Introducción1
El culto a los muertos es tan antiguo como antiguo es el acto de morir. La muerte, como evento que conmueve personal o colectivamente, ha sido tan atávica que se descubre no sólo como proveedora de sentimientos, creencias y mitos, sino también como el origen del pensamiento simbólico y la cultura. Históricamente, marcar el lugar del deceso y reservar un lugar para su enterramiento se ha vuelto una necesidad emocional, lo cual hace que la tumba se convierta no sólo en la depositaria de ambas cualidades sino, sobre todo, en el inmejorable testimonial mnemotécnico de las afecciones que suscita, y se revela, incluso, en no pocos casos como reificación del inicio simbólico de colectivos, familias, clanes, sociedades, ciudades y civilizaciones.
Por lo mismo, sea como cementerios o como tumbas, la convivencia de los vivos con los muertos ha sido desde siempre una práctica común. Inclusive, cuando han surgido condiciones que pudieran alterar tal convivencia, habrían emergido una serie de prácticas para impedirlo. Tal es el caso de los cenotafios, memoriales mortuorios que, en Latinoamérica, tienen una significación exacerbada cuando la muerte habría ocurrido bajo un par de situaciones: en el espacio público y, ante todo, en condiciones súbitas de violencia o injusticia. Tumbas vacías, marcas, cruces u objetos personales del difunto, o altares de naturaleza efímera, serían los objetos más socorridos en esta búsqueda simbólica por conservar su presencia o conjurar su desmemoria.
Desde el inductivismo y tomando a la fenomenología como método interpretativo, en este ensayo se reflexiona sobre ello. Para lograrlo, se emplea lo que propone Heidegger2 para este tipo de problemas concretos, o sea, la racionalidad de lo religioso a través de las experiencias vivenciales, testimoniales y originarias de la vida fáctica o cotidiana. Utilizando herramientas de la historicidad documental, así como etnográficas, se realizaron durante el periodo de cuarentena pandémica entrevistas semiestructuradas con una duración en promedio de media hora, centradas en el problema, triangulando las vivencias experienciales de quien ha censurado, colocado, vivido o testificado este tipo de memoriales: sacerdotes católicos, familiares, amigos, terceros o deudos. En su mayoría fueron entrevistas telefónicas y personales y otras tantas vía Zoom y correo personal, realizadas entre los meses de marzo y abril del 2021.
El texto se divide en siete partes. En la primera se reflexiona sobre el papel de la muerte en la sociedad de todos los tiempos, en cómo la convivencia entre ambos mundos ha representado la mayor dicha de toda ciudad y familia. En la segunda se relata a la tumba como un objeto de doble valía: es señalización y es emoción. En la tercera se establece la posibilidad de sustituir las tumbas tradicionales por tumbas vacías, móviles u objetos sin menoscabo de la conmemoración ni de su sacralidad. La cuarta y quinta meditan sobre los cenotafios y su significado, sobre cómo su habituación en los espacios públicos puede llegar a su disimulo rutinario y banal, aunque en contraparte, el catolicismo popular habría ayudado a su proliferación en las ciudades de Latinoamérica. La sexta, la empírica, incluye los fragmentos de las referidas entrevistas que permitieron construir una discusión que, a manera de generalizaciones, comprenden el apartado final.
Muerte y ciudad
Aristóteles, tratando de describir una ciudad ideal, la plantea desde dos características. A la primera, la del territorio, la establece en asuntos utilitarios de poder, función y autosuficiencia; a la segunda, la del ciudadano, aunque habla de impartición de justicia, de relación entre gobernados y gobernantes, la establece en asuntos emocionales, indicando la necesidad del vis a vis, de los vínculos interpersonales, de “que los ciudadanos se conozcan unos a otros y sus cualidades respectivas”.3 De la misma manera, para caracterizar a estos habitantes, dice Billig4 que habrían dos tipos de variables que les son comunes: las objetivas, como la geografía, la religión o la lengua, y las subjetivas, como la identidad, la ideología o el imaginario.
Sea desde el espacio, sea desde sus habitantes, estas dos esferas en realidad son las finalidades de toda ciudad. Esta se determina y se significa como el resultado de un continuado y contradictorio debate de relación entre ambas. La utilitaria incluye asuntos de riqueza, especialización, política, conquista o guerra, es decir, de propósitos económicos y materiales; la existencial incluye el sentido de trascendencia, el significado de la vida o la reflexión moral, es decir, asuntos inherentes a la condición humana y a la realización espiritual.5 Una y otra, al mismo tiempo que la auspician y la alientan, la delimitan y la limitan; una y otra estarían interrelacionadas en complementariedad.
En el siglo V d. C, San Agustín6 escribe que, figurativamente, en el mundo solo habría dos ciudades y, por lo mismo, dos clases de habitantes. La primera, la santa, la celeste, es en la que se vive de acuerdo con los designios de Dios y sus bondades y cuyo amor está por encima de quien la habita. La segunda, la terrenal, es en la que se vive de acuerdo con los designios del pecado y en la que el amor a sí mismos está por encima del amor hacía Él. Ésta, al fundarse a imagen de la celeste, tendría a su vez dos formas. La una se muestra así misma; o sea, si la paga por el pecado es la muerte, de manera natural, ahí se cohabita con ella y con sus muertos. La otra es promesa de liberación y una eventual vida en la celeste, por lo que la una mantiene, le da sentido y significación a esta segunda.
La ciudad, la urbe, habría sido igualmente definida utilizando la figura retórica o metafórica de los extremos contrapuestos y complementarios. Tanto Coulanges7 como Sennet8 hacen uso de ella. Sennet propone una mirada a lo visible, a lo sólido, al producto: a la ville. El espacio es maleable, modelable, se camina o se planifica; es paisaje, escenario, forma y control, y por ello, no es neutral. Por su parte, la cité es el lugar emocional y antropológico, lo ilegible, el proceso que posibilita el producto, y por ello, es transitorio, líquido, ambiguo y volátil. En otras palabras, condiciona pero no es condición para que sucedan las cosas, por lo que si se afecta a la ville, se altera a la cité, pero no siempre sucede al revés.
Coulanges es quien coloca un mayor sentido de la urbe asociada al común, a lo espiritual, a lo subjetivo y simbólico de la cité. Antes que un domicilio hay un deseo de asociación, de cohabitar con los iguales. Desde su origen, la urbe sería así originariamente un acto religioso, un santuario resultado de un culto colectivo de las familias a sus muertos, un lugar para el culto divino primitivo: los antepasados, a quienes no debían abandonarse. Si el culto a los muertos es la religión primigenia, antes del citado sentido utilitario de la ville, el sentido existencial de ésta sería el que primaría en la fundación de toda urbe. Por eso, desde entonces y desde siempre la ciudad de los vivos nunca ha prescindido de una ciudad para los muertos, de ahí que uno de los mayores privilegios y gracias de toda urbe, de toda sociedad, antigua o moderna, sea el de tener un lugar para su resguardo y veneración en común; de ahí que una de las mayores dichas de toda familia sea cohabitar cotidianamente con sus antepasados en lo privado.
Sea como cementerio, sea como tumba, estos lugares-objeto habrían surgido para el encuentro entre los dos, para este culto perpetuo y circular. Así, al compartir ritos en común, ambos, vivos y muertos, tendrían asegurada su existencia, por lo que se imposibilita comprenderse el uno sin el otro: el hogar, como asiento espiritual de quien está vivo y garantiza la existencia de los muertos, y el entierro, como garantía de la existencia de los vivos, refugio físico de quien nunca se irá.9 El culto a los muertos y a sus tumbas sería así tan distintivo de la cultura como antiguo es el acto de morir. Por esta razón, con la muerte no solo nace la urbe, sino que nacería igualmente el pensamiento simbólico y con ello la cultura.10
Además del acto fundacional, el culto a los muertos se verificaría en esas dos escalas de lo público y de lo íntimo. La civilización griega era de rituales, pero contrario a la romana, estos se expresaban al aire libre, no eran para interiores. Había negación del espacio cerrado. El culto del colectivo se daría en el hogar público, en el santuario de la ciudad y en la secrecía de sus ciudadanos, de sus pares, por lo que urbe era sinónimo de culto, y este, de santuario u hogar del común y asiento de sus dioses y símbolo identitario. Es el triunfo de lo colectivo, de lo público, de la vida urbana.11
En la Roma helenizada, contrariamente, el culto a los muertos se daba en la secrecía del hogar. La muerte nunca fue suficiente para extinguir a la familia. Antes bien, los vivos y los muertos estarían ligados en esta religión doméstica. Antepasados y hogar era un binomio indisoluble. La tumba, la casa de los muertos, sería el hogar material de los ancestros y centro de ofrendas, del pan y vino. La hoguera, o fuego del hogar de los vivos, era el altar espiritual de los muertos y centro de oraciones e invocaciones obligado a nunca apagarse. Es el triunfo de lo doméstico, de lo privado en común, de la vida familiar.12
De la misma manera, para las sociedades mesoamericanas el culto a sus antepasados era vital. Unos a otros se mantenían vivos entre sí, por lo que tal culto sería asimismo parte de la vida cotidiana, algo que, por lo regular, era auxiliado con objetos o fragmentos corporales del difunto, cuyo sepulcro servía de tumba-altar para recibir ofrendas, comida o escenificar rituales funerarios para que los “muertos recientemente pudieran regresar”.13 Por eso su lugar de residencia no era un asunto menor, lo que hacía imperativo ubicarlos o cerca de donde hubiera fuego o en el centro del hogar doméstico, o sea, donde habitaba el quinto elemento o dios del fuego.14
De esos lugares para colocar sus restos, usualmente enterrados bajo el suelo o bajo el piso, tres destacarían. La casa: ahí se reservaba de igual manera un espacio doméstico en común, una habitación especial -anexa o contigua- o indistintamente el patio central -donde hubiera- que serviría para los rituales domésticos.15 El lugar común: iba desde una ciudad exclusiva para los muertos, como fue el caso de Mitla; un cementerio, como los del occidente, o un templo comunitario o de barrio, como los existentes en los pueblos nahuas.16 Por último, un patio o plaza central del colectivo: serviría, además, para la socialización o las ceremonias del clan, o inclusive del barrio, como sucedió en Teotihuacán.17
Deceso, tumba y ciudad
La preocupación y emoción que suscita la muerte ha sido universal, no así su interpretación y las actitudes, mismas que no siempre han sido estables ni únicas a través del tiempo y las culturas. Por ejemplo, antropológicamente, diversas culturas coinciden en reconocer dos tipos de muertes, las cuales han sido definidas por oposición de extremos contrapuestos. La anómica, indeseada, fea o mala muerte, sucede súbita, inmerecida o violentamente, por lo que causa turbación y repugnancia. Contrariamente, la buena, deseada o bella muerte, o el bien morir, acontece dentro de las normas, espacios, tradiciones, cultura o convencionalismos de la sociedad.18
De igual modo y en esa diversidad, la muerte del otro y la propia muerte conmueven y se interpretan diferenciadamente. La primera, al ser retórica, no causa inquietud: sucede y atañe a los demás y a todos; por lo tanto, es de naturaleza común. Se reconoce, empero, que esta muerte biológica para alguien es un hecho social debido a que acontece en una realidad sociocultural concreta, por lo que, además de afectarle, termina definiendo a individuos y grupos, así que la muerte genérica, cuando conlleva una significación, antropológicamente se convierte en un acto de morir. En otras palabras, toda muerte es en realidad un proceso que incluye ambas dimensiones;19 por lo mismo, ya no se está ante un cadáver, ante un muerto sin vida, sino que ahora se estaría ante un difunto que pertenece a unos deudos que se ocupan de estar con él a través de honras, exequias o del culto a su tumba.20
La propia muerte, en el otro extremo y ante la posibilidad de un juicio y la incertidumbre del más allá, se convierte en un asunto individual. El bien morir es personal: se muere solo, por cuenta propia.21 Por lo mismo, sólo esta muerte representa una noción importante y significativa, pero como nadie puede atestiguar su propia pérdida ni contemplarse siendo un difunto, la experiencia más próxima es la muerte de un prójimo: la muerte de un ser amado sería así un “punto de intersección”22 entre la muerte del otro, que es lejana e indiferente, y la propia, que es cercana y dolorosa. De ahí, el duelo, al ser lo más inmediato a la asistencia de la propia muerte, se convierta en el mayor dolor que un ser humano pueda experimentar debido a que es espiritual, o sea, que sobrepasa cualquier otro tipo y registro de sufrimiento conocido (tanto físico como emocional), ameritando toda suerte de artilugios para llenar el vacío de lo irrecuperable, el desconsuelo de la ruptura y de la culpa por sobrevivir.23
No es extraño, entonces, que toda civilización y toda sociedad hayan hecho de la muerte un breve ritual, una veneración o una preocupación existencial al incorporarla a su forma de vida y a sus pensamientos.24 El lugar para alojarlos sería, se insiste, de mayor importancia. Por esta razón y desde siempre, dar sepultura a los muertos habría sido un derecho natural de las civilizaciones de todos los tiempos, destinándoles, por lo mismo, un lugar especial para las sepulturas. Durante el cristianismo, luego de su persecución, es que estas prácticas buscan modificarse para dar lugar a “un sito destinado para esto, llamado cementerio, palabra griega, que significa dormitorio”.25 Sin embargo y a pesar del miedo, la coexistencia de vivos y muertos era un asunto tan familiar y arraigado en los antiguos que el cristianismo no fue capaz de separar. Hasta el siglo xii este lugar extramuros -o a las afueras o alejados de la ciudad o, incluso, a lo largo de los caminos o calzadas que conducían a éstas- se reservaba para alojarlos. Por tanto, el referido culto, que en un inicio estaba motivado para impedir su regreso y perturbación a los vivos, no perecería, antes bien, se justificaría y se mantendría a los ahora considerados mártires.
Ello ayudaría no solo ir al encuentro de sus tumbas sino a retornar el buscar habitar, afincarse, vivir (o yacer) en relación o junto de su sepulcro, localizarse en las iglesias, en los arrabales o al interior de la ciudad, pues pensaban que, con su veneración, lograrían protección del infierno, amparo del pecado y defensa de todo mal en un lugar que, desde ese momento, se tornaría público.26 Incluso, hasta antes del siglo xv, atrium (atrio) y cementerio eran sinónimos, lo cual junto a la costumbre de enterrar a los muertos cercano a las abadías edificadas en tales sepulcros, haría que se difuminara no solamente cualquier límite entre la iglesia y el cementerio, sino también entre la ciudad de los vivos y la de los muertos. Con ello se reconocía la conveniencia de que vivos y muertos convivieran en espacios comunes, aunque ahora bajo el auspicio de la locución cristiana de la “Comunión de la Iglesia”.27 Así, la ciudad de los vivos, de nueva cuenta y hasta bien entrado el siglo xvii, fundamentaría y encontraría su razón en la ciudad de los muertos a partir de un lugar común destinado para esta promiscua y antigua convivencia: el espacio público.
Y es que el espacio para el común, para la comunión, para lo público de las ciudades, ha sido el inmejorable disipador del miedo y soporte ante cualquier incertidumbre.28 Estos espacios se precisan, por lo mismo, por su capacidad de contener el mayor y diverso número de mundos posibles en igualdad de condiciones, patrocinando que quien los utilice trafique como un igual entre iguales.29 A ello debe agregarse su condición de perecederos en su dominio. Su no pertenencia a nadie -y a todos- hace necesaria su apropiación, recuperación, conquista y marca continua y cotidiana.30 Por lo mismo y más allá de las contradicciones que puedan surgir en su definición y utilización, la ciudad es definida justamente desde sus espacios para el común, para lo público,31 en los cuales se hace más importante el qué y el junto a quién o quiénes se coincide, se dispute o se comparte una actividad que el espacio en sí mismo, por lo que no sólo convocaría a iguales y te haría un igual, sino que y sólo por ello, es capaz de proveer una de las cuatro funciones básicas de todo encuentro con el común: lo simbólico.32
El referido Sennet33 relata esta convivencia de los vivos con los muertos en espacios comunes, o espacios públicos, como vital aún en las ciudades modernas. Él afirma que a mediados del siglo xix hubo ciudades que procuraban asegurar lugares públicos para mezclarse, para el encuentro con los otros en un genuino deseo de integración social y racial, lo que incluía a sus muertos. El cementerio, al ser el lugar que los vivos utilizaban para alojarlos, para recordarlos, se hizo público, abierto y en el interior de la ciudad, bajo la denominación eufemística de jardín o parque. En mucho de los casos, este espacio sobresalía, y carecía numerosas veces de límites visibles, por lo que promovía, de nueva cuenta, la convivencia cotidiana de los vivos en el lugar del dormitorio de los muertos, o sea, el encuentro de un mundo con el otro.
Por otro lado, la muerte no existe sin su vínculo a un muerto, y éste no se concibe sin su vínculo a la tumba. Quizá por ello para Rader34 no hay objeto mnemotécnico que supere a la tumba, y esta llega a ser tan significativa que lo mismo es fundamento de memoria que de supremacía e identidad, que de origen fundacional de clanes y naciones. Lo cierto es que, con frecuencia, una tumba marca inicios o términos simbólicos, por lo que asignarle valías de refugio, lugar, culto y memoria, no es infrecuente. La tumba, sin embargo, no siempre fue un lugar visible para recordarlos en común. Antes lo sería otro cuya carga simbólica la iguala: el lugar del deceso, por lo que marcarla o señalarla sería igual de imperativo que la propia sepultura.35 Si andar es señalar y es transformar un paisaje natural en uno simbólico, marcar el territorio es un acto instintivo.
El menhir, como marca visible hincada al suelo, fue la inicial manera de indicar y conmemorar perennemente la apropiación del espacio, la hazaña de conquistar un territorio que nunca más se recorrería errante ni sería ajeno. Esta gran connotación serviría también para otro tipo de indicadores tales como puntos para el culto a divinidades, de lugares sagrados o, justamente, de la muerte de un personaje o héroe local.36 Señalar el lugar del deceso materializa permanentemente un lugar para su reencuentro, supliendo simbólicamente su ausencia y conjurando la incertidumbre platónica37 de la muerte como el paso a la nada.38
Esta señal, toda vez que se vuelve letrada (litterada), se convertiría naturalmente en un cúmulo de relatos.39 Si recordar es la materia de la memoria, ésta se define toda vez que posee una imagen, un estímulo visible que la precisa, por lo que el objeto -una señal- inversamente se situaría como el proveedor de memoria,40 así que si la memoria y sus emociones requieren de una materialidad en que asirse, los lugares y los objetos serían el inmejorable aliado por su doble cualidad: son proveedores de recuerdos y son depositarios de emociones individuales y colectivas, modelando incluso atávicamente conductas e identidades.41
No es extraño entonces que, para referirse al lugar donde yace un muerto -dador de tantas emociones, ritos, signos y símbolos-, se hayan utilizado múltiples vocablos. Todos, de alguna manera, procuran contener ambas cualidades. Menhir, tumba, cenotafio, ataúd, entierro, féretro, capilla, pira, mansión, catafalco, cripta, gaveta, osario, cárcava, sepulcro, sepultura, túmulo, mausoleo, altar, fosa, reliquia, nicho, catacumba, animita, enterramiento o sarcófago son diversos nombres para lo mismo: señalar y auspiciar el recuerdo y las afecciones como conjuro de la desmemoria y su consecuente olvido.
La muerte, por tal razón y desde siempre, ha poseído la narrativa geográfica y la narrativa emocional. Al mismo tiempo que es descrita como una señalización que conlleva vectores de dirección y de orientación, una vez que se vuelve texto o palabra, o sea que se relaciona ontológicamente con un evento existencial, se hace espacialidad o espacio antropológico (lugar), y las tumbas, al menos en occidente, articularían ambos méritos. No importa si es individual o colectiva, o si es por una buena o mala muerte, con el estar ahí de un muerto, espacio y lugar se vinculan en cuanto existe una historia para contar o un hecho para conmemorar.42
De monumentum a documentum
Toda sociedad requiere de símbolos para desenvolverse y para interpretar su cotidianidad. De la misma manera, los símbolos requieren de una sociedad que los viva y los (re)produzca. En esta mutua delimitación, los símbolos no serían ni conscientes ni tendrían una significación, dimensión o decodificación única o universal debido a que dependen de la cultura e ideología del grupo que los utiliza, lo que los haría siempre vivos y en transformación y, por lo mismo, en un convencionalismo interpretativo, ambiguo y arbitrario.43 Son, por eso, una significación particular de una generalidad o universalidad que se sirve de una imagen o de un signo.44
Por consiguiente, no habría símbolo sin signo, o sea, sin un elemento o un medio que soporte el mensaje. El signo sería, así, objetivable y asible, independientemente de si es producto de la naturaleza o de la imaginación, yendo desde ideas y sueños hasta dibujos, objetos y lugares. El signo, desde su origen, tendría un significado ya establecido, pero al mismo tiempo sería interpretable, por lo que un idéntico objeto-signo lograría tener varios símbolos, aún contradictorios. A condición de esta apropiación antropológica -que es una resemantización autorreferencial-, un signo o se hace simultáneamente símbolo o bien puede suplirlo y convertirse de esta manera en un signo-símbolo.45
Hasta antes del entierro cristiano habría un vocablo latino que abarcaría tanto los referidos dos valores de la tumba como el de signo-símbolo: el monumentum. Éste, materializado en un edificio funerario, monumento, sepulcro o en un túmulo, comprendería simbólicamente más allá de su espacio edificado,46 siendo un mantenedor tanto del lugar exacto del evento como de su memoria y del culto al recuerdo. La muerte, el miedo y repugnancia al aspecto del fallecido habrían impulsado la sustitución de la corporeidad del cadáver a partir de su imagen o de la propia tumba. Cualquiera de ambas se convertiría en un soporte presencial (en tiempo presente y espacio visible) y le daría personalidad jurídica y simbólica a quien su ausencia, y sólo por ello, ya nunca sería permanente.
La tumba, de igual forma, posibilita no sólo pensar al muerto como persona presente sino, incluso, convertirlo en un ser destacado o virtuoso o hasta mítico.47 De esta forma, el entierro cristiano supliría al monumentum románico. Ya no es el objeto aislado y a veces anónimo que rememora el pasado; ahora es el espacio público y cerrado el depositario simbólico. El cementerio sería, así, el instrumento de sostén tanto del sentido de la muerte como del sentido de la palabra, memoria que, desde ese momento, se asocia a eternidad y a signo y a símbolo.48
El cementerio, por otro lado, por su ubicación y características físicas, podría suponer una desvinculación del muerto con el lugar del deceso, pero no es así. Antes bien, esta desterritorialización auspiciaría el mantenimiento de objetos y prácticas funerarias supletorias. Una, como se ha dicho, sería la búsqueda de un lugar privilegiado para el enterramiento. Esa elección se asociaba a que la muerte eterna, el castigo divino o la estancia de espera de las almas en el lugar intermedio llamado purgatorio49 solo se remediaba con la oración y las indulgencias, por lo que apremiaba la
elección de una tumba en un convento, en la iglesia parroquial, cerca del altar de un santo, mediante dinero, por supuesto, a fin de beneficiarse de un raudal de indulgencias o de gracias que otorgaba semejante proximidad […].50
Otra serían las inscripciones. Propia de las sociedades alfabetas, la publicidad manifestada en cualquier epigrafía sustituiría a la tradición oral del monumento. Comúnmente, el corpus estaría compuesto de datos como fechas, profesiones, edad, sexo, símbolos, o una imagen del fallecido. Tal corpus, particularmente el epitafio, trabajaría como soporte de un relato conmemorativo de sus virtudes o desventuras. La conmemoración, incluso, podía omitir el emplazamiento y hacerse móvil, y se trasladaría a lápidas de calles, inscripciones, monedas, estampas o cualquier objeto mueble, con lo que surgiría la tercera práctica supletoria, el documentum, como un novedoso instrumento de rememoración.51
La tumba, por otro lado, es sacralidad debido a que los muertos no yacen en soledad, sino que se entierran con sus tesoros, se entierran con sus dioses.52 Por lo tanto, una cuarta posibilidad sería la de tener tumbas alternas. Cuando la conmemoración primaba a la localización, podría haber tantas tumbas como trozos de cuerpo albergara. Contrariamente, cuando el emplazamiento primaba sobre la conmemoración (o bien era la propia conmemoración), podría haber tumbas que no tuvieran ningún resto; más aún, la tumba podría suplirse por un epitafio, una efigie, un retrato, una escultura o un objeto. Éste tan sólo soportaba el favor de la conmemoración.53
De documentum a cenotafio
A diferencia del lugar del nacimiento, el lugar de la muerte, como se ha mencionado, desde siempre ha conservado sacralidad. Si bien todo puede ser sagrado, no todo es venerado. Aparte de los restos, el lugar de reposo (la tumba) ha sido universalmente uno de ellos debido, se recalca, a su puridad u ocultamiento del entierro a la vista. Así, de modo general, en el occidente cristiano, el culto a los muertos suele ser sustituido por el culto a los lugares, a los objetos a las tumbas,54 por lo que coloca a esta última práctica como una de las más socorridas. Y es que la tumba congrega, incluso (o de mejor manera), sin el muerto, puesto que inventarlos es tan imposible como evadir el ya expuesto sobrecogimiento que suscita su presencia.55
Denominadas como cenotafios, tales marcas serían las edificaciones surgidas para pensar en la muerte, pero sin la presencia del cadáver. En estos memoriales se recuerda un evento funerario mientras se evade el cuerpo, el tiempo y el espacio, pero a la vez, son capaces de remplazar -o de unir- a estas tres dimensiones de la realidad. Los cenotafios, en principio, no son proporcional ni espacialmente para humanos. En todo caso, cuando lo hay, son espacios cerrados y sin considerar la escala de quien nunca los habitará, así que se conciben antes que arquitectura como una escultura para señalar o conmemorar. Por otra parte, este memorial cuando es producto de un duelo personal, a lo sumo incumbe a un colectivo, pero para el resto de la población, aun cuando sea visible, tendría un doble anonimato: vaciado de un cuerpo y vaciado de visibilidad por su acostumbramiento.56
Estos objetos urbanos, como toda materialidad o signo religioso, poseen una dimensión simbólica al representar presencias. Son un simulacro, una recreación de una ausencia,57 contrario a lo que podría suponerse, como marcas funerarias no son tan novedosas. Ya en la historia de amor bajomedieval de Flores y Blancaflor, una sepultura vacía con las efigies de un par de amantes era un engaño que soporta la trama.58 El simbolismo de los cenotafios obedece a su vínculo con un emplazamiento privilegiado por una centralidad real, imaginaria o adquirida, de la misma manera que a un personaje importante o simbólico, aunque en ambos casos, este tipo de vínculos y significados pervive y se acrecienta, según Massey,59 por la relación que construye con sus sociedades o bien por sus familiares o bien por sus propios colectivos. Por lo tanto, quizá la falsa tumba más célebre sea la de Jesús de Nazaret.
Una tumba sin un cuerpo es, pues, una metáfora del vacío, de vaciamiento de vida, de poder, de pérdida, del mirar y, aún más conmovedor, de un cuerpo que es semejante a nosotros. Ese doble vaciamiento es el horror que se evita, la angustia que se evade, que se reprime o que se niega. A pesar del no estar del cadáver, existe y mira, y hace que se tumbe ante la tumba. ¿Qué afecta más: la ausencia o su presencia? La tumba cristiana se especializó en su vaciamiento. La tumba cristiana compensa la muerte, pero la tumba sin un muerto, el cenotafio, compensa el vacío. Es, se insiste, una imitación, un modelo del sepulcro vacío del Resucitado: vaciada de un cuerpo y, por lo mismo, prefiguración de la angustia de el todo deshabitado y de una muerte sin significante: de la nada.60
Ese vacío es también la razón por la que lingüísticamente cenotafio es usado como metáfora. Es un artilugio mágico que simultáneamente representa y alberga contrarios como el todo y el vacío, lo ilimitado y la carencia, la presencia del ser y la usencia del cuerpo, del no ser.61 A diferencia del sepulcro, al que se entra una sola vez, al cenotafio nunca. Incluso desalojado de un cuerpo o sus restos (como el cenotafio a Descartes), la condición es tenerlo siempre vacío.62 Sin embargo, estos recordatorios, cuando son callejeros, tendrían un tercer vaciamiento: su indiferencia. Al ser numerosos y colectivamente impersonales, su rutinaria presencia llega a banalizarse y se convierten reiteradamente en un disimulo, en una habituación.63
A pesar de su inadvertida percepción en la rutina diaria, es una imagen redonda, es decir, conlleva interpretaciones. Por lo tanto, asir su simbolismo requiere hacer uso de dos de las figuras metafóricas de objeto-signo-símbolo más entrañables: la cruz y la casa. En el caso de la cruz, desde el siglo xv a.C., egipcios, chinos o griegos o mayas e hindúes, por mencionar algunas culturas, contienen alegorías de ésta. Más allá de su complejidad simbólica, su utilización universal respondería en contraste a la simplicidad del trazo. Después de todo,
sabido es que las nociones elementales, sean ideas o signos, han aparecido sobre la tierra sin necesidad de influjo cultural determinado, [y] la cruz, en resumen, es la conjunción de contrarios: lo positivo (vertical) y lo negativo (horizontal); lo superior y lo inferior, la vida y la muerte […].64
Un signo compuesto por dos líneas desiguales y ortogonales, se convertiría en el símbolo que más ha influido en las sociedades occidentales, aunque sería el cristianismo la religión que más habría enriquecido y fortalecido su simbolismo. Sus trazos antagónicos lo mismo incluyen espacio y tiempo, cielo y tierra, agonía y gozo, tesis y antítesis o el bien y el mal; no obstante, en esta lucha de contrarios la que más sobresaldría sería la pasión (muerte) y la resurrección (vida), o sea, “la iconografía cristiana la utiliza tanto para expresar el suplicio del Mesías como su presencia: donde está la cruz, está el crucificado”.65 Así, su fuerza simbólica -incluso sin el crucificado, “[…] por la virtud que tiene la cruz fuesen anparados [sic] de los espantos y temores nocturnos que el demonio les pone […]”-,66 su capacidad de ser signo-símbolo, su fácil ejecución y su asociación a los mártires crucificados harían que su utilización para señalar y simbolizar la muerte continuara como práctica común desde los primeros años del cristianismo.
La figura de la casa igual funciona para un colectivo que para un individuo. El propio Billig67 usa este recurso metafórico para referirse a lo inefable del concepto de patria, refiriéndola como el lugar, como la casa a la que se pertenece en común. Es el encierro de la casa individual, sin embargo, donde hay libertad, donde se habita poéticamente, desde donde se urde la salida. La cripta -el entierro- sería así, por fin, la última casa natal, la de los sueños, la de los recuerdos: sólo puede resurgir quien ha sido sepultado, nos señala Bachelard.68 Y es que nada más ahí, en la casa, existe una relación ontológica con el universo, un domicilio propio y único para vincularse desde la solitud,69 por lo que la importancia del primer universo, el del lugar del nacimiento, se traslada al último, a la tumba, a la casa definitiva.
Azara70 es más enfático. En su deixis, casa ya no es más una metáfora. La tumba es una casa, la última, pero casa al fin. De ahí que desde la antigüedad, ésta se atavía con un ajuar y con utensilios cotidianos y personales del difunto y de su hogar. La tumba se construye como una casa, sea en distribución, forma, color u objetos que la hagan recordar al vivo. Después de todo, sólo el monumento funerario es arquitectura debido a que, por fin, es la morada estable, la permanente, la que es para siempre, la última y definitiva. Si los muertos son dadores de vida y fecundidad, su última casa bien podría ser más grande y duradera que la de los vivos, aunque con una valía mayor, y es que a diferencia de la de los vivos, la tumba es casa aún sin un cuerpo que la habite.71
Religiosidad y cenotafios
El ímpetu helénico no solo fue principio de la civilización occidental. Su derecho ciudadano hubo de fusionarse con el pensamiento moral hebreo y su precepto de justicia social, con lo que dio lugar a una de las religiones que más ha influido en el pensamiento occidental: el cristianismo.72 En su búsqueda de Dios, el aquí y ahora románico fue sustituido gradualmente por “una nueva preocupación por el más allá”73 y su inherente relación con la muerte de la que, a semejanza con Cristo y su resurrección, el triunfo más anhelado se resumía en una frase: la “muerte de la muerte”.74
Este grupo de ideas y prácticas de la Europa cristiana se agregaría a las de los pueblos ibéricos y, de ahí, a la visión particular de los pueblos mesoamericanos. A pesar de la variada y miscelánea cosmovisión de estos pueblos indios, el modo europeo medieval no resultó ajeno, así que las costumbres de los diversos orígenes de quienes fundaban las repúblicas de españoles, las migraciones y las órdenes religiosas con sus múltiples reglas se mezclarían de forma natural provocando una ingente riqueza de particulares creencias y prácticas sobre la muerte -y sobre el muerto- en la población novohispana virreinal.75
A este inacabado y casuístico conjunto sincrético de ideas y prácticas se le ha denominado religiosidad popular. Si bien es característico en especial de la América Latina, puede comprenderse en dos visiones, no necesariamente excluyentes: la eclesial y la sociológica. La primera es un reconocimiento institucional. En 1968, luego de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño), se acuña el término. Ahí se toma
conciencia de la ‘vocación original’ de América Latina: vocación a aunar en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros nos entregan a nuestra propia originalidad […].76
Dice el CELAM que este sincretismo en realidad surge desde la conquista y que se trata de una desviación en su conducta moral. Reconoce, además, que las personas, en particular los marginados, son diversos y diferentes entre ellos, por lo que captarían, responderían y reaccionarían a la religión de manera no univoca, tal y como sus valores y cultura lo permiten. Esta mixtura de motivaciones produciría en su cotidianidad signos, símbolos y prácticas igualmente diversas debido a que estos grupos poseen una instintiva necesidad de adoración y gratitud hacia lo que entienden por divinidad. Tales expresiones estarían
mezcladas en cierta medida con un patrimonio religioso ancestral donde la tradición ejerce un poder casi tiránico [e] influidas por prácticas mágicas y supersticiones que revelan un carácter más bien utilitario y un cierto temor a lo divino, que necesitan de la intercesión de seres más próximos [a ellos] y de expresiones más plásticas y concretas. Esas manifestaciones religiosas pueden ser, sin embargo, balbuceos de una auténtica religiosidad, expresada con los elementos culturales de que se dispone […].77
La otra se mira como una categoría de la sociología de la religión. Ahí, de acuerdo con su énfasis y objeto, dice Torre78 que habría dos paradigmas teóricos en oposición. El primero estaría embebido del institucionalismo de la religión, mientras que el segundo se enfocaría en la religiosidad, o religiosidad popular, o sea, en la individualización de las creencias y su, justamente, desinstitucionalización. Parker79 duda de ello. La religiosidad popular, dice, no era ni concepto ni categoría antes del Documento de Medellín, además de que, como categoría de análisis, es equívoca y sin rigor científico; dice que, en todo caso, tan solo ha ayudado a definir por contraste a la religión de elite o institucional.
Torre80 trata de reconciliar las dos dimensiones. Propone a la religiosidad popular como una tercera categoría, misma que define como aquel espacio vivencial, de convivencia, transculturación y de interacción continuada desde la conquista y localizada entre-medio de lo institucional y de esta religiosidad individual o comunitaria, por lo que, acomodaticiamente, igual que puede ser una categoría de análisis puede ser un concepto o puede ser un vocablo coloquial y desenfadado para referirse a toda religiosidad surgida desde ahí.81
La religiosidad popular de América Latina, sin embargo, no es privativa del catolicismo, así que para no confundirla de la surgida del protestantismo, de esta religiosidad surgiría como tipología un catolicismo popular que, además, se caracterizaría por practicar un par de cultos que haría que se diferencien con ellos: a los santos, en los que se incluye a la Virgen, y a los muertos o ánimas, en los que se incluyen los decesos familiares.82 El primero sería manifestado en mandas y canonizaciones, mientras que en el segundo, en velorios y cruces.83 Ambos cultos tendrían, asimismo y como característica común, el deseo innato de materializarse en la vía pública: los santos y la Virgen con humilladeros y altares, y las ánimas y los muertos con marcas, objetos y, precisamente, cenotafios callejeros.84
Cenotafio y culto cotidiano
Si bien estas manifestaciones visibles revelarían particularidades de la vida cotidiana de la sociedad, serían en específico los cenotafios callejeros los que recuerden la convivencia diaria de los vivos con sus muertos. Por ello, no resulta excepcional que, en la casuística del catolicismo popular de América Latina, sean estos marcadores callejeros los que, además de comunes, registren diversos nombres para referirse a ellos: animitas en Chile; capillitas, altares o nichos en Argentina; capillitas en Venezuela; almas, alma cruz, tumbitas o nichitos en Perú; crucecitas en Paraguay y Colombia; capelas o capelinhas en Brasil; cruces en México.85
Acorde con los tipos de muerte, de reacciones o a la relación que se guarda con el difunto, estos memoriales mortuorios no necesariamente tendrían una regularidad en su tamaño, material de fabricación, composición morfológica o estética, o incluso en su denominación.86 Lo que es más común es su utilización para señalar las muertes súbitas acaecidas en viarios, caminos, carreteras o espacios públicos como plazas o plazuelas o jardines, lo que se convirtió en una práctica en Europa y Norteamérica, pero sobre todo en Latinoamérica.87 Ahí, a diferencia del sepulcro que guarda el cuerpo, el imaginario popular asegura que los cenotafios son, por un lado, puntos de inflexión: son marcas alegóricas del término de una vida e inicio de su peregrinar al más allá; pero por otro, son lugares capaces de resguardar el alma del fallecido temporal o eventualmente, por lo que el lugar llega a sacralizarse y a funcionar no sólo como un punto en común para que ambos, vivos y difuntos, convivan y se encuentren, sino de bisagra comunicativa o vínculo entre el mundo de uno y el del otro.88
Como en el resto de Latinoamérica, en México esta costumbre insinuaría tres motivaciones. Una es de advertencia; es indicación de un lugar de muerte y, por lo tanto, es un lugar inseguro por la posibilidad de ocurrencia, de que puede sucedernos. Las otras dos tienen que ver con un sentimiento de compensación: morir inhumanamente genera un sentido de culpa social que debe ser saldada construyéndole un último domicilio o casa al muerto y evitar con ello el errabundeo de un ánima que podría ensañarse buscando el desagravio.89 O bien, si la muerte ha sido violenta, injusta o trágica, para el imaginario es meritoria: el sufrimiento inmerecido otorga martirización y sacralización, y con ello, la virtud de intermediarios divinos,90 motivo suficiente para edificarles, para su recuerdo o veneración, “un pequeño santuario […] en memoria de un difunto que [en ese lugar] tuvo una muerte trágica”.91
La ambigüedad del cenotafio forma parte también del imaginario del clero católico. Un sacerdote, con posgrado en espiritualidad, dice:
Colocar una cruz alivia el sentimiento de culpa de quien sobrevive. La Iglesia no pone peros en ningún tipo de muerte violenta, así sea por suicidio; lo que sí creo es que quien no tuvo tiempo de preparación para morir, su alma no está en paz, muere intranquila. Si el entorno del muerto no está en paz, la muerte lo es igual. Debemos recordar que la muerte es la separación del alma del cuerpo. Por eso [en] estas muertes la gente cree que el alma no está en paz, [sino que] está en pena. No tiene sentido colocar la cruz sola, sin el resucitado. Se hace más por un sentimiento compensatorio, en el regateo del proceso de duelo.92
Un segundo sacerdote, con posgrado en Historia de la Iglesia en México, acuerda: “En los caminos se coloca una cruz donde hubo una muerte por un accidente. La gente lo hace por tradición, por costumbre”.93 Un tercero, un sacerdote parroquial, atiza:
La religiosidad popular no excluye a los propios sacerdotes. La cruz es victoria. Donde está la cruz, no puede estar el demonio. Esas muertes no están previstas. Son muertes en desgracia, o no en gracia, por lo tanto, vulnerables al demonio […] ¡la cruz los protege! Bueno, en realidad la cruz no protege en nada, pero la gente cree que sí. Se siente indefensa, y cree que el muerto lo está también. La cruz es para que descanse el que vive.
Otro más, ya retirado y con posgrado en Sociología, coincide: “La gente pone una cruz para recordar dónde sucedió el accidente y, a la par, [para] recordarlos a ellos. [Es] el lugar donde se fue y donde llevarle flores, pero también de esperanza de que hay algo más allá”.94
Para los deudos, la manera en que administran el dolor por la pérdida tampoco es única. Una de ellas es negarla o evadirla, por lo que no todo deudo colocaría necesariamente una señal. Este caso lo ejemplifica un un papá cuyo hijo joven murió en un accidente vial en el que perdió el control al impactar con un objeto que se encontraba en medio de una de las principales vías de una ciudad capital de estado.
¡Cómo voy a poner una cruz donde murió mi’jo! ¿Te imaginas? Yo seguido paso por ahí rumbo al trabajo. Ya de por sí lo recuerdo. ¿Ahora ver una cruz o una capilla? No. Si quiero llorar o recordarlo, voy al panteón, y ahí lo visito en su cumpleaños, además de que yo no soy creyente.95
Muchas veces veces no se desea hablar de ello. Una madre relata que a su hijo lo asesinaron en una plaza pública.
No. No me pida que hable de ello. ¿Usted cree que una madre va´querer hablar de cómo mataron a su’ijo? Son cosas que no se olvidan, que siempre duelen. La cruz [se le quiebra la voz] debe ponerse. Es nuestra obligación pa’que’llos descansen.96
La certeza de que el alma vaga y requiere una casa dónde yacer se reitera. El hermano de un fallecido lo justifica como sortilegio (Figura 1).
Varias veces nos habían dicho que mi hermano se aparecía ahí. Platicamos con el Padre [el cura del pueblo]. Nos dijo que eso era porque su alma no estaba en paz; que le construyéramos una capillita en el lugar del accidente para que descansara. Nunca más se volvió a aparecer [se ufana].97
Izquierda arriba: Cenotafio fijo en un viario de la ciudad. Fuente: Archivo personal. Izquierda abajo: Cenotafio móvil (monumenta) en una plaza pública. Fuente: Anahí Jiménez. Derecha: Cenotafio móvil a Hermelinda en plaza pública. Fotografías de Teofanys González.
Así , colocar la señal de la cruz es una constante. La compañera de un grupo de agentes que murieron en un operativo asegura que nunca dudaron en colocar un mismo número de cruces en el lugar del accidente.
Hubo una misa. Ahí las bendijeron. Lo de las cruces fue lo primero que se nos ocurrió. No sabíamos qué hacer. Las hicimos de acero inoxidable. Yo creo que eran para que su alma descanse, pero no nosotros. Duele mucho ¿sabe? Ya no están [las cruces]. Ya hace tanto […]. Creo que se hizo alguna obra y las quitaron, pero se las llevaron a sus familiares. Ellos las conservan.98
Por su parte, la esposa de uno de los fallecidos decidió no quedarse con la cruz.
No. No la quería en mi casa. ¿Para qué? Mi hijo y yo lo recordamos de otra manera. ¿Para qué querría esa cruz? Mi suegra, bueno, ex… bueno, la abuela de mi hijo se la quedó. Ella la tiene en su casa. Además, le llegó a su casa, ni modo de pedírsela.99
La madre (la suegra), refiere que la cruz le recuerda el accidente, pero no a su hijo.
Es un dolor que nunca acaba. Nunca he pensado que su alma haya estado en pena. Yo nunca fui al lugar del accidente, cuando recibí la cruz pensé: ‘el lugar vino a mi casa’. He cambiado la cruz de lugar muchas veces. Un día dije: ‘la cruz de m’ijo, nomás anda de allá para acá; aquí le voy a poner un clavo’.100
La culpa puede ser otra motivante. La amiga se lamenta no haber estado con ellos.
Era mi amiga, tenía 27 años y nos gustaba caminar mucho. Alguien me avisó que había tenido un accidente en la carretera con su novio, al salir de una fiesta a la que debí haber asistido. Ambos murieron. No dudé que debía colocar una cruz. Soy muy creyente, soy muy católica, y pensé que era mi obligación. Se lo debía. Era de metal; la pinté en negro y le coloqué una leyenda con un pasaje bíblico diferente a cada una. El padre las bendijo. Era importante hacerlo. Es para recordarles. […] La curva en que se salieron estaba mal hecha. Luego del accidente la arreglaron. La cruz ayudó a que mucha gente no se saliera como ellos.101
Sobrevivir presenta una deuda para con el muerto. La hermana relata su decisión tras el fallecimiento de su hermano en un camino.
La hicimos de metal pintada de negro, para que dure más, con su nombre y la fecha en que nació y la del accidente. El padre la bendijo.
Vamos al panteón a visitarlo, pero también [a] donde pusimos la cruz. Le llevamos flores, velas, y rezamos.
Ya casi no vamos porque ese camino dejó de usarse ahora que hicieron otra carretera, pero a veces sí vamos, en su cumpleaños. Antes llegábamos cada que pasábamos por ahí.102
Una vecina del pueblo piensa lo mismo. Tiene presente dos casos en viales públicos.
Eran cinco muchachos. Ebrios, en la noche de Navidad, se volcaron. Murieron calcinados. [Fue] una desgracia en todo el pueblo. No supieron de ellos en días. Habían caído bajo un puente.
Sus familiares pusieron unas cruces de metal. Yo creo que las pusieron para su tranquilidad, para que ellos, los muchachos, supieran que los encontraron, que supieran que su familia ya estaba ahí. Que no los olvidaron.103
La chica era empleada del Ayuntamiento. Se decía que era la querida del presidente municipal. La mataron a machetazos, pasando las vías del tren. Sí, con saña. Un día apareció una cruz donde había quedado el cuerpo. Hay quien dice que fue el presidente quien la mandó colocar. Nunca se supo quién, pero la cruz ahí está. Ya sabe, ‘pueblo chico infierno grande’. La cruz es una capillita. Adentro hay una foto de ella, y seguido amanece con flores nuevas y naturales.104
El enojo acompañado de la protesta suele ser también una motivante. Usualmente en dos fechas específicas, el 8 de marzo o el 25 de noviembre, el espacio público es para la manifestación, para el duelo, para la monumenta o antimonumenta, es decir, para esa novedosa expresión que se materializa en el espacio público y que, además de nombrar, expresa luto, dolor, indignación, protesta o exigencia de justicia ante una desaparición, violencia hacia las mujeres o feminicidio.105 Por otro lado, en la denominación o razón social de las colectivas, colectivos, redes, grupos de ayuda o fundaciones suele ser frecuente que aludan al nombre propio de una víctima o de un evento traumático que les es común. La vocera y activista de un colectivo feminista afirma:
Sí. Hacemos pintas, o algún performance o instalaciones. Es lo que se ve.
No sólo se ausenta alguien cuando muere, también cuando desaparece. […]; hacemos cruces con velas [Figura 1], saltamos la cuerda, otras tejen o hay pláticas, o dicen poesía o escriben… es libre. Así compartimos el dolor.
Algunos familiares colocan un altar, pero muchas veces no están ahí, no siempre. Respetamos su dolor.
Nos queda claro que nuestro duelo no es el del familiar. Cada uno vive sus propias ausencias, su propio dolor.106
La opinión de la vocera y coordinadora de otro colectivo, si bien coincide, revela otras características.
Lo que se busca es que a partir de una tradición, Día de Muertos, se proteste por las muertas y víctimas de feminicidio, sin apología de la violencia. Es una protesta que reivindica la presencia de la mujer en vida, los amores, el deseo de tenerla presente siempre y que no sea olvidada.
No necesariamente los altares serán en el lugar de los hechos [o] donde ocurrió el feminicidio. Aquí hablamos de altares de muertas en casa o en espacios públicos que, políticamente, representan [la] protesta[:] Iglesia, Estado.
Cuando se hace un señalamiento en el lugar de los hechos (nombre, velas, palabras, cruces) simbolizan el dolor, la desgracia, el coraje, la furia, la rabia, [la] indignación de que las autoridades no han hecho, no hicieron o no harán más por ella, ¡[por] todas!
Cuando se lleva a cabo la actividad en espacios públicos como altares, el simbolismo es diferente; [es] una cuestión de amor, ternura, dolor, descanso eterno [y] paz; [es] nombrarlas, recordarlas, como en un sentido de protesta positiva hacia la persona que ya no está.107
Comentarios finales
Las emociones, sentimientos y el culto a la muerte y a los muertos pueden ser universales, pero no ocurre lo mismo con las manifestaciones. En todo caso, se mezclan ambos rasgos. Y aunque hay un medio ambiente que favorece patrones de creencias, juicios y practicas singulares y compartidas, quizá por ello, por definición, son producto de una socialización personal y en colectivo y su convivencia cotidiana es soliviantada; por lo mismo, aún en regiones que comparten costumbres, religión e idioma, no siempre son ni estables ni homogéneas en un tiempo y en un espacio específico. Son más bien resultado de un proceso sociohistórico único e irrepetible. Es decir y a diferencia del objeto y el signo, el simbolismo de la muerte, al ser inventado, torna a su permanencia -como toda manifestación cultural- en variable e incierta. De esta manera, a miedo, alivio, compensación, costumbre, recuerdo, evasión, descanso propio y de su alma, aviso de peligro, culpa, deuda, desagravio, agradecimiento, esperanza o dolor, debe agregárseles enojo, protesta, lucha, rabia e indignación ante la muerte como una motivación válida para colocar una señalización mortuoria fuera de un cementerio.
Si la ciudad se entiende como el espacio para lo público, la urbe volvería a encontrar en la muerte su fundamento y su definición. En lo uno porque si vivir, usar o permanecer en un espacio público te hace un igual, yacer en él, así sea simuladamente, te posibilita de la misma forma. En lo otro porque si para definir lo público resulta más importante junto a quién -o con quiénes- se coincide y se comparte una actividad, la tumba, al convocar a los vivos, los hace un igual con quien convoca. Por tal razón, ya sea fija o móvil, efímera o transitoria, su fuerza y simbolismo logra que cualquier espacio anónimo de la ciudad, ya sea cementerio, edificio, plaza o calle, se haga eventualmente un lugar antropológico, una espacialidad para los fallecidos, haciendo que la ville -y gracias al catolicismo popular- se convierta en una cité para el común, en el lugar preferido para alojarlos, recordarlos y rendirles culto, para la convivencia como iguales entre mundos que se igualan.
Si la memoria como principio aristotélico requiere de un elemento material en que asirse, la tumba, al ser lugar y objeto, sigue mostrándose como la inmejorable reificación emocional y simbólica de un deceso. La tumba, al igual que marca el lugar donde yace un cadáver, indica propiamente el evento. Aunque no es lo único que permanece, también lo es atribuirles culto y, muy a menudo, protestad, y es que si además de denotar se requiere señalar el lugar de un deceso violento o inmerecido en un espacio público, el cenotafio callejero reifica a esta emergente martirización popular. Construirlo, empero, plantea una paradoja: que algo tan íntimo como ha sido el culto a tus muertos, deba celebrase a partir de su instalación a la vista de todos, en lo público. Los cenotafios fijos serían, por lo mismo, testimoniales mnemotécnicos de las emociones personales y origen simbólico de un culto familiar de esta remota, primigenia y persistente religión doméstica.
Pese a ello, la paradoja no es del cenotafio fijo, sino del móvil. Este último no solo suple el cadáver, sino que logra sustituir del mismo modo al propio lugar de la muerte, con lo que evade el cuerpo, el tiempo y el espacio, pero, a la vez, es capaz de anclar a los tres ya no sólo en la memoria sino asimismo en el imaginario social. El cenotafio móvil, el de las plazas y parques públicos, es inicio y es final; en él, vivos y muertos se mantienen, se aseguran mutuamente su existencia y permanencia. Al deceso individual se une el deceso colectivo: la muerte genérica, la muerte socializada. De esta forma, para algunos grupos, la muerte que representan se convierte en este testimonial mnemotécnico de las emociones, aunque ahora sociales y, por lo mismo, motivo, coartada, incoa simbólica, identidad epónima o fundacional de quien su muerte, si bien impune, se compensa pensando que no será en vano, que es una buena muerte personificada en esta su propia religión y culto de un común.
En el espacio público no sólo la tumba se hace móvil, también lo hace el día de su culto. Las tumbas sin cuerpo, los cenotafios, han cambiado a documentum. Lo que no ha cambiado es lo que representan: son corpus. Esta transformación asegura, de igual forma, la relación de los vivos con los muertos y el manido mantenimiento mutuo. La convivencia y los medios para lograrlo se confirman. Solo cambian los modos y los tiempos. No es una bisagra o punto de encuentro entre el mundo de los vivos y el de los muertos (que lo es) ni es tampoco un intermediario entre la muerte del otro y de la propia (que lo es también), sino que es ante todo un marcador y proveedor de un fallecido social, de una oportunidad para asistir y sufrir la propia muerte colectiva. Ya no es importante el lugar ni el día del deceso: importa más la centralidad del espacio y de la fecha de la protesta.
A los panteones, las tumbas y los cenotafios fijos se suman los móviles: la monumenta o antimonumenta, y es que hay una emergente muerte: la de los desaparecidos. En México, desde hace varias décadas, las desapariciones forzadas se han sumado a los feminicidios. La protesta surgiría como una novedosa motivación para la colocación de un cenotafio, que ahora, es una señalización -se reafirma- de condena, protesta o duelo realizado por colectivos para los que el Día de los Muertos ya no es ni será suficiente.
Instalaciones y performance con objetos sin personalizar son para la muerte genérica, pero si se hacen con objetos personales, es para una muerte individual que se colectiviza. Ambas, sin embargo, son para el duelo social, para la exigencia colectiva; ambas, sin embargo, son en realidad altares efímeros en los que, en sus demandas y dolor secularmente se colocan velas, fotos u objetos del ausente, y en no pocas veces, son solo una cruz -incluso no hincada al suelo-, cuya fuerza y mensaje logra convertirse en simulacro de una tumba y de un muerto, de un fallecido: su fallecido. Lo secular ya no solo es de objetos; también lo es de lugares y de días. Con el cenotafio, los muertos marcan, reconquistan y regresan al espacio que es común, que les pertenece: al espacio público. Este hace que se renueven días para que, en los monumentos, viarios, edificios, parques o plazas públicas, se pierdan límites que impidan la atávica convivencia con los vivos. Los muertos, al reafirmar su presencia en la ciudad terrenal, permiten perpetuar su encuentro con los vivos en este culto circular, aunque sean los últimos quienes estén condenados a una permanente búsqueda de la ciudad celeste, de la casa definitiva, en la que los muertos, menuda paradoja, eternamente nos anticipen ventaja.