Introducción
Este relato muestra algunas de las situaciones que comparten muchas de las familias rurales más pobres. En él podemos identificar múltiples factores de vulnerabilidad, pero también algunas de las acciones y decisiones cotidianas a través de los cuales estas personas buscan la manera de salir adelante, construyendo sus propios proyectos de vida (Archer, 2007).
Este texto busca reflexionar sobre las condiciones de vulnerabilidad y las capacidades de agencia de uno de los sectores más empobrecidos, los campesinos sin tierra, acotando la discusión al ámbito de la seguridad alimentaria. A nivel global se estima que por lo menos 795 millones de personas enfrentan carencias alimentarias (WFP, 2016). México tiene uno de los índices de disponibilidad energética más elevados del mundo (Urquía, 2014), pero según los últimos datos disponibles (correspondientes a 2014), 20.6% de la población vivía en “pobreza alimentaria” y 42.4% enfrentaba algún grado de “inseguridad alimentaria”1 (CONEVAL, 2014).2
El concepto de “seguridad alimentaria” comenzó a ser utilizado en la arena internacional en la década de 1970, desde entonces su definición ha incorporado una creciente complejidad. 3 El presente trabajo retoma la definición propuesta por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), utilizada usualmente como referencia en ámbitos políticos y académicos. Se considera entonces que existe seguridad alimentaria
cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico, social y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana (Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996).
La FAO ha propuesto analizar la seguridad alimentaria a partir de cuatro dimensiones -disponibilidad, acceso, utilización y estabilidad4-, que son monitoreadas a través de una serie de indicadores estadísticos a nivel nacional (FAO, 2016). Esta metodología permite hacernos de una idea general, hacer comparaciones entre países, identificar tendencias y ubicar regiones particularmente vulnerables. Sin embargo, los indicadores utilizados dejan de lado múltiples factores relevantes 5 y en muchos casos no existen los datos correspondientes.6
El presente trabajo analiza estas dimensiones desde una perspectiva etnográfica7, partiendo del marco conceptual del desarrollo humano y las capacidades (Sen y Drèze, 1989). Esta metodología nos permite explorar, en una realidad empírica específica, los aspectos estructurales que definen las opciones de los sujetos en un contexto determinado, pero también sus percepciones sobre la alimentación y las formas en que buscan salir adelante día con día; elementos que nos permiten mejorar la comprensión de este fenómeno en su complejidad (Maxwell, 1996). Además de su pertinencia analítica, se propone que este tipo de análisis es relevante para el diseño de políticas y proyectos que impulsen las estrategias de sustento locales y abonen a la construcción de capacidades -individuales y colectivas-, teniendo en cuenta las particularidades de los contextos de intervención.
La investigación fue desarrollada8 en una comunidad9 ubicada en el municipio Las Margaritas, Chiapas, integrada por 25 familias de origen guatemalteco. Algunos de sus integrantes llegaron como refugiados en 1982, huyendo de la violencia militar de su país10, otros nacieron en campos de refugiados en la década siguiente. A pesar de las peculiaridades vinculadas con su experiencia del refugio, estas familias comparten gran parte de los problemas cotidianos que enfrentan muchas otras familias rurales, en particular aquellas que han sido desplazadas de manera forzosa por motivos económicos, políticos, religiosos o ambientales, pero también con muchas de las que siguen vinculadas al campo, aunque no tengan tierras.
En este contexto la investigación plantea indagar los factores de vulnerabilidad que enfrentaban las familias 11 para lograr una disposición, acceso y utilización de alimentos de manera estable a lo largo del tiempo y sobre sus capacidades para responder a las crisis que afectan su seguridad alimentaria. De manera paralela, se analizan las desigualdades dentro de la comunidad, con la intención de mostrar la diversidad de situaciones y estrategias existentes dentro de un grupo con frecuencia homologado bajo la etiqueta de “pobreza extrema” (Guijt y Shah, 1998). Por último, con base en este estudio se busca reflexionar sobre algunos de los límites que enfrentan las políticas de disminución de la pobreza que operan en la región, buscando vincular el análisis de la escala local con el contexto más general de la pobreza y la política pública en la escala nacional.12
Una comunidad de refugiados guatemaltecos en Chiapas, 30 años después del éxodo
La comunidad de estudio está ubicada en el municipio Las Margaritas, Chiapas, a pocos kilómetros de la frontera con Guatemala, en una zona húmeda y templada, de relieve montañoso, cubierta por potreros, cafetales y algunos acahuales. Esta comunidad fue fundada en 2010, en un terreno comprado por una agencia no gubernamental que buscaba impulsar un proyecto de desarrollo a través de diversos esquemas de crédito. Cuatro años después la agencia se retiró luego de enfrentar múltiples conflictos con los líderes de la comunidad13, pero las familias se quedaron viviendo ahí mientras se define el estatus legal del predio. Esta situación puede parecer peculiar, pero coincide en muchos aspectos con acuerdos temporales que han tenido los guatemaltecos con asociaciones religiosas, ejidatarios y pequeños propietarios para ocupar terrenos donde vivir y trabajar desde que llegaron a México, hace 35 años.
En 1984 el gobierno mexicano había otorgado el estatus de refugiados a 46 000 guatemaltecos en Chiapas; a lo largo de los siguientes 15 años algunos de ellos fueron reubicados en Campeche y Quintana Roo, muchos otros regresaron de manera más o menos voluntaria a su país. Después de la firma de los “Acuerdos de Paz” en 1994, se estima que 18 500 refugiados guatemaltecos permanecieron en el estado (Kauffer, 1997). Esta cifra solo tiene en cuenta a quienes habían obtenido el estatus legal de “refugiado” y no considera a quienes volvieron a México luego de un breve periodo, por lo que la cifra podría ser mucho más alta (Ruiz, 2012).
Las familias de la comunidad de estudio están entre aquellos que decidieron permanecer en la región fronteriza resistiendo las múltiples presiones de reubicación y repatriamiento, conformando desde entonces una nueva “comunidad imaginada” (Anderson, 1993), la comunidad de los “ex-refugiados” de Chiapas. A pesar de ser un grupo heterogéneo por su origen étnico, pertenencia religiosa y muchos otros factores, comparten historias marcadas por una gran precariedad e “inestabilidad territorial”, viéndose en la necesidad de buscar continuamente donde vivir y trabajar. Durante las primeras dos décadas subsistieron en gran medida gracias a los apoyos de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y su contraparte mexicana -la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR)- A pesar de no contar con tierras de trabajo, a lo largo de los últimos 30 años se han mantenido vinculados al campo y la mayoría renta parcelas para sembrar cultivos de autoabasto. Actualmente su sustento depende del jornaleo de los hombres en los pastizales y huertas cafetaleras de la región, la migración temporal a centros urbanos y las transferencias de programas sociales. Entre ellos existen diferencias que se hacen substanciales para resolver la cotidianidad, pero en general su situación económica los ubica bajo la línea de la pobreza extrema.
La zona donde se encuentra esta comunidad está ocupada principalmente por pequeñas propiedades de mestizos, con los que los guatemaltecos han tenido múltiples relaciones de dependencia, explotación, vecinazgo y solidaridad; actualmente son ellos quienes les dan empleo, les venden productos básicos, les compran sus cosechas y les prestan dinero. También se ubican algunos ejidos, pero por lo general tienen menos interacciones cotidianas con sus habitantes. En esta zona hay diversas localidades conformadas por familias de origen guatemalteco que compraron pequeños terrenos -a través de cajas de ahorro organizadas por ACNUR y gracias al dinero ganado en migraciones temporales-. En todos los casos se trata de caseríos conformados por pequeños solares con casas de construcción precaria, donde las familias viven en condiciones de hacinamiento, muchas veces sin servicios de agua potable, drenaje y electricidad.
En la región las principales actividades económicas son el cultivo de café y la cría de ganado, actividades que manejan las familias con mayores recursos. En sus propiedades también siembran maíz y frijol, abasteciendo una parte importante del consumo local. El resto de los alimentos llegan a través de los pequeños comerciantes -fijos e itinerantes- que se abastecen en el mercado de Comitán; éstos manejan una variedad considerable de productos perecederos y no perecederos, pero venden a precios altos que resultan excluyentes para muchos.
Condiciones de seguridad alimentaria en la comunidad de estudio
Sen y Drèze (1989) consideran el acceso a alimentos como resultado de la interacción entre un conjunto de capacidades básicas, buscando mostrar la importancia de las circunstancias personales y sociales para entender las capacidades que tienen los individuos para convertir sus recursos en bienestar y dar cuenta del papel de la capacidad de agencia14 en las condiciones de seguridad alimentaria de cada familia. Con base en este planteamiento se organiza el análisis teniendo en cuenta los siguientes tres aspectos: (i) condiciones para el acceso a alimentos, (ii) tipo de dieta y condiciones de preparación y consumo de alimentos, y (iii) otros factores que inciden en su utilización de los alimentos.15
i. Condiciones críticas para el acceso a alimentos
Para analizar el acceso a alimentos -y su estabilidad- se toman en consideración: la dotación de activos de las familias, el tipo de trabajos remunerados que desempeñan, sus posibilidades de producción agropecuaria y sus condiciones de intercambio comercial.
En la comunidad de estudio todas las familias tenían activos muy limitados, aunque existían diferencias que se volvían sustanciales para resolver las necesidades cotidianas de alimentación. Entre éstas destaca la posesión de pequeños solares en comunidades cercanas con casas rudimentarias y, en algunos casos, algún pequeño cultivo de café. El gasto mensual per cápita de los hogares variaba entre 200 y 500 MXN.16 A través del proyecto que originó la comunidad, todos sus integrantes obtuvieron acceso de uso de un pequeño solar y 3 hectáreas de tierra donde sembrar maíz e iniciar cultivos comerciales de café y plátano; aunque las tierras efectivamente disponibles al cultivo dependían de la capacidad de cada familia de limpiar los acahuales. Además, algunos usaban estas tierras para sembrar cultivos de autoconsumo, pero como estaban en disputa preferían no hacer grandes inversiones. En todos los casos la mano de obra era el principal activo y esto beneficiaba a las familias más grandes.
En la zona no hay fuentes de empleo estables. Los únicos empleos disponibles son el jornaleo agrícola y la construcción. Ambos son trabajos precarios y muy demandantes físicamente, pero entre ellos existen diferencias significativas: los jornaleros agrícolas ganaban entonces 50 MXN por una jornada de 8 horas17, quienes trabajaban en la construcción ganaban cuatro o cinco veces más, además se considera como una labor menos pesada y de mayor estatus. El tipo de trabajo dependía de la experiencia y las redes sociales, un capital cuidado con recelo y compartido solo con los familiares más cercanos. Muchos combinaban ambas actividades y hacían lo posible por organizarse para no perder oportunidades.
Otra de las fuentes de ingreso fundamentales para muchas familias eran las transferencias monetarias de programas gubernamentales -principalmente el programa “Oportunidades”, que ahora lleva el nombre de “Prospera”-. En el trabajo de campo se encontró que las familias que han cambiado con frecuencia su residencia, buscando morada y trabajo, no contaban con los documentos que requiere el programa. Además, más allá de las reglas de operación, la inscripción al padrón pasaba por un comité local que imponía una cuota de ingreso y una observancia discrecional de las condiciones de permanencia en el programa. Así, solo las familias con mayor estabilidad territorial y redes sociales más fuertes habían logrado incorporarse a ese padrón. Este sistema resultaba excluyente para algunos, pero a otros les permitía cierto margen de acción, por ejemplo, cuando la familia decidía moverse por unos meses a trabajar en algún rancho, o situaciones similares.
La precariedad de las fuentes de ingreso limitaba de manera importante la capacidad de las familias para adquirir alimentos, y esto se traducía en reducciones del consumo de alimentos, a veces críticas. En este contexto resultaba central la siembra de milpas18, que ha sido reconocido como una de las estrategias centrales de seguridad alimentaria de las familias campesinas (Huambachano, 2015; Isakson, 2009). Con este fin se aprovechaba cualquier espacio y muchos tenían pequeñas milpas en sus solares, aunque fuera para cubrir solo una pequeña parte del abasto familiar. Para complementar la producción, era común la renta de parcelas, aunque todos se quejaban de que las cuotas de renta se incrementaban año con año. El gasto en renta de tierras, insumos y trabajo invertido equivalía aproximadamente al costo de mercado del maíz19, pero sembrar milpa era una estrategia para mejorar las condiciones de acceso a alimentos básicos, y también de abasto, pues en algunas épocas, aún teniendo dinero, debían recorrer a pie varias comunidades antes de conseguir quién les vendiera algunas cubetas de maíz. Además, muchas veces estos cultivos utilizaban mano de obra que de otra manera no habría obtenido ingresos, estrategia reportada en otros lugares del país (Cortés y Díaz, 2004). Sin embargo, debemos considerar que los cultivos están expuestos a múltiples plagas y a la variabilidad climática, por lo que había épocas en las que se veían obligados a comprar uno o dos costales de maíz, aumentando el gasto entre 30% y 50%.
En la región donde se ubica la comunidad de estudio, el café es el principal cultivo comercial. A pesar de que su producción y comercialización implica grandes retos, este cultivo sigue siendo considerado como la mejor inversión a futuro. Quienes poseían un solar habían desarrollado pequeñas huertas de café que les proporcionaba algunos ingresos. Sin embargo, estas ganancias estaban sujetas a múltiples avatares: plagas, un procesamiento rudimentario que podía obligarlos a vender sus pequeñas cosechas en fruta perdiendo gran parte de la ganancia, venta a revendedores que otorgaban precios bajos, ulteriormente afectados por el control del mercado por parte de un cacique local. A esto se sumaba la inestabilidad de los precios internacionales del café que, además de afectar las ganancias potenciales de sus huertas, podía disminuir de manera importante Seguridad alimentaria y refugiados guatemaltecos en Chiapas las oportunidades de empleo en la cosecha -que era el momento con más empleo del año-.
De manera paralela, las familias llevaban a cabo múltiples pequeñas acciones buscando generar ingresos complementarios, por ejemplo: sembrar plántulas de café para vender, regresar con un costal de “mercancía” (dulces, latas de salsa, arroz, etc.) cuando iban a Comitán o La Trinitaria por cualquier otro motivo, aceptar trabajos como jornaleros a varias horas de camino, trabajar para los rancheros como cargadores o, las mujeres, lavando ropa o limpiando casas, acompañar con un teclado servicios religiosos, comprar huevos y cuidarlos para criar pollos (que era más barato que comprar pollitos) y luego irlos vendiendo poco a poco, entre otras.
Los párrafos anteriores describen algunos de los principales rasgos del contexto en el que las familias que integran esta comunidad luchan día con día por su subsistencia, dedicando largas jornadas en múltiples actividades para tener acceso a los bienes más básicos; en estas condiciones lo único que permite su subsistencia es la búsqueda continua de alternativas.
Antes de terminar este apartado es importante mencionar que la distribución tradicional de las labores cotidianas en la comunidad responsabiliza a las mujeres de la preparación de los alimentos, pero al mismo tiempo las ubica en una posición de dependencia alimentaria frente a los hombres de sus familias. En generaciones anteriores, muchas mujeres complementaban el abasto a través de la recolección de hongos, tubérculos y hierbas, pero se observa una drástica interrupción en la transmisión de este tipo de conocimiento relacionada, al menos en parte, con la falta de acceso a espacios de recolección y con el creciente consumo de productos industriales. La disminución de diversidad de productos animales y vegetales en la dieta campesina es reportada por otros autores (por ejemplo, Vargas, 2014).
ii. Tipo de alimentación, y condiciones de preparación y consumo de alimentos
La seguridad alimentaria depende de la disponibilidad y el acceso a alimentos, pero también del tipo de dieta y de prácticas de higiene en la preparación y consumo de alimentos relacionadas con enfermedades gastrointestinales que afectan la capacidad de aprovechar los nutrientes.
Las familias a las que se refiere este estudio llevan una dieta pobre y poco variada. Hacen dos o tres comidas al día, dependiendo de la disponibilidad de alimentos y la carga de trabajo. Su dieta se basa en el consumo de tortillas de maíz nixtamalizado, acompañadas con un poco de frijol, si hay, si no solo con salsa enlatada de tomate con chile. La comida principal suele incluir caldo, a veces con un poco de pollo, otras con quelites y verdura. Se consumen también algunas frutas de temporada, sobre todo naranja y plátano, recolectadas por lo general en los caminos.
La principal fuente de proteína animal es el huevo, que se consume dos o tres veces por semana, por lo general frito en aceite. El pollo se consume una vez por semana o menos, en pequeñas cantidades y cocinado en caldo. La carne de res y cerdo se consume cuando mucho una vez al mes, a veces cada dos o tres meses, cuando varias familias se organizan para comprar un animal en pie. Las familias más pobres solo tienen acceso a estos alimentos durante las celebraciones colectivas. Para salir a trabajar se acompaña la comida con pozol, bebida preparada con agua, masa de maíz y azúcar.
Resalta el creciente uso de comida industrial, en particular salsa enlatada y sopa de pasta instantánea, además de refrescos, frituras y dulces. El consumo de estos productos representa una parte importante del gasto en alimentos, aunque muchas veces no son contabilizados. Actualmente estas son las principales comidas “sociales”, que las familias buscan tener disponibles cuando reciben visitas.
A la falta de alimentos suficientes y variados se suman condiciones de higiene que comprometen la absorción de nutrientes. Estas condiciones están determinadas principalmente por la falta de agua potable y la mala calidad del agua del río, del que muchas de las familias se abastecen. El agua de uso humano es hervida en fogones de leña. Todos los alimentos se preparan en cocinas con piso de tierra, cercadas parcialmente con cercas de varas, donde viven distintos animales domésticos -principalmente perros y gallinas-. Todos los alimentos se consumen cocidos, hervidos o fritos, con excepción de las frutas.
En todos los casos las mujeres son las encargadas de la preparación de los alimentos, labores en las que invierten gran parte de sus días. Entre éstas destaca la preparación de la tortilla, base de la dieta, que implica desgranar el maíz, hervirlo, molerlo a mano, hacer la masa y echar la tortilla. El acarreo de agua y leña es una de las partes más fatigosas de estas actividades; en algunos hogares los hombres “ayudan” en el acarreo de la leña, pero esto es poco frecuente. Las tareas más pesadas suelen ser desempeñadas por las mujeres con menor estatus del hogar, posición que ocupan las nueras más jóvenes.
iii Otros factores que inciden en la utilización de los alimentos
Siguiendo la propuesta de Sen y Drèze (1989), se integran en el análisis otras carencias vinculadas con capacidades básicas, a saber: la salud, la educación y la participación en la toma de decisiones; pues en la medida en que limitan las capacidades de agencia de los actores pueden afectar el acceso y utilización de los alimentos.
Las familias que considera el estudio tienen condiciones de salud precarias, vinculadas con deficiencias alimentarias crónicas y un acceso limitado a servicios de salud. Formalmente todos sus integrantes están inscritos en la clínica rural, ubicada a 3 km del asentamiento, y cuentan con “Seguro Popular”. En los hechos tienen un acceso parcial a los servicios de salud, pues la clínica rural está abierta solo algunas horas por semana, cuando va el “técnico de salud” encargado de las campañas de vacunación. Una vez por mes va también una doctora que da seguimiento a la “salud reproductiva” de las mujeres.
El hospital más cercano está ubicado en Comitán, a 4 horas de camino, y muchas veces los pacientes deben esperar varios días antes de ser atendidos. En la comunidad nadie había utilizado este servicio, pues no podían enfrentar los gastos de viaje y estancia en la ciudad; además, existe una desconfianza generalizada hacia los servicios médicos. Lo más frecuente es recurrir a los curanderos locales, quienes manejan cuotas relativamente altas que suelen ser cubiertas a través de distintas prácticas de endeudamiento.
El acceso a servicios de educación se ha incrementado en las últimas décadas y actualmente la mayoría de los niños y niñas están inscritos en la escuela. Aún así, en la comunidad el grado de escolaridad promedio era muy bajo -3.5 años para las mujeres y 4.5 para los hombres- y no aumentaba de manera sustantiva entre los jóvenes. El analfabetismo estaba presente en todas las generaciones, particularmente entre las mujeres, e incluso quienes asistieron a la escuela tenían poca alfabetización funcional. El principal interés era que los niños aprendieran herramientas básicas de lectoescritura y aritmética, después la escolarización no era considerada como una inversión redituable, reflejando posiblemente que el sistema educativo no responde a sus necesidades presentes ni a sus expectativas de futuro.
Respecto a la toma de decisiones se distinguen dos ámbitos: la comunidad y el hogar. La asamblea comunitaria es la máxima autoridad y el espacio formal de toma de decisiones. Solo los titulares de derechos sobre la tierra tienen voz y voto en la asamblea, y todos son hombres. En los hogares las relaciones responden a una jerarquía establecida por género 20 y generación, que se traduce en el reparto desigual de los recursos y poderes de decisión. El jefe de familia es reconocido como legítimo tomador de decisiones, el papel de las mujeres varía pero en general se limita a la consulta en ámbitos relacionados con la crianza y el hogar. Esta jerarquía se expresa durante el consumo de alimentos: primero comen los hombres mientras las mujeres hacen tortillas, luego se sientan los niños, y después las mujeres y las niñas; aunque todos coinciden en que tienen igual acceso a la comida disponible. Las mujeres dependen de los hombres para tener alimentos y donde vivir, respecto a cualquier aspecto relacionado con ámbitos colectivos 21 y para comunicarse con el exterior, pues ellos manejan mejor el español. Desde que las mujeres se casan, en torno a los 15 años, tienen continuos embarazos y se hacen cargo de varios niños con poca diferencia de edad, situación que merma su salud y la de los niños, sobre todo en ausencia de otras mujeres que colaboren en la crianza.
Conclusiones
La comunidad de estudio se ubica en un área rica en recursos naturales y con grandes potenciales productivos, sin embargo, es una zona marginada con una marcada desigualdad,22 donde contrastan las condiciones de vida de los rancheros con diversos grupos en pobreza extrema; entre éstos destaca por su precariedad la situación de las familias de origen guatemalteco.
Todas las familias de la comunidad mantenían una dieta pobre y enfrentaban periodos de escasez de alimentos, en algunos casos críticos; y muchos probablemente sufrían malnutrición crónica. Su vulnerabilidad alimentaria tiene que ver sobre todo con problemas de acceso o, dicho con otras palabras, con su condición de pobreza y marginación. Entre los factores que definen esta situación se destacan, para el caso de estudio, la falta de activos productivos, el carácter inestable y precario de los trabajos disponibles, la escasez de fuentes de ingreso alternativas y la falta de acceso a tierras de cultivo (Dilley y Boudreau, 2001). A esto se suma la falta de acceso a agua potable y la carencia de servicios de salud y educación de buena calidad y de ciertas prácticas higiénicas. De manera paralela opera un conjunto de circunstancias que complementan la configuración de escenarios de inseguridad alimentaria crónica: la escases de maíz en algunas épocas del año, el continuo aumento del precio de productos de primera necesidad, la industrialización de la alimentación y la interrupción de la transmisión generacional de conocimientos sobre la recolección y procesamiento de productos forestales comestibles y medicinales. Su situación se agudiza por ser desplazados, condición que, además de ser estigmatizada socialmente, los expone a una gran” inestabilidad territorial” dificultando el mantenimiento de vínculos sociales más allá de la familia primaria.
Por último, dado que el análisis de la vulnerabilidad lleva implícito una visión temporal, debemos también considerar que, frente a la precariedad de los activos y modos de sustento de las familias, cualquier contratiempo puede obligarlos a reducir su consumo de alimentos. Las crisis que enfrentan obedecen a múltiples causas. Entre éstas destaca la enfermedad de alguno de sus miembros, que limita sus capacidades productivas y puede orillarlos a vender los pocos insumos productivos que poseen o a endeudarse, superando por un tiempo la crisis pero empobreciéndose ulteriormente (Shipton, 1990). Otra situación frecuente es la migración “fallida” del jefe de familia, pues suele pagarse el viaje con préstamos costosos y cuando no logran conseguir trabajo, o dejan de comunicarse, las familias se quedan endeudadas, sin ingresos y sin fuerza de trabajo, dependientes de las ayudas de su red parental. Esta situación muestra el acceso a la seguridad social como un elemento central en las políticas de seguridad alimentaria (HLPE, 2012).
El conjunto de situaciones descritas deteriora el bienestar cotidiano de los sujetos y compromete sus capacidades para desarrollar nuevas actividades productivas y mejorar su situación a mediano y largo plazo. Sin embargo, a lo largo de los últimos 30 años estas familias han logrado subsistir y, en muchos casos, mejorar su situación. Los márgenes de acción de las familias son variables y dependen en gran medida de la disponibilidad de mano de obra en el grupo doméstico, la acumulación de pequeños activos y su capacidad para mantener redes socio-parentales; siendo las familias más jóvenes quienes enfrentan mayor vulnerabilidad. Sin embargo, estos factores no operan de manera mecánica, también tienen un peso importante las estrategias individuales: la migración temporal, la disponibilidad para trabajar lejos de la comunidad cuando no hay mejores alternativas, el mantener “buenas relaciones” con los patrones; iniciativas como el cultivo de plántulas de café, la cría de cerdos y la siembra de maíz en pequeños espacios; la calidad de las relaciones dentro del hogar y la planificación familiar; y en general, una disposición a “buscarle” y “aprovechar las oportunidades”.
La cohesión y los intercambios solidarios dentro de los grupos parentales son un factor fundamental, y muchas veces el único recurso frente a crisis de diversa índole. Las familias con mejores posiciones dentro de la comunidad se destacan por haber logrado vincularse con organizaciones campesinas23 que les han dado acceso privilegiado a ciertos recursos -cemento para poner piso a sus casas, empleos temporales en obras públicas, insumos agrícolas, etc.- Estas familias son vistas como canales de potencial ayuda, lo que les da un lugar privilegiado en la toma de decisiones colectivas. Recuperando la caracterización del “capital social” propuesta por Woolcock (1998) 24 se destaca la importancia de las redes familiares, los vínculos dentro de las comunidades y las relaciones con instituciones en la escala regional como elementos clave, si no para el desarrollo económico como propone el autor, sí para lidiar con la vulnerabilidad cotidiana. Sin embargo, durante la investigación también se observó que las condiciones de pobreza extrema dificultan la colaboración en cualquier escala, limitando las posibilidades de impulsar procesos de desarrollo basados en la acción colectiva, que en otras condiciones tendrían un potencial importante para ayudarlos a superar ciertas barreras en la producción y el mercado.
A lo largo de las últimas dos décadas los programas de transferencias económicas condicionadas -que incluyen un componente de alimentación- han sido la estrategia central para disminuir la pobreza y la desigualdad en América Latina (Villatoro, 2005). Actualmente estos programas son una de las principales fuentes de ingreso para muchos hogares rurales, pero en un contexto de empleos precarios y continuo incremento del precio de los alimentos, su efecto es limitado. Este tipo de iniciativas debieran ser parte de una estrategia más amplia, “las transferencias no pueden sustituir la provisión pública de bienes y servicios esenciales [...y ] no pueden reemplazar los ingresos obtenidos mediante el trabajo decente.” (PNUD, 2013: 82-83). Para garantizar la seguridad alimentaria, y disminuir de manera sustantiva la pobreza, es fundamental invertir en el desarrollo de las capacidades productivas de los pequeños productores, en la construcción de sistemas de seguridad y, más en general, una distribución de los ingresos más equitativa.
Históricamente los pequeños productores han jugado un papel central en el suministro de alimentos, y actualmente siguen produciendo el 70% de los alimentos en el mundo (FAO, IFAD, y WFP, 2014). En México, 80% de los productores tienen menos de 5 hectáreas y, a pesar de la precariedad de sus condiciones de producción y la falta de apoyos gubernamentales, son responsables de 39% de la producción agropecuaria nacional (Subsidios al campo y Fundar. Centro de Análisis e investigación A. C., 2017), poco más del 20% del consumo nacional de alimentos. Los cambios implementados en las últimas décadas en las cadenas de producción y mercado de alimentos han relegado este sector, y actualmente gran parte de las personas que viven en pobreza extrema son pequeños productores, mientras sus actividades agrícolas tienen una aportación cada vez menor en su ingreso.
En este contexto, el desarrollo de la agricultura de pequeña escala es un área prioritaria por sus efectos positivos en la reducción de la pobreza, el hambre y la desnutrición de los más pobres (FAO, FIDA, y PMA 2015), además de ser una estrategia central para frenar el impacto ambiental que está teniendo el sector agropecuario. Sin embargo, el fomento productivo ocupa un lugar rezagado en el combate a la pobreza en nuestro país (FAO-SAGARPA, 2013: XXXV). En el periodo 2000 -2010, los recursos asignados a la SAGARPA25 aumentaron en más del 50%26 y la producción agropecuaria tuvo un aumento anual promedio de 2.4%. Sin embargo, estos recursos han sido dirigidos principalmente a los grandes productores, quienes reciben el 92% del gasto de los programas agrícolas. (ONU-DH, 2012:29); incrementando ulteriormente la polarización social en el sector rural (Torres, et al. 2015; Fox y Haight, 2010) e incrementando la vulnerabilidad alimentaria en el corto y mediano plazo (González y Macías, 2007: 47).
Desde la óptica de la seguridad alimentaria, es urgente que se modifiquen los criterios de toma de decisiones y asignación de recursos públicos en este sector. Superar las condiciones de rezago de los pequeños productores requiere implementar políticas orientadas a fortalecer sus capacidades productivas, institucionales y organizativas; inversiones en infraestructura productiva, de transporte y comunicación; mecanismos de financiamiento acordes con sus necesidades y medidas que les permitan participar en el mercado sin estar sujetos al control de los intermediarios locales; además de garantizar su acceso efectivo a servicios de salud y educación de calidad y otros servicios y beneficios sociales.