Introducción
La agroecología se ha convertido en un elemento relevante en los movimientos a favor de modelos de vida sustentables que respeten los ecosistemas y la agrobiodiversidad y, de la misma manera, reconozcan y valoren los conocimientos campesinos, contrarresten el predominio de la industria agroalimentaria y favorezcan la producción y alimentación local (Avila, Cordero, Ledezma, Galvis y Avila, 2019; La Vía Campesina, 2018; Rosset y Martínez, 2016; Zuluaga, Catacora-Vargas y Siliprandi, 2018). La agroecología ha sido incorporada por los movimientos de mujeres y feministas en el campo, quienes han enriquecido esta propuesta técnica, política y social, desde sus perspectivas y sus realidades, al grado que se ha postulado que “sin feminismo no hay agroecología” (Barbosa 2022; Maisano, 2019; Zuluaga et al., 2018). Entre las organizaciones de mujeres, la agroecología suele ser tomada como un elemento de luchas más amplias a favor de la economía familiar, de la salud alimentaria, de sus derechos humanos o del cuidado y la defensa de la tierra y los territorios, Se cuestionan,en principio, las desigualdades de género que existen dentro de los sistemas productivos, pero remarcando cómo estas se intersectan con otros elementos de desigualdad y discriminación en cada contexto.
El propósito de este trabajo es exponer, a partir de la experiencia de mujeres organizadas en Chiapas, la forma en la que se ha vinculado la agroecología a los procesos de defensa de la tierra y el territorio y los cambios que se propician en la vida de las mujeres. Específicamente se analizan sus condiciones de tenencia de la tierra, el tipo de prácticas y acciones agroecológicas que realizan, y la incidencia de sus experiencias en el ámbito familiar y comunitario. A partir de un posicionamiento feminista que busca generar información y conocimiento colectivo útil para la transformación de los sistemas de opresión que vulneran los derechos de las mujeres indígenas (Castañeda, 2012; Olivera, 2018), se hizo un acercamiento a su realidad comunitaria tratando de visibilizar el trabajo agroecológico y el aporte de las mujeres indígenas en la defensa de la tierra y el territorio.
Para ello, inicialmente se expondrán las dos causas estructurales principales que subyacen al problema abordado en este trabajo: la negación histórica de los derechos a la tierra para las mujeres campesinas, y la invisibilización de su trabajo agrícola y productivo. A continuación, se abordarán las perspectivas teóricas consideradas pertinentes para un acercamiento a estos problemas: la ecología política, el feminismo comunitario, y la agroecología. En la siguiente sección se presentará una descripción del caso estudiado y la metodología empleada en la investigación. Los resultados del trabajo de campo y su análisis más amplio se presentan en las secciones subsecuentes con los tres elementos abordados: los derechos de las mujeres a la tierra, el trabajo práctico agroecológico que realizan y la incidencia de sus propuestas. Finaliza el texto con las conclusiones.
Mujeres campesinas e indígenas: entre la exclusión de la tierra y la invisibilización de su trabajo productivo
El problema de la exclusión de las mujeres de la titularidad de la tierra en el campo es histórico y generalizado. En algunos países de América Latina la proporción de mujeres que poseían derechos sobre tierra al inicio de este siglo apenas superaba el 10% y solo excepcionalmente se acercaba al 25%, debido a factores de género que privilegian a los varones en la herencia, el matrimonio, los programas de distribución de la tierra comunitaria y estatal, así como en el mercado de tierras (Deere y León, 2005). En el México postrevolucionario, los hombres pudieron gozar de este derecho casi sin ninguna restricción, mientras a las mujeres solo se les concedía ser las titulares de derechos agrarios en ausencia de varones adultos y si tenían hijos a su cargo1 (Reyes, 2006, Vázquez 2001). Según datos del Registro Agrario Nacional, para 2021 el porcentaje de mujeres con derechos como ejidatarias2 era del 25% mientras en Chiapas se reducía al 20%. Si se analiza la presencia de mujeres en los órganos de representación de los núcleos agrarios se puede observar que si bien están presentes en un 21% de los órganos vigentes del país solo 7% ocupa el cargo de presidentas. Aunque en las últimas décadas ha habido un incremento en el porcentaje de mujeres con derechos dentro de la propiedad social en México, que aún está lejos de la igualdad, es claro que las condiciones en las que se ejerce este derecho aún son muy inequitativas.
En los ejidos y comunidades la titularidad de derechos agrarios (especialmente como ejidatarios/as y comuneros/as) otorga otros derechos, entre ellos el de participar en las asambleas ejidales, en las cuales no solamente se dirimen cuestiones relativas a la tierra, sino que suelen ser órganos que rigen diversos aspectos de la vida comunitaria. Esta condición patriarcal deja a las mujeres fuera de la toma de decisiones comunitarias que también les atañen a ellas, pues se asume que sus intereses estarán representados por los hombres de su familia, aún en los casos que ellas sean ejidatarias (Vázquez 2018).
Es necesario reconocer que existen distintas normas culturales persistentes entre familias de comunidades indígenas, pero también mestizas, tales como la residencia patrivirilocal o la herencia al último hijo varón. Lo señalado incide en que las mujeres no accedan a la tierra, a pesar de las modificaciones al marco legal en el país durante el siglo pasado (Vázquez 2001). La subordinación familiar y comunitaria de las mujeres propicia condiciones de vulnerabilidad que se acrecientan frente a las transformaciones que el neoliberalismo ha impuesto en el medio rural tales como los procesos de privatización de la tierra, la migración o el incremento de la violencia, mientras cada vez quedan más mujeres al frente de las familias campesinas adquiriendo una mayor carga laboral sin que haya un reconocimiento de sus derechos (Reyes, 2006; Vizcarra, 2014).
Si el problema de la exclusión de las mujeres del derecho a la tierra es histórico, su contraparte, la invisibilización de su trabajo, también lo es. Esta se ha considerado como una condición estructural del capitalismo que se ha fundamentado en el trabajo no pagado de las mujeres (Carrasco 2009; Federici, 2004). Las mujeres realizan muchísimas actividades para el sostenimiento de la vida en los espacios familiares, comunitarios y territoriales a través de prácticas de cuidado hacia personas, otros seres vivos y ecosistemas, que por ser asumidas como naturales o propias de su género, no son consideradas trabajo y no son contabilizadas en términos económicos o productivos (Carrasco, 2009; Pérez Orozco, 2019).
Entre esas actividades claramente podemos ubicar la producción agrícola que realizan en las parcelas y los traspatios o en espacios comunitarios. De estos ni siquiera existen los datos suficientes para poder cuantificarla por lo que, raramente, se toma en cuenta y, en caso de hacerlo, se asume como una actividad marginal o complementaria a la producción masculina, a veces por las propias mujeres (Ballara y Parada, 2009; Federici, 2010; Llanque, Dorrego, Costanzo, Elías y Catacora-Vargas, 2018; Olivera, 2018). Esa condición de las mujeres como “no productoras” constituye una de las principales razones que favorecen a los hombres en los procesos de titulación de tierras (Deere y León, 2005) y de que las políticas agrarias de financiación, capacitación o comercialización tengan siempre un enfoque masculino.
Aproximaciones teóricas desde el feminismo
La vinculación de problemas tan complejos como la exclusión de las mujeres de la tenencia de la tierra y la invisibilización de su trabajo agrícola y de cuidados, en un camino que aporte para ir remontando estas violencias estructurales e históricas, requiere integrar distintas perspectivas teóricas que ayuden a entender su complejidad. Abrevamos de tres corrientes teóricas altamente relacionadas, la propia agroecología vista desde una perspectiva feminista, la ecología política feminista y el feminismo comunitario.
La agroecología surgió como un campo de conocimiento que hoy constituye una ciencia, una práctica y un movimiento social, debido a su incorporación dentro de las propuestas planteadas por movimientos sociales campesinos en América Latina y el mundo. Las y los pequeños productores agrícolas que cultivan con esquemas de bajo o nulo uso de insumos químicos, así como un alto grado de conocimientos ecosistémicos de sus territorios, han encontrado en la agroecología un referente teórico y empírico que no solo valoriza sus conocimientos, sino que los vincula con otros saberes y actores sociales deviniendo en una herramienta de acción política desplegada en los ámbitos locales y globales (Arellano, Olivera, Álvarez y Pérez, 2021; Wezel et al., 2009). Desde esta postura, la agroecología constituye una ruptura epistémica empujada desde el sur global, y una alternativa ecológica, económica, cultural y política al capitalismo agrario (Zuluaga et al., 2018).
Las mujeres también han contribuido a la agroecología cuestionando las desigualdades de género presentes en los sistemas agrícolas y en los movimientos campesinos, así como posicionando sus demandas particulares. Entre esas demandas particulares se encuentra la equidad en el derecho a la tierra como condición necesaria para la agroecología; y en el contexto de América Latina las reivindicaciones de género se acompañan con posicionamientos de raza, clase, etnia o edad. Actualmente no se puede dejar de reconocer el papel que las mujeres han tenido para colocar a la agroecología como una estrategia viable y necesaria, la cual incluye desde las experiencias individuales de mujeres trabajando sus tierras a través de prácticas tradicionales y agroecológicas (aunque no las nombren de esa manera), hasta los movimientos internacionales en los que explícitamente se nombra a la agroecología como una estrategia política feminista (La Vía Campesina, 2018; Llanque et al., 2018; Maisano, 2019; Naves y Fontoura 2021; Siliprandi, 2010; Zuluaga et al., 2018).
Por otro lado, la ecología política se ha enfocado en el análisis de los derechos de uso y control de los recursos naturales y las relaciones de poder asociadas a ellos. Las perspectivas feministas de este campo han enfatizado las dinámicas y relaciones de género, interactuando con la clase, la casta, la raza, la cultura y la etnicidad y otros factores, que determinan condiciones de desigualdad y despojo en el acceso a los recursos para las mujeres (Elmhirst, 2017; Rocheleau, Thomas-Slayter y Wangari, 2004). Así, la ecología política feminista “se centra en evidenciar de manera crítica a la instauración y exacerbación de las desigualdades ambientales, fruto de los impactos económicos y transformaciones ambientales en las relaciones de género en contextos locales ambientales en especial para las mujeres” (Ulloa, 2020, p. 76). En este tipo de estudios se observa que las relaciones de género dentro de las comunidades y las familias sitúan a las mujeres en una relación de dependencia masculina, que les genera vulnerabilidad ante ciertas situaciones. Se ha visibilizado, también, la transformación de los sistemas de tenencia colectivos hacia sistemas individuales y comercializables que redundan en una menor disponibilidad de recursos como la tierra y el agua para las mujeres y otros sectores marginados (Elmhirst 2017).
La ecología política feminista posee una diversidad de enfoques a partir de las distintas realidades regionales. En Latinoamérica, las relaciones de género no son la principal categoría en el análisis de las relaciones de poder que se establecen en contextos de desigualdades socioeconómicas y en territorios amenazados por procesos extractivistas (Bolados y Sánchez, 2017; Ulloa, 2020). Por ello, en esta región los temas propios de la ecología política feminista se traslapan con otros desarrollos teóricos como los ecofeminismos, las espacialidades feministas, y los feminismos indígenas, subrayando las aportaciones territoriales de los feminismos autónomos, comunitarios y descoloniales (Ulloa, 2020).
En este sentido, y considerando el contexto de las mujeres indígenas en Chiapas, otro referente central es el feminismo comunitario. Esto es una propuesta epistemológica desarrollada por pensadoras indígenas que desde su posición situada reivindican los aportes de las mujeres en los entramados sociales de sus comunidades. Desde ahí defienden sus territorios y la vida colectiva, así como sus derechos de género dentro de ellos (Tzul, 2019). Bajo este posicionamiento, han vinculado la defensa de su territorio con la defensa de su cuerpo, articulando las nociones de cuerpo-tierra-territorio como agregados indisolubles. Cabnal (2012) se refiere al territorio como el espacio “donde se manifiesta la vida de los cuerpos” y es bajo este sentido que se nombra y se defiende. En este mismo orden de ideas, es a partir del cuerpo, la acción y la práctica que las mujeres indígenas otorgan sentido y materialidad a conceptos teóricos y políticos, pues solo a partir del ejercicio de los derechos es que estos existen, se nombran y se defienden (Marcos, 2013).
Bajo estas nociones del feminismo comunitario, los derechos de las mujeres a la tierra y la visibilización de su trabajo agrícola y de cuidados están vinculados con su experiencia corporal. Esta se halla contenida en una visión integral de su territorio, donde ellas reclaman su reconocimiento como “la mitad del todo” y reconocen la existencia de un patriarcado ancestral en sus pueblos que se refuerza con el patriarcado capitalista (Cabnal, 2012; Paredes, 2013). A diferencia de los feminismos campesinos y populares del sur del continente (Barbosa 2022) que reivindican la agroecología como parte de sus luchas, no se encontraron referencias específicas hacia esta en los textos del feminismo comunitario, pero existen similitudes en ambas propuestas epistémicas, y probablemente experiencias que no se han escrito en textos académicos.
Una investigación feminista
Retomamos para este trabajo el caso de mujeres participando en el movimiento en defensa de la tierra, el territorio y por la participación y el reconocimiento de las mujeres en la toma de decisiones (en lo sucesivo nos referiremos a este como el Movimiento). Fue conformado en 2015 con grupos comunitarios de mujeres indígenas de varias regiones de Chiapas, vinculadas a una asociación civil que trabaja por la defensa de los derechos de las mujeres indígenas del estado3 (Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas, A. C.). El Movimiento se constituyó como una plataforma para articular las denuncias y demandas de las mujeres en torno a sus derechos individuales y colectivos tales como el derecho a la tierra, a la alimentación, a la no violencia y, en general, a una vida digna. Con ello se reivindican los derechos territoriales de los pueblos originarios ante la expansión de proyectos neoliberales en Chiapas y, al mismo tiempo, se sitúan los derechos de las mujeres indígenas a participar en condiciones de igualdad en la vida comunitaria y en las decisiones sobre la tierra y el territorio.4
El centro de derechos de la mujer ha documentado numerosos casos de despojo hacia las mujeres de la parcela en la que sembraban o del terreno en el que vivían. Lo anterior se ha dado cuando sus esposos fallecían, migraban o las abandonaban, al amparo de las normas patrilineales de propiedad de la tierra que rige en sus comunidades y otras disposiciones violatorias de sus derechos humanos establecidas por las asambleas en los reglamentos internos de sus ejidos (Eboli, 2018; Vázquez, 2018). En un caso paradigmático acompañado por la organización en 2007 dos mujeres solicitaron ante tribunales agrarios la anulación de un artículo del reglamento interno de su ejido que prohíbe a las mujeres locales contraer matrimonio con hombres de fuera y que estipula que en caso de hacerlo deben residir fuera de la localidad. Aunque ellas obtuvieron una sentencia favorable en las instancias externas, la asamblea comunitaria mantuvo su posición y su amenaza de desalojo (Guillén, 2021). A partir de este caso, y otras situaciones comunitarias, se observó que, más allá de la demanda del cumplimiento de los derechos individuales de las mujeres, es necesario buscar la transformación de las estructuras comunitarias que propician la desigualdad (CDMCH, 2017; Eboli, 2018; Vázquez, 2018).
Una de las estrategias de la organización para favorecer los derechos de las mujeres, fue promover su participación en el uso y la toma de decisiones en la tierra familiar, por lo que desde 2014 impulsó la práctica de la agroecología con los colectivos comunitarios de mujeres. En Chiapas, las mujeres indígenas siempre han trabajado sus traspatios bajo sistemas diversificados y de bajos insumos externos, que son muy cercanos a las prácticas agroecológicas. Mediante esta estrategia se buscaba mejorar sus prácticas agrícolas, reafirmar la importancia de su trabajo productivo y articular sus procesos de lucha con otros movimientos en la región, que también incluyen a la agroecología dentro de sus objetivos.5
La investigación se llevó a cabo en dos localidades de la región Altos de Chiapas, donde hay colectivos de mujeres participando en el movimiento La Grandeza en el municipio de Amatenango del Valle y Aguacatenango en el municipio de Venustiano Carranza. Ambas pertenecen al pueblo originario Tseltal que ocupa un territorio desde épocas previas a la colonia. A pesar de pertenecer a municipios distintos, estas dos comunidades son muy cercanas geográficamente, mantienen estrechos vínculos culturales y sociales y comparten un paisaje similar.
La economía de las comunidades se basa en el cultivo de maíz de temporal y de riego que sustenta en gran medida el consumo familiar, y en algunos casos produce excedentes para la venta, así como actividaes de ganadería y extracción de recursos forestales (Maldonado, Mariaca, Nazar, Rosset y Contreras, 2017). Los ingresos monetarios se obtienen a través del comercio, empleos en la región, la migración laboral a otras ciudades del país y a Estados Unidos (principalmente por parte de hombres jóvenes), así como a través de programas sociales de transferencias. En ambas localidades, las mujeres aportan a la economía familiar por medio de la producción de traspatio con la que producen algunos de los alimentos que consumen, así como del trabajo artesanal del bordado textil y la elaboración de alfarería (Perezgrovas, Rodríguez y Zaragoza, 2013; Maldonado et al., 2017).
La Grandeza, un barrio de la localidad de Amatenango, registra una población aproximada de 1,250 habitantes distribuidos en unas 220 viviendas según estimaciones de las autoridades locales en 2018, mientras que Aguacatenango tiene 4,467 personas en 882 viviendas (INEGI, 2020). En ambas localidades, los servicios públicos presentes incluyen escuelas preescolar, primaria, secundaria y bachillerato en la localidad o cercano a ella. Las calles principales las hay asfaltadas y de terracería en calles secundarias; electricidad y agua entubada en cada vivienda (aunque en temporada de estiaje el agua llega de forma intermitente) y un centro de salud con servicios básicos de atención.
La metodología de este trabajo abarcó diferentes niveles de análisis; inicia con diagnósticos comunitarios realizados a través de información documental y entrevistas a autoridades y otros sectores de la población en 2018. En 2019 se realizaron talleres comunitarios participativos con las mujeres de los colectivos para conocer sus condiciones de uso y acceso a los recursos naturales y su visión del territorio. Durante los talleres se emplearon técnicas derivadas de la educación popular que facilitan la expresión de las opiniones y saberes de las mujeres a través de formas visuales, orales y corporales, pero también se integran elementos que ellas han incorporado en las dinámicas, como rituales, oraciones y ofrendas de semillas, plantas y alimentos. Además, se contó con el apoyo de traductoras experimentadas pertenecientes a comunidades tseltales. Entre 2019 y principios de 2020 se realizaron visitas a la mayoría de las mujeres de los colectivos en ambas comunidades, para conocer sus huertos y entrevistar a cada una sobre las condiciones de propiedad de la tierra en sus familias y su participación en los procesos agroecológicos. Entrevistamos a 27 mujeres, 9 en La Grandeza y 18 en Aguacatenango;6 sus edades promedian 44.5 años en la primer localidad y 58 años en la segunda. 14 de ellas son casadas, 6 viudas, 5 solteras y dos están separadas.
La tenencia de la tierra entre las mujeres de los colectivos
La situación de la tenencia de la tierra en ambas comunidades es muy compleja y no es fácil de rastrear, ya que, tanto Amatenango como Aguacatenango, son ejidos que han mantenido el derecho colectivo y no han parcelado su territorio oficialmente. Por esa razón no existe información abierta y desagregada que permita identificar claramente la tenencia de la tierra entre las familias, así como entre hombres y mujeres. En términos generales, se puede afirmar que las condiciones familiares de tenencia de la tierra varían según su calidad como sujetos agrarios (ejidatarios, posesionarios, avecindados), el momento y las condiciones en que se les haya asignado terrenos comunales y la disponibilidad económica para adquirir tierras de propiedad privada. En principio, en cada comunidad el número de ejidatarios apenas corresponde a una fracción del total de “jefes” de familia: en Amatenango, localidad a la que pertenece el barrio de La Grandeza, hay 380 ejidatarios a pesar de tener unas 1,468 familias (sólo el 25% son ejidatarios), mientras en Aguacatenango lo son 297 de un total de 882 familias (33% ejidatarios). Según las autoridades unas cuantas mujeres son ejidatarias en cada localidad. Ninguna de las que participan en los colectivos lo es.
De acuerdo con la información proporcionada por las mujeres de los colectivos, en sus familias pueden disponer de tres tipos de terrenos: el solar urbano donde se ubica la vivienda y las parcelas agrícolas asignadas a cada familia por las autoridades ejidales, y terrenos de propiedad privada en áreas cercanas adquiridos por medio de la compra.
Todas las mujeres entrevistadas viven en solares que comparten con su familia extensa, ya sea con sus padres o suegros en el caso de las más jóvenes, o con sus hijos las de mayor edad. Las mujeres desarrollan su cotidianeidad y su trabajo diario en el solar y tienen mayor posibilidad de tomar decisiones sobre su uso. El solar alberga la vivienda, la cocina, el huerto, el traspatio, y a veces hasta una pequeña milpa; el tamaño de estos entre las mujeres de La Grandeza va desde los 840 m2 hasta una hectárea y es mayor que los solares de Aguacatenango (de 200 hasta 3,000 m2). Solo dos mujeres consideraron ser ellas las titulares de los derechos del solar, en ambos casos se trata de mujeres viudas y mayores de edad.
Casi todas las unidades familiares visitadas (89%) cuentan con parcelas agrícolas ejidales que se utilizan para el cultivo de maíz. Actualmente, la parcela suele estar trabajada y manejada por los hombres, pero en el pasado era común que las mujeres, y toda la familia, se desplazaran a ella en ciertas temporadas. Ninguna mujer se considera a sí misma como la titular de los derechos de la parcela familiar, sino que se nombró a su esposo o un hijo.
Cerca de la mitad de las unidades familiares en este estudio cuentan con terrenos de propiedad privada en áreas cercanas, cuya adquisición depende de la disponibilidad de recursos monetarios para su compra.7 Los terrenos suelen usarse por los hombres para la cría de ganado bovino o para el cultivo de maíz. Tres mujeres mencionaron ser propietarias de un terreno privado adquirido por ellas mismas o heredado de sus padres.
Los datos muestran que las mujeres siguen excluidas de los derechos a la tierra ejidal, incluso en mayor proporción a lo documentado para Chiapas (Reyes, 2006) y solo acceden pocas veces a terrenos de propiedad privada; sin que hasta ahora, el trabajo agroecológico o la organización haya tenido alguna incidencia en mejorar este indicador. En distintos testimonios las mujeres señalan la vulnerabilidad asociada a no disponer de derechos reconocidos sobre la tierra, especialmente cuando se presentan situaciones de separación familiar, viudez, migración u otras que ponen en riesgo su permanencia y la de sus hijos en el solar, o la posibilidad de usar la parcela. Algunos conflictos que ejemplifican esa vulnerabilidad incluyen a una mujer que fue despojada de un terreno por parte de un familiar, otra que ha resistido la amenaza de desalojo del solar donde vive con sus hijos por parte de su expareja y su familia, en otros casos, son los hijos o hijas quienes disputan a las mujeres viudas mayores la titularidad de la parcela y el solar. A partir de su participación en el proceso organizativo, las mujeres reconocen y nombran ese tipo de situaciones como despojos o como una amenaza a sus derechos, y en ocasiones buscan mecanismos de justicia comunitarios o civiles para defenderse.
La tenencia de la tierra entre las familias entrevistadas deja ver que las disparidades comunitarias en el acceso a la tierra ejidal, o en la posibilidad de comprar otros terrenos fuera del ejido, configura situaciones de desigualdad a partir de relaciones de poder como se ha analizado desde la ecología política (Elmhirts, 2017; Ulloa, 2020). Quienes tienen acceso a mayores superficies de terreno pueden producir más alimentos o poseen más capacidad de disponer de recursos como el agua o la leña, pero más allá de eso, la calidad de ejidatarios o posesionarios otorga derechos como la capacidad de participar en la toma de decisiones comunitarias, presidir los órganos de representación o participar en el control de recursos (Calderón y Santiz, 2021). En numerosos núcleos agrarios en México se han señalado procesos de subordinación de la población ante una minoría de ejidatarios que acumula poder y prestigio local (Gómez, 2014; Guillén, 2021; Velázquez, 2010), situaciones que resultan de la sobreposición de leyes agrarias y costumbres locales que transitan entre el viejo régimen de propiedad social y las nuevas formas de tenencia adaptadas al proyecto neoliberal (Torres-Mazuera, 2012).
La diferenciación comunitaria en el acceso a la tierra, de entrada, coloca a las mujeres también en condiciones distintas pues aquellas que pertenecen a grupos familiares con menores recursos experimentarán condiciones de vida más precarias. Pero desde una mirada feminista, se puede afirmar que en todos los casos existe una vulnerabilidad para las mujeres ante la reafirmación de la propiedad de la tierra y el disfrute de derechos comunitarios como bienes masculinos (Guillén, 2021). Dicha vulnerabilidad no radica únicamente en el hecho de no poseer ellas la tierra, sino principalmente en la ruptura de las normas familiares y comunitarias que regían el acceso a la tierra como un bien familiar, y que brindaban una protección a las mujeres, aunque no exenta de subordinaciones (CDMCH, 2017). Federici (2010) señala que la exclusión de las mujeres de la tierra, dentro de los sistemas comunitarios, se agudiza y exacerba cuando estos se insertan en lógicas neoliberales impuestas por los proyectos de desarrollo. Lo anterior se da porque con la individualización y masculinización de los derechos de la tierra esta deja de ser un bien colectivo y familiar donde las mujeres mantenían derechos de uso y usufructo. En México, la tendencia a la individualización patriarcal de la tierra es favorecida también por políticas agrarias neoliberales.8
En el marco del Movimiento, el centro de derechos desarrolló una propuesta de tenencia y usufructo familiar de la tierra, que buscar recuperar el sentido familiar y comunitario de este bien en ejidos y comunidades. Ello asumiendo que el otorgar derechos de propiedad a las mujeres no garantiza las condiciones para el sostenimiento de la vida en un contexto creciente de violencia generalizada y hacia ellas. Se trata de una propuesta de incidencia política a nivel comunitario que plantea una serie de “principios” de participación para revalorar y fortalecer la propiedad social de la tierra, incorporando a las mujeres en condiciones de igualdad, y como un mecanismo de defensa colectiva ante intereses neoliberales y externos (CDMCH, 2017).
Ahora bien, poner el énfasis en el fortalecimiento de los derechos colectivos, no implica una negación al reconocimiento de derechos específicos para las mujeres, que sigue siendo un tema pendiente dentro de la propiedad social. Si bien la agroecología y otras acciones organizativas de las mujeres no se han traducido en mayores derechos de propiedad para ellas, conviene analizar las condiciones cualitativas de participación que se van generando en el uso de la tierra y la toma de decisiones sobre la misma. Debemos recalcar, además, el carácter integral de las demandas de las mujeres campesinas para quienes la lucha por sus derechos a la tierra, no necesariamente significa propiedad y mucho menos individual, sino que se vincula con formas de producción sustentable, con la defensa de sus semillas, con un ambiente sano, entre muchas otras demandas (Arellano, Olivera, Álvarez y Pérez, 2021; Barbosa, 2022; Bonilla, 2020; Llanque et al., 2018,) apropiándose de sus territorios en un sentido amplio.
El trabajo agroecológico de las mujeres en el huerto
Las mujeres de los colectivos han participado en diversos encuentros y talleres de agroecología abordando temas como la elaboración de abonos y lombricompostas, la conservación de suelos, la producción y conservación de semillas o la diversidad de plantas medicinales y comestibles, donde el trabajo práctico se suele complementar con espacios de análisis y reflexión torno al tema en cuestión. También han recibido asistencia técnica, semillas y otros materiales necesarios para sus huertos. Las mujeres asocian la noción de agroecología principalmente a las prácticas de mejora del suelo a través del trabajo manual, al uso de las propias semillas y, sobre todo, al no uso de agroquímicos en ninguna fase del ciclo agrícola. Se ratifica así que para las mujeres pertenecientes a pueblos indígenas, la agroecología no es un concepto empleado como tal, sino el modelo tradicional que usan desde sus saberes y costumbres ancestrales como lo señalan Llanque y colaboradoras sobre mujeres bolivianas (2018).
Los espacios que ocupan para su producción agrícola están ubicados dentro del solar y en estrecha proximidad con su vivienda desde la que pueden proveer los cuidados de forma cercana. Ahí las mujeres producen animales menores, cultivan hortalizas, siembran frutales y otras plantas útiles; y si tienen un terreno amplio, siembran maíz. Los productos les permiten diversificar su dieta y cubrir parte de las necesidades familiares, pero no alcanzan a satisfacerlas; aunque pueden llegar a tener excedentes de ciertos productos que venden o regalan, lo que significa un apoyo a la economía familiar y refuerza redes locales. Para complementar su alimentación, las familias adquieren verduras y otros alimentos procesados en las ciudades cercanas y en las tiendas de su comunidad.
Casi todas poseen huertos familiares para el cultivo de hortalizas y hierbas cuyas medidas van desde dos metros hasta poco más de 100 m2. Los huertos de La Grandeza son un poco más grandes (mediana de 18 m2) que los de Aguacatenango (mediana de 15 m2). Los segundos muestran una mayor diversidad de plantas (5.1 variedades vs 3.4). Se cultivan principalmente plantas alimenticias comunes como cilantro, acelga, zanahoria, lechuga, rábano, betabel o chile, cuyas semillas provienen del propio huerto, de los intercambios con otras mujeres, o de la organización que las apoya. La presencia de plantas alimenticias tradicionales o silvestres9 en los huertos tales como la mostaza, el tomatillo o la verdolaga es menos común y suelen crecer en época de lluvias.
El traspatio es otro espacio donde se cultivan árboles frutales aptos para el clima local tales como limón, durazno, guayaba, lima, níspero, aguacate y naranja; plantas alimenticias como chayote, chile, café, calabaza, maíz; y plantas medicinales entre las que predominan las útiles para problemas estomacales tales como hinojo, sábila, ruda o chilchaua. Los solares más amplios de La Grandeza permiten sembrar más variedades (10.3 variedades) que los de Aguacatenango (seis variedades). Aquí se crían también animales menores para consumo familiar, principalmente pollos y guajolotes que se consumen en ocasiones especiales y de los que se aprovechan los huevos.
El huerto familiar es el principal lugar en que se ponen en práctica los conocimientos y técnicas que han aprendido en las capacitaciones en agroecología. El trabajo del huerto y el mantenimiento de plantas y animales del traspatio es fundamentalmente una labor de las mujeres, a veces con ayuda de sus hijas, hijos y esposos. La avanzada edad de algunas de las mujeres de los colectivos (principalmente en Aguacatenango), propicia que los huertos sean poco productivos si no cuentan con el apoyo familiar. Otro problema al que se enfrentan es el agua pues, aunque todas disponen de una toma que la surte en su domicilio, debido a su disminución en los meses de secas, la asamblea ha prohibido utilizar esta agua para regar los huertos; aun así, algunas de ellas la utilizan con este fin, bajo el riesgo de ser sancionadas.
Las mujeres señalaron no utilizar ningún tipo de agroquímicos en el huerto, solo dos lo usan en otras áreas del traspatio de forma ocasional. En cambio, casi todas señalaron que en su familia si utilizan agroquímicos en la parcela, en especial herbicidas (glifosato, paraquat y diurón). Ellas consideran a estas sustancias como uno de los principales problemas ambientales y de salud en sus comunidades, ya que se usan con muy pocos cuidados10 y los asocian a la presencia de enfermedades, y hasta suicidios. Además, señalan que han propiciado la pérdida de alimentos y saberes tradicionales entre los que nombraron unas treinta plantas alimenticias que antes crecían en sus parcelas y que ahora sólo crecen en sus huertos o traspatios.11
En la región el uso de agroquímicos ha tenido un fuerte impulso desde hace décadas. Los programas de gobierno dirigidos al maíz y otros cultivos de autoconsumo suelen promover la introducción de semillas mejoradas, insumos químicos o créditos agropecuarios,12 favoreciendo el uso intensivo de fertilizantes y plaguicidas sintéticos, en particular herbicidas para el control de arvenses (Bernardino et al., 2016). Según información de los talleres y pláticas informales en la comunidad, la mayoría de las familias considera que ya no es posible la producción de maíz sin estos insumos, ya que la tierra ha perdido su fertilidad o su fuerza, además que el trabajo manual que se requiere para mantener una producción sin herbicidas es muy alto. Es el maíz fundamental para el consumo familiar y para la venta, no es fácil intentar una producción agroecológica si consideran que pone en riesgo la cosecha de este grano. Las mujeres comentan que actualmente los jóvenes prefieren migrar para poder pagar los insumos químicos que requiere la parcela, que volver a trabajar la tierra manualmente. También se identificó que, además de los ingresos por los programas gubernamentales y de la migración, el dinero derivado del trabajo artesanal de las mujeres en el bordado textil también se invierte en la compra de insumos químicos para la parcela.
En este contexto territorial invadido por los agroquímicos, los huertos y traspatios agroecológicos trabajados por las mujeres no parecen ser muy relevantes en términos espaciales, pero su presencia garantiza la permanencia de saberes y recursos vitales para la vida campesina. A través de su trabajo diario cultivando plantas y animales que son fundamentales para el consumo de alimentos o para el cuidado de la salud familiar, las mujeres tienen un papel central en la conservación de las semillas, de los saberes alimentarios y del manejo de la agrobiodiversidad (Bonilla, 2020; Llanque et al., 2018; Maisano, 2019; Quintanar, Picazzo y Romero, s/f;).
Si bien es preciso valorar el aporte de las mujeres en el mantenimiento de estos espacios, también es necesario evitar caer en propuestas que las responsabilicen del sostenimiento y multiplicación de los procesos agroecológicos más allá de sus pequeños huertos y que coloquen un mayor trabajo y presión sobre sus cuerpos incrementando su vulnerabilidad y subordinación. Uno de los aportes de la ecología política feminista ha sido precisamente develar los efectos negativos que sobre las mujeres ha tenido la implementación de proyectos que no toman en cuenta las desigualdades de género (Bolados y Sánchez, 2017; Elmhirst, 2017; Ulloa, 2020).
Desde una posición feminista, es importante situar políticamente la relevancia del trabajo y los conocimientos agrícolas y alimentarios de las mujeres para la agroecología, pero contribuyendo a que estos dejen de considerarse como naturales e inherentes a su género, así como exigir el cumplimiento de sus derechos productivos frente a sus familias, sus comunidades y frente al Estado. Al mismo tiempo, para las mujeres, la propia revalorización de su trabajo y su producción, al adscribirlo como agroecológico, fortalece sus procesos organizativos y personales (Llanque et al., 2018) y les permite establecer diálogos con otras mujeres que aporten a desnaturalizar las estructuras patriarcales (Naves y Fontoura, 2021). De acuerdo con las propuestas del feminismo comunitario, los espacios domésticos y cotidianos que sostienen los cuerpos y la vida de las mujeres, son desde los que se tejen estrategias de defensa de su tierra-territorio (Cabnal, 2012; Cruz, 2020), situando a los huertos y traspatios como ejemplo de tales espacios.
La agroecología como herramienta para la incidencia territorial
En la sección anterior se señaló que las mujeres asocian la agroecología con algunos aspectos técnicos como el no uso de agroquímicos, el trabajo manual y el uso de insumos locales, pero en un sentido más amplio, es posible señalar su traslape con la noción del cuidado de la madre tierra. Entre las mujeres del movimiento en otra región de estado, Arellano y colaboradores (2021) observan que:
al hablar de la tierra, las mujeres no se están refiriendo en términos de su propiedad sino en términos de un bien natural con el que establecen una relación afectiva, simbólica y social. Se refieren a ella como una madre que las cuida y les provee de lo necesario para vivir (p. 176).
Durante un taller, al hablar sobre la forma de cuidar a la madre tierra, las mujeres señalaban acciones como ofrecer oraciones y agradecimientos, encender velas e incienso, hacer fiestas en los pozos y los ojos de agua, junto con las prácticas de siembra de hortalizas, producción de abonos orgánicos y lombricompostas, o el trabajo manual con azadón y machete. Lo anterior nos muestra el grado de imbricación de los elementos empíricos y espirituales en sus prácticas. Las mujeres iban más allá y señalaban la necesidad de impulsar demandas socioambientales a nivel local, como evitar la contaminación, recuperar saberes y alimentos, la formación y concientización de niños, hombres y las autoridades, y la importancia de fomentar la organización de las mujeres y de la comunidad.
Esta noción integral y amplia de la agroecología como cuidado de la madre tierra, y sus alcances en relación a lo que consideran necesario realizar en el ámbito comunitario, en última instancia representa su apuesta por construir una vida buena y con respeto (Arellano et al., 2021), una propuesta que diverge del modelo de desarrollo impuesto en los territorios rurales, y que se expresa en distintos elementos, como el dilema del uso de los agroquímicos, la brecha generacional, o las diferencias políticas comunitarias:
El problema mayor es el líquido, los que trabajan tierra ya no quieren usar el azadón. ... El líquido es muy malo, pero los hijos ya no obedecen, además porque quieren terminar rápido el trabajo del campo y así ir a trabajar a la Ciudad de México. Los hijos no acuden a los talleres y por eso no saben todo lo que aprendemos las mujeres acerca de lo malo y lo bueno que nos enseñan… llego a la casa y les platico a mis hijos lo que escuchamos en los talleres, pero ellos no me creen. Todo se está acabando… (Mujer 54 años Aguacatenango).
Las mujeres señalan que pocas personas en la comunidad comparten sus preocupaciones; manifiestan una cierta impotencia al no poder incidir, a veces ni siquiera entre sus familias, mucho menos a nivel comunitario, para que se limite en uso de agroquímicos en las parcelas: “los hombres se burlan, les decimos que trabajen con azadón para que se den otras verduras en la milpa, pero ellos responden que nosotras trabajemos” (Mujer adulta durante un taller, Aguacatenango 2018).Cornejo (2018) considera que las emociones y sentimientos que viven las mujeres al tomar conciencia sobre los procesos de desposesión que viven a nivel comunitario, al ser abordados de manera colectiva se reflexionan y se politizan, y constituyen un vínculo que las fortalece colectivamente, más que inmovilizarlas. De esta manera, a través de procesos organizativos cargados de emociones por vivir en su cuerpo los efectos del modelo patriarcal y neoliberal que depreda la naturaleza, las mujeres sitúan una ética del cuidado y una apuesta por el buen vivir como forma de resistencia y resignifican a la propia agroecología como un buen camino de vida para ellas (Arellano et al., 2021; Bolados y Sánchez, 2017; Naves y Fontotura, 2021).
Esta contradicción entre los procesos de formación agroecológica en los que participan las mujeres y su capacidad de decidir sobre el destino y la forma de producción en la tierra familiar y comunitaria, nos llevaría a ratificar, en primera instancia, la necesidad del reconocimiento de derechos para las mujeres sobre la tierra para favorecer su toma de decisiones hacia la agroecología. No obstante, como se ha señalado líneas arriba, las soluciones en contextos comunitarios son mucho más complejas, debido al carácter integral de las demandas y propuestas de las mujeres en torno a la tierra como madre y como espacio de búsqueda de una vida buena. También implica reconocer que los territorios campesinos se debaten entre modelos de vida y de producción radicalmente distintos: por un lado, la recuperación de la sostenibilidad de la vida comunitaria y campesina como una propuesta contrahegemónica desde los movimientos del sur, y por el otro el modelo agroalimentario del desarrollo capitalista que se impone por diversas vías en esos mismos territorios. Sería erróneo argumentar que estas dos fuerzas son claramente distinguibles, o asumir que las mujeres o los pueblos indígenas se decantan siempre por la sostenibilidad de la vida, pues estos son territorios complejos atravesados en su interior y desde fuera, por relaciones de poder, propuestas colectivas e intereses específicos como lo señala la ecología política y los feminismos comunitarios.
Los entramados comunitarios que sostienen la vida colectiva en los pueblos indígenas son diversos y están en continuo movimiento: las asambleas, las relaciones de parentesco, el trabajo colectivo, la espiritualidad y la noción integral del territorio son algunos de los elementos que se están negociando continuamente, no sin conflictos (Cabnal, 2012; Gutiérrez y Trujillo, 2019; Tzul, 2019). En esos entramados comunitarios que también son de carácter patriarcal,13 se está colocando la voz y las acciones de las mujeres para cuestionar e incidir en la vida comunitaria desde posiciones muy cercanas o abiertamente feministas. En este sentido, quizá la magnitud de las acciones agroecológicas de las mujeres en sus huertos y traspatios parezca mínima en relación al contexto territorial, pero como lo señala Tzul (2019), las mujeres poseen papeles estructurales y no marginales en la vida comunitaria. Así como las mujeres de los colectivos han complejizado nuestra manera de ver la agroecología desde la perspectiva del cuidado de la madre tierra, quizá desde sus traspatios y su participación en el Movimiento también estén impulsando nuevas formas de entender las relaciones de género en sus comunidades y nuevas oportunidades para ejercer sus derechos desde y sobre su cuerpo-tierra-territorio, a partir de la vivencia corporal de los mismos (Marcos, 2013).
Conclusiones
Durante las asambleas y las marchas que se realizaban por parte del movimiento en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas las mujeres de los colectivos se encontraban con otras organizaciones de mujeres y adquirían una visibilidad política. La agroecología solía estar presente en los productos que traían de sus regiones para compartir, pero también en sus demandas políticas14 (Figura 1).
Su protagonismo en estos eventos contrasta con lo observado en este trabajo acerca de que ellas no poseen derechos de propiedad sobre la tierra, tienen limitaciones de espacio y de recursos para sus cultivos, y sus prácticas agroecológicas y no logran tener una incidencia para extenderlas al ámbito comunitario, lo que podría llevar a postular la escasa utilidad de la agroecología como estrategia. No obstante, la agroecología no se restringe a prácticas específicas cuyos resultados siempre son medibles y concretos, sino que adquiere una mayor relevancia desde su función como movimiento social que contribuye a fortalecer a las mujeres organizadas al resignificar sus experiencias de vida cotidiana y valorizar sus saberes. La agroecología constituye también una bisagra que las vincula y las articula a otros colectivos y otros grupos para la defensa de sus territorios en un horizonte mayor, generando espacios de intercambio que las llevan a desnaturalizar las opresiones y las violencias en que viven las mujeres (Naves y Fontoura, 2021).
Desde una perspectiva teórica y política, esta investigación aporta a la visibilización del trabajo y los aportes de las mujeres indígenas en sus territorios, que se desarrollan en espacios cotidianos como los huertos y traspatios, desde donde ellas experimentan y ponen en práctica otras apuestas de vida que buscan tener una incidencia territorial. La agroecología como propuesta epistémica apunta a valorizar este trabajo práctico, propicia la mayor presencia de las mujeres como actoras políticas en sus territorios, y amplía la posibilidad de negociación a favor de la igualdad de sus derechos (Zuloaga et al., 2018). Al mismo tiempo, la agroecología se fortalece epistémicamente al señalar sus cruces y complementariedades con conceptos y saberes de las mujeres indígenas y sus pueblos.
Así mismo, este trabajo permite resaltar y profundizar sobre los múltiples vínculos entre ecología política feminista, agroecología y feminismo comunitario cuando se observan desde realidades situadas en América Latina. Se propone que los tres enfoques teóricos permiten tener un entendimiento más cabal de las situaciones diversas que atraviesan el tema complejo de los derechos de las mujeres a la tierra y el territorio en contextos indígenas. Específicamente una mayor integración del feminismo comunitario, parece necesaria para complementar la mirada de la ecología política feminista y la agroecología, al reconocer que en contextos comunitarios indígenas, los derechos de las mujeres la tierra van mucho más allá de la mera igualdad en la titularidad de la misma o de la posibilidad de trabajarla bajo ciertas prácticas sustentables, por lo que es necesario considerar la pluralidad y dinamismo de las tramas comunitarias que se construyen en los pueblos a los que ellas pertenecen. Tramas que no están exentas de relaciones de poder al interior de las comunidades, pero que a su vez están en tensión con un contexto más amplio que empuja procesos de ruptura de las colectividades y control de los territorios indígenas. Por ello entender las tramas comunitarias dentro de las que se dirimen la toma de decisiones, es una tarea fundamental para poder incidir en ellas, aunque esta tarea sólo pueda ser abordada en toda su magnitud, a partir del posicionamiento de las mujeres que viven estas realidades en el sur global.