Introducción
Es sabido que tradicionalmente la investigación demográfica en torno a la fecundidad ha enfocado sus preocupaciones en la medición de este fenómeno y por ello ha centrado su análisis de manera predominante en las mujeres, en particular sobre sus resultados reproductivos y sus opciones anticonceptivas, porque se considera que las madres recuerdan, más claramente que los padres, los embarazos, las pérdidas por aborto y las muertes infantiles.
Esta visión parcializada de la fecundidad tuvo mucha influencia de las corrientes teóricas provenientes de diversas disciplinas sociales que predominaban en los tiempos en que se desarrolló el campo demográfico. La mayoría de las teorías explicativas y de las variables sobre los eventos relacionados con la fecundidad se basan en supuestos ligados a la normativa social de la familia occidental, e ignoran las diferencias estructurales y culturales de tales núcleos.
De tal suerte que aunque los procesos reproductivos atañen a ambos miembros de la pareja, el análisis demográfico sobre la procreación ha preferido orientar su análisis en la experiencia vivida y declarada por las mujeres, sin tomar en cuenta la presencia masculina en dichos procesos. Los varones no han sido considerados sujetos de investigación, en buena medida porque se asume que su comportamiento reproductivo complicaría el estudio (Watkins, 1993).
Los programas institucionales de planificación familiar que se desarrollan en México desde mediados de los años setenta han encauzado sus estrategias fundamentalmente hacia las mujeres, dadas las implicaciones que la experiencia de la maternidad tiene en sus cuerpos y en sus vidas. La preocupación por reducir las tasas de fecundidad, y con ello controlar el crecimiento poblacional, ha llevado a los gobiernos mexicanos a centrar la lógica institucional de los servicios de atención a la salud en la efectividad de los métodos anticonceptivos modernos, los cuales operan de manera preponderante sobre la biología femenina (Figueroa, 1998a).
En este trabajo buscamos evidenciar cómo estos planteamientos que operan detrás de la difusión, distribución y prevalencia en el uso de anticoncepción en el país han contribuido a reproducir la desigualdad en las responsabilidades entre hombres y mujeres en la procreación.
Los datos provenientes de las diversas encuestas demográficas permiten constatar que la fecundidad en nuestro país ha mantenido un ritmo constante en su reducción puesto que si en los años setenta era del orden de 6.7 hijos por mujer, en la actualidad se ha reducido a poco más de dos, un nivel muy cercano al del remplazo generacional. Estos resultados se deben en gran medida a la cobertura en materia de planificación familiar, y en particular, a la utilización femenina de los modernos métodos de control natal.
A partir de estos importantes cambios, diversos investigadores se han planteado algunos interrogantes sobre la participación masculina en este tránsito. Se busca saber si realmente los hombres mexicanos se han mantenido al margen de las decisiones reproductivas y anticonceptivas de las parejas. Estas preocupaciones han constituido el detonante para el desarrollo de interesantes y pioneras propuestas de investigación que buscaron ir más allá de la pura medición de la fecundidad. El interés se ha centrado en conocer y comprender las motivaciones y valoraciones detrás de las actitudes y prácticas masculinas al respecto. Para ello, se intenta dar cuenta del comportamiento sexual de los hombres en tanto contexto en el que ocurren los eventos reproductivos. Por ello, en la última parte de este trabajo presentamos y comentamos algunos resultados de estas investigaciones a fin de revalorar sus hallazgos más importantes.
El contexto político, social y demográfico de la planificación familiar en México
Como resultado de los cambios ocurridos en la legislación en la materia que nos ocupa y a partir de la aplicación de los Programas Nacionales de Planificación Familiar que emplearon masivas campañas de difusión de la nueva práctica anticonceptiva, sobre todo entre la población femenina unida y que había iniciado la formación de su descendencia, hacia 1976 una de cada tres mujeres casadas o unidas en edad fértil (de 15 a 49 años) ya regulaba su fecundidad mediante el uso de algún método (Welti, 1989; Hernández, 2001).
Este uso de métodos anticonceptivos entre la población femenina ha mantenido un ritmo incesante en su incremento, pues si en 1982 la proporción era del orden de 48 %, en 1997 alcanzaba 68.4 %, y hacia el año 2006 ya era de 70.9 %. Este continuo ascenso se debe al aumento en el uso de métodos considerados modernos, tales como la esterilización femenina (oclusión tubaria bilateral, OTB), el diafragma o dispositivo intrauterino (DIU), las pastillas, las inyecciones, así como los implantes subdérmicos y locales (Hernández, 2001; CONAPO, 2006).
A la par de este significativo incremento también se ha ido reduciendo la brecha que existía entre las mujeres que habitaban en localidades rurales y las que vivían en zonas urbanas, al igual que entre aquellas con menor y mayor escolaridad (Welti, 1989; Hernández, 2001).
Uno de los resultados de esta orientación es que la esterilización femenina (OTB) se ha constituido en el primer método empleado por las parejas mexicanas para controlar su fecundidad. Los porcentajes de mujeres que han recurrido a este procedimiento se han incrementado sistemáticamente, hasta alcanzar niveles muy elevados, además de haber disminuido la edad y la paridad en su adopción. Así, mientras en 1987 38 % del total de usuarias de métodos anticonceptivos se había esterilizado, este porcentaje pasó en 1992 a 43.2 % y hacia 1997 era utilizado por 44.7 % del total de las que empleaban algún método de control natal (CONAPO, 2000).
A partir de estos datos puede constatarse que la práctica anticonceptiva en nuestro país ha recaído fundamentalmente en la población femenina, en tanto que el uso de métodos que requieren la participación masculina (directa o indirecta), como el condón (preservativo), la vasectomía, el retiro (coito interrumpido) y el ritmo (método del calendario) ha aumentado de manera muy marginal. Se sabe que el empleo del condón, la vasectomía y el retiro tuvieron en conjunto un incremento entre 1979 y 1987, pues el porcentaje de varones usuarios de estos métodos varió de 7.2 % a 11.2 %. Asimismo, se ha documentado que la contribución de los varones como usuarios directos de anticonceptivos (incluyendo el ritmo) se presenta con mayor frecuencia entre la población unida (SSA, 1990).
Y a pesar de ese ligero incremento en la utilización de métodos de uso o colaboración masculina, especialmente en el medio urbano y debido a un mayor uso del condón entre las generaciones más jóvenes1, su participación no supera 20 % del uso total de anticoncepción, en tanto que los métodos denominados tradicionales, en los que existe una activa participación de los varones, como el ritmo y el retiro, disminuyeron de 8.9 % a 4.8 % en el mismo periodo (CONAPO, 2004, 2006).
Ante este panorama, las instancias gubernamentales de salud señalan que en la actualidad no existen métodos anticonceptivos reversibles y de larga acción que sean efectivos, seguros y aceptables para el varón. Esta situación, aunada al predominio de las estrategias de promoción dirigidas a la mujer explica en parte el bajo peso que tiene la vasectomía en la estructura de uso de anticonceptivos, apenas de 1.8 % (CONAPO, 2004, 2006).
A pesar de estas evidencias, se considera que se ha tenido un logro significativo en términos del aumento en la efectividad y cobertura de la moderna anticoncepción a nivel nacional, y los retos en esta materia se colocan ahora en la atención a la demanda insatisfecha de planificación familiar entre la población femenina de zonas rurales e indígenas, además de aquella sin escolaridad.
Resulta evidente que desde esta perspectiva se ha preferido excluir a los varones de esta crucial etapa del proceso reproductivo, al desincentivar incluso el uso de métodos considerados tradicionales y que implican un claro involucramiento masculino, tales como el ritmo y el retiro. Ello, a pesar de haber indicios de que este tipo de participación masculina en los arreglos anticonceptivos venía dándose desde generaciones mayores, de ámbitos urbanos y de sectores medios, quienes a partir de un claro deseo por controlar el tamaño de sus descendencias fueron las pioneras en reducir su fecundidad, aun antes de que se pusieran en marcha las masivas campañas de planificación familiar (Zavala, 2005; Rojas, 2002, 2008b).
En este contexto, y teniendo en consideración los planteamientos del Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo celebrada en El Cairo en 1994, diversos investigadores realizaron importantes esfuerzos teóricos y metodológicos para incorporar la presencia masculina en los estudios sobre la reproducción y la práctica anticonceptiva en México.
Un novedoso interés por incorporar a los hombres en el análisis de la reproducción y su regulación
A principios de la década de los noventa la fuerte y decidida influencia del pensamiento feminista, que en ese tiempo registró un periodo de auge, llamó la atención sobre aspectos no estudiados por los demógrafos, tales como el estudio de las relaciones de género y de poder asociadas con los procesos reproductivos. Aunado a estos planteamientos se encontraba el creciente movimiento de las mujeres por la salud que tuvo especial influencia en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de 1994. Este movimiento propuso, entre otras cosas, cambiar el foco de atención de los programas de planificación familiar e impulsar un enfoque novedoso: el de la Salud Reproductiva (Greene y Biddlecom, 2000).
Entre las propuestas más importantes expresadas en el Programa de Acción de dicha Conferencia destaca una que planteó la necesidad de realizar esfuerzos para propiciar una responsabilidad compartida de los varones y promover su involucramiento de una manera más activa en una paternidad responsable y en un comportamiento sexual y reproductivo también responsable.2
Por otro lado, en ese mismo tiempo se demostró el fracaso de la teoría clásica de la transición demográfica para explicar el cambio en la fecundidad en diversos contextos sociales y culturales, que en la práctica había contribuido a justificar el apoyo financiero dado a la investigación encaminada al control de la fecundidad femenina. Su debilidad para explicar las diversidades demográficas y la supuesta relación entre la disminución de la fecundidad y el desarrollo económico fue puesta en evidencia, por lo que surgieron nuevos estudios centrados en el análisis de los papeles reproductivos de hombres y mujeres en distintos contextos culturales (Greene y Biddlecom, 2000).
Además de ello, fueron apareciendo desarrollos metodológicos que comenzaron a enfocar su interés en los varones y, en particular, en las relaciones sociales establecidas entre hombres y mujeres. De ese modo surgieron modelos explicativos en la economía, la antropología y la sociología, que incorporaron nuevas variables relacionadas con el conflicto, la negociación y el poder. En este marco se realizaron esfuerzos analíticos para combinar datos cuantitativos y etnográficos a fin de estudiar a fondo los diversos aspectos sociales de la fecundidad y ampliar la comprensión sobre los mecanismos sociales detrás de los fenómenos demográficos. Esto trajo como consecuencia una expansión de las unidades de análisis para incluir, además de a los individuos, a las parejas y a las familias (Greene y Biddlecom, 2000).
Considerando este conjunto de propuestas se desarrolló una línea de trabajo enfocada a recuperar la experiencia masculina, con un despliegue en dos direcciones claramente diferenciadas: por un lado, se encontraban aquellos estudios enfocados a descubrir las formas en que podrían eliminarse los obstáculos que los varones pueden representar frente a las decisiones asumidas por las mujeres respecto de su propia fecundidad y el uso de métodos anticonceptivos. Esta orientación tenía entre sus metas importantes formular propuestas para garantizar una participación masculina favorable a los intereses de las mujeres y el uso de la anticoncepción.
Y también cabe mencionar aquellos esfuerzos que partían de una interpretación más amplia de la reproducción, entendida como un proceso que se desarrolla en el ámbito de la sexualidad, para incorporar a los hombres. Desde esta perspectiva se propone considerar las relaciones de poder subyacentes en los intercambios sexuales entre hombres y mujeres, además de contemplar diversos procesos de negociación en la determinación del uso de anticoncepción, del tamaño de la descendencia y de la forma que asumiría la crianza de los hijos (Figueroa y Liendro 1995; Figueroa, 1998a).
El primer enfoque ha conducido a una investigación orientada a demostrar que los hombres constituyen un problema no solo para la medición de la fecundidad -porque tienen varias parejas sexuales a lo largo de su vida o simultáneamente-, sino porque la distancia que guardan respecto de la maternidad y la crianza de los hijos con frecuencia les hace oponerse a los deseos de la mujer para planificar la familia, con lo cual se constituyen en un obstáculo para el ejercicio de las preferencias reproductivas y los derechos femeninos concernientes a la reducción del tamaño de la descendencia (Greene y Biddlecom, 2000).
Este tipo de investigaciones dirigidas al análisis de problemas específicos en torno a la presencia de los hombres en la anticoncepción, en lugar de considerarlos a partir de su condición de sujetos sociales para entender su participación en los procesos reproductivos y su interacción al interior de la pareja, ha contribuido a la consolidación y generalización de estereotipos acerca del comportamiento sexual y reproductivo de los varones, al tiempo que sigue enfatizando a la mujer como la unidad básica de reproducción y continúa enfocando su preocupación en la reducción de su fecundidad. Ejemplo de ello es el conjunto de estudios que conformaron el Programa Mundial de Encuestas Demográficas y de Salud (DHS) realizados en diversos países en desarrollo, sobre todo africanos y asiáticos, a principios de los años noventa (Greene y Biddlecom, 2000; Figueroa y Rojas, 2002).
En contraste, la segunda opción de investigación planteó la necesidad de analizar la relación entre reproducción y salud en el marco de la perspectiva de género como opción teórica, metodológica y práctica que permite hacer un análisis relacional de la reproducción considerando el ámbito de la sexualidad como el espacio en el cual se construyen los procesos y las decisiones reproductivas de las parejas (Figueroa, 1998b).
Así, hacia la segunda mitad de los años noventa, aunque en el campo de los estudios sociodemográficos la reflexión en torno a la salud reproductiva era relativamente reciente, destacó el esfuerzo por rescatar la perspectiva de los actores sociales, las identidades, las culturas y las relaciones intersubjetivas en la definición de los derechos reproductivos, manteniendo también el énfasis en el análisis de la influencia de las relaciones de poder y diversas dimensiones de la desigualdad social en la procreación humana. Por ello, respecto a su objeto de estudio este enfoque ha implicado, entre otras cosas, recuperar la importancia de la sexualidad y de la participación de los varones en la reproducción humana (Szasz, 1997).
Este enfoque propuso que para analizar las vinculaciones entre sexualidad y salud reproductiva debe tomarse en cuenta un marco analítico que incorpore las dimensiones de las actitudes y de los comportamientos sexuales en diversos contextos, así como las variaciones en las dinámicas de poder entre hombres y mujeres. Desde esta postura, la sexualidad, en tanto concepto biológico transpuesto por la cultura, llega a ser un producto social, es decir, una representación e interpretación de las funciones naturales en relaciones sociales jerarquizadas (Dixon-Mueller, 1996).
Al considerar la dimensión sobre la sexualidad, el enfoque de salud reproductiva asume que sobre la elección, adopción y el uso efectivo de anticoncepción influyen las actitudes y los comportamientos sexuales de hombres y de mujeres, al tiempo que el uso de un método en particular puede afectar la manera en que las personas perciben el ejercicio de su propia sexualidad y la de sus parejas. Los significados y las creencias en torno a la sexualidad y, por tanto, las actitudes y los comportamientos sexuales, se encuentran adscritos culturalmente. Por ello, debe considerarse que la construcción social de la sexualidad está vinculada inevitablemente a las concepciones culturales de masculinidad y feminidad, puesto que lo que se constituye como masculino o femenino se expresa en normas e ideologías sexuales ((Dixon-Mueller, 1996).
En este sentido, desde la salud reproductiva resulta fundamental entender que la sexualidad tiene diversos significados para diferentes personas en distintos contextos y es por ello que los actos, los significados y las orientaciones de la sexualidad deben ser analizados por grupos sociales particulares, teniendo en consideración que las relaciones sexuales suelen incorporar inequidades de poder basadas en la edad, clase social, raza, situación laboral y el género (Dixon-Mueller, 1996).
Algunas evidencias de investigación sobre los significados y las valoraciones masculinas en torno a la anticoncepción
A partir de las propuestas teóricas y analíticas provenientes de las perspectivas de género y de salud reproductiva se han desarrollado en el país investigaciones antropológicas y sociodemográficas interesadas en las valoraciones masculinas de la reproducción y de la disminución del número de hijos. Tales estudios han sacado a la luz que las diferencias en el tamaño de la descendencia entre las generaciones más jóvenes respecto de sus padres se deben al uso común de anticoncepción definitiva o temporal, a la pérdida de hegemonía del discurso eclesiástico en lo tocante a esta práctica, pero sobre todo están vinculadas a razones económicas, de búsqueda del bienestar familiar y de una estrategia de futuro ascenso social para los hijos fundamentada en el acceso a la escolarización. De tal suerte que los notables cambios observados en el tamaño de la descendencia de las parejas mexicanas son el reflejo de significativas modificaciones en las percepciones masculinas y femeninas sobre los hijos, además de ser resultado de una moderna práctica anticonceptiva generalizada (véase Bellato, 2001; Módena y Mendoza, 2001; Rojas, 2002).
Se hace notar, por otro lado, que detrás de las acciones de control natal se encuentran diversos procesos de negociación, e incluso situaciones de imposición por parte de algún miembro de la pareja para establecer una estrategia reproductiva y anticonceptiva a fin de definir el inicio de la procreación, espaciar la llegada de los hijos o dar por concluida la vida reproductiva de la pareja.
En este sentido, son relevantes los hallazgos de algunas investigaciones antropológicas y sociodemográficas de ámbitos rurales y urbanos en que se reporta la anuencia de las jóvenes generaciones de varones para regular la fecundidad conyugal mediante el uso de anticoncepción. De hecho, estos varones logran conformar con sus cónyuges procesos de acuerdo sobre el uso de determinado método anticonceptivo, el número de hijos a tener y su espaciamiento. Sin embargo, cuando se trata de poner en práctica la regulación de la fecundidad, persiste en ellos una resistencia a utilizar algún método anticonceptivo que actúe sobre sus cuerpos. Al respecto, señalan que la responsabilidad de evitar un embarazo recae fundamentalmente en sus esposas porque es en el cuerpo de la mujer donde se desarrollan los procesos de embarazo (véase Vivas, 1993; Hernández Rosete, 1996; Gutmann, 1993, 2000; Castro y Miranda, 1998; Bellato, 2001; Rojas, 2002).
Por otro lado, algunas investigaciones sobre la forma de tomar las decisiones anticonceptivas en parejas de ámbitos indígenas, rurales y populares urbanos han informado que la elección de algún método todavía está inmersa en relaciones de poder, en donde la centralidad de los varones puede o no permitir la negociación. De ahí que no sean pocos los casos y los contextos en los que se reporta que son los varones quienes, en ocasiones junto con el médico, adoptan las decisiones respecto de la anticoncepción. En ocasiones las mujeres de estos medios han reportado que la planificación familiar solo puede ser llevada a cabo con la autorización del esposo3 (véase Castro y Miranda, 1998; Fernández, 2006).
Conviene señalar aquí que el menor poder de que gozan las mujeres en el hogar se reproduce y se vive como natural en diversos espacios institucionales. Para los prestadores de servicios de planificación familiar puede resultar más fácil dirigirse a las mujeres para que asuman el control natal, antes que enfrentar la eventual negativa de los varones. Esta situación se traduce en una limitada atención e inclusión de la población masculina en los programas de planificación familiar, así como en un escaso desarrollo de las acciones institucionales dirigidas a empoderar a las mujeres en esta materia (véase Castro y Miranda, 1998; CONAPO, 2001; Fernández, 2006).
Cuando se analiza el uso de métodos anticonceptivos de uso exclusivo masculino, como el condón y la vasectomía, resultan de gran importancia los hallazgos de investigación según los cuales detrás de su utilización existen valoraciones sobre la sexualidad que han de tomarse en cuenta y que se relacionan con el hecho de que los hombres gozan de mayores prerrogativas sociales que las mujeres para iniciar y negociar las relaciones sexuales, en tanto que las mujeres están más controladas en su actividad sexual4 (Dixon-Muller, 1996).
La investigación ha mostrado que los varones suelen tener múltiples parejas sexuales a lo largo de su vida. En general son más activos en ese aspecto que las mujeres y tienen más experiencias sexuales previas a la unión matrimonial y también suele ocurrir que tengan parejas sexuales simultáneas. La sexualidad es concebida y ejercida por los varones de manera separada de la reproducción,5 y por ello es muy probable que el uso de algún método anticonceptivo masculino no esté relacionado con la regulación de su fecundidad en el ámbito conyugal -esa responsabilidad casi siempre recae en las esposas-, sino con el ejercicio de su sexualidad en contextos extraconyugales (véase Figueroa, 1998a; Szasz, 1998a; Greene y Biddlecom, 2000).
En este sentido, son relevantes los resultados de la investigación sobre las motivaciones que expresaron algunos jóvenes de sectores medios de la ciudad de México en lo concerniente al uso del condón. Sus declaraciones mostraron que su utilización se encuentra muy relacionada con la manera en la que experimentan su sexualidad. Al visualizarse como siempre dispuestos a aprovechar cualquier oportunidad que se les presente para tener relaciones sexuales, estos jóvenes conciben el uso del preservativo de dos maneras: una, como protección ante las infecciones de transmisión sexual cuando se relacionan con mujeres desconocidas o poco confiables (a las que consideran promiscuas); y otra, como protección contra el embarazo cuando se relacionan con sus novias o esposas (Arias y Rodríguez, 1998).
En cuanto a la vasectomía, algunas evidencias de investigación indican que existe la idea entre la población masculina de vincular este procedimiento con la amenaza y puesta en duda de importantes símbolos asociados con la masculinidad. Debido a que en el imaginario social y masculino parece existir una conexión entre infertilidad e impotencia, el rechazo a la vasectomía está asociado con una amenaza de castración, con la pérdida de la potencia sexual y de las erecciones y, por tanto, con la pérdida de masculinidad. Entre los hombres entrevistados se rechaza la vasectomía como método anticonceptivo porque se considera que la planificación familiar es una responsabilidad femenina y porque la capacidad de fecundar masculiniza a los varones (véase Bellato, 2001; Córdoba, 2005; Fernández, 2006).
En estos mismos estudios los entrevistados señalaban frecuentemente como razón para esterilizarse la posibilidad de ejercer una sexualidad con otra pareja.6 En el contexto de la infidelidad, la vasectomía reduce el riesgo de un embarazo y por ello se plantea como la oportunidad de tener relaciones sexuales extraconyugales sin consecuencias. Por ello, se enuncia que existe el riesgo de que la vasectomía pueda terminar siendo un recurso para cumplir ciertos deseos sexuales masculinos y reproducir de ese modo las inequidades de género (Córdoba, 2005; Fernández, 2006).
En contraste, los hombres manifiestan tener temor de que sus esposas muestren deseo sexual porque ello implicaría la posibilidad de que lleguen a ser infieles.7 Por eso se busca por medio de múltiples recursos mantener bajo control la actividad sexual femenina. Esta actitud masculina guarda estrecha relación con la imagen escindida de lo femenino: existen por un lado las mujeres decentes8 que tienen un comportamiento serio y que no manifiestan sus deseos sexuales, y por otro lado están las mujeres promiscuas, erotizadas y que manifiestan explícitamente sus deseos sexuales (véase Castro y Miranda, 1998; Szasz, 1998b; Amuchástegui, 2001; Fernández, 2006; Núñez, 2007).
En la práctica, de acuerdo con estos estudios, los varones son los que toman la iniciativa para tener relaciones sexuales en la vida marital y en no pocos casos, ante la negativa de la mujer, se enojan, las insultan, las regañan e incluso las obligan. Esta desigualdad de género en las prácticas y valoraciones sexuales en el contexto de la vida marital es más acentuada en los estratos sociales de bajos ingresos y entre las generaciones mayores (Szasz, 2008).
En particular, se ha encontrado que entre ese tipo de hombres prevalecen conceptos muy conservadores de género y sobre la sexualidad. Según sus declaraciones, las esposas nunca iniciaron los encuentros íntimos y no se enteraron si ellas alguna vez tuvieron placer sexual. Señalaron que ellos tienen necesidades sexuales que las mujeres deben atender en virtud del vínculo conyugal y porque ellos cumplen cabalmente con sus obligaciones como esposos responsables, trabajadores. La atención sexual de las mujeres entonces es en reconocimiento y retribución al hecho de ser un hombre que cumple con la proveeduría de su hogar. De esta manera, el vínculo marital se sostiene al intercambiar trabajos entre los cónyuges: mientras ellos realizan el de mantener, ellas el de atender. Dicho intercambio genera marcadas desigualdades de género en el ejercicio de la sexualidad (Núñez, 2007).
En contraste, se cuenta con evidencia de importantes transformaciones que están ocurriendo entre la población más joven, de ámbitos urbanos y de estratos socioeconómicos más acomodados y escolarizados, donde es más frecuente que cualquiera de ambos cónyuges tome la iniciativa para tener relaciones sexuales, al tiempo que es más común que las mujeres expresen una mayor capacidad de decisión en su sexualidad (Szasz, 2008).
Al parecer, en estos contextos sociales el vínculo de pareja ya no parece descansar en un intercambio desigual de obligaciones, sino más bien en nuevas formas de relación conyugal, más progresivas, abiertas y racionales, libres de las restricciones vividas por sus padres. El significado de la sexualidad tiende a residir en la experiencia de la intimidad y en la satisfacción mutua en lugar de la reproducción y la obligación de las mujeres de satisfacer a sus esposos como parte del acuerdo matrimonial. Como consecuencia, las prácticas reproductivas también se han modificado pues se empieza a retrasar el primer embarazo después del matrimonio, permitiendo a las parejas disfrutar de su compañía y buscar la estabilidad de la relación, al tiempo que se desea tener pocos hijos (véase Módena y Mendoza, 2001; Amuchástegui, 2001; Szasz, 2001, 2008; Esteinou, 2008; Rojas, 2008b).
Todo ello permitiría hablar de una incipiente disociación entre el ejercicio de la sexualidad, las uniones matrimoniales y la procreación.9 Esto supondría una transformación en las relaciones de pareja, en las que se estarían construyendo espacios para una conyugalidad creciente y mayores niveles de comunicación, así como una mayor autonomía femenina frente a las opciones reproductivas. En este nuevo tipo de relación las mujeres ya no se someten a la doble moral sexual que ha prevalecido en la sociedad mexicana (Esteinou, 2008).
A estas modificaciones se agregan recientes evidencias que apuntan hacia la existencia de nuevas actitudes frente a la práctica anticonceptiva entre los hombres mexicanos más jóvenes, escolarizados y residentes en ámbitos urbanos. Estos cambios de actitud están caracterizados por una propensión a conformar espacios de decisiones compartidas con la pareja para elegir el momento y el tipo de método anticonceptivo que se usará para regular la fecundidad conyugal. De hecho, se ha detectado entre estos varones un mayor uso del preservativo.10
Consideraciones finales
Con este trabajo hemos querido transmitir la necesidad de revalorar los marcos analíticos comprensivos y complejos propuestos por las perspectivas de género y de salud reproductiva a partir de los cuales se han obtenido importantes y reveladores resultados que han dado muestra de las distintas formas de participación masculina y de las razones profundas que permiten explicar sus comportamientos en los procesos reproductivos y en la práctica anticonceptiva.
Con ello queremos señalar que es muy importante superar los estudios sobre la fecundidad femenina y avanzar hacia el análisis del proceso reproductivo, entendiendo que la reproducción humana es ante todo una reproducción sexualizada. Como hemos visto, la sexualidad, en tanto ámbito en el que se realizan los procesos reproductivos, constituye un requisito indispensable para estudiar y comprender la presencia masculina en la reproducción y en su regulación a través de la anticoncepción.
Conviene tener en cuenta que detrás de las decisiones y los comportamientos reproductivos de los hombres existen diversas valoraciones y significados atribuidos a los hijos y a la paternidad, que están ligados a las diversas formas en que conciben y construyen su identidad genérica masculina. Esta consideración nos lleva a plantear la necesidad de estudiar los procesos reproductivos en el contexto de la construcción de las identidades y de las relaciones de género, que al final son relaciones de poder entre los hombres y las mujeres. Hay que tener en cuenta que los significados y las creencias en torno a la sexualidad y la reproducción se hallan adscritos culturalmente.
Otro aspecto que debe considerarse es la importancia que adquiere el estudio de la dinámica conyugal para comprender las condiciones en que se relacionan ambos miembros de la pareja para reproducirse. Es imprescindible entender en su complejidad las interacciones entre hombres y mujeres a la hora que deciden reproducirse, controlar su fecundidad, espaciar los nacimientos de sus hijos e incluso entender por qué en algunos casos no existen espacios de diálogo y entendimiento. Al mismo tiempo, resulta crucial analizar el contexto social y económico particular en el que se desenvuelve la vida familiar, conyugal e individual de los hombres estudiados.
Es necesario también tener en cuenta los condicionamientos sociales, culturales y familiares que subyacen a los comportamientos reproductivos de las parejas, además de los cambios en la percepción que los miembros de la pareja pueden tener respecto del valor de los hijos, sobre todo a partir de las transformaciones ocurridas en términos económicos, sociales y culturales. Desde este panorama deben observarse las diferencias culturales y generacionales, además de las desigualdades sociales y de género, para analizar la enorme diversidad de valoraciones y prácticas existentes alrededor de la participación masculina en los procesos reproductivos.