Introducción
Este trabajo aborda la articulación entre estudios de la mujer y psicología en la Argentina, fundamentalmente durante la década de 1980.1 La propuesta de análisis recoge lo planteado en líneas de investigación más amplias,2 centradas en indagar relaciones entre psicología y orden social (Talak, 2017). Desde la perspectiva de la historia intelectual, se hará hincapié en cómo la producción de saberes disciplinares se articula a procesos de recepción y apropiación de obras (Tarcus, 2007), que a su vez tienen lugar en un contexto socio-histórico particular. Este contexto, cargado de valores, aporta una trama de sentidos y prácticas como condición de posibilidad para la producción de saberes (García, Macchioli y Talak, 2014; Vezzetti, 2007).
De este modo, la perspectiva elegida destaca la complejidad y heterogeneidad de los procesos a partir de los cuales se produce y usa el conocimiento, entendiendo que una de las operaciones centrales de las ciencias humanas es aportar representaciones al conjunto de significaciones circulantes que definen lo que somos, cómo nos vemos, qué queremos ser (Danziger, 1997; 1999). En suma, la perspectiva utilizada resalta el carácter profundamente normativo de los saberes sobre lo humano, sustentados en la legitimidad con la que cuentan las disciplinas científicas (Smith, 2007).
Desde este enfoque, analizaremos la recepción de los estudios de la mujer en Argentina, para luego poner el foco en la peculiar articulación que se produjo entre este ámbito y la psicología local. El diseño de investigación implementado es de corte descriptivo mediante análisis de documentos (Montero y León, 2001) y fuentes orales, articulado a procedimientos interpretativos para la construcción de categorías, como estrategia de análisis (Abela, 2001). Del enfoque de la historia crítica (Danziger, 1996; 1999) se ha privilegiado la consideración de la historicidad de los objetos de estudio (Smith, 2007) y su producción situada en un contexto socio-histórico en íntima articulación con la comunidad científica (Vezzetti, 2007). En este sentido, la selección de fuentes apuntó a favorecer la reconstrucción de la trama compleja que ha operado en la delimitación de problemas teóricos y prácticos, la construcción de categorías de análisis y el diseño e implementación de dispositivos de intervención, en el peculiar entrecruzamiento de los estudios de la mujer y la psicología argentina.
Los estudios de la mujer y su recepción en la Argentina
Los estudios de la mujer pueden ser definidos como un campo heterogéneo, desplegado a partir de la década de 1970 en los países centrales. Heredero del movimiento feminista de la segunda ola, se organizó en torno a dos grandes metas: la revisión crítica de producciones científicas sobre la condición femenina y la motorización del cambio social. Así, Ferguson definió a los estudios de la mujer como “un conjunto de aquellos proyectos de investigación cuyo objetivo es el cambio social necesario para acabar con la dominación masculina” (Ferguson, 1999, párrafo 1). Los estudios de la mujer permitieron no sólo abordar un ámbito de temas específicos, sino también incluir la perspectiva de las mujeres como un nuevo actor en la producción de conocimientos (Stimpson, 2005). En este sentido, los estudios de la mujer tuvieron una fuerte vocación de crítica epistemológica, destacando los sesgos y valoraciones presentes en las mismas lógicas de la producción de conocimiento (Bonder, 1984; Goldsmitli Connelly, 1997). En sintonía con los estudios sociales de la ciencia, los estudios de la mujer pusieron de manifiesto que los desarrollos epistémicos constituyen una empresa social, portan ideología y están atravesados por relaciones de poder.
Como en otros ámbitos de indagación de las ciencias humanas, estas aseveraciones coexistieron con una cierta heterogeneidad de definiciones programáticas (Femenías, 2002) y una interrogación abierta -y en continuo movimiento- acerca de cuáles serían las particularidades de un conocimiento producido sobre y desde una cultura femeninas (Bellucci, 1992).
En Argentina, la implantación de los estudios de la mujer3 se produjo a partir la década de 1970 (Bellucci, 2015). Grupos de estudio e investigación -fundamentalmente del campo de la sociología- abordaron la peculiar situación de las mujeres en la sociedad [Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), 1979].
Una particularidad del escenario local fue el despliegue por fuera de los circuitos académicos. El Informe realizado por la CEPAL en 1979, muestra que los proyectos de investigación e intervención que incorporaron la situación de las mujeres como una línea relevante estaban incluidos en iniciativas privadas, sostenidas gracias al financiamiento otorgado desde entidades extranjeras. Ejemplo de ello son el Centro de Estudios de Población (CENEP) y el Centro de Estudios del Estado y la Sociedad (CEDES). En estos ámbitos -siguiendo la agenda inaugurada por Naciones Unidas para la Década de la mujer (decenio 1975-1985)-, se aspiraba a la producción de innovaciones teóricas y metodológicas que pudieran capturar la singularidad de la experiencia de las mujeres (Wainerman y Recchini de Lattes, 1981; Wainerman, 2011). Entre los temas indagados, se destacaba el análisis de la participación de las mujeres en el mercado laboral y la vida económica (CEPAL, 1979; Barrancos, 2010).
Esta productividad por fuera de los circuitos públicos de producción de saberes se inscribe en el contexto de la intervención a las universidades nacionales, iniciada unos años antes de la llegada al poder del último gobierno militar en Argentina.4 Durante el gobierno de facto se suprimió el principio de autonomía universitaria; integrantes de las Fuerzas Armadas ocuparon cargos de gestión y se desplegó un proceso de “depuración ideológica”, con masivas cesantías docentes y un cruento proceso de secuestro y desaparición de trabajadores y estudiantes (Buchbinder, 2005). Las ciencias sociales fueron un foco especial de la represión, por ser consideradas subversivas. En este contexto, muchos profesionales se volcaron a espacios privados para continuar su formación. La organización de grupos de estudio permitió el trabajo formativo sobre diversas teorizaciones, entre las que se contó el feminismo (Bonder, 2009).
A partir de la recuperación democrática, en 1983, se conformaron en diferentes universidades nacionales equipos, institutos y postgrados que trabajaron sobre el tópico de la mujer. Esta progresiva academización de los estudios de la mujer fue acompañada de un aggiornamiento tras el “bloqueo teórico de las dictaduras y los éxodos de académicos” (Femenías, 2002, p. 65).
La recuperación de la democracia parece haber configurado un clima de época particularmente receptivo para la consolidación de un movimiento teórico con un fuerte componente de crítica social. La finalización de la dictadura dio lugar a un clima de debate en la sociedad argentina, que -en algunos sectores académicos- propició la renovación teórica y disciplinar (Bonder, 2009).
Si durante la década del 70 la clase social había sido una categoría central para el análisis, en los 80 el género -entendido como nueva dimensión de la subordinación- comenzó a hacerse un lugar en la agenda académica (Jelin, 2014).5 Ahora bien, podemos pensar que si las ciencias humanas recogieron este tema como relevante, fue en la medida en que expresó un nuevo estatuto de las mujeres como actores sociales. En este sentido, Fernández (1992) ha señalado que las innovaciones desplegadas en el ámbito académico convergieron con otros dos procesos: las transformaciones en la vida cotidiana de las mujeres y las visibilizaciones derivadas de la práctica política de los movimientos de mujeres. Veamos sintéticamente sendas transformaciones, a modo de reconstruir el clima social y cultural del periodo que estamos abordando.
Diversas autoras han investigado las transformaciones de amplio espectro que tuvieron lugar en la Argentina a partir de los años 60, tanto en relación al ejercicio de la sexualidad como en la configuración de la pareja y la familia (Barrancos, 2010; Cosse, 2010; Torrado, 2003). Al mismo tiempo que se producía una progresiva inclusión de las mujeres en el mercado laboral y en el sistema educativo medio y superior (Barrancos, 2010; Bonder, 1989), se reconfiguraban los modos de relación entre los géneros. Enumeremos brevemente algunas de estas transformaciones: progresiva legitimación del ejercicio de la sexualidad por fuera del matrimonio y la función reproductiva (Cosse, 2010); disminución del número de hijos a partir de la presencia de prácticas anticonceptivas (dentro de una lógica de control y planificación sobre el propio cuerpo, fundamentalmente en sectores medios) (Margulis, Urresti y Lewin, 2007); declinación del ideal de pareja para toda la vida (Cosse, 2010); aspiración a una mayor paridad en las relaciones con los varones (Cosse, 2010; Margulis, Urresti y Lewin, 2007; Torrado, 2003); mayor democratización en el ejercicio de la autoridad parental (Di Marco, 2005; Schmukler, 1989). Estas transformaciones en la vida cotidiana tuvieron su correlato en importantes innovaciones en el plano jurídico, como el establecimiento de la patria potestad compartida en 1985 y la legalización del divorcio, en 1987.
Cabe destacar que, junto a lo significativo de las transformaciones, impactan también las permanencias. Entrando en los años 70, la pareja heterosexual y la familia nuclear continuaban siendo un espacio de pertenencia privilegiado y ámbito deseable para la crianza de los hijos (Cosse, 2010). A su vez, persistían las representaciones tradicionales que seguirían sosteniendo la división sexual del trabajo durante varias décadas más, así como la centralidad del rol materno para las mujeres (Torrado, 2003, p. 318).
Con respecto a los movimientos de mujeres, éstos tomaron envergadura en el contexto de las dictaduras militares latinoamericanas y la pauperización de las condiciones de vida de amplios sectores de la población. Si bien en Argentina estos movimientos alojaron diversas corrientes [desde la militancia feminista de clase media a las organizaciones de mujeres de sectores populares, pasando por el icónico movimiento de derechos humanos, con las Madres de Plaza de mayo (Morales, 2017)], se produjeron en un contexto internacional que habilitó “el debate acerca de la ciudadanía de las mujeres para exigir reformas legales y programas estatales” (Di Marco, 2010, p. 53). En Argentina el movimiento de mujeres tuvo un carácter plural con alta potencia organizativa, como quedó expresado en los paradigmáticos “Encuentros Nacionales de mujeres” que vienen teniendo lugar en el país desde el año 1986 (Alma y Lorenzo, 2009).
En consonancia con las transformaciones que mencionamos en los párrafos anteriores, una de las reivindicaciones transversales de los movimientos de mujeres en América Latina fue la legalización del aborto. Esto ha sido leído como expresión de un proceso de desmaternalización del cuerpo de las mujeres (Gargallo, 2002). En el ámbito local, fue uno de los temas controversiales que se incluyeron en la agenda de la transición democrática (Di Marco, 2010; Feijoo, 1986).
Luego de esta primera caracterización de la implantación de los estudios de la mujer en Argentina, nos detendremos en el ámbito específico de la psicología local. ¿Qué impacto tuvieron los estudios de la mujer en la psicología argentina? ¿Sobre qué teorizaciones se desplegó esta perspectiva crítica? ¿Cuál fue su alcance?
Estudios de la mujer, psicología y psicoanálisis
El cruce teórico entre estudios de la mujer y psicología se desplegó a partir de diversas plataformas institucionales, fundamentalmente durante la década de 1980. Se ha ubicado como una suerte de hito de origen para este cruce, el seminario interdisciplinario titulado “La ubicación de la mujer en la sociedad actual”. Este seminario, que incluía la presentación de trabajos por parte de investigadores y profesionales de las ciencias humanas, fue coordinado formalmente por la psicóloga Gloria Bonder en el Instituto Goethe de Buenos Aires, a mediados de 1979 (Belucci, 2015a; Burin, 1987a; CEPAL, 1979).
En consonancia con estas proyecciones, se fundó a los pocos meses el Centro de Estudios de la Mujer (CEM). Su primera comisión directiva estuvo integrada por Gloria Bonder, Mabel Burin, Clara Coria y Cristina Zurutuza (Burin, 1987a, p. 59). El CEM se constituyó en un grupo de formación autogestivo, integrado por mujeres psicólogas. En la descripción del funcionamiento de los primeros años de la institución, se destaca un clima propiciatorio para la reflexión y la posibilidad de enunciación de un pensamiento autónomo. Dicho clima facilitó procesos de agenciamiento de nuevas potencias en mujeres que constituían la primera generación que ingresaba al espacio público por derecho propio. En palabras de Irene Meler, integrante del CEM:
Entonces el estudio entre mujeres fue muy útil porque permitió que en ese pequeño grupo, primero, pudiéramos estudiar; descubriéramos el placer del estudio, del aprendizaje y del pensamiento crítico. Que desarrolláramos ideas propias y confiáramos lo suficiente en nosotras mismas como para escribir, publicar. Y todo eso fue muy positivo para ese sector de mujeres que formó parte de una generación que era… muchas de nosotras habíamos sido las primeras profesionales universitarias en nuestras familias; entonces había mucha innovación. Las primeras que teníamos trabajos que nos daban dinero propio; la mayoría éramos hijas de madres domésticas.6
De este centro emergió el grupo que implementó, a partir de 1984, seminarios de postgrado en la Facultad de psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) sobre la temática de la mujer y en 1987 fundó -en esa misma unidad académica- la primera carrera de postgrado de especialización en estudios de la mujer, dirigida por Gloria Bonder (Bonder, 1998).
Al mismo tiempo, en la carrera de grado, se aprobaba la creación de la materia optativa “Introducción a los estudios de la mujer”, a cargo de la psicóloga Ana María Fernández, lo que da cuenta -también en la psicología- de un progresivo proceso de academización del campo de estudios.
Junto al despliegue en el ámbito académico, también se dictaron cursos sobre el “Problema de la Mujer” en fundaciones privadas, como la Fundación del Banco Patricios (Giberti y Fernández, 1989).
De este campo de indagación surgieron diversas producciones -la mayor parte de ellas, colectivas- centradas en el tópico de la mujer: Estudios sobre subjetividad femenina (Burin, 1987); La mujer y la violencia invisible (Giberti y Fernández, 1989); El malestar de las mujeres. La tranquilidad recetada (Burin, Moncarz y Velazquez, 1990) Las mujeres y la imaginación colectiva (Fernández, 1992) y La mujer de la ilusión (Fernández, 1993). Algunas de estas obras tenían un espíritu multidisciplinario (participaron abogadas, especialistas en comunicación, sociólogas, psicólogas), mientras que en otras, prima la ubicación del psicoanálisis como la principal corriente psicológica interpelada.
Tal primacía del psicoanálisis se vuelve inteligible en el peculiar escenario argentino. En este país, el psicoanálisis constituyó una teoría hegemónica en la formación de los psicólogos a partir de la profesionalización de la psicología, en la década de 1960 (Dagfal, 2009). De hecho, la mayor parte de las psicólogas que transcurrían por los espacios que hemos enumerado en el parágrafo anterior, ejercían la práctica clínica desde un marco conceptual psicoanalítico (Meler, 2011).
A su vez, se ha señalado que el psicoanálisis -en su articulación con la psiquiatría y la psicología- tuvo una fuerte implantación en la sociedad argentina, al incluirse en el proyecto de renovación cultural de la década de 1960 (Dagfal, 2009; Plotkin, 2003). Junto a una ortodoxia centrada en la experiencia clínica privada, hubo vertientes de este marco referencial que se integraron en una perspectiva interdisciplinaria para el análisis y la intervención sobre la realidad social (Vezzetti, 1998). Este proceso fue de la mano del cuestionamiento de sesgos universalistas y naturalistas, hacia el interior de la teoría.
Por otro lado, el psicoanálisis se había configurado como una referencia teórica clave en el escenario de cambio de paradigmas que tuvo lugar luego de la Segunda Guerra Mundial. Como veremos en el próximo capítulo, un área de análisis privilegiada de los estudios de la mujer en su articulación con la psicología, fue el de la salud mental de las mujeres. Ahora bien, el campo de la salud mental se consolidó en la postguerra a partir de la declinación del paradigma organicista en psiquiatría y la inclusión de nuevos condicionantes en los procesos de salud-enfermedad. En la medida en que la salud mental puso en primer plano el análisis de las relaciones humanas y la vida social, el psicoanálisis cobró un papel teórico relevante (Vezzetti, 2016). En Argentina, en particular, el psicoanálisis formó parte de la modernización de los dispositivos de salud mental (Vezzetti, 1995) en el contexto de una transformación de los saberes “psi” en relación al tratamiento de la locura, que comienza a ser pensada en articulación con las representaciones culturales (Vezzetti, 1995).
En la intersección entre estudios de la mujer y psicoanálisis, se proyectaba la posibilidad de aportes mutuos. Los primeros brindarían: una visión crítica y multidisciplinaria de la subjetividad femenina; un enfoque deconstructivo de los pilares conceptuales disciplinares; la posibilidad de construir conocimiento sobre la condición femenina desde la perspectiva de las mujeres y con metodologías específicas; una actitud crítica sobre los sesgos sexistas presentes en la práctica clínica (como el tipo de interpretaciones, los criterios de salud-enfermedad, etc.); la caracterización de la cultura patriarcal y sus efectos en los modos específicos de configuración del ser mujer. El psicoanálisis, por su parte, aportaría: la técnica de la escucha y un conocimiento sobre el enfermar de las mujeres; el acceso a fenómenos simbólicos e imaginarios organizadores de la subjetividad femenina; la noción de conflicto psíquico, así como un modelo de constitución de la sexualidad, de psiquismo y funcionamiento psíquico (Burin, 1987a).
Temas de indagación y categorías analíticas
Ahora bien; ¿cuáles fueron los temas centrales que abordaron estas psicólogas? ¿Qué categorías de análisis produjeron para dar cuenta de la experiencia femenina?
En primer lugar, podemos plantear que las autodenominadas “psicoanalistas feministas” (Meler, 2011) realizaron una tarea en dos frentes: por un lado, retomaron los cuestionamientos centrales del feminismo de la segunda ola, al poner en discusión una visión esencialista de la naturaleza femenina. A su vez, realizaron un fuerte trabajo crítico sobre los pilares conceptuales del psicoanálisis y sus consecuencias clínicas, en torno a la definición de la mujer y lo femenino.
Ya hemos mencionado que uno de los tropos de indagación fue la salud mental de las mujeres, entendiéndola no sólo en su carácter analítico (como un área de estudio), sino también en su carácter normativo (como los parámetros efectivos que operan en la evaluación de la salud y enfermedad en las mujeres). Las referencias teóricas utilizadas en esta empresa epistémica incluían tanto las voces críticas del movimiento de la salud mental (como los referentes italianos Franco y Franca Basaglia o el argentino Mauricio Goldemberg), como psicoanalistas feministas de los países centrales (como la británica Juliet Mitchell y la francesa Luce Irigaray).
Desde esta urdimbre, se establecía que aquello considerado psicopatológico estaba producido en condiciones sociales específicas que establecían tanto lo valorado como lo prohibido y descalificado socialmente. La singularidad del planteamiento radicaba en establecer que el espacio social no era homogéneo, sino que aportaba sentidos diferenciales para varones y mujeres. De esta forma, aquellas presentaciones clínicas que parecían típicas de las mujeres -como la histeria, la depresión o la ansiedad-, podían ser reinterpretadas como una respuesta frente a ordenadores simbólicos del espacio social. Tal como lo había desarrollado la psicoanalista argentina Emilce Dio Bleichmar (1985) en El feminismo espontáneo de la histeria, la perspectiva psicopatológica debía ser articulada a la categoría analítica de género. Esta autora proponía pensar a la histeria -uno de los cuadros femeninos por excelencia-, como una salida (fallida y sintomática) al atolladero del ser mujer, en la medida en que ello suponía encarnar un lugar devaluado socialmente. La histérica se rebelaba contra el destino ofrecido, en cuanto implicaba ocupar un lugar desjerarquizado.
En esta línea se abría el prólogo de El malestar de las mujeres:
Mi preocupación sigue siendo cómo nos construimos las mujeres en tanto sujetos de nuestra cultura -a la que caracterizo como patriarcal- y la incidencia que ello tiene sobre nuestra salud mental. Reiteradamente vuelvo sobre la construcción del género femenino a lo largo de la historia, e insisto en ofrecer criterios de análisis que indican de qué manera las condiciones de vida de las mujeres, en especial la vida cotidiana, repercuten de modo decisivo sobre sus modos de enfermar (Burin, Moncarz y Velázquez, 1990, p. 7).
Las autoras propusieron considerar que el apego a los roles femeninos tradicionales era causante de malestar (Burin, Moncarz y Velázquez, 1990). Desmarcándose de los criterios psicopatológicos individualistas y lejos de pregonar la adaptación al medio como un índice de salud, las psicólogas anudaban el malestar que aquejaba a las mujeres con la exigencia de cumplir mandatos e ideales sociales en relación al “ser mujer”. Estos mandatos violentaban a las mujeres al imponerse como únicos y deseables, restringiendo el campo de lo posible (Fernández, 1993).
Se estableció, entonces, un cuestionamiento a significaciones acerca de la subjetividad femenina que habían matrizado históricamente lo que se esperaba de las mujeres y, a su vez, sus auto-representaciones. Se destacaron tres núcleos centrales de estas significaciones: la maternidad, la domesticidad y la posición pasiva en relación a la sexualidad. Estos baluartes no sólo circulaban en el sentido común, sino que eran reproducidos en el discurso científico y, en particular, en el discurso psicoanalítico. Veamos uno a uno estos puntos.
En primer lugar, se problematizó uno de los pilares centrales en la definición del ser mujer: la maternidad. Recordemos que este tópico fue trabajado extensamente por el feminismo de la segunda ola, desde su exaltación hasta su crítica (Jeremiah, 2006). En nuestras latitudes, antes que analizar los determinantes inconscientes que definirían la posición singular en relación al ser madre, se propuso poner el acento en los procesos sociales que establecían ciertas significaciones en torno a la maternidad. Tomemos algunas propuestas teóricas en este sentido.
Fernández (1993) proponía repensar el binomio mujer-madre, que en nuestra cultura había tomado el carácter de una ecuación: si para ser madre era necesario ser mujer, se había coagulado la idea de que para ser mujer era necesario ser madre. Esta ecuación se fundamentaba en una serie de mitos que podían considerarse sociales, “en la medida en que constituyen un conjunto de creencias y anhelos colectivos que ordenan la valoración social que la maternidad tiene en un momento dado de la sociedad” (Fernández, 1993, p. 162). La autora apelaba a los desarrollos de Cornelius Castoriadis y de Michel Foucault para dar cuenta del carácter productivo -y no sólo represivo o prohibitivo- de estas significaciones. Vale decir: los mitos organizaban, regulaban, daban sentido a la experiencia individual, a la vez que estabilizaban un discurso social sobre, en este caso, el ser mujer; discurso que visibilizaba algunos aspectos de la experiencia (aquellos que se componían con el mito) e invisibilizaba otros. En el caso de la maternidad, el mito organizaba sus sentidos a partir de una versión naturalizada y ahistórica (Fernández, 1992): la maternidad como una función biológica y, por ello, siempre idéntica a sí misma. Una tercera significación en torno a la maternidad, la ubicaba como el centro neurálgico de la subjetividad femenina, enlazando maternidad con las ideas de puro amor y ternura, abnegación y sacrificio.
Por su parte, Burín (1987b) conceptualizó la maternidad como “el otro trabajo invisible”, ampliando la caracterización realizada por Isabel Larguía sobre el estatuto del trabajo doméstico de las mujeres. Volveremos sobre esta referencia más adelante; por ahora señalemos que Burín destacaba que -aunque invisibilizados- la labor de maternaje pondría en juego una serie de trabajos psíquicos, prestaciones yoicas necesarias y permanentes “que realiza el Yo materno para lograr que el infante humano devenga en sujeto psíquico” (Burin, 1987b, p. 124).
La lógica de producción de sujetos -a cargo de las mujeres- presentaba diferencias radicales con la lógica de producción de objetos, en función del tipo de relaciones que generaba y sus mecanismos de regulación predominantes. Si la primera implicaba intercambios afectivos estrechos generando una deuda personal e intransferible, la segunda implica un intercambio de objetos y una deuda saldable y mensurable; el poder de los afectos se oponía al poder racional. Este binarismo se inscribía en una dicotomización más amplia: la división sexual del trabajo y la diferenciación de los ámbitos público y privado. Lo invisible del trabajo de maternaje estaba dado en que justamente no era considerado un trabajo, sino una obligación femenina.
Por otro lado, la maternidad era un eje central para pensar el malestar en la crisis de la mediana edad y los cuadros de depresión, como una de sus salidas más frecuentes. Esta crisis se ponía en juego cuando las mujeres abandonaban el rol maternal o cuando este rol ya no les demandaba la misma energía psíquica que en los primeros tiempos de la crianza de los hijos. Si constituía la única salida o proyecto vital, la maternidad implicaba una cerrazón vincular alienante (Lombardi, 1989). La vía superadora -desde una intervención psicoterapéutica en clave feminista- era pensar y construir una diversificación de los deseos de las mujeres, la generación de deseos múltiples (Burin, 1987b).
En segundo lugar, la tesis sobre la domesticidad como pilar de la subjetividad femenina, aludía a la idea del hogar como espacio natural de las mujeres. En este ámbito se desplegaba no sólo la crianza de los hijos, sino el desarrollo de las tareas domésticas. La domesticidad se inscribía en la división moderna producida entre los ámbitos público y privado que había recluido a las mujeres en el espacio de lo doméstico, como responsables de la reproducción de la vida cotidiana, dando lugar a trabajos invisibles, no remunerados y desplegados en un tiempo indiscriminado (esto es, en un tiempo sin fin, que volvía siempre a recomenzar) (Coria, 1987).
Esta caracterización retoma el concepto de trabajo invisible, planteado inicialmente por Isabel Larguía, socióloga argentina radicada en Cuba. Larguía, inscripta en una genealogía marxista, propuso pensar que las mujeres no eran explotadas sólo en función de su pertenencia de clase (en cuanto asalariadas), sino también en función de su pertenencia genérica. Cuestionó por su carácter ideológico la idea de que las tareas que realiza la mujer en el ámbito doméstico (la procreación, el cuidado de los niños, los enfermos y los ancianos y la reproducción de la fuerza de trabajo), estuvieran soldadas a la naturaleza del ser mujer. Por el contrario, el trabajo del ama de casa tenía un rol central -e invisible- en el mantenimiento de la sociedad de clases: las mujeres, con sus tareas de reproducción y creación de sujetos, contribuían a la generación de fuerza de trabajo. La invisibilidad era una estrategia al servicio de aumentar la plusvalía, dado que el trabajo femenino en el hogar “se expresa transitivamente en la creación de plusvalía, a través de la fuerza de trabajo asalariada” (Larguía y Dumoulin, 1976, p. 14). La omisión e invisibilización de este papel de la mujer en la teoría marxista, sólo podía explicarse por la pregnancia de una ideología sexista, funcional al capitalismo.
Larguía cuestionaba las significaciones instituidas sobre la mujer (como su homologación con el ser madre), destacando su estatuto ideológico. Entendía que incluso los rasgos tradicionales de la feminidad (ser insegura, conservadora, necesitada de aprobación), eran los que facilitaban el anclaje de la mujer al espacio privado y, por tanto, “son las [características] que mejor convienen a la reposición privada de la fuerza de trabajo” (Larguía y Dumoulin, 1976, p. 22). Para concluir, interesa señalar que Larguía era escéptica a los logros que pudieran devenir de la acción del movimiento feminista. Por el contrario, consideraba que la pelea debía inscribirse en la lucha de clases y que la “importación de un movimiento feminista inmaduro […] encuentra su tierra nutricia en las profesionales y estudiantes de las capas medias, que se hacen así más dependientes del neocolonialismo cultural, alejándose de la verdadera problemática de las clases explotadas de América Latina” (Larguía y Dumoulin, 1976, p. 101).
En tercer lugar, analicemos la caracterización de la sexualidad femenina. En este punto en particular, la crítica se anudaba a la reflexión sobre la doctrina freudiana. Recordemos que para el psicoanálisis, la sexualidad femenina se caracterizaba por tres rasgos: meta sexual pasiva, rasgos masoquistas y posición de objeto en relación al varón. Estos rasgos construían la idea de una sexualidad femenina organizada en pos de la procreación y no interesada en la ganancia erótica. En todo caso, dicha ganancia se realizaba por la vía de la pasividad, a través de constituirse en un ser para el otro, en receptáculo o soporte del goce del otro.
La idea de pasividad aludía, entonces, a la disposición por la cual “la mujer se aliena de la propiedad y exploración de su cuerpo, registro de sus deseos, búsqueda activa de sus placeres, etc.” (Fernández, 1993, p. 189). Esta pasividad se complementaba y quedaba supeditada a la actividad masculina en los diferentes momentos del vínculo varón-mujer, desde el cortejo hasta el coito.
La pasividad se enlazaba en la retórica freudiana al masoquismo, como la posición femenina por excelencia. El masoquismo, definido como la tendencia a obtener placer en el sufrimiento a través de su búsqueda activa, podía ser considerado como una “expresión de la naturaleza femenina” (Freud, 1997 [1924], p. 167). Esto es, si el ser mujer se inscribía psíquicamente como ser castrado, entonces la investidura de esta posición podía considerarse masoquista. Las autoras analizadas denunciaban cómo estas tesis, más que dar cuenta de las causas de la posición desjerarquizada de la mujer y lo femenino, podían ser interpretadas como su consecuencia: “es a partir del predominio cultural del narcisismo masculino que inviste el pene como falo, que la anatomía femenina es categorizada como castración” (Meler, 1987, p. 366).
Una alternativa para abordar el masoquismo, ya anunciada por el propio Freud, sería considerarlo como una sofocación de las tendencias hostiles, la asertividad y la actividad en las mujeres. Sofocación puesta al servicio de acceder a lo que podía considerarse como la única forma deseable de ser mujer.
En sintonía con el slogan de las feministas norteamericanas que denunciaban que “lo personal es político” (de Miguel, 1995), en nuestras latitudes se planteaba que “las prácticas sexuales se ven influidas por otros determinantes, tales como las condiciones de vida y el estatus social” (Meler, 1987, p. 362). Siguiendo a la psicoanalista francesa y exponente del feminismo de la diferencia Luce Irigaray (1978), las autoras señalaban que de esta forma, se establecían invisibles de la sexualidad femenina: sus búsquedas activas, su ubicación en escenarios homo, etc. Esto es, resultaba impensable la existencia de un goce femenino no capturable por la cosmovisión falocéntrica; quedaba excluida la potencial multiplicidad de la experiencia femenina.
En suma, las autoras revisaron categorías centrales sobre la mujer y la constitución psíquica femenina, tanto en el imaginario del sentido común, como en el campo disciplinar específico de pertenencia. Por un lado, se aspiraba a una verdadera subversión de lo instituido, a partir de una práctica que permitiera la “desmitificación de gran parte de los valores tradicionalmente femeninos: capacidad de entrega y sacrificio, complacencia, docilidad, dulzura, en sus aspectos no adaptativos al mundo extradoméstico” (Dio Bleichmar, 1987, p. 139). Ello era interpretado como un aporte a la construcción de nuevos códigos y ordenamientos, llevada adelante por las propias mujeres (Giberti, 1987). Al mismo tiempo, se abordaban críticamente conceptos teóricos en la definición del ser mujer y lo femenino: pasividad; masoquismo femenino; envidia del pene, complejo de castración; dependencia, etcétera. Estas categorías teóricas eran denunciadas como parte de un andamiaje que reproducía acríticamente los bastiones de una ideología patriarcal que buscaba retener a las mujeres en posición desigual con respecto a los varones.
De esta empresa epistémica, destacamos la apelación a la desnaturalización de lo invisible. Este atributo/concepto cobra relevancia en las teorizaciones para dar cuenta de sentidos que están en la superficie, a la vista, pero que -a través de una operación determinada- se vuelven naturales e invisibles. Y desde su invisibilidad, producen efectos subjetivantes: un cierto modo de ser en el mundo y un cierto malestar.
Destacamos la categoría invisible como vehículo para poner en díada situación de la mujer y violencia. Si bien desde este campo de trabajo no se abordó el tópico de la mujer golpeada (González Oddera, 2017b), sí se analizó la prevalencia de lo que se denominó violencias invisibles (Fernández, 1993; Giberti y Fernández, 1989). En la medida en que pervivían en el campo social jerarquías y desigualdades puestas en juego más allá de las elecciones y voluntades individuales, era posible sostener que “la violencia es constitutiva de las relaciones entre los géneros” (Giberti y Fernández, 1989, p. 17). Dicho de otro modo: la desigualdad entre los géneros no podía reproducirse sin violencia, sin expropiación, sin alienación, desplegada de diversos modos y con diversas estrategias. En este punto -en consonancia con un ideario feminista- se ponía en cuestión el núcleo duro de lo instituido, los zócalos de sentido que organizan la experiencia cotidiana (González Oddera, 2016a).
Sobre los dispositivos de intervención
En este apartado nos detendremos en un dispositivo de intervención especialmente significativo: los grupos de reflexión. A poco de iniciar su funcionamiento, una de las actividades dirigidas a la comunidad desde el CEM fueron los grupos de reflexión (Burin, 1987a; Coria, 1987). En ellos participaron fundamentalmente mujeres de clase media, que pertenecían al circuito de socialización de las integrantes de dicha institución. Estos grupos estuvieron centrados en la reflexión sobre la condición femenina, en torno a diferentes tópicos: la mujer y el dinero; divorcio y mujeres solas; la mujer y el poder, rol de mujer trabajadora y madre; la mujer y sus hijas adolescentes; la mujer en la edad media de la vida, entre otros (Coria, 1987). Estos grupos eran pensados como un espacio de enlace entre la producción y reflexión teórica y la experiencia de las mujeres. Fuente de interrogantes a la vez que ámbito de aplicación, se inscribían en una concepción de producción teórica interesada en dar un nuevo lugar a la praxis y la experiencia concreta de los sujetos.
Diferentes miembros del CEM coordinaron grupos y sistematizaron su experiencia en publicaciones (Coria, 1986; 1987; Moncarz, 1987). En este trabajo, nos centraremos en los desarrollos de la psicóloga Clara Coria, quien fuera responsable -de 1980 a 1984- del Departamento de apertura a la comunidad del CEM, desde donde se organizaban los grupos de reflexión. A su vez, esta autora fue responsable tanto del dictado de seminarios de formación sobre grupos de reflexión como de su coordinación, en el CEM y en la práctica privada.
Según Coria, el dispositivo del grupo de reflexión de mujeres reconocía antecedentes en los planos técnico y conceptual. En su dimensión técnica, estos grupos se incluían tanto en la genealogía de los grupos operativos (fundados por Enrique Pichón Riviere), como de los grupos de mujeres autogestivos norteamericanos (Coria, 1986; 1987). Veamos sendas afluencias por separado.
Por un lado, la propuesta de los grupos de reflexión puede ser incluida en las prácticas grupalistas del campo “psi” argentino. Recordemos que dentro de esta tradición, se han diferenciado los grupos terapéuticos de los grupos operativos (Dagfal, 2009). Los primeros -desarrollados sobre mediados de la década de 1950- tuvieron su inscripción institucional en la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y en la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupos (AAPPG). A partir de referencias del psicoanálisis inglés como de la fenomenología alemana y francesas, lograron una aplicación amplia en una gran cantidad de temáticas. Los grupos terapéuticos implicaron una ampliación del rol tradicional del terapeuta individual y se plantearon en consonancia con el espíritu vanguardista que preparaba la década de 1960. No obstante esta novedad, lo que sucedía en el aquí y ahora del grupo era capturado por una grilla interpretativa psicoanalítica que ponía el eje en la realidad intrapsíquica de los sujetos.
Los grupos operativos, por su parte, constituyeron el dispositivo propuesto por Enrique Pichón Riviere para su psicología social, psicología de filiación psicoanalítica con fuerte vocación de transformación social (Vezzetti, 1998). Estos grupos tenían por característica principal estar “centrados en la tarea”7 (Pichón Riviere, 2003 [1985]), antes que en la problemática individual de sus integrantes.
Inspirados en los grupos operativos, los grupos de reflexión comenzaron a funcionar en la AAPPG con metas de entrenamiento, aprendizaje y formación de terapeutas grupales (Dellarossa, 1979). Fueron aplicados en otros ámbitos, como la supervisión de la práctica de residentes en salud mental (Bernard, 2006).
Hemos dicho que Coria reconocía antecedentes conceptuales específicos para el trabajo en los grupos de reflexión. El primer pilar conceptual era la teorización de Pichón Riviere sobre las ideologías. Para este autor, las ideologías podían ser entendidas como esquemas operantes implícitos, del que los sujetos no tienen necesariamente conciencia. De ahí la meta del trabajo en los grupos de reflexión: “modificar estereotipos referidos a ideas, sentimientos y actitudes” (Coria, 1896, p. 175). El objetivo específico de la tarea grupal suponía “indagar acerca de un tema o situación determinada, explicitando las tensiones que el tema genera” (p. 162).
El segundo pilar conceptual era la teorización sobre concientización. Los grupos de reflexión de mujeres eran grupos homogéneos y el elemento aglutinante era la pertenencia al género femenino. Ahora bien, en la medida en que la conciencia de pertenencia al género femenino constituía el punto de llegada antes que el punto de partida, el tránsito de un punto al otro estaba dado justamente por el proceso de concientización. Este concepto era tomado de Paulo Freire (1973), pedagogo brasileño y autor de la famosa Pedagogía del oprimido, quien entendía la educación como una vía para la praxis liberadora. A diferencia de la propuesta de Freire, en los grupos de reflexión la concientización no tenía la intención explícita de derivar en acción política.
En el caso de los grupos de reflexión de mujeres, la concientización permitiría desenmascarar cómo el ser mujer marcaba una ubicación desjerarquizada en el campo social, al tiempo que tenía sus efectos en todos los aspectos de la vida cotidiana, incluidas las relaciones familiares. De este modo, en los grupos se pretendió problematizar los aspectos habituales y aparentemente naturales de la experiencia femenina, como modo de subvertir las ideologías dominantes en las que se basaba la discriminación hacia la mujer (Coria, 1987).
Para poder problematizar este cotidiano, era necesario el advenimiento de la conciencia de género.
Es a través del “nosotras” que las mujeres pasan a incluirse en la historia. Devienen sujetos históricos temporales dentro de un ámbito comunitario abandonando el anónimo lugar de “madre de tal”, “hija de cual” o “mujer de fulano”. En otras palabras: surge la conciencia de género (Coria, 1986, p. 167).
El tópico de la concientización nos reenvía a la segunda fuente de los grupos de reflexión, señalada por Coria: los grupos de mujeres autogestivos, cuya meta era la toma de conciencia sobre la condición femenina. Estos grupos se desarrollaron a partir de la década de 1960 en Estados Unidos, en el contexto del movimiento feminista de la segunda ola.
Recordemos que los grupos de autoconciencia constituyeron uno de los aportes más significativos del feminismo radical norteamericano. Este feminismo, de naturaleza revolucionaria, puso en primer término la dimensión política de la experiencia subjetiva y aparentemente “privada” (en el sentido opuesto y excluido de lo público) de las mujeres. Katie Sarachild -integrante del Women Liberation Movement- acuñó el término consciousness-raising para dar cuenta de las metas de una práctica que tenía lugar en pequeños grupos, donde las mujeres reflexionaban sobre cómo experimentaban su opresión, como modo de despertar la conciencia sobre ésta y generar acciones para transformarla (de Miguel, 1995). También existía una meta epistémica: se pretendía construir conocimiento a partir de la propia experiencia y de modalidades organizativas novedosas, superando la aplicación de teorizaciones producidas desde una lógica androcéntrica.
En Argentina, desde principios de la década de 1970, tuvieron lugar prácticas grupales análogas a las que hemos descripto para el contexto norteamericano. Entre ellas, las organizadas por la Unión Feminista Argentina (UFA), fundada por María Luisa Bemberg y Gabriela Christeller. Con una referencia explícita a las prácticas y teorizaciones del feminismo radical, las mujeres se reunían en la UFA en grupos de entre seis y ocho integrantes, para intercambiar experiencias en función de un tema disparador, propuesto por la coordinadora. Los temas eran diversos: la maternidad, los celos, la sexualidad, la simulación, la dependencia económica, la inseguridad, la relación con la madre, con el jefe, etcétera (Calvera, 1990; Grammático, 2005; Soto, 2010). La puesta en común grupal dejaba de manifiesto cómo lo que parecía ser una experiencia eminentemente única y singular, tenía amplias similitudes entre las participantes.
Nos detenemos brevemente en la idea de concienciación, meta del trabajo grupal en UFA. Leonor Calvera, integrante de esta organización, tematiza el perfil específico que se buscó al utilizar el término concienciación, como traducción/creación a partir del sajón consciousness-raising. Perfil que se diferenciaba de las prácticas clásicas de la militancia de izquierda.
[…] procuramos introducir un significado no autoritario, no impositivo, para definir esta técnica que se había convertido en otros países en el instrumento principal del movimiento de la mujer. La traducción literal “elevación de la conciencia” resultaba demasiado vaga. “Concientizar”, de neto corte izquierdista, implicaba un movimiento de afuera hacia adentro, de dictar lo que la otra debía encontrar en su propio interior. “Concienciar”, en cambio, se adecuaba perfectamente al método casi mayéutico que se proponía. Lograba describir ajustadamente el proceso de sacar de sí, de dar nacimiento a la propia identidad (Calvera, 1990, p. 37).
Significativamente, los grupos feministas argentinos no son mencionados dentro de la genealogía de los grupos de reflexión. Coria sólo remite a la experiencia de grupos de mujeres profesionales (especialmente psicólogas) que, hacia principios de los 70, abordaron el tópico de la identidad femenina, incluida la identidad profesional.
Ahora bien, ¿qué relaciones podemos establecer entre estos grupos y los que se desarrollaban en el CEM? Más allá de las semejanzas, se destacan algunas diferencias fundamentales. En primer lugar, podemos diferenciar las metas formativas8 y de reflexión en el CEM, de la militancia política. En este punto, la referencia a la obra pedagógica de Freire (y no la filiación marxista o el uso del feminista concienciación), es elocuente. La dimensión política de la praxis colectiva en los grupos de reflexión no quedaba establecida, más allá de los cambios a nivel personal y vincular que buscaban producirse. En este punto, los grupos de reflexión no aspiraban a un impacto en la esfera social más amplia, como sí lo tenía la militancia (que distaba de no ser problemática, por su parte) en las agrupaciones feministas.
Una segunda diferencia la ubicamos en relación a la figura del coordinador en sendos grupos. En los grupos feministas, la tarea de coordinación era rotativa. Todas las integrantes pasaban por la experiencia, intentando facilitar la participación y la expresión de las presentes. Esta modalidad se inscribía en una fuerte voluntad de horizontalidad como principio rector del pensamiento feminista (Calvera, 1990). En el caso de los grupos de reflexión, la coordinación suponía una función diferenciada, a cargo exclusivo de la psicóloga interviniente. Esta función le permitía a la profesional: “disponer de aquellos recursos que favorezcan el desarrollo reflexivo, desarmen obstáculos que perpetúan los estereotipos y contribuyan a generar nuevas alternativas de pensamiento y acción” (Coria, 1986, p. 177). Esta exclusividad debe ser entendida -a nuestro criterio- como una estrategia de legitimación en función de la diferenciación del lugar del experto habilitado por el quehacer profesional. Este lugar permitía establecer: el encuadre de trabajo, la evaluación de las participantes para decidir su inclusión, el resguardo de la diferenciación de la tarea con la realizada en un grupo terapéutico; el brindar información que pueda permitir problematizar la ideología patriarcal, entre otras intervenciones. De este modo, la coordinadora no sólo debía ser experta en la técnica psicológica específica, sino también en teoría feminista. En suma, parece cristalizarse la idea de que las profesionales psicólogas, si bien también eran mujeres, podían sostener la distancia necesaria para analizar críticamente los organizadores de la vida cotidiana.
Reflexiones finales
En este artículo hemos explorado un tema poco trabajado en la bibliografía local, con la intención de establecer las tramas generales de su configuración. En este sentido, varios puntos han sido sólo enunciados y ameritarán profundizaciones en próximos abordajes. En consonancia con estas limitaciones, nos interesa en el tramo final de este artículo delinear algunas interrogaciones que puedan orientar futuras líneas de investigación.
En primer lugar, nos preguntamos por los alcances y la radicalidad de la crítica realizada desde los estudios de la mujer en el campo de la psicología argentina. Proponemos este primer interrogante, en la medida en que la actitud crítica fue una de las aspiraciones explícitas de los estudios de la mujer, replicados en la recepción local.
A lo largo del trabajo, hemos dado cuenta de los notables cuestionamientos realizados al corpus psicoanalítico, destacando los sesgos sexistas que producían una cierta representación sobre el ser mujer. No obstante, pareciera que la crítica no problematizó otros aspectos centrales de este marco referencial, como la lógica heteronormativa que entiende la diferencia sexual en términos binarios; la grilla edípica como matriz para analizar el devenir subjetivo; los sesgos autoritarios del dispositivo analítico. Destacamos estos puntos, en la medida en que fueron puestos en cuestión por producciones contemporáneas en el campo de la psicología argentina (González Oddera, 2017c). A su vez, la idea de una crítica circunscripta vuelve inteligible la tendencia que orienta la recepción de los autores -incluso aquellos con menor relación con el ámbito “psi”, como las autoras marxistas-: la aplicación de una matriz de lectura que pone el acento en las tramitaciones y modos de metabolización intrapsíquicas de los sujetos, en sintonía con la propuesta teórica freudiana.
Con respecto a las razones para este estilo de la crítica, esbozamos dos hipótesis: por un lado, sería subsidiario del estatuto de una teoría que -desde una amplísima implantación cultural en Argentina- funcionó como un zócalo de sentido difícil de conmover. Esto es: desde su carácter hegemónico en la psicología local, el psicoanálisis aportó una serie de sentido y técnicas cuya “arbitrariedad” quedó invisibilizada. En esta línea, también podría pensarse a este estilo de crítica como una estrategia de legitimación en el campo profesional, donde se aspiró a introducir una novedad y variación, a la vez que se pretendió seguir perteneciendo.
En segundo lugar, es innegable que la tarea de deconstrucción de las significaciones sobre lo femenino se recortaba contra el fondo de un imaginario social que presentaba un repertorio heterogéneo de representaciones sobre el ser mujer. Al mismo tiempo que se destacaban las nuevas inscripciones de las mujeres en los ámbitos laboral y educativo, persistían representaciones y prácticas tradicionales en torno a los roles privilegiados de madre y ama de casa. La posición crítica con respecto a los mandatos más tradicionales deja ver cómo en la década de 1980 se puso en escena la aspiración a relaciones más igualitarias entre los géneros. Si bien estas aspiraciones no lograron concretarse plenamente en la cotidianidad, sí operaron como un horizonte que generó -al menos- la introducción de nuevas expectativas y valoraciones en relación a la propia experiencia como mujeres.
En este sentido, nos interrogamos sobre cómo se puso en juego esta complejidad en las mujeres protagonistas de los estudios de la mujer. Se destaca en los escritos que hemos analizado el uso de la primera persona en la tematización de una experiencia de la que se sabe estar formando parte. No obstante, la dialéctica entre ser sujeto y objeto de la reflexión, parece haberse conjugado con la aspiración a retener un lugar diferenciado. Ser mujer, ser profesional de la salud mental: a la vez que sujeto de la experiencia de subordinación, se aspiraba a producir una transformación, en los ámbitos teórico y de intervención profesional, desde un lugar jerarquizado.
En suma, concluimos el recorrido con algunas preguntas para seguir pensando el juego de transformaciones y permanencias, de novedades y reediciones que han tenido lugar en la psicología y en la sociedad argentinas.