confluencia en la transitoriedad, en el sinsentido, en la nada misma.
Y, una vez más, es preciso subrayar que el descubrimiento del significado es una posibilidad que cada generación y cada ser humano debe actualizar por sí de un modo nuevo, para trascender su propia finitud (cf. VE: 229-230). Para Arendt, es esta una tarea tan ineludible como compleja, puesto que, en su opinión, el hilo de la tradición se ha roto porque se ha perdido la continuidad del pasado que cada generación transmitía a la siguiente, de tal modo que los seres humanos de su tiempo solo se encuentran con un pasado fragmentado que ya no puede evaluarse con certeza. Podría preguntarse razonablemente si el mismo fenómeno no era constatable en épocas anteriores. No obstante, esta particular situación de fragmentación e incertidumbre que se prolonga más allá de los años aludidos por la pensadora hasta las primeras décadas del siglo XXI, configura un escenario de naufragio en el que, sin embargo, es necesario rescatar los tesoros más valiosos del pasado como un legado que permite encontrar algunos sobresalientes mojones o puntos de referencia en los que sustentar y orientar el itinerario de la frágil y riesgosa empresa de existir humanamente en el mundo real de las apariencias.