Un largo y sinuoso camino
La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se fundó en 1551 con el nombre de Real Universidad de México. Las mujeres estuvieron excluidas de sus aulas hasta finales del siglo XIX cuando iniciaron su ingreso a cuenta gotas en las escuelas nacionales. Es apenas hasta la década de 1990 cuando la matrícula alcanza una proporción balanceada entre hombres y mujeres pues todavía en 1970 ellas representaban solamente 22.8% del estudiantado inscrito en alguna licenciatura o posgrado.1
Los estudios históricos sobre la presencia de las mujeres en las instituciones de enseñanza superior dan cuenta de los variados obstáculos que debieron sortear las pioneras para incorporarse a éstas. Un buen ejemplo del nivel de hostilidad que desde tiempos remotos podía despertar su ingreso a las universidades es lo establecido en el decreto de 1 377 de la Universidad de Bologna:
Ya que la mujer es la razón primera del pecado, el arma del demonio, la causa de la expulsión del hombre del paraíso y de la destrucción de la antigua ley, y ya que en consecuencia hay que evitar todo comercio con ella, defendemos y prohibimos expresamente que cualquiera se permita introducir una mujer, cualquiera que ella sea, aunque sea la más honesta en esta universidad (citado en Palermo, 2006: 12).
La violencia a la que debieron hacer frente las mujeres que decidieron romper las barreras que impedían su ingreso a un territorio considerado como masculino se aprecia, por ejemplo, en lo ocurrido siglos después en una universidad escocesa:
Cuando Sophia Jex-Blake (1840-1912) solicitó el ingreso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo en 1869, le contestaron que no era decente que una mujer soltera asistiera a las clases. Tras organizar un grupo de siete mujeres, logró completar su primer año de estudios sin problemas. El segundo año, las mujeres que deseaban seguir el curso obligatorio de anatomía encontraron su camino bloqueado por estudiantes varones que formaban barricadas en las puertas del vestíbulo, les arrojaban barro y les gritaban obscenidades. Cuando ellas se abrieron camino, descubrieron que sus compañeros de clase varones habían metido una oveja en el aula, explicando que se habían dado por enterados de que los “animales inferiores” ya no estaban excluidos de las aulas. Cuatro años más tarde, la universidad ganó un pleito que le daba derecho a denegar a las mujeres sus diplomas. Cuando Jex-Blake intentó en 1875 que se incluyera a las mujeres con título de comadrona en la guía médica, todo el tribunal examinador de esta especialidad dimitió en señal de protesta (Anderson y Zinsser, 1991: II, 218).
En México, al igual que en otros países, la atribución de una inteligencia inferior a las mujeres sirvió de pretexto para cuestionar la pertinencia de su ingreso a las aulas universitarias. Un ejemplo de las limitaciones que se consideraban como rasgos de su intelecto son los señalamientos que hace Horacio Barreda en 1909 en un ensayo titulado “El siglo XX ante el feminismo” (citado en Nancy LaGreca, 2009: 1):
Ahora bien, la marcada repugnancia que inspira a la mujer toda observación abstracta, profunda y prolongada, a causa de la invencible fatiga que a poco le sobreviene, pone bien de manifiesto la debilidad relativa de sus órganos cerebrales que corresponden a las funciones de abstracción. En cambio, la meditación concreta, la observación sintética de las cosas reales, admite en ella un ejercicio mucho más sostenido; lo cual indica una aptitud cerebral mayor para ese género de observaciones […] La poca energía y vigor de sus facultades abstractas y analíticas ocasiona que la inteligencia femenina aprecie mejor las diferencias de los objetos que sus semejanzas.
En pleno siglo XX, en un periódico estudiantil de una universidad inglesa, apareció un artículo publicado en 1948 que ilustra el desprecio que los varones tenían por sus compañeras de aula “para los momentos en que nuestro ego requiere ese estímulo que sólo una inteligencia inferior puede dar, las mujeres son admisibles […] Pero para los demás eventos de la vida, sobre todo para la camaradería, la compañía de los hombres es una condición sine qua non” (Aiston, 2006: 12).
Más de 50 años después la vigencia de los prejuicios respecto a las cualidades intelectuales de las mujeres se aprecia en el ya famoso discurso pronunciado en 2005 por Larry Summers, entonces presidente de la Universidad de Harvard, quien no tuvo empacho en plantear como una de las tres explicaciones de la baja representación de ellas en las posiciones más destacadas en el área de ciencias e ingenierías de universidades muy prestigiadas, los atributos intelectuales innatos y diferenciados de hombres y mujeres (Summers, 2005).
En una investigación realizada en una universidad estadounidense con 120 estudiantes de ambos sexos, se encontró que los alumnos de esta institución eran identificados como poseedores en mayor medida que sus compañeras de cualquier característica que se les decía que formaba parte de los valores fundamentales de su universidad (Cuddy, Crotty, Chong y Norton, 2010).
Como vemos, el menosprecio hacia las mujeres ha estado presente a lo largo del tiempo dentro de las instituciones de enseñanza superior. En el caso de la UNAM este fenómeno se refleja actualmente en la encuesta aplicada por Buquet, Cooper, Mingo y Moreno (2014: 297): más de la mitad de hombres y mujeres (55.1% y 53.2% respectivamente) de la planta académica respondieron haber escuchado por lo menos una vez un comentario similar a “¿Qué puedes esperar?, es una mujer”. En el caso de la población estudiantil, 40% señaló haber observado que el personal docente concede menor seriedad a las respuestas y opiniones que dan las estudiantes en clase que a las de sus compañeros. De igual forma resultan ilustrativos los datos obtenidos en una encuesta aplicada a estudiantes de seis licenciaturas que se cursan en la Facultad de Estudios Superiores-Iztacala de la UNAM. De los 150 varones que participaron, 95% dijo estar de acuerdo con la afirmación “Las mujeres son menos inteligentes que los hombres” mientras que 94% de las 150 mujeres encuestadas negaron que esto fuera cierto (Robles y Arenas, 2014: 13).
A la luz de los datos presentados resulta pertinente considerar lo señalado por Bourdieu (2000: 116) sobre las consecuencias que acarrea el hecho de ser mujer en sociedades como la nuestra: “sea cual sea su posición en el espacio social, las mujeres tienen en común la separación de los hombres por un coeficiente simbólico negativo que, al igual que el color de la piel para los negros o cualquier otro signo de pertenencia a un grupo estigmatizado, afecta de manera negativa todo lo que son y todo lo que hacen”.
La vigencia del sexismo en las instituciones de educación superior
El hecho de que por largo tiempo se excluyera a las mujeres de las universidades argumentando que eran espacios dedicados a un quehacer que resultaba ajeno a sus cualidades intelectuales y deberes sociales en tanto futuras madres y esposas, dejó en estas instituciones una impronta de “territorios masculinos” que actúa como telón de fondo de comportamientos que abierta o veladamente las marcan, en no pocas ocasiones, como extranjeras. Sin embargo, la amplia presencia que hoy tienen en las instituciones de educación superior de muchos países ha llevado a considerar que la discriminación hacia ellas dentro de estos espacios es cosa del pasado. A propósito de esto Rantalaiho y Heiskanen señalan: “Las organizaciones y la gente sufren de ceguera de género: éstas no ven el género donde él llena la escena. También sufren de sordera de género: no pueden escucharlo en donde grita y susurra. Y sufren de mudez de género: son incapaces de hablar acerca de cómo actúa el género en sus prácticas diarias” (citado en Hearn, 2000: 210).
Una de las formas en que se ha caracterizado el trato discriminatorio que reciben en el día a día las mujeres en las instituciones de educación superior es el llamado “clima frío”. La metáfora de la frialdad se refiere al mismo tiempo a la incomodidad física y a la sensación de rechazo que se experimenta cuando un ambiente social es inhóspito. La figura retórica se entiende mejor cuando se aplica el antónimo: un ambiente cálido es confortable -un sitio donde una persona se siente “a gusto”- y deriva de una actitud social de aprecio y aceptación.
Hall y Sandler (1982), así como Sandler et al. (1996) identificaron en diversas universidades estadounidenses la ocurrencia cotidiana de una amplia variedad de prácticas discriminatorias hacia las alumnas, por ejemplo: hacer comentarios despectivos acerca de las mujeres y de su intelecto, hacerles proposiciones sexuales, referirse a los estudiantes como “los hombres” mientras que a las mujeres como “las niñas”, hacer bromas y contar chistes sexistas, el que los docentes hagan más contacto visual con los varones, les den más tiempo para responder y mayor atención a sus respuestas, preguntarle a la alumnas cosas simples mientras que a sus compañeros aquellas que requieren de pensamiento crítico, hacer comentarios sobre los atributos físicos y apariencia de las mujeres, usar un tono condescendiente con ellas. Las autoras señalan que la combinación cotidiana de estas prácticas, que consideradas por sí solas pueden parecer insignificantes, adquiere un importante efecto acumulativo que genera un “clima frío” que afecta negativamente a las universitarias. Así, el ambiente que produce la devaluación sistemática de las mujeres a través de variadas prácticas lesiona, además de su imagen, la confianza de ellas en sí mismas y en sus habilidades.
Los estudios realizados por Morley (2006: 544) acerca del trato que reciben las mujeres en universidades de Europa y África le permitieron observar algunas de las características que adopta el sexismo y que empañan la identificación de esta práctica “la naturaleza nebulosa del sexismo […] puede ocurrir mediante vías informales que transmiten poder tales como sarcasmo, chistes, exclusión y comentarios casuales, que lastiman y restan poder a la persona y la dejan insegura de la lectura que hacen de la situación”.
El interés por el estudio de las microinequidades condujo a Young (2006: 7) a focalizar la atención en los micro mensajes que se transmiten en las relaciones cotidianas “la comunicación con otros seres humanos a través de medios visuales, audibles, sublinguales, sin duda antecede a nuestra capacidad de hablar. De hecho, leemos los mensajes de manera muy natural sin pensar en éstos […] los seres humanos leen los micro mensajes que se dan entre de ellos de manera subconsciente”. Es importante subrayar que los micromensajes expresan sentimientos medulares y se manifiestan en, por ejemplo; gestos, miradas, tonos de voz, matices y las palabras utilizadas.
Ahora bien, junto con las formas escurridizas de discriminación es menester no dejar de lado aquellas en las que la animosidad hacia las mujeres se torna evidente. Por ejemplo, la exaltación del machismo que forma parte de la cultura estudiantil de una universidad mexicana, especializada en ciencias agronómicas, campo considerado como territorio masculino, conduce a que buena parte de los varones expresen una hostilidad abierta y sistemática hacia las mujeres (burlas, insultos, comentarios denigrantes, miradas ofensivas, amenazas, acoso sexual), que las llevan a adoptar conductas que las constriñen (no mirar en cierta dirección, limitar sus contactos personales, no circular por determinados espacios, guardar silencio, cambiar su vestuario), y a desgastarse con dudas cotidianas acerca de su capacidad de resistir este ambiente tóxico y no desertar de sus estudios (Castro y Vázquez, 2008).2 Fernández, Hernández y Paniagua (2005) reseñan diversos estudios realizados en universidades de Colombia que permiten apreciar que la infantilización y ridiculización de las mujeres, el desdeño de su capacidad intelectual y el acoso sexual, son hechos frecuentes dentro de éstas que se trivializan a pesar de sus efectos nocivos. En la investigación de Phipps y Young (2013) con 40 estudiantes inglesas y escocesas se identificó la presencia en los campus del Reino Unido de una cultura de chavos (lad culture), vinculada a la llamada crisis de la masculinidad, que la mitad de las participantes consideró “omnipresente dentro de sus campus”. Algunas de sus características son: “‘bromas’, sexismo y misoginia, homofobia, sexualización, objetivación de las mujeres, actitudes de apoyo a la violación y hostigamiento sexual” (Phipps y Young, 2013: 34). Esta cultura se manifiesta en los salones de clase ante la mirada indiferente de algunos docentes, en otros espacios universitarios, y en las relaciones personales entre estudiantes. Algunos de sus efectos son la inhibición y el silenciamiento de las mujeres, distintos tipos de malestar y dificultad para confrontar este tipo de comportamientos. En el estudio realizado por Swim et al. (2001: 49) con población universitaria de Estados Unidos, se observó que el sexismo era un hecho cotidiano pues las mujeres experimentaban semanalmente uno o dos incidentes, abiertos o sutiles, que tenían impacto en su bienestar. Como características de éstos se encontraron “creencias sobre los roles de género y prejuicios, comentarios y comportamientos despectivos, y objetivación sexual”. Los efectos psicológicos observados fueron enojo, ansiedad, disminución de la autoestima y comodidad, así como depresión.
Como se aprecia en todo lo señalado en este apartado, aún queda un largo camino por recorrer para que dentro de las instituciones de educación superior las mujeres encuentren un espacio propio.
Antes de pasar a la presentación de la información obtenida en los grupos focales es importante destacar, por las resonancias que tiene con los comportamientos que se observan en las facultades objeto de estudio, los señalamientos de Kardinter y Ovesey respecto al peso que adquieren en la vida diaria de los sujetos los diversos actos de discriminación. Así, respecto a los problemas que enfrenta la población negra para adaptarse a medios en los que de una u otra forma se les marca como inferiores, estos autores anotan:
La autoestima sufre […] porque constantemente reciben una imagen desagradable de sí mismos por el comportamiento que otros les dirigen. Éste es el impacto subjetivo de la discriminación social […] Parece haber un irritante siempre presente que no da alivio. Su influencia no obedece solamente al hecho de que esto resulta doloroso por su intensidad, sino también porque el individuo, para mantener un balance interno y para protegerse de ser sobrepasado por esto, debe iniciar maniobras restaurativas […] -todas bastante automáticas e inconscientes. Además de mantener el equilibrio interno, el individuo debe mantener una fachada social y algún tipo de adaptación al estímulo que lo ofende de manera que pueda preservar alguna efectividad social. Todo esto requiere de una constante preocupación a pesar […] que estos procesos adaptativos […] ocurren sin tener mayor conciencia (Kardinter y Ovesey, citado en Davis, 2000: 145).
Género y vida cotidiana en tres facultades de la UNAM
Desarrollo del estudio3
Para identificar las modalidades que adoptan las relaciones de género en la población estudiantil de la UNAM se realizaron grupos focales en tres facultades: Ingeniería, Psicología y Derecho. La elección de esta técnica obedeció a que la interacción que se da en estos grupos favorece la obtención de “una rica y detallada información acerca de los sentimientos, pensamientos, modos de comprensión, percepciones e impresiones de la gente en sus propias palabras” (Liamputtong, 2011: 6). Como señala Hennink (2007: 8), las interacciones que se dan en los grupos focales favorecen la calidad de los datos recolectados pues las reacciones de los y las participantes a los comentarios que escuchan “pueden conducir a la reflexión, refinamiento o justificación de los asuntos abordados, lo que puede producir un insight más profundo de los asuntos y el contexto en los que éstos se discuten”. Agrega que la discusión “permite a los participantes revelar sus propios puntos de vista y opiniones respecto al tópico en discusión, lo que puede desvelar visiones, ideas o asuntos no previstos por quienes llevan a cabo la investigación”.
Para la elección de las facultades objeto de estudio se consideró que la inclusión de Ingeniería y Psicología permitía la comparación de casos extremos ya que 81.2% de la matrícula de la primera pertenecía al sexo masculino, mientras que en la segunda 80.6% de su población estudiantil eran mujeres. Por otro lado, se consideró que el acercamiento a la Facultad de Derecho ofrecía la posibilidad de apreciar lo que ocurría en una escuela de gran tradición dentro de la UNAM en la que, además, por largo tiempo la población inscrita era mayoritariamente masculina pero que con el paso del tiempo había alcanzado un relativo equilibrio entre alumnas (58.5%) y varones (41.5%).
En cada facultad se realizó un grupo con hombres y uno con mujeres en los que participaron entre ocho y 12 estudiantes que habían cursado por lo menos tres semestres de alguna de las carreras que se ofrecen en estas escuelas. La separación por sexo obedeció al interés de procurar el desarrollo de un ambiente relajado que favoreciera la expresión libre de los y las participantes. El reclutamiento lo llevaron a cabo los funcionarios a cargo de los asuntos estudiantiles de cada facultad. Para ello se circuló una invitación en la que se precisaba el propósito de la investigación. Para formar los grupos se estableció la necesidad de que en éstos hubiera estudiantes de diversos semestres, turnos y ramas de la disciplina propia de cada facultad. Para la recolección y análisis de la información se consideraron: a) la forma en que el alumnado percibía el ambiente de su facultad, b) el trato que se daba entre el estudiantado, c) las relaciones entre docentes y estudiantes
La carga de ser mujer en la Facultad de Ingeniería
Como sabemos, un territorio que históricamente se ha consagrado como masculino es el campo de las ingenierías. El marcado desequilibrio numérico entre hombres y mujeres, así como las prácticas excluyentes que propician los discursos que le han dado sostén a tal desbalance, representan para las jóvenes, como veremos más adelante, una carga extra con la que hay que lidiar para poder sortear exitosamente sus estudios.
Un hecho por demás elocuente, aunque en apariencia resulte -como las mismas alumnas señalaron- una nimiedad, es que el número de baños disponibles para mujeres es muy reducido, lo cual les acarrea inconvenientes como los siguientes:
Por ejemplo, los baños de [este edificio] hasta arriba son sólo de hombres y si tú estás hasta el último piso tienes que bajar hasta el segundo o tercer piso para ir al baño y luego subir corriendo para [poder estar a tiempo] en tu clase.
Pareciera una nimiedad […] pero si tu quieres entrar al baño y está cerrado porque el de la limpieza no te quiere dejar pasar ¡córrele a buscar otro baño dos pisos más arriba en el otro edificio¡ O sea, desde ahí.
En caso de que sea de los profesores a los que se les tiene que pedir permiso para ir al baño… “¿Por qué te tardaste tanto tiempo?” “¿Tanto tiempo para el baño?” Pero pues todos están cerrados y tienes que correr al otro edificio y correr de regreso.
El que 2 607 alumnas (UNAM, 2014) no represente una cantidad suficientemente grande para que necesidades tan elementales como los baños que ellas requieren para su uso diario sean vistas y atendidas dentro de esta facultad, no obedece, como pudiera pensarse, a que ellas resultan invisibles dentro de ésta sino simple y llanamente a que sus necesidades no forman parte de la agenda institucional; es decir a que estas últimas sí son invisibles. Así, por ejemplo, el ambiente de respeto que debe garantizarse a cualquier estudiante se ve frecuentemente alterado por prácticas que las agravian y hostilizan pero que tampoco son objeto de atención alguna. La más conocida de éstas es el coro de chiflidos y gritos de “piropos” que como parte de una vieja y celebrada tradición de esta facultad se les dedican a las mujeres que atraviesan por la explanada.
Acerca de esta práctica las jóvenes comentaron el profundo malestar e irritación que les generaba pues era claro que lejos de halagarlas lo que se buscaba era incomodarlas y hacer burla de ellas. Agregaron que en no pocas ocasiones los chiflidos se acompañaban de gritos vulgares e hirientes. Es decir, se trata de una práctica que les permite a los jóvenes que la llevan a cabo -estén conscientes de ello o no-matar varios pájaros con una pedrada: exhibir la posesión de rasgos de la heterosexualidad que se les exige como norma en un espacio en el que las dudas sobre la orientación sexual no tienen cabida y significan un riesgo ya que traicionan “la hombría” que se espera de “el ingeniero”; pasar un buen rato a costa de las estudiantes; posicionarlas como objetos sexuales; marcar su territorio, así como controlar el paso de las intrusas por éste.
Como ejemplo de los efectos inhibitorios de los silbidos las chicas señalaron con enojo “muchas nos limitamos en la forma de vestir para evitar ese chifladero”. También dijeron que para evadirlos circulan por otros caminos de la facultad. Ahmed (2004: 70) señala que el miedo trabaja para permitir a algunos cuerpos habitar y moverse en el espacio público mediante la restricción del movimiento de otros cuerpos a espacios cerrados o contenidos. Agrega que la regulación de los cuerpos en el espacio a través de una distribución desigual del miedo permite que los espacios se conviertan en territorios que se reclaman como derecho por unos cuerpos pero no por otros.
En contraste con lo señalado por las alumnas, cuando se abordó con sus compañeros el tema de los chiflidos varios aludieron a esta práctica en un tono gozoso: “es un juego; lo hacemos nada más para molestar”, “es una bonita tradición […] nada más nos queremos divertir y sabemos que se ponen rojas y se chivean”, “la autoestima [de las estudiantes] sube hasta las nubes”. También se dijo que en realidad era una práctica anodina ya que las reacciones que suscita y la importancia que se le da obedece a la manera de pensar de las propias mujeres. Dicho de otra forma, es a ellas mismas y no a ellos a quienes hay que atribuirles la responsabilidad de cualquier incomodidad que les puedan despertar los chiflidos, así como los gritos que los acompañan.
Otro asunto que disgusta a las estudiantes es la forma en que algunos docentes las señalan como extranjeras pues abiertamente externan lo inadecuado que les resulta la presencia de ellas en clase “ustedes no deberían de estar aquí, váyanse a psicología o administración […]”, “ay, las mujeres son tan lindas cocinando y cuidando hijos”, “seguro ustedes sólo vienen aquí a buscar marido; ya lo van a encontrar así que no tienen que aprender. Sálganse, ya tienen diez [de calificación]”. Las alumnas señalaron que la frecuencia que alcanza este tipo de mensajes les ocasiona irritación y cansancio. ]
De igual forma les generan fatiga y malestar los chistes sexistas de algunos docentes y alumnos que buscan de esta forma ganarse el aplauso de la clase. Asimismo el lenguaje soez y los albures que forman parte del habla cotidiana en esta escuela “el lenguaje es muy masculino, todo tiene un doble sentido y les vale si estás ahí”. Ellas señalaron que algunos docentes usan tal tipo de lenguaje en clase como forma de acercarse a los varones, lo cual les parece improcedente y más aún cuando se dirigen a ellas de igual forma. Junto a todo esto hay que considerar que cuando pasan al pizarrón no es raro que sus compañeros hagan comentarios sobre su apariencia -“una chava pasa y todos empiezan a murmurar y decir cosas, yo dije ‘no voy a pasar al pizarrón’”- frente a lo cual los docentes adoptan una actitud indiferente o complaciente.
Cabe aquí subrayar la observación que hace McIntryre (2000: 169) respecto a que las injurias que forman parte de la discriminación no golpean solamente a quien es el blanco directo de éstas sino al conjunto de los miembros del grupo pues la resonancia con lo ocurrido los lleva a aprender de estos incidentes.
Respecto a la forma de vestir de sus compañeras los alumnos comentaron “si una chava viene bien arreglada solita se pone la soga al cuello”, “el primer día todas las niñas venían súper arregladas pero ya como va pasando el semestre vienen de pants o así”, “siempre traen pantalones, sudaderas, playeras; como si se quisieran mezclar entre los hombres […] mezclar, camuflajear con nosotros”. Otro señalamiento de los cambios que dijeron observar en las estudiantes era que algunas “para no quedarse atrás” imitaban su forma de hablar y tratarse. Así, vemos que la mimetización es una estrategia que adoptan algunas jóvenes para adaptarse a este medio hostil y no ser vistas como extranjeras.
No puede dejarse de lado la consideración de algunas de las descalificaciones que en forma abierta hicieron los varones acerca de la apariencia de sus compañeras. Así, cuando se les preguntó sobre la presencia de ellas en esta facultad señalaron que eran muy escasas y además “no son bonitas”, “por alguna rara razón aquí no hay mucha mujer muy guapa, pasa algo raro”, y otro más dijo que parecían hombres. Estos comentarios fueron celebrados con risas sonoras de la mayoría. También se criticó el que algunas “no se den a respetar”; por ejemplo, “en un salón éramos 40 hombres y sólo una chava, pero como que no se daba a respetar porque es de esas que se para y [se exhibe] echando relajo enfrente de todos”. Como vemos, de acuerdo con el juicio de estos jóvenes hay entre las estudiantes de esta facultad un déficit de la belleza y discreción que se espera de ellas. También se aprecia que sigue vigente la vieja idea de que el respeto hacia las mujeres no es un derecho sino algo que tienen que ganarse reiteradamente ajustando su comportamiento a las expectativas y convenciones sociales de género.
Una de las características del ambiente de esta facultad es la tensión que manifiesta experimentar el estudiantado debido a una carga académica muy fuerte que prácticamente no les deja tiempo libre para socializar. Junto a esto, en el caso de las mujeres, la escasez de alumnas dificulta establecer relaciones entre ellas pues “cada quien anda en su onda”, lo que frente a la hostilidad que despierta su presencia les transmite una sensación de aislamiento y soledad; por ejemplo una señaló: “Es que muchas veces decimos ‘es que yo estoy sola’, hay contrariedades y en realidad tú jamás te atreves a decir ‘sí, la verdad me siento de tal manera, necesito tal cosa’, a pedir cosas. Yo creo que la falta de comunicación es algo que también nos ha mantenido guardadas, restringidas”.
Cabe aquí considerar los señalamientos que hace Richard Delgado (citado en McIntyre, 2000: 164) a propósito de las micro agresiones diarias y de baja intensidad que experimentan en las instituciones académicas minorías como las raciales. Precisa que este tipo de conductas mantienen en el margen y un poco fuera de balance a la población que no es blanca; es decir a quienes como sucede con las estudiantes de esta facultad se mira como sujetos fuera de lugar: “Recibimos estos recordatorios ocasionales de que somos diferentes y en realidad tampoco deseados. Esto nos previene de comenzar a pensar que realmente podríamos pertenecer a este lugar. Nos hace un poco introspectivos e inseguros de nosotros mismos, también nos previene de organizarnos en nombre de cosas más importantes”.
Como puede apreciarse en la información presentada, la hostilidad que circula en este territorio masculino demanda de las estudiantes un trabajo invisible en el que invierten cotidianamente una buena dosis de energía para paliar el desgaste emocional que les producen las tensiones extra a las que se ven sometidas por el sólo hecho de ser mujeres. A propósito de esto resulta ilustrativo el comentario de una estudiante “Esta es una facultad para hombres, no para mujeres [y para sobrevivir en ésta] hay que imponerse. Sí, te impones a las críticas, a las ofensas, a todo […] Las que no pueden imponerse se dan de baja”.
En suma, a) el enojo que les produce a las alumnas las dudas sobre su capacidad intelectual para esta disciplina que externan algunos veladamente y otros sin velo alguno, las orilla a pelear por un lugar -“vas a ver como sí [puedo]”, “claro que puedo y mejor que todos ustedes”, “estoy haciendo lo que amo y no me importan las trabas que me pongan en esta facultad o afuera. Voy a conseguirlo”- que, en principio, se concede gratuitamente a quienes por su sexo se considera como portadores de las virtudes superiores que se atribuyen a “la inteligencia masculina”; b) la renuncia que tienen que hacer a elegir sin coerción alguna la ropa que han de vestir en su escuela; c) la necesidad de estar alertas para evitar ser objeto de actos de acoso sexual; d) la tensión que les produce ir al baño por el tiempo y esfuerzo extras que han de invertir ante la ausencia de servicios para ellas en todos los pisos del edificio, así como por los reclamos que han de enfrentar de parte de algunos profesores que se sorprenden por el largo tiempo que consideran que ellas toman para algo tan simple como ir al baño; e) el tener que desistir de pasar al pizarrón en respuesta a la amenaza de comentarios y burlas sobre su apariencia, f) la necesidad de buscar caminos alternos para evitar los chiflidos y gritos cuando cruzan por el patio, g) la devaluación de su ser mujeres que se opera mediante los chistes sexistas que se cuentan y celebran ampliamente en esta facultad, h) la mimetización a la que recurren algunas con la intención de pasar desapercibidas; i) los límites que hay que estar marcando una y otra vez para “hacerse respetar”, son ejemplos de la energía extra que han de invertir para batallar con los actos con los que se delimita la posesión masculina de un territorio.
La alusión de estas alumnas a la necesidad de imponerse para sobrevivir en esta facultad resuena con la experiencia de extranjería a la que se enfrentó, en tanto mujer y chicana, Margaret E. Montoya cuando ingresó a la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard, así como con su vivencia de los recursos camaleónicos que puso en práctica para protegerse:
Para grupos estigmatizados como la gente de color, los pobres, las mujeres, los gays y lesbianas, asumir una máscara es comparable a estar en el “escenario”. Estar en el “escenario” se experimenta frecuentemente como estar agudamente consciente de nuestras palabras, afectos, tonos de voz, movimiento y gestos porque parecen fuera de sincronización con lo que pensamos y sentimos. Tememos que en momentos inesperados descubrirán alguien o algo diferente de lo que pretendemos ser (Montoya, 2000: 516 y 517).
A pesar de la proporción numérica
La información recabada en los grupos focales realizados en las facultades de Derecho y Psicología permite identificar otras modalidades de discriminación hacia las estudiantes. En la primera de éstas, algunos docentes promueven en las jóvenes la idea de que el campo adecuado para el ejercicio de su trabajo es el derecho civil pues, según les dicen, la fragilidad de las mujeres torna la rama penal como inapropiada para ellas debido a que la práctica de ésta “las enfrentaría a cosas muy duras”; en cambio la empatía que les asignan como característica natural, su supuesta capacidad innata de ponerse en el lugar de los otros, las hace ideales para litigar el tipo de asuntos que pertenecen al área civil. Esta división de tareas en “rosa y azul” también se traduce en la asignación de ciertos deberes que se asocian a los domésticos “hay maestros que les dicen a las alumnas ‘¿puedes pasar a borrar el pizarrón?’ o ‘compañera, pase a borrar el pizarrón’. Y tú así… ‘¿Por qué ellas y no ellos?’”. La ropa que se les demanda usar cuando acuden a los juzgados también adquiere signos distintivos pues mientras a los hombres se les exige llevar traje y corbata, a ellas, además de vestir formalmente, algunos les piden “ir bonitas” lo que supone que además de usar traje sastre deben maquillarse y cuidar el largo de la falda de manera que luzcan “como damas”.
En el grupo de varones se comentó que una de las prácticas que llevan a cabo es la de clasificar a las mujeres en razón de sus atributos físicos. Así, cuando alguna está en falla de acuerdo con los estándares de belleza de estos jóvenes no es raro que se refieran a ella en términos peyorativos -“¡ay! qué araña”- que, tal como se espera, provocan la risa cómplice de la audiencia masculina. Respecto a este tipo de prácticas Quinn (2002: 392) señala que para los hombres “el escrutinio de las mujeres opera como una táctica específica de poder […] La mirada demuestra su derecho como hombres a evaluar sexualmente a las mujeres. A través de la mirada se reduce a la mujer a quien se observa a objeto sexual”.
Ahora bien, cuando alguna es considerada guapa lo que ocurre con frecuencia es que se le usa de pretexto para bromear sobre quién tiene la capacidad de conquistarla y obtener “sus favores”. Es decir, la joven se vuelve el pretexto para establecer entre ellos un divertido torneo verbal para dirimir quién es el macho alfa. Respecto a esta clasificación las chicas mostraron su desagrado y dijeron que todo el mundo en la facultad sabe “cómo estás clasificada”. Por otro lado, de acuerdo con las estudiantes, su atractivo físico también influye en las calificaciones que otorgan algunos profesores “es algo humillante […] sales con diez [de calificación] pero en realidad no fue porque estudié sino porque me vio bonita y ya tengo diez […] Eso es algo que duele”. Como vemos, al igual que sucede en Ingeniería, en esta facultad los atributos físicos de las mujeres adquieren relevancia de distintas formas.
Rhode (2009: 1 040, 1 054 y 1 059) señala que mucha de la preocupación que muestran las mujeres por su apariencia física responde al ridículo, vergüenza, culpa y discriminación que derivan de las presiones sociales alrededor de este asunto. Señala que en este tema también se observa la aplicación de un doble estándar ya que las mujeres encuentran más presión para ser atractivas y mayores sanciones por no serlo, lo cual tiene como consecuencia que el valor propio depende en mayor medida de sus cualidades físicas que en el caso de los hombres. Agrega que la preocupación que existe por la apariencia de las mujeres refuerza los estereotipos de género y promueve la evaluación de las mujeres en términos de su atractivo sexual en vez de por su carácter, competencia, esfuerzo o logros. Por otro lado, señala que la discriminación por motivos de apariencia tiene entre sus efectos la restricción de la libertad individual, la erosión de la autoestima, la exacerbación de estigmas, y el reforzamiento de desventajas sustentadas en la clase, raza, etnia, y orientación sexual.
La devaluación de las mujeres y de aquellos a quienes se ve como sus semejantes -es decir, los homosexuales- se opera también a través de burlas y comentarios despectivos como “las mujeres son unas interesadas, sólo quieren dinero”, “con una faldita así, hasta yo me saco diez [de calificación]”, “a ver ustedes, par de putos, suéltense las manitas”, así como de “chistes” con los que se busca obtener la complicidad de la concurrencia masculina. Por ejemplo, una chica comentó que uno de sus docentes contaba chistes sexistas que eran premiados con risas sonoras de parte de sus compañeros y “las mujeres pues nos teníamos que callar”. Algunos alumnos señalaron sentirse incómodos frente a este tipo de prácticas e incapaces de externar su malestar debido a las represalias que temen de parte de sus profesores -“es como ponerte con Sansón a las patadas”-, ya que consideran, al igual que sus compañeras, que tanto en el campo del derecho como en esta facultad adquieren gran peso en las trayectorias laborales y académicas las relaciones que se establecen con quienes ocupan lugares jerárquicos. La sensación de indefensión que experimentan frente a las posibles represalias de sus docentes fue subrayada por hombres y mujeres.
En la Facultad de Psicología la desproporción que existe entre el número de mujeres y de hombres no conduce a la discriminación de la minoría masculina. Así, en la información obtenida con unas y otros en los grupos focales, ambos sexos coincidieron en señalar el trato amable que se daba a los varones en esta facultad. Las estudiantes agregaron que el hecho de que ellos sean pocos los lleva a ser objeto de ciertos privilegios -“no sé por qué pero sí pasa, la mayoría del tiempo pasa”- como el que se les disculpe sin mayor problema cuando no cumplen con las responsabilidades adquiridas con sus grupos de trabajo: “!ay¡ no hice el trabajo”, “no te preocupes, ahorita lo terminamos”. Otro ejemplo de las consideraciones que reciben es lo comentado por una alumna respecto a lo que ocurre con frecuencia cuando ellos son muy pocos en la clase -por ejemplo cuatro de 60-: “son muy escuchados porque cuando hablan son así de ‘¡habló el hombre!’”, también se dijo que ellos intervienen mucho en las clases para hacerse notar.
Otro asunto que destacaron las estudiantes es el papel de mediadores que los varones cumplen cuando se dan conflictos entre las alumnas “las tranquilizan, les dicen ‘todo está bien’ y hablan con las dos partes”. Su amistad con los hombres fue celebrada en términos como los siguientes “nos escuchan, nos tienen paciencia, sirven de intermediarios. Entonces es padrísimo ser amiga de un hombre”. Es decir, entre las cosas que estas jóvenes celebran está una actitud condescendiente hacia ellas y el que los varones ejerzan el papel de apaciguadores en las disputas entre mujeres.
Por su lado, los alumnos entrevistados señalaron que “las mujeres ceden el liderazgo”. Así, “normalmente cuando es un grupo de puras mujeres aunque lo intentes no puedes pasar desapercibido. Te voltean a ver, te asignan el papel [de líder] y yo lo tomo”; de igual forma se afirmó “te vuelves como el mini maestro del equipo. Entonces muchas veces es una posición bastante cómoda”. En general los jóvenes piensan que sus compañeras son muy “apapachadoras” con ellos “ay, pero tú ya hiciste mucho [trabajo]”, “ay, te ves muy cansado, deja de hacerlo”. Agregaron que ellas “son muy altruistas en ese sentido, cuidan mucho nuestro bienestar”, comentario que fue celebrado con un coro de risas. Como se aprecia, en los comportamientos entre hombres y mujeres de esta facultad se hacen claramente presentes añejos libretos de género.
Al igual que sucede aquí, en el trabajo de Simpson (2004: 357-358) sobre la experiencia de los hombres en ocupaciones en las que abundan mujeres se identificaron diversos beneficios para ellos en tanto minoría: consideraciones y trato diferencial que incrementan los prospectos de su carrera, su estatus como varones les proporciona mayor autoridad y liderazgo, las relaciones con las mujeres les resultan una fuente de confort.
A propósito de la deferencia mostrada por las estudiantes hacia sus compañeros es pertinente considerar las reflexiones de Hochschild (2003: 163-165) respecto a las marcas de género en el trabajo emocional que desarrollan hombres y mujeres. Dice que en la base de las diferencias que se observan está el hecho de que, en términos generales, las mujeres tienen mucho menos acceso independiente al dinero, poder, autoridad o estatus social. Esto conduce a que hagan del trabajo emocional un recurso que ofrecen como regalo a los hombres a cambio de recursos de los que ellas no disponen. Junto a esto, Hochschild señala la necesidad de considerar que hay una especialización en las tareas emocionales que han de cumplir hombres y mujeres: en general ellas han de controlar el enojo y la agresión para ser “lindas”, mientras a los hombres se les asigna ser agresivos con quienes rompen diversos tipos de reglas, lo cual supone controlar el miedo y la vulnerabilidad.
Un hecho que debe destacarse es que mientras las alumnas de Psicología aludieron a sus compañeros de manera cordial en todo momento, en el grupo de varones prevaleció un tono mordaz al hablar de ellas. Incluso, sin miramiento alguno, un joven puso abiertamente en entredicho las capacidades intelectuales de sus compañeras: “Y el caso es que no saben cómo trabajar, no saben cómo. Les das un texto y no saben dar una opinión crítica al respecto”; comentario que produjo como única reacción el silencio de la concurrencia. Poco antes de terminar la entrevista uno de los jóvenes pidió la palabra para decir que se había quedado incómodo pues le había parecido “un poco despectivo” tal comentario; lo que también produjo silencio.
Por otro lado es menester mencionar que en el discurso de los varones de las tres facultades acerca de sus compañeras se deslizaba un “sí…, pero no”. Es decir, la frecuencia del sarcasmo, de los coros de risas burlonas, de la condescendencia, y de las guasas que de una u otra forma se hacían a propósito de características que decían observar en ellas -por ejemplo, conflictivas, mataditas, puntillosas; y usar sus atractivos físicos como arma-, traducía una devaluación, una forma de ponerlas en duda que contrastaba con el buen espíritu con el que decían que las acogían como compañeras. A diferencia de esto y salvo en Ingeniería en donde las estudiantes mostraban abiertamente enojo hacia sus compañeros, en los grupos de alumnas de Derecho y Psicología las alusiones a ellos se hicieron en tono de compañerismo. Frente a este “sí…, pero no” resulta interesante traer a la memoria lo escrito por Virginia Woolf (1986: 33 y 34) en uno de sus textos emblemáticos:
Hace siglos que las mujeres han servido de espejos dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos veces agrandada […] Los espejos, aunque tienen otros empleos en las sociedades civilizadas, son esenciales a toda acción violenta y heroica. Por eso Napoleón y Mussolini insisten con tanto énfasis en la inferioridad de las mujeres, porque si ellas no fueran inferiores, ellos no serían superiores. Eso en parte explica lo necesarias que son las mujeres al hombre. Y también explica lo nerviosos que éstos se ponen bajo la crítica de aquéllas; la imposibilidad de que una mujer opine que tal libro es malo, o tal cuadro es flojo, sin provocar más resentimiento y más ira que si opinara un hombre. Pues si ella quiere decir la verdad, la imagen del espejo se encoje; su capacidad vital disminuye.
La ignorancia: un cómodo recurso
Al igual que sucede con otros colectivos sociales cuyos miembros pagan con diversas formas de exclusión las diferencias que las y los marcan como sujetos en falla -tener la piel oscura, ser pobre, ser homosexual, tener alguna discapacidad, entre otras-, el tránsito de las mujeres por las universidades está lejos de ser una experiencia tersa, a pesar de la amplia presencia que hoy tienen en éstas. Como vimos, día a día han de lidiar, por el sólo hecho de ser mujeres, con obstáculos o molestias que, por ejemplo, la frecuencia, la costumbre, la tradición, la ideología, las reglas no escritas y las normas han vuelto insignificantes o de plano invisibles; y que cuando por alguna razón se destacan y cuestionan suelen calificarse como la exageración de una minucia que resulta de una extrema sensibilidad, o del interés de denostar a la propia institución o a alguno de sus miembros que por distintas razones es objeto de cobijo institucional. La emocionalidad que se atribuye a las mujeres y la “irracionalidad” que en consecuencia acompaña sus juicios y los convierte en objeto frecuente de descalificación llevan a recordar lo que dice Taliaferro-Baszile (2011: 277): “En el discurso de lo racional los sentimientos se niegan y, a pesar de ello, al mismo tiempo conducen la agenda completa: sentimientos de miedo, sentimientos de superioridad, sentimientos de codicia, y sentimientos de culpa”. Respecto a la irracionalidad que se atribuye a las mujeres Lewis y Simpson (2012: 152) observan que una forma de preservar y ocultar la posición privilegiada que ocupan los hombres es la utilización de un discurso esencialista que las hace aparecer como “incomprensibles, no racionales e impredecibles”.
Un ejemplo de las dificultades a que se enfrenta el reconocimiento de la discriminación en las instituciones de educación superior, por ejemplo los reportes sobre el “clima frío” que se han realizado en diversas universidades de países como Canadá y los Estados Unidos, se muestra en el análisis que hace McIntyre (2000) a propósito de lo ocurrido en la Universidad de British Columbia en donde su presidenta declaró como infundadas las quejas sobre la presencia sistemática de prácticas y dinámicas de carácter sexista y racista que hizo el estudiantado del Departamento de Ciencias Políticas. Asimismo, declaró como deficiente la investigación externa que se hizo, la cual daba apoyo a las quejas y demandas del alumnado. En su análisis, la autora identifica la persistencia entre los individuos privilegiados, en particular de los profesionales intelectuales de estas universidades, de lo que identifica como la “ignorancia estudiada” o la ignorancia que se cultiva acerca de la naturaleza y dinámica de la desigualdad que se ejerce en forma sistemática y que se muestra en tales reportes. McIntyre señala que la opción de no saber y no pensar que eligen estos privilegiados les permite, entre otras cosas, disociarse de los beneficios que les acarrean las relaciones de dominio establecidas, así como afirmar su inocencia individual respecto al ejercicio de hábitos opresivos de privilegio sistemático. Asimismo, el cultivo recurrente de este tipo de ignorancia permite justificar la falta de acción institucional frente a los reclamos sobre la inequidad sistémica.
En un texto ya clásico, McIntosh (2004: 188 y 192) reflexiona acerca de su propia experiencia como miembro de la población blanca en los Estados Unidos, así como de los privilegios que esta pertenencia acarrea. Señala que en su país se han concedido ventajas -políticas, sociales y culturales- a esta población que resultan invisibles para la mayoría de quienes forman parte de ella, pero que resultan obvias para otros sujetos. Precisa que a quienes tienen tal color de piel se les ha enseñado a no reconocer los privilegios que tienen, así como a los hombres se les ha enseñado a no reconocer los privilegios masculinos. Agrega que ella ha llegado a ver estos privilegios de la población blanca como un paquete invisible de ventajas o activos inmerecidos de los que puede disponerse cada día, pero de los cuales debe permanecerse sin tomar conciencia. Anota que ella nunca se vio a sí misma como racista porque fue enseñada a reconocer el racismo solamente en los actos malvados de miembros individuales de su grupo, pero nunca en sistemas invisibles que confieren un dominio racial no buscado. También señala que para rediseñar los sistemas sociales se debe, en primer lugar, reconocer sus colosales dimensiones no vistas. Los silencios y negaciones alrededor del privilegio son la herramienta política clave debido a que mantienen incompleto el pensamiento sobre la igualdad o la equidad; asimismo, al hacer de estos temas un tabú se protegen ventajas inmerecidas y la dominación que se ha otorgado a ciertos grupos.
El reconocimiento de las dimensiones no vistas como paso necesario para cambiar los sistemas sociales que excluyen de mil maneras a quien se instituye como “el otro” nos remite a considerar los señalamientos en torno a las epistemologías de la ignorancia. Tuana (2004: 195-197) señala que el trabajo epistemológico no debe limitarse a dar atención a lo que se sabe o se cree que se sabe, ya que si se quieren realmente entender las complejas prácticas de la producción de conocimientos y los variados elementos que dan cuenta de las razones por lo que algo es conocido, resulta igualmente necesario identificar las prácticas que están en la base de lo que no se sabe; es decir de aquello que explica nuestra falta de conocimiento sobre algún fenómeno. Agrega que lo que se ignora está lejos de ser una simple falta de conocimiento que la buena ciencia busca desvanecer, por lo cual lo ignorado se entiende de mejor manera como una práctica apuntalada por causas sociales tan complejas como las que están en la base de lo que se conoce -el binomio conocimiento-ignorancia se cruza con el poder-. Así, la ignorancia no debe ser teorizada como una simple omisión o hueco pues con frecuencia es construida y preservada en forma activa, y se vincula a asuntos de autoridad cognoscitiva, duda, confianza, silenciamiento e incertidumbre. Puntualiza que si bien la producción de ignorancia no siempre está vinculada a sistemas de opresión, resulta importante tener presente qué tan a menudo la opresión está ensombrecida y trabaja a través de la ignorancia. Por esto, la pregunta acerca de a quién se beneficia y a quién se pone en desventaja con aquello que se ignora forma parte del trabajo epistemológico. Por su lado, Fernández (2007: 33) señala: “lo que una teoría no ve, o no enuncia, no son sus eventuales errores o defectos, sino sus objetos prohibidos, sus objetos denegados, sus impensables”.
Frente a la abundancia de lo que convenientemente se ignora, de lo “no visto”, resulta importante tener presente la propuesta pedagógica de Boler (1999) que tiene como centro la incomodidad, el malestar. La autora señala que el propósito de ésta es invitarnos a revisar las huellas que ha dejado en nuestra mirada la cultura dominante del periodo histórico en que nos hemos desenvuelto:
El primer signo del éxito de una pedagogía del malestar es muy simple: la habilidad para reconocer qué es lo que no quiero saber y qué inversiones emocionales he hecho para protegerme de tal saber. Este proceso puede requerir una “pérdida trágica” inherente a esta indagación educativa; enfrentar demonios y un sentido precario del yo. Sin embargo, al hacer esto se gana un nuevo sentido de interconexión con otras/os. Idealmente una pedagogía del malestar representa un intercambio recíproco y una exploración historizada de nuestras inversiones emocionales. A través de la educación nos invitamos unas/os a otras/os a arriesgarnos a “vivir en el límite de nuestra piel”, donde encontramos la mayor esperanza de revisarnos a nosotras/os mismas/os (Boler, 1999: 200).
Ante el cómodo y conveniente hábito de la ceguera respecto a aquello que pone en tela de juicio la supuesta neutralidad que proclaman como característica instituciones como las universitarias, en donde “la razón”, “la objetividad” y los méritos académicos -aislados de cualquier consideración crítica respecto a todo lo que entrañan- se hacen aparecer como el criterio rector de la vida institucional,4 la información presentada da cuenta de una variedad de formas de discriminación que operan cotidianamente en la vida escolar y que traducen la persistencia de la añeja valoración desigual de hombres y mujeres, de “lo masculino” y “lo femenino”. Formas que a pesar de la aparente insignificancia de muchas de ellas propician, como ya vimos, un “clima frío” que afecta la experiencia de las estudiantes.
El arraigado sexismo que forma parte de la cultura y el ambiente institucional de la UNAM,5 las formas unas veces sutiles y otras veces descaradas en que éste se manifiesta en la vida cotidiana, no sólo de la población estudiantil sino también de la académica y administrativa (véase Buquet et al. 2014; Bustos y Blázquez, 2003; Mingo y Moreno, 2015), obliga a emprender acciones encaminadas a producir un cambio cultural que dé sostén a la renovación de la vida universitaria, de las relaciones entre sus diferentes integrantes, lo cual, sin duda alguna, supone un ejercicio profundo de autocrítica respecto al tratamiento que se otorga y los límites impuestos a lo largo del tiempo a quienes, ya sea por su sexo, color de piel, origen social, orientación sexual, lugar en la jerarquía institucional o cualquier otra forma de distinción, se les ha cargado con el peso de ser “los otros”, “los extraños”, “los que no son”. Cabe aquí considerar lo señalado por Bauman (citado en Sabido, 2012: 120, cursivas en el original) a propósito de la otredad:
El extraño socava el ordenamiento espacial del mundo: la coordinación, al fin lograda, entre la proximidad moral y topográfica […] El extraño perturba la resonancia entre la distancia física y psíquica: está físicamente cerca mientras que se mantiene espiritualmente muy lejano. Él trae consigo el círculo interior de la proximidad, el tipo de diferencia y otredad que son anticipados y tolerados sólo en la lejanía -donde pueden ser rechazados como irrelevantes o repelidos como hostiles.
No cabe duda que asumir como tarea dentro de la Universidad la puesta en práctica de la pedagogía del malestar, de la incomodidad que nos propone Boler, contribuirá en forma sustantiva al cambio cultural que requerimos lograr para que el conjunto de sus integrantes abandonemos los prejuicios que nos limitan y que se traducen en comportamientos discriminatorios hacia quienes, tomando como referente nuestro espejo, posicionamos como “los otros”.