Género, espacio y relaciones de poder
El género como conjunto de ideas y argumentos que explican y cuestionan las diferencias sociales construidas en torno al sexo es una de las contribuciones más significativas de la teorización feminista (Lamas, 1986; De Barbieri, 1993 y Lagarde, 1996). Su empleo como herramienta de análisis permite “comprender los procesos de desigualdad entre hombres y mujeres desde una perspectiva crítica, la cual cuestiona los paradigmas androcéntricos y la forma universalista de interpretar la realidad social” (Calvillo, 2011, p. 265).
Una de las pioneras en cuanto a su uso como instrumento analítico fue Gayle Rubin, quien a mediados de los años setenta planteó una explicación a la génesis de la desigualdad sexual a través del sistema sexo-género, en el cual argumenta que las jerarquías entre las formas de masculinidad y femineidad se enmarcan en un contexto histórico y moral. Asimismo, afirma que no se pueden relegar todos los multifacéticos aspectos de la reproducción social al sistema sexual y que, en todo caso, la opresión no es inevitable, sino que es producto de las relaciones sociales específicas que la organizan (Rubin, 1986).
Una década después, Joan Scott retoma las definiciones de quienes como Rubin concebían al género como un producto constituido de relaciones y prácticas sociales, aportando que es también “una forma primaria de relaciones significantes de poder” (Scott, 1996, p. 23). A esos planteamientos se suman los de Karsten y Meertens, quienes reconocen que:
Las identidades femeninas y masculinas se construyen en una relación dialéctica que también se inscribe en la estructura de poder vigente. El poder y la subordinación no sólo constituyen el eje en torno al cual se desenvuelven las relaciones de género, sino que también [y por consiguiente] entran a jugar un papel en la formación de identidades de género (Karsten y Meertens, 1991, p. 181).
Cobo, por su cuenta, concibe al género como “causa y efecto de una estructura de poder que divide a la sociedad en dos partes asimétricas, una marcada por la subordinación y otra por la dominación” (Cobo, 2012, p. 323). Al respecto, Piedra (2004) sugiere mirar las relaciones de poder entre los géneros de forma interrelacionada, más no determinada, pues ambas partes, tanto la dominada como la dominadora, poseen poderes y éstos pueden ser de distinta naturaleza: emocional, material y espacial.
En ese sentido, el género y el espacio se vinculan por ser, ambos, resultado de relaciones sociales. Las aproximaciones teóricas de la geografía crítica (Harvey, 1994; Massey, 1998; Santos, 2000 y Lefebvre, 2013) señalan que la dimensión del espacio rebasa un sentido físico y se define como un producto social. A decir de Lefebvre:
No hay relaciones sociales sin espacio, de igual modo que no hay espacio sin relaciones sociales. El espacio debe considerarse, por tanto, un producto que se consume, que se utiliza, pero que no es como los demás objetos producidos, ya que él mismo interviene en la producción (Lefebvre, 2013, p. 14).
Del mismo modo, tanto el género como el espacio están enmarcados en una dimensión de poder. McDowell señala: “El espacio surge de las relaciones de poder; las relaciones de poder establecen las normas; y las normas definen los límites, que son tanto sociales como espaciales, porque determinan quién pertenece a un lugar y quién queda excluido” (McDowell, 2000, p. 15).
A pesar de estos vínculos directos, durante mucho tiempo la geografía y el feminismo se excluyeron mutuamente. De acuerdo con Hanson (1992), la primera centró la atención en las diferencias espaciales y prestó poco interés a las de género, mientras que el segundo se concentró en las diferencias de género pero ignoró el componente espacial del mismo. Es hasta los años ochenta que se puede hablar propiamente de un enfoque de género dentro de la disciplina (Baylina, 1997) o, como tal, de una geografía feminista1 que, de acuerdo con Little, Peake y Richardson (1988, p. 2) es aquella que:
examina las formas en que los procesos socioeconómicos, políticos y ambientales crean, reproducen y transforman, no sólo los lugares donde vivimos, sino también las relaciones sociales entre los hombres y las mujeres que viven allí y, a la vez, también estudia cómo las relaciones de género afectan a estos procesos y sus manifestaciones en el espacio y en el medio (Little et al., 1988, p. 2).
Bajo esta línea, diversas geógrafas (García Ramón, 1989; Sabaté 1989; Hanson, 1992; Rose, 1993; Massey, 1998; McDowell, 2000) han aportado a la construcción de una teoría crítica y feminista del espacio, al evidenciar que las divisiones de género participan activamente en su producción social y viceversa, pues al trascender la noción de espacio como contenedor material de procesos, han reivindicado su papel como producente de identidades, simbolismos y relaciones de poder. Así, desde esta perspectiva teórica, el concepto de espacio que utilizamos en este artículo se vincula, no sólo con la corriente crítica, sino también con la humanista de la geografía al considerar, además de la materialidad, las representaciones y los aspectos afectivos y emocionales como parte de la experiencia espacial individual y colectiva (Bailly, 1989).
Esta preocupación por comprender el binomio género-espacio, ha llevado también a las estudiosas del tema a complejizar la noción de lugar hasta concebirlo como un constructo derivado de prácticas socioespaciales (McDowell, 2000). Algunas incluso, como Soto (2011), han retomado la visión subjetiva del lugar ampliamente desarrollada en el pensamiento humanista anglosajón por autores como Tuan (1979) y la han empleado como recurso analítico para dar cuenta del carácter simbólico del espacio, a través de los vínculos emocionales que tienen las mujeres con los lugares.
Así es posible afirmar que el género, como constructo social derivado de un orden simbólico, condiciona la percepción, valoración y uso del espacio, al tiempo que la configuración espacial tiene incidencia en las atribuciones desiguales que culturalmente se otorgan a hombres y mujeres para ocupar, significar y vivir los lugares. Dicho de otra forma, existe una relación dialéctica en la cual tanto el género como el espacio se constituyen y transforman mutuamente a través tiempo.
Mujeres rurales y proyectos productivos: una mirada desde la geografía feminista
Mucho se ha escrito sobre los impactos que los proyectos productivos en México han tenido en las vidas de las familias y de las mujeres que en ellos participan. Incluso, podemos enmarcar los trabajos en esta temática en tres grandes grupos de acuerdo al enfoque con el que fueron abordados: el del empoderamiento (Vázquez, Tuñón, Zapata y Ayús, 2002; Pérez, Vázquez y Zapata, 2008 y Mendieta, Evangelista y Tuñón, 2009); el del microfinanciamiento (Tuñón, Tinoco y Hernández, 2008; García y Zapata 2012 y Varela, 2013); y el del desarrollo local (Varela, 2007 y Rosales y Tolentino, 2007).
Sin embargo, desde la geografía feminista las contribuciones aún son escasas, pues si bien las temáticas de género y ruralidad han cobrado relevancia a partir de la tradición anglosajona (Little, 1986; Leckie, 1993) y española (García Ramón 1989; 2011; Sabaté, 1989; Baylina y Salamaña, 2006), esta línea de trabajo ha sido poco abordada, sobre todo en México.
De aquí que pretendemos incorporar el tema en cuestión ya que consideramos que, de forma conjunta, las perspectivas de género y espacio representan una vía para comprender la complejidad de vínculos que entrelazan a los proyectos productivos y a las nociones socio-espaciales de género. Partimos del supuesto de que entre unos y otras existe una relación bidireccional en la cual, si bien el binomio género-espacio incide positiva y negativamente en las dinámicas de organización que promueven esos programas, éste queda sujeto a sufrir modificaciones como resultado de la renegociación de actividades y lugares que propician los procesos de acompañamiento productivo, particularmente aquellos de carácter agropecuario.
Consideramos necesario producir un conocimiento contextualizado de los territorios rurales, es decir, dar cuenta de “cómo las experiencias cotidianas de las mujeres y los hombres están imbuidas de ideas y representaciones sobre particulares identidades de género asociadas a la ruralidad” (Baylina, 2004, p. 22) y, posteriormente, reconocer cómo la división de género en el ejercicio del poder repercute en otros elementos de la vida social comunitaria que pudieran tener vínculos con los proyectos productivos, como las formas de pertenencia e identidad espacial.
Sin embargo, dada su heterogeneidad, hablar hoy en día de lo “rural” es una tarea compleja. De acuerdo con Soto y Fawaz, las aproximaciones conceptuales habituales parecen insuficientes para analizar su dinamismo, por lo que el enfoque de la nueva ruralidad supone una alternativa para comprender cómo actualmente estos espacios se configuran a partir de “hibridaciones estructurales y simbólicas con crecientes influencias urbanas” (Soto y Fawaz, 2016, p. 145) y cómo el sector primario, por sí solo, ya no representa la principal fuente de ocupación e ingresos.
Vallejo (2015) afirma que, además de las modificaciones evidentes en el paisaje, las transformaciones económicas globales también han impactado las dinámicas socioculturales que dan sustento a los contextos rurales. Así, es preciso visibilizar que ante tales afecciones las relaciones de género no han sido inmunes, como tampoco la figura “tradicional” de las mujeres rurales que, al decir de Baylina y Salamaña, son hoy:
un grupo mucho más diverso que el de las agricultoras o esposas de agricultores. A su lado se encuentran las que gestionan o co-gestionan explotaciones agrarias altamente tecnificadas, las que practican con extraordinaria naturalidad la pluriactividad […] las que trabajan en un sector de servicios cada vez más desarrollado; las que inventan y (re)inventan nuevas relaciones con lo rural […] mujeres con experiencias desemejantes e incluso discrepantes (Baylina y Salamaña, 2006, p. 108).
Ante ello, uno de los retos que enfrenta la política pública, particularmente los programas de apoyo productivo, además del reconocimiento de esas nuevas formas de vivir y habitar lo rural, es la comprensión de que las mujeres, como población objetivo de los proyectos, demandan alternativas económicas diversas y cercanas a sus realidades que les signifiquen verdaderos caminos de autonomía en el mediano y largo plazo.
A este respecto, la geografía rural feminista tiene mucho que aportar ya que: 1) considera a las mujeres como sujetos sociales y al género y al espacio como categorías de análisis; 2) porque le interesa explicar las formas en que las fuerzas de la mundialización, más que destruir, reconstruyen lo local (McDowell, 2000), y 3) porque reconoce que, a pesar de los patrones que conlleva la globalización, los lugares siguen siendo importantes, en cuanto que en ellos se crean y transforman la diversidad de relaciones de género que reflejan y afectan tanto al espacio como a las formas de masculinidad y feminidad (Baylina y Salamaña, 2006).
De aquí que, para comprender los vínculos que entrelazan a las relaciones socio-espaciales de género y a los proyectos productivos, retomamos la propuesta de Paravicini (1990, en García Ramón, 2008) y concebimos a los lugares de la localidad estudiada como espacios de identidad que nos permiten conocer las valoraciones y emociones que tienen las mujeres sobre su entorno, así como las formas en que éstos pueden ser re-significados.
Contexto de estudio
Ojo de Agua (Anexo Nuevo San Juan Chamula) es una localidad ubicada en el municipio de Las Margaritas, Chiapas (Figura 1). Sus orígenes se remontan a mediados de los años sesenta, cuando el gobierno federal promovió la colonización del trópico y el desplazamiento de población de Los Altos a la región fronteriza de la entidad (Rodríguez, 2005). De acuerdo con datos del último Censo de Población y Vivienda (INEGI, 2010), cuenta con 379 habitantes, 187 hombres y 192 mujeres, de los cuales más del 60% son hablantes de alguna lengua indígena, principalmente del idioma tzotzil.
En 2013 comenzó a instaurarse en esta localidad el proyecto MIAF (Milpa Intercalada con Árboles Frutales). A la fecha, participan de esta experiencia productiva 15 asociaciones, cada una constituida legamente por entre cinco y ocho socios, quienes en conjunto suman 81, de los cuales 64 son mujeres y 17 son hombres.
Los motivos que nos llevaron a abordar este caso fueron el interés de PROASUS2 y de las y los participantes del proyecto para colaborar con la investigación; la conformación diversa de los grupos, tanto de mujeres como de hombres, así como mixtos, que facilitaba el abordaje de las relaciones de género desde una perspectiva más amplia, y las implicaciones propias del MIAF frente a otros sistemas productivos, lo que permite analizar la participación de las mujeres fuera del ámbito doméstico.
El MIAF como proyecto productivo
El MIAF es un sistema agroforestal de cultivo intercalado constituido por tres especies: árboles frutales (epicultivo), maíz (mesocultivo) y frijol u otra especie comestible (sotocultivo) en intensa interacción agronómica (SAGARPA, 2007). En México, sus antecedentes como estrategia productiva se remontan a finales de los años noventa con la colaboración entre el Colegio de Postgraduados en Ciencias Agrícolas y el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP), quienes buscaron crear una tecnología que incrementara el rendimiento del cultivo de la milpa (Ruiz, Jiménez, Figueroa y Morales, 2012).
De acuerdo con varios autores (Turrent, Cortés, Espinosa, Hernández, Camas, Torres y Zambada, 2017), el MIAF supone una alternativa viable para intensificar sustentablemente la agricultura tradicional dado que persigue objetivos múltiples: promover la seguridad alimentaria, mejorar los ingresos económicos y hacer un uso eficiente de los recursos naturales. En este sentido, diversas instancias gubernamentales como CONABIO, INAES, CDI y SAGARPA (PROASUS, 2015) no sólo han financiado su implementación sino que, bajo el argumento de implementar una perspectiva de género transversal en sus presupuestos, han fomentado la incorporación de las mujeres como representantes legales de las agrupaciones beneficiarias.
A pesar de ello, y de las más de 60 publicaciones que analizan las experiencias del MIAF en diversas entidades del país (Turrent et al., 2017), a la fecha son prácticamente inexistentes las investigaciones que den cuenta de las repercusiones diferenciadas que su implementación ha tenido en la vida de los hombres y las mujeres involucradas. Como sugieren Villar et al (2013), éste es un sistema complejo que requiere dedicación de tiempo completo y asesoría constante, lo que nos lleva a pensar que, al ser la población femenina la que más restricciones tiene para actuar fuera del ámbito doméstico, ocuparse de las actividades agrícolas y ejercer derechos sobre la tierra (Deere y León, 1998), son también las que se encuentran en una situación de desventaja con respecto a los socios varones del MIAF.
Metodología
Utilizamos una metodología cualitativa que priorizó el empleo de técnicas etnográficas e incorporó una perspectiva espacial y de género orientada por los principios teóricos y epistémicos de un posicionamiento feminista (Vázquez y Zapata, 2000; Bartra, 2010). Se optó por este enfoque en tanto que para reconocer, interpretar y cuestionar las experiencias diarias de los sujetos en estudio, los métodos utilizados deben valorar la subjetividad, el involucramiento personal, lo incuantificable y lo complejo (Baylina, 1997).
Cabe decir que los resultados de este trabajo no son representativos en términos estadísticos, pero sí en cuanto al estudio de caso y experiencias generadas, pues consideramos a los distintos actores involucrados y, dentro de ellos, posicionamos a las mujeres como protagonistas, es decir, prestamos particular interés a sus testimonios (Harding, 1998) y reconocimos su heterogeneidad a partir de sus diferencias de edad, origen étnico, escolaridad, estado civil y condición de maternidad.
El trabajo de campo se realizó de febrero a mayo de 2017 y contempló las siguientes actividades:
Observación participante en los hogares y las milpas del proyecto productivo MIAF, así como en los espacios públicos comunitarios, ya que para comprender las rutinas, trayectorias y experiencias cotidianas de la población de estudio es necesario compartir con ésta las actividades, los lugares y los tiempos de su desarrollo (Jiménez, 2016).
La aplicación de 25 entrevistas a 17 mujeres socias del proyecto, cuatro participantes hombres, dos a informantes clave de la comunidad y dos más a integrantes de la organización encargada de implementar el proyecto.
Realización de dos talleres participativos, uno con hijos/hijas de las familias involucradas en el proyecto; otro con 10 socias representantes de grupo. La intención de ambos talleres fue ilustrar, a través de dibujos y cartografía participativa, cómo se materializan en el espacio las diferencias de género y cómo ello incide en las disposiciones de hombres y mujeres para transitar y apropiarse de los lugares, principalmente de aquellos que guardan relación directa con el proyecto productivo.
Para sistematizar y analizar la información se utilizaron categorías tradicionalmente abordadas por la investigación feminista como propiedad y acceso a los recursos, división sexual del trabajo (“productivo-reproductivo”) y toma de decisiones en el ámbito “privado” (hogar) y “público” (comunidad), así como otras que por su perspectiva espacio-temporal nos permitieron mirar las interconexiones a través del estudio de las rutinas, horarios, lugares, trayectorias, distancias, tipos de movilidad e imaginarios y emociones espaciales.
Lo anterior nos permitió abordar las relaciones de género como procesos espacialmente situados y no como elementos determinados e inamovibles. La combinación de métodos nos posibilitó contar con insumos de diversa índole y con material visual que aportó reflexiones gráficas sobre el fenómeno estudiado que otros recursos, escritos u orales, no hubiesen podido mostrar. Así, consideramos la cartografía elaborada por las mujeres y los dibujos infantiles como medios de expresión socio-espacial y, para su análisis, retomamos la asociación género-espacio a partir de su localización en “el lugar” y en su realidad cotidiana. Con ello, concebimos a las referencias geográficas ilustradas, como indicadores de las nociones de género vigentes dentro del contexto estudiado.
Elementos socio-espaciales de género en el contexto comunitario. Cosas de hombres y cosas de mujeres
El día para la mayoría de las familias de Ojo de Agua comienza entre las 5:00 y las 6:00 de la mañana. Antes del amanecer ya es posible escuchar a las mujeres que iniciaron su jornada de trabajo, encendieron el fogón y muelen el maíz para preparar las tortillas, mientras los hombres se preparan para salir a la milpa o al cafetal, según la temporada del año.
La agricultura es la principal fuente de ingresos económicos y, por las condiciones orográficas que hacen poco viable la utilización de maquinaria, las actividades se realizan de forma manual. Mujeres y hombres participan en esta labor, aunque éstos últimos con una responsabilidad mayor, pues poseen la propiedad de la tierra, organizan el trabajo, comercializan los granos y administran los ingresos; mientras que el trabajo doméstico (las tareas de la casa, el traspatio y el cuidado de las y los hijos) recae exclusivamente en las mujeres.3 “Ellos (los hombres) no pueden tortear, no saben cocer maíz o frijol, no saben qué medidas usar. No saben porque no es su trabajo, no les enseñaron y porque ahí estamos nosotras” (Inés, 36 años).4
A pesar de que las mujeres son las primeras en comenzar y las últimas en concluir sus rutinas diarias, se tiene la percepción generalizada de que la jornada laboral de los hombres “es más pesada”, así como que éstos con su trabajo contribuyen más a la manutención de la familia. Esta situación muestra el poco reconocimiento que tienen las tareas domésticas y las actividades que desempeñan las mujeres, incluidas aquellas dentro de la milpa y a las cuales se les califica como simple “ayuda” y no como un aporte real al sistema productivo familiar. “Nosotras nomás ayudamos donde está más fácil porque no tenemos mucha fuerza, ya el trabajo pesado lo hacen los hombres” (Susana, 35 años).
Esa desvalorización del trabajo femenino se asocia a una cuestión monetaria, pues las actividades que las mujeres realizan dentro y fuera del hogar, son menos redituables económicamente que las de los hombres. Es decir, en la mayoría de los casos los únicos ingresos que las mujeres reciben de forma directa devienen del comercio informal por la venta de aves de corral, bordados, hierbas de olor y alimentos preparados, los cuales no son constantes y son mínimos en relación a los que obtienen los varones con la venta del café, maíz y frijol. “El hombre es el que sabe dónde se gasta el dinero, como él lo va a cosechar y él mismo va a hacer el trabajo de nuevo, él va a decidir en qué se va a invertir, si va a pagar gente o cómo le va a hacer” (Katia, 32 años).
Las actividades productivas que llevan a cabo las mujeres en la comunidad tampoco figuran en las estadísticas, pues al no ser catalogadas propiamente como trabajadoras, sólo representan el 5% de la población económicamente activa de la localidad (INEGI, 2010).
Además de esta clara división sexual del trabajo y desigual distribución de ingresos económicos, en Ojo de Agua existen también disparidades de género en el acceso a los servicios educativos, libertades de movilidad, opciones de empleo y oportunidades para participar en la toma de decisiones y ocupar cargos públicos comunitarios. Las mujeres representan el porcentaje más alto de la población analfabeta y sin escolaridad (74% y 70%, respectivamente) (INEGI, 2010) y cuentan con menos disposiciones para migrar por motivos de estudio o trabajo. Asimismo, nunca en la historia de la localidad una mujer ha ocupado el puesto de comisariado y/o agente municipal, principales figuras de autoridad.
Esta situación de subordinación se explica por la dinámica social comunitaria que hace que las familias prioricen que los hijos varones vayan a la escuela y con frecuencia dejen la comunidad para continuar con sus estudios en otras ciudades, mientras que las mujeres a los 12 años, y concluir la primaria, se incorporen a las actividades del trabajo familiar en la casa y parcela:
Yo de mi parte que se vaya, que siga estudiando, es hombre, si no, no va a encontrar trabajo más que de chalán… a veces mi hija también lo piensa, me dice: “mami, ¿será que voy a seguir estudiando?”, pero yo le digo que ya no, que ella me va a ayudar aquí en la casa (Inés, 36 años).
Resulta clara la expectativa de mejora laboral para los hombres que estudian, mientras que no se cuestiona que para las mujeres las opciones sean ser amas de casa o, a lo más, empleadas domésticas en el norte del país. Esto último sucede sólo bajo condiciones muy particulares, pues aunque ellas tengan la intención de movilizarse, la decisión depende de sus padres o esposos: “mi hermana se quiere ir a trabajar a Mexicali, pero mi papá no la deja” (Cristina, 30 años).
Asimismo, es poco común que las mujeres participen en la toma de decisiones comunitarias ya que los asuntos que se tratan en las asambleas son “temas de hombres” (derechos de tierra, trabajo comunal, seguridad y sanciones por faltas administrativas y morales) y, debido a la estructura patrilineal de la tenencia de la tierra, pocas mujeres cuentan con títulos de propiedad. Sólo 12 de los 61 ejidatarios registrados son mujeres, en su mayoría mayores y viudas que, si bien son las dueñas formales de los predios, normalmente delegan las decisiones a sus familiares varones quienes se encargan de volverlos productivos.
Ámbitos espaciales según género: lugares masculinos y femeninos
En tanto que “el género se erige como elemento relevante en la producción de imaginarios geográficos imbuidos de simbolismos, poder y significados que dividen esferas, dominios y ámbitos” (Soto, 2003, p. 88), resulta importante evidenciar las formas en que, dentro de su cotidianidad, las y los habitantes de Ojo de Agua reproducen y renegocian sus ámbitos espaciales.
Si bien la división del espacio entre público-privado y productivo-reproductivo resulta útil para el análisis teórico, en la práctica las múltiples ocupaciones de las y los habitantes de la localidad hacen que las líneas entre unos y otros no estén claramente definidas ni sean estáticas; sobre todo para el caso de las mujeres, quienes realizan tareas reproductivas en el espacio público (como lavar ropa en el río) y productivas en el espacio privado (como elaborar productos que posteriormente serán comercializados). En contraste, los hombres tienen tiempos más definidos, marcados por sus actividades agrícolas y por un espacio físico claramente determinado como su lugar de trabajo productivo en la milpa y el cafetal (García Ramón, 1989).
Esta división de los espacios en función del género tiene también un componente temporal, pues durante las primeras horas del día (entre las 5:00 y las 8:00 am), las mujeres trabajan al interior de sus hogares y pasan la mayor parte del tiempo entre la cocina, el lavadero y el traspatio. Una vez que los hombres y algunas mujeres solteras de la casa se van al campo, las que se quedan aprovechan para “hacer los mandados”: comprar en las tiendas, ir a la clínica, moler café y pastorear los borregos, de manera que en el horario matutino, entre las 8:00 am y 12:00 del mediodía, las calles se vuelven espacios feminizados y las mujeres transitan solas o acompañadas por sus hijos/as. Contrario al horario vespertino, en el que son generalmente los hombres quienes ocupan el espacio público al practicar deportes y reunirse en las tiendas para platicar, mientras las mujeres vuelven a ser confinadas al ámbito doméstico, del cual ya no es común que salgan sin compañía de sus parejas. “Ellos van donde quieran, ¿acaso están pidiendo permiso? Son muy andariegos los hombres, aunque estén cansados de trabajar, llegan y se van a mirar la jugada. Ellos, aunque lleguen en la noche, ¿acaso hay quien los regañe?” (Fabiola, 38 años).
De acuerdo con las percepciones que las mujeres plasmaron en el ejercicio cartográfico (Figura 2), podemos afirmar que las disposiciones espaciales de género tienen implicaciones tanto en el ámbito privado con la definición de la cocina y el traspatio como espacios femeninos, como en la esfera pública con la percepción generalizada de que las zonas agrícolas y las áreas deportivas son lugares masculinos.
La Figura 2 muestra también la estrecha distancia de los lugares con respecto a la zona habitacional y las disposiciones que las mujeres tienen para acceder a ellos solas. Así, los cerros son sitios lejanos donde habitan animales salvajes y que, al estar apartados de la población, son espacios donde las mujeres se “exponen más” a ser víctimas de algún delito; de ahí que la extracción de leña y la cacería sean actividades principalmente masculinas.
En cuanto a la milpa y al cafetal, si bien podrían considerase como espacios mixtos en cuanto que hombres y mujeres participan de sus actividades, el dominio sobre ambos sistemas productivos es masculino, pues son los hombres quienes poseen la libertad para transitar por ellos solos y quienes tienen la mayoría de los títulos de propiedad. “Casi no vamos solas a la milpa, llevamos compañía, y más ahorita que están abundando los violadores” (Ana, 37 años).
Si bien esta división genérica del espacio es más restrictiva para las mujeres, a través de una constante resistencia y renegociación, han logrado mantener vínculos afectivos con sus espacios “ajenos”, es decir, con aquellos que de forma reconocida no les pertenecen pero a los que acuden con frecuencia, no sólo para aportar al trabajo y a la economía de sus hogares, sino por gusto y por las emociones que estos lugares les generan. “Aquí en la casa me siento encerrada, como amarrada, en cambio allá en la milpa me siento contenta porque miro todo verde a lo lejos, y como que me siento más libre porque no hay bardas ni cercas” (Carla, 26 años).
Percepción de las y los niños sobre las actividades y espacios cotidianos según género
Esta concepción del trabajo y el espacio divididos en función del género forma parte también del imaginario de las nuevas generaciones que reproducen, a través de sus percepciones sobre las actividades y lugares “propios” del quehacer masculino y femenino, los estereotipos de género que, al tiempo que invisibilizan los aportes de las mujeres a las actividades productivas, también resaltan las libertades de los hombres para ocupar el espacio público.
Las Figuras 3 y 4 muestran, a través de dibujos realizados por hijas/hijos de familias involucradas en el proyecto MIAF, los trabajos que realizan sus padres y madres, así como los lugares que suelen frecuentar. Cabe resaltar que en ninguno de los casos, las y los niños representaron la participación de sus madres dentro del cafetal o la milpa y que, salvo las visitas al río, las mujeres aparecen en todos los dibujos realizando trabajos domésticos y nunca en el espacio público, mientas que los padres fueron siempre representados fuera del ámbito privado, en las milpas o realizando actividades de esparcimiento.
Vínculos entre las relaciones socio-espaciales de género y la participación de las mujeres en el proyecto productivo MIAF
Las estructuras socio-espaciales de género que operan en la dinámica comunitaria se vinculan con la participación de las mujeres en el proyecto MIAF en dos sentidos: como límites, al obstaculizar sus libertades y capacidades de acción, y como oportunidades, al facilitar su apropiación. Así, el MIAF ha dado lugar a dos procesos contradictorios: uno que reproduce las relaciones de subordinación de género que afectan a las mujeres y otro que contribuye a su transformación.
Elementos que facilitan la participación
Antes de incorporarse en el MIAF, las mujeres ya contaban con conocimientos y participación significativa en la milpa, lo cual contribuyó a que se adaptaran a un sistema que, si bien tiene implicaciones técnicas distintas, no les resultaba del todo ajeno. “Sí, de por sí nosotras siempre hemos trabajado en la milpa también. Antes, cuando era niña, lloraba cuando cargaba los bultos de maíz pesados” (María, 55 años).
A esta situación contribuyen al menos dos hechos: uno referido a que históricamente Ojo de Agua ha mantenido una agricultura manual con participación femenina; y otro que muestra que la migración masculina propicia que los hombres deleguen las actividades del campo a sus esposas, hermanas e hijas quienes, durante su ausencia, asumen las responsabilidades en torno a la milpa. Al respecto, se pudo constatar que al menos 15 hombres involucrados en el proyecto han dejado temporalmente la comunidad por motivos de trabajo. “Cuando estuve en los Estados Unidos mi esposa y mis hijas se ocuparon de hacer la milpa” (Juan, 47 años).
Por otra parte, el acceso diferenciado por género a los servicios educativos y al empleo ha permitido que las mujeres conciban el MIAF como una alternativa importante, sobre todo aquellas que son solteras o viudas y que, al no depender económicamente de sus parejas ni tener hijos/as, o al menos no pequeños/as, disponen de más libertad para ocuparse de las actividades que conlleva el proyecto. “Ahorita las que están yendo a trabajar más son las muchachas, las que no se casan y no tienen esposo; se van porque son puras mujeres, no hay varón. Se tienen que ir a ayudar” (Ana, 37 años).
De forma contradictoria, la valoración de que los conocimientos de las mujeres sobre agricultura son inferiores a los de los varones ha ocasionado que sean ellas quienes estén más dispuestas a aprender y seguir las indicaciones de los capacitadores del proyecto, mientras que ellos se muestran más renuentes a asumir cambios con respecto a sus anteriores formas de cultivar. “Nosotras hacemos más caso, sembramos de a dos semillas de maíz (juntas), y ellos sembraban hasta de a cinco, no como nos dijeron” (Imelda, 25 años).
Por último, los vínculos emocionales que las mujeres tienen con la milpa y el gusto por sus actividades ha permitido que, aun con la doble jornada que ello supone, cumplan con sus responsabilidades dentro del hogar y del proyecto. A esto contribuye la percepción generalizada de que “aquellas que van a la milpa son más trabajadoras que aquellas que sólo se quedan en casa”, lo cual da cuenta del poco reconocimiento que tiene el trabajo doméstico con respecto al agrícola. “Mi hija casi que se crío en la milpa, tenía 15 días de nacida cuando fui a arrancar frijol y ahorita ya no llora, le gusta mucho estar allá” (Ana, 37 años).
Elementos que limitan la participación
En Ojo de Agua tienen lugar elementos asociados al género que repercuten de forma negativa en la participación de las mujeres en el MIAF, principalmente las ataduras domésticas que les exigen permanecer en casa para ocuparse de las tareas del hogar y del cuidado de las y los hijos, lo que les resta tiempo y libertad para involucrase en las actividades de la milpa. “Yo no puedo casi salir a trabajar en el campo porque mis niños están en la escuela, y mi tiendita que tengo y mis borreguitos. Aquí me siento amarrada, pero no puedo salir” (Inés, 36 años).
La migración femenina, sea por motivos de trabajo como ha ocurrido con tres integrantes del proyecto, o como consecuencia del matrimonio, tal como sucedió con una de las líderes, ha provocado la reducción del número inicial de mujeres participantes en el MIAF y que sus familiares hombres asuman el control del sistema productivo. “Mi hermana era la representante del MIAF, pero ya no está, ya se casó y se fue a vivir a Castillo Tielmans” (Rosario, 22 años).
La costumbre patriarcal de que debe ser el “jefe de familia” quien tome las decisiones importantes y organice el trabajo en torno a la agricultura, y la estructura patrilineal de la herencia que priva a las mujeres de la tenencia de la tierra, han obstaculizado que éstas participen plenamente del MIAF y se consideren las beneficiarias directas. “El padre les da una parte de tierra a cada hijo cuando se casan…, a las mujeres a veces también les dan, pero menos, ya sea una o media hectárea” (Pablo, 36 años).
Por último, las restricciones que tienen las mujeres para acceder solas a las milpas en tanto predomina la percepción de que el “monte” es un lugar peligroso para ellas, aunado a que no cuentan con medios de transporte propios, también limitan sus oportunidades de acción dentro del proyecto. “Si la milpa está cerca, sí vamos solas, pero si es en la montaña, ya no” (Fabiola, 30 años).
¿Cómo el proyecto MIAF reproduce las relaciones de poder socio-espaciales de género?
Las subordinaciones que afectan a las mujeres como resultado de la dinámica social comunitaria y que son visibles sobre todo en las actividades productivas, son también respaldadas por el propio proyecto. En primer lugar, porque la organización que lo implementó no reconoce al género como un elemento relacionado directamente con el desarrollo del MIAF, lo cual ha ocasionado que el personal encargado de brindar capacitación y apoyo técnico reproduzca el lenguaje sexista y el discurso de que las mujeres no deben ser beneficiarias directas de su propio trabajo. “La mujer piensa como mamá, tiene que buscar la forma para sobrevivir y hacer, creo que al MIAF lo ve como un hijo: tengo que hacer lo que pueda para que esto camine” (Arturo, 37 años).
Del mismo modo, por la forma en que se reparten las tareas dentro del sistema productivo (Cuadro 1), podemos afirmar que, por lo general, se mantiene la división sexual del trabajo que tenía lugar en la milpa antes del proyecto y que tiende a preservar las actividades “propias” del quehacer femenino y masculino. “También las mujeres pueden hacer todo, ese es trabajo de los dos. Pueden sembrar, o limpiar y doblar milpa. Lo que está más pesado, ahí sí no; eso lo hacemos nosotros” (Pedro, 39 años).
¿Qué hacen las mujeres? | ¿Qué hacen los hombres? | |
---|---|---|
Sembrar | Pintar los tallos | Cavar hoyos |
Doblar milpa | Hacer los filtros | Hacer las curvas de nivel |
Tapiscar | Cortar los frutos | Fumigar |
Cortar frijol | Vender los frutos dentro de la comunidad | Cargar y transportar la cosecha |
Podar | Negociar y vender los cultivos más comerciales |
Fuente: elaboración propia con base en las entrevistas realizadas
Ese reparto de tareas dentro del MIAF justifica que, aunque legamente nueve de los 15 grupos estén conformados sólo por mujeres, en la práctica sea necesaria la participación de sus familiares varones, pues ellas no pueden realizar todos los trabajos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los hombres no sólo colaboran con ciertas actividades dentro del proyecto, sino que lo organizan y toman las decisiones, sobre todo, aquellas referidas a la venta de los productos y administración de los ingresos, lo cual resta liderazgo y autonomía a las mujeres. “Algunas si van nomás es de chalanas, hacen lo que les digan, no toman decisiones, sólo el papá y eso lo vi desde el principio” (Rodrigo, 36 años).
Algunas de las socias reconocen incluso que la iniciativa de formar parte del proyecto no surgió de ellas, sino que simplemente accedieron a las peticiones de sus suegros, esposos y/o padres, a quienes entregaron sus documentos personales para que se encargaran del trámite. “Mi suegro nos dijo que entráramos, y le dijimos que sí, pero nunca sabíamos de qué era el proyecto, hasta que ya vinieron a darnos las capacitaciones y nos dijeron...” (Matilde, 25 años).
Otro hecho que merece la pena cuestionar es la exigencia del proyecto productivo de que las mujeres fueran las representantes legales de los grupos y tuvieran la titularidad de los terrenos donde éste tendría lugar, lo que originó que la mayoría de las mujeres recibieran donaciones por parte de sus parejas o padres.
Como mi esposo es el ejidatario y como yo fui la representante del proyecto, me donó esa parte, nos dijeron que querían que lo donara en el papel para que se pudiera sacar el proyecto. Dice que son 10 años que me lo está donando, a los 10 años ya lo vuelve a agarrar. Algo así nos dijeron (Ana, 37 años).
Si bien las donaciones de tierras tienen validez legal dado que la comunidad se rige por un sistema de usos y costumbres y éstas fueron avaladas por las autoridades locales, la superficialidad con que se realizaron los trámites y la periodicidad de únicamente 10 años que conllevan, hace que las mujeres no se sienten dueñas de las tierras y sepan que sólo fue un requisito para poder acceder al proyecto y que deberán regresar la titularidad de las parcelas a los propietarios originales cuando el plazo se cumpla. Así, a cuatro años de haberse realizado el trámite de donación, ellas aún se refieren a los predios como: “la milpa de mi esposo”, “la parcela de mi papá”, “el terreno de mi suegro” o “la tierra que nos prestaron”.
Lo anterior nos lleva a preguntarnos: ¿qué va a pasar con el proyecto y con las mujeres una vez que tengan que devolver la titularidad de las parcelas? ¿El trabajo de las mujeres durante este periodo habrá incrementado el valor de los predios? ¿Las mujeres sólo fueron víctimas de un uso instrumental para conseguir financiamiento público?
¿Cómo el proyecto MIAF transforma las relaciones de poder socio-espaciales de género?
Es importante reconocer que el proyecto MIAF ha tenido repercusiones positivas para las mujeres en tanto ha contribuido a reforzar sus vínculos con la milpa y sentirse más cómodas al opinar sobre temas que anteriormente no reconocían como parte de sus saberes. “Mi esposa y mis hijas ya llegaban a tapiscar, pero sólo a eso, no agarraban machetes, ahora ya aprendieron a hacer más cosas. Ahorita ya saben más” (Juan, 47 años).
Si bien los aportes de las mujeres al trabajo agrícola continúan siendo poco reconocidos, en el aspecto personal ellas están revalorando su participación en la producción gracias a su incursión en el proyecto. Del mismo modo, aseguran sentirse contentas con el resultado del proceso y con mayor confianza en sí mismas porque fue a ellas, y no a los hombres, a quiénes se les otorgó el recurso.
Antes como que valíamos muy poco, más bien, los hombres a veces dicen que no valemos. Pero ahora hasta los de la organización nos vienen a levantar el ánimo de las mujeres que tal vez antes nos sentíamos aplastadas y ahora, como en nombre de las mujeres salió el proyecto, los hombres tienen que respetar (Carla, 26 años).
Por último, el haberse incorporado en el MIAF, a las mujeres les ha permitido trasgredir ciertos límites espaciales pues, como resultado de las actividades que éste conlleva, han tenido que movilizarse fuera del contexto regional, muchas de ellas por primera vez. También resulta más común que grupos de mujeres acudan a la milpa sin la compañía de un hombre, lo que anteriormente no ocurría con frecuencia. “Lo más lejos que he ido a pasear es a Tuxtla, y fue por lo del MIAF, cuando andábamos con los trámites, si no, no conociera ni Tuxtla” (Claudia, 47 años).
Discusión
Si bien el género no fue considerado por los ejecutores del proyecto como un elemento relacionado con el funcionamiento del mismo, los resultados de este trabajo muestran que los vínculos entre uno y otro no sólo existen, sino que son bidireccionales; es decir, que las relaciones socio-espaciales de género afectan el desarrollo del MIAF y que la participación de las mujeres dentro de éste ha tenido repercusiones en las relaciones de poder que mantienen con los hombres.
Esto último da cuenta de que, como menciona Piedra (2004, p. 139), “el poder contiene espacios de libertad compuestos de múltiples puntos de resistencia, los cuales conforman una red de relaciones -amplia, compleja y modificable-”; de ahí que incluso prácticas cotidianas, y aparentemente convertidas en rutina, no estén exentas de sufrir transformaciones.
Es importante señalar que aunque los resultados de este trabajo obedecen a una experiencia particular, situada en un contexto específico, las nociones de género analizadas se enmarcan en procesos históricos y estructuras más amplias, lo que al decir de Massey (1998; 2004, p. 86), muestra la reflexión multiescalar que nos permite comprender cómo “lo lejano se entrelaza con lo local”.
De aquí que las relaciones socio-espaciales de género que tienen lugar en Ojo de Agua y que repercuten en el proyecto MIAF, mantengan similitudes con las de otros contextos y experiencias productivas. Ejemplos de lo anterior son los trabajos de Villarreal (2011) y Arias, Hernández y Huesca (2014) que muestran hallazgos similares a los nuestros al identificar la estructura patrilineal de la herencia, la sobre autoridad masculina en torno las actividades económicas y el limitado acceso de las mujeres a los recursos locales y puestos de decisión, como impedimentos que éstas tienen para beneficiarse de los proyectos productivos.
Asimismo, Deere (2011) muestra que el acceso de las mujeres a los recursos, particularmente a la tierra, influyen en el poder de negociación que tienen en sus hogares y comunidades a la vez que, dentro del matrimonio, las mujeres que poseen tierra tienden a desempeñar un papel más importante en la toma de decisiones en lo que respecta a la distribución de ingresos.
Desde el enfoque de la geografía feminista, los trabajos de Castillo (2007) y de Soto y Fawaz (2016) abordan el tema de los proyectos productivos para mujeres en el contexto de la ruralidad chilena y con aportes importantes que nos permiten comparar y explicar nuestros resultados. Castillo (2007) encontró, al igual que nuestro estudio, que la restringida capacidad de movilidad que tienen las mujeres debido a sus responsabilidades en la familia (ataduras domésticas) y restricciones culturales (como el no poder acceder solas a ciertos espacios), obstaculizan su participación en el sector agropecuario. Al respecto retomamos a McDowell y Massey (1984), quienes argumentan que no es tanto “trabajar” como “salir a trabajar” lo que resulta una amenaza para el orden patriarcal en dos sentidos: limita la disponibilidad de las mujeres para desempeñar su papel como amas de casa y posibilita su inserción en la vida pública.
Al considerar no únicamente las características opresivas de las relaciones socio-espaciales de género sino también aquellas que les otorgan a las mujeres oportunidades al facilitar su incursión en el proyecto, nuestros resultados resaltan que a partir del MIAF las mujeres han fortalecido sus vínculos emocionales con la tierra y revalorado sus conocimientos en torno a la agricultura, a pesar de la doble jornada laboral que ello supone y de que los predios, en la mayoría de los casos, no les pertenezcan.
En este sentido, nuestros hallazgos se relacionan con los de Soto y Fawaz (2016), quienes concluyen que, a pesar de la sobrecarga física, la falta de capital y las actitudes negativas de las comunidades, para las mujeres estos procesos productivos se convierten en espacios compartidos y propios que adquieren un valor simbólico al otorgarles prestigio, estatus y posición, al tiempo de ser lugares de producción de sentido donde ellas reimaginan sus vidas y reconstruyen sus identidades.
Por tanto, más allá de orientar la discusión sólo a la demostración de la subordinación y explotación de las mujeres dentro de los proyectos productivos, consideramos necesario reflexionar acerca de: 1) el reconocimiento de los vínculos entre las relaciones de género y las oportunidades que las mujeres tienen, o no, para participar plenamente en dichas iniciativas y, 2) replantear los programas para que contribuyan a transformar las injusticias socio-espaciales que las afectan.
Como menciona García Canal, es necesario reconocer que “toda transgresión, refutación y resistencia por escapar a las leyes de la dominación no puede olvidar el espacio” (García Canal, 1998, p. 55). De ahí que una tarea transgresiva será, entonces, resignificar los lugares, “debilitar sus códigos e implantar nuevas formas hasta producir, en los espacios dados, otra territorialidad, darles otro sello, otra marca” (García Canal, 1998, p. 55).
Por último, como medida para garantizar la participación de las mujeres en condiciones de igualdad dentro de los proyectos, las instancias involucradas deben propiciar sus liderazgos y autonomías en los procesos organizativos y productivos, al tiempo que los espacios donde éstos tienen lugar, sean espacios mixtos y de equipoder en los que ellas sean reconocidas como sujetos con capacidad negociadora (Hernández, 2006).
Conclusiones
En este artículo abordamos dos aspectos centrales: entrelazar los conceptos de género y espacio para realizar una lectura del contexto de estudio y llevar esta reflexión al análisis de las experiencias de las mujeres dentro del proyecto MIAF para visibilizar las formas en que las relaciones de género inciden en su participación.
Demostramos que al interior de la localidad, de sus hogares y de la propia experiencia productiva, las mujeres enfrentan subordinaciones de género que, además del carácter social ampliamente abordado por la investigación feminista, presentan una dimensión espacial explicada desde la geografía. Así, visibilizamos que las relaciones patriarcales atraviesan no sólo el trabajo, los ingresos y la toma decisiones, sino también los tiempos, las trayectorias y los lugares de las mujeres y que, por tanto, condicionan y obstaculizan sus formas de intervención en el proyecto MIAF.
En contraste con lo anterior, resaltamos también aquellas nociones socio-espaciales de género que tienen lugar en la comunidad y que han propiciado que, a casi cuatro años de la instauración del proyecto, las mujeres mantengan su participación y estén fortaleciendo sus vínculos emocionales y simbólicos con la milpa. Así, retomamos las perspectivas que ponen énfasis en las propiedades reivindicativas del espacio y del género, y que permiten analizar no sólo las relaciones opresivas de poder que los constituyen a ambos -y que ambos constituyen-, sino también las formas en que éstos pueden traducirse en oportunidades y ámbitos de acción para las mujeres.
Concluimos que el MIAF, como iniciativa productiva, ha tenido impacto en las condiciones de género de las mujeres en dos sentidos: como agente transformador y como elemento que reproduce la subordinación. Con base en esta distinción, analizamos las implicaciones positivas del proyecto -como el hecho de que las mujeres, a partir de su incorporación, estén transgrediendo límites socio-espaciales- sin dejar de lado el posicionamiento crítico que nos permitió evidenciar el uso instrumental que, en ciertos casos, se hace de las socias para conseguir financiamiento público y/o justificar una inexistente perspectiva de género.
Finalmente, podemos afirmar que si bien los proyectos productivos pueden generar procesos de agencia al modificar las relaciones socio-espaciales de género, sus aportes seguirán siendo incipientes en la medida de que no reconozcan en su diseño y ejecución que las mujeres, inmersas en diversidad de situaciones y contextos rurales, enfrentan desigualdades estructurales que les impiden acceder a ciertos recursos y espacios. Afirmamos que, mientras este hecho no se cuestione, en la práctica las dinámicas productivas estarán justificando y reproduciendo las subordinaciones que supuestamente intentan contrarrestar.