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Revista mexicana de opinión pública

versión On-line ISSN 2448-4911versión impresa ISSN 1870-7300

Rev. mex. opinión pública  no.33 Ciudad de México jul./dic. 2022  Epub 31-Oct-2022

https://doi.org/10.22201/fcpys.24484911e.2022.33.82237 

Artículos

Noticias falsas en tiempos de la posverdad

Fake News in the Time of Post-truth

1 Sociólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Doctor (honoris causa) por la Comisión de Acreditación de la Calidad de la Educación. Presidente Ejecutivo de ISA Investigaciones Sociales Aplicadas. Coordinador del Grupo de Trabajo sobre Metodologías de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales y de la Comisión de Relaciones Académicas del Colegio de Especialistas en Demoscopia y Encuestas. ricartur@gmail.com.


Resumen

Este ensayo aborda el problema genérico de las noticias falsas en las sociedades contemporáneas y cómo afecta en particular a los procesos electorales. Primero se hace una revisión conceptual que lleva a precisar los elementos que permiten la construcción de un discurso calificado como de posverdad y de la propuesta de construcción de una sociedad del conocimiento como fórmula general para su contención, también del modelo de votante informado en el espacio particular de lo electoral.

Palabras clave: Noticias falsas; posverdad; iliberal; democracia; redes sociales; conocimiento

Abstract

This essay addresses the generic problem of fake news in contemporary societies and how it affects electoral processes in particular. To do this, first a conceptual review is made that leads to specify the elements that allow the construction of a discourse qualified as post-truth and the proposal to build a knowledge society as a general formula for its containment, as well as the informed voter model in the particular space of the electoral.

Keywords: Fake news; post-truth; illiberal; democracy; social networks; knowledge

Pero estamos en la era de la posverdad, donde los hechos, los datos, los argumentos y las realidades objetivas pesan cada vez menos en el ánimo social. Lo que mueve a la gente son los estímulos que confirman sus prejuicios, activan sus intuiciones y apelan a sus emociones.

Luis Antonio Espino,

“El AIFA como escenografía del relato populista”, Letras Libres

Introducción

Vivimos inmersos en un mundo de noticias falsas, no es algo nuevo. De hecho, la reiteración de un dicho, un rumor, una noticia, por más falsa que sea, suele darle verosimilitud. Es el caso de la célebre frase que dice que “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, atribuida apócrifamente a Joseph Goebbels, un dirigente nazi; sin embargo, no hay evidencia alguna que permita detectar que la haya dicho realmente el personaje citado. Este sería entonces un aforismo autorreferencial que ejemplifica que no todo es como se notifica. Casos como el anterior hay muchos, y en la actualidad han abundado las noticias falsas a causa de la pandemia por el virus SARS-CoV-2 y, más reciente, por el conflicto armado en Ucrania.

El lenguaje surge del pensamiento abstracto e inventivo propio de los humanos. Junto con el lenguaje nacen los mitos, esos relatos tradicionales referidos a acontecimientos prodigiosos, protagonizados por seres sobrenaturales o extraordinarios, que buscan dar explicación a hechos o fenómenos cuyas causas se desconocen. Los mitos tienen una función, pues cuando una comunidad comparte creencias míticas se establecen las bases para el entendimiento y la cooperación.

En cambio, el chisme sería únicamente un mecanismo complementario, menos rígido, más cotidiano, generado también para vincular grupos sociales; su importancia radica en servir de fuente de información para la comparación social dentro de un grupo (Pietrosemoli, 2009). Resulta indudable que el chisme puede tener la intención de promover una noticia falsa o de afectar a alguien. Esto ha hecho que el término chismear adopte el significado de charlar ociosamente sobre asuntos que atañen a otros con la intención de esparcir rumores infundados, orientados a difamar o calumniar a otros, con el fin de causar algún perjuicio.

Por otro lado, la propaganda y la desinformación no son nada novedoso, su origen se remonta al nacimiento de la propia especie, aunque su alcance y velocidad de propagación han cambiado con el aumento de la población, su mayor concentración y la mejora en las comunicaciones. Además, la búsqueda de cohesión de grandes grupos poblacionales ha llevado a la construcción de mitologías nacionales y de visiones universales que pretenden explicar el significado y dar sentido a la sociedad humana como un todo.

Fue así como surgieron las grandes corrientes liberal y comunista, que reinaron en el siglo pasado, pero que hoy día se encuentran en decadencia como marco de referencia para la mayoría de las personas. De manera sumamente simplificada, puede decirse que el liberalismo es una corriente de pensamiento y acción que propone la libertad y la tolerancia en las relaciones humanas y que, por ende, promueve las libertades civiles y económicas y se opone a toda forma de monopolio de la autoridad, postulando la igualdad de todos ante la ley y el respeto a libertades individuales. En contraparte, el comunismo fue una propuesta intelectual y un proyecto de organización socioeconómica caracterizado por la propiedad estatizada de los medios de producción y la búsqueda de una supresión definitiva de las clases sociales.

De hecho, dichas corrientes constituyeron dos cosmovisiones antagónicas en tanto fueron imágenes genéricas del mundo que las personas se formaban en esa época, compuestas por percepciones, conceptos y valores sobre su entorno, pero también por un ethos, un temperamento y moralidad que les eran propios e identificaban y que uniformaron las manifestaciones de las sociedades involucradas y las hicieron, a la vez, homogéneas entre ellas y diferenciadas de otras.

Pero hacia fines del siglo pasado se derrumbó uno de esos polos que caracterizaron la segunda mitad del siglo XX: el comunista. En consecuencia, diversas sociedades se tornaron en democracias; sin embargo, solo ocurrió desde un punto de vista formal, pues para fines prácticos muchas propuestas democráticas persistieron como regímenes de corte autoritario, con libertades restringidas, y escasamente apegados a los valores propiamente liberales. Es así como al inicio del tercer milenio se da una veloz expansión, en diversas latitudes, de valores contrarios a las libertades y al principio de igualdad de todos ante la ley, tanto en sociedades con una democracia emergente como en aquellas donde las fórmulas democráticas habían sido lo tradicional.

Este debilitamiento de los valores propiamente liberales se expresa en las legislaciones antiterroristas que restringen derechos y libertades; en las crecientes limitaciones al derecho de asilo y a la acogida de refugiados; en los recortes a prestaciones sociales y laborales de trabajadores y de minorías; así como en la cancelación práctica del estado de derecho y la división de poderes, el pluralismo y la alternancia. Además del deterioro de las condiciones para el efectivo ejercicio de las libertades de expresión, asociación y reunión, entre muchos otros aspectos. Ello supone una multiplicidad de desafíos a la democracia liberal que se muestran en movimientos nativistas y ultraderechistas en Europa, incluso en los Estados Unidos, y en las propuestas de una pretendida izquierda en Hispanoamérica.

Esta emergencia de lo iliberal no es un hecho aislado, sino que se enmarca en un alejamiento cada vez mayor de la política de amplios sectores del electorado en países tradicionalmente democráticos, que expresan una creciente desconfianza en las instituciones y que llegan a relajar su lealtad hacia el sistema. Se han construido así las llamadas “democracias iliberales”, oxímoron que define una supuesta democracia sin estado de derecho ni respeto a los principios convencionales del liberalismo, donde la regla de mayoría se utiliza o se pretende emplear para suprimir derechos de minorías e impedir su eventual arribo al poder (Rodríguez-Aguilera de Prat, 2016). Es en este nuevo horizonte con tendencia al predominio de lo autoritario que se redefine y actualiza el significado y la relevancia de las noticias falsas.

Este ensayo tiene por objetivo poner en claro algunos aspectos conceptuales y consideraciones prácticas en torno al fenómeno de la posverdad en las sociedades contemporáneas, que sirva de marco y guía para posteriores reflexiones sobre el tema con contenido empírico, como pudieran ser los fenómenos ocurridos en la tercera década del presente siglo: la pandemia de la covid-19 y el conflicto armado en Europa Oriental.

Aspectos conceptuales

Una noticia no es otra cosa que información, pero no cualquier información, sino aquella que antes de ser explicitada no se conocía y cuya narración puede ser de interés para un público amplio, que incluso no tenga conexión con el suceso (Tello, 1998).

El texto informativo, por excelencia, es la nota periodística. Se supone que la noticia es el relato sobre un acontecimiento de actualidad, que despierta el interés del público y frente al que se asume una ética, conforme a la cual quien lo reporta tiene la responsabilidad de hacerlo con la mayor objetividad y veracidad posible, sin incluir su valoración personal. Este principio de veracidad implica que los hechos narrados en una nota informativa deben ser verificables. Ello supone asumir una postura que se pueda calificar como verificacionista, desde la que se considera que añadir evidencias que corroboren un hecho notificado la consolida inductivamente.

Si bien esta posición no deja de ser una visión reductiva del problema de la verdad, da cabida a que pueda definirse con relativa precisión un espacio alterno: las noticias falsas, que en sentido amplio podrían considerarse como aquellas noticias cuyo contenido tiene pretensiones noticiosas, pero que es contraria a hechos conocidos y verificados y, por ende, puede ser refutada. La contracara de una noticia falsa no sería entonces una noticia verdadera, sino tan sólo una noticia fidedigna cuya información merece crédito en tanto no existe evidencia actual que la haya impugnado, aunque pudiera eventualmente ser refutada por información novedosa que la contradiga con posterioridad.

La verdad no es el objetivo central de quien comunica, el objetivo es lograr la atención y el consenso del grupo social al que se dirige. Eso, que es válido para quien conversa en una reunión o en una asamblea, lo es también para quien aspira a dirigir una comunidad o para quien pretende ocupar un puesto relevante como su informante. Por ello, la verdad no es el valor que rige el decir de quien es orador en una tribuna ni un medio de comunicación, del tipo que este sea. No hay medio que esté libre de prejuicios e intereses, aunque unos busquen dotar de verosimilitud a sus noticias y relatos, mientras que otros simplemente pretendan influir en la percepción de las personas en algún sentido definido.

Aunque, en sentido laxo, toda información noticiosa sin sustento que la corrobore sería una noticia falsa, bajo el uso contemporáneo del término se entiende por noticia falsa a un tipo de bulo -falsedad articulada de manera deliberada para que sea percibida como verdad-, que consiste en un contenido pretendidamente noticioso difundido a través de algún medio (sean portales de noticias, prensa escrita, radio, televisión o redes sociales), cuyo objetivo es la desinformación.

En ese sentido, se asume que las noticias falsas son aquellas que se emiten con la intención deliberada de engañar, inducir a error, manipular decisiones personales o de colectividades, (des)prestigiar a una entidad o persona u obtener alguna forma de ganancia económica o de beneficio político. Así, el concepto supone no solamente la carencia de contenido verídico de una noticia, sino la voluntad de su emisor de falsear la realidad, lo que hace difícil delimitarlas respecto a las noticias ciertas, dado que adoptan la misma forma y apariencia y que su condición de falsedad supone la existencia de una intención, una finalidad que se atribuye, pero que no está objetivamente allí.

En la política, las noticias falsas tienen estrecha relación y convivencia con la propaganda, que no es otra cosa que una forma de comunicación cuyo objetivo es influir en la actitud de una comunidad respecto a alguna causa mediante la asunción de una posición sesgada, al presentar únicamente un aspecto de un argumento y hacerlo de manera selectiva, con omisiones deliberadas en los contenidos, para sostener una conclusión y usando mensajes controlados a fin de producir una respuesta emocional, más que racional, respecto de la información a la que busca exponer al público. Por lo que, por sus objetivos, la propaganda constituiría en sí misma una forma de desinformación organizada tendiente a manipular (Toursinov , 2012). Usualmente, la propaganda es repetida y difundida en muy variados medios con la intención de obtener un resultado deseado en la actitud de la audiencia.

Al presentar hechos falsos o carentes de evidencia que los soporte como si fueran reales, las noticias falsas suelen ser consideradas como amenaza a la credibilidad de medios y de periodistas profesionales. No es un fenómeno nuevo, pues desde hace casi un siglo que se publican artículos en torno al riesgo que suponen este tipo de noticias, como el publicado por Harper’s Magazine en 1925 (Nye, 2018). Empero, el vertiginoso desarrollo reciente de las tecnologías de la información y la comunicación ha situado al fenómeno y su utilización para fines políticos como una preocupación de alcance global.

Esto se debe a que las noticias falsas forman el corazón de estrategias de desinformación, entendiendo por tal la acción voluntaria, no por error, de crear y difundir de manera deliberada información que el emisor sabe que es falsa (Wardle, 2017). La desinformación, como manipulación informativa o mediática, es entonces la acción y el efecto de procurar en las personas el desconocimiento o ignorancia y evitar la circulación o divulgación de hechos o datos cuyo conocimiento resulta desfavorable para quien desea desinformar.

Son muchos y muy variados los procedimientos utilizados para desinformar (Trent et al., 2008). Algunos de ellos son simples: la identificación con lo negativo de la opinión contraria (pudiendo caer en lo moral, al calificarla como “el mal”), el empleo de adjetivos disuasivos contundentes, el uso de expresiones abstractas, la apelación a personajes ilustres, la generación de miedo, la construcción de chivos expiatorios, el uso de frases hechas, el uso de estereotipos o etiquetas para descalificar, el empleo de eufemismos, citar datos o estadísticas sin referir fuentes, la redefinición del significado de los conceptos, la simplificación exagerada, recurrir a generalidades, entre muchas variantes empleadas, a las que se suma la divulgación simple y llana de falsedades.

Es cierto que “se puede engañar a algunos todo el tiempo y se puede engañar a todos durante algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”, máxima que, para seguir documentando falsas atribuciones, suele adjudicarse sin fundamento a alguno de los presidentes de Estados Unidos que fueran asesinados en su cargo.

Las noticias falsas, en política, no pretenden engañar a todos todo el tiempo, sino simplemente lograr alguno de varios posibles objetivos. Uno es confundir sobre cuál es la verdad de los hechos, pero incluso puede irse más allá: pretender que una parte de algún cuerpo electoral asuma como ciertos determinados hechos o fenómenos, al menos, durante el tiempo en que sea relevante que lo crean para el logro de los objetivos del emisor o de los intereses que representa; por ejemplo, durante la duración de una campaña electoral hasta la emisión del voto.

Hay que recordar que el voto es la base de todo sistema político democrático, en el que los electores deciden libremente el carácter de la representación pública. Al cierre de las campañas electorales, el voto es el acto por medio del cual los ciudadanos manifiestan sus preferencias hacia algún contendiente, motivados por factores históricos, estructurales o circunstanciales, pero seguramente resultado de un complejo proceso cultural y político (Valdez y Huerta, 2011).

Si bien existen diversos paradigmas explicativos del comportamiento electoral (Peschard, 2000), el enfoque racional, que parte de concebir al voto como un acto eminentemente individual y que se explica por situaciones concretas además del formato contingente de cada competencia específica (Riker y Ordeshook, 1973), ha tendido a convertirse en el enfoque predominante en la ciencia política contemporánea. Desde este paradigma, el elector efectúa, en cada elección, un cálculo específico de la utilidad esperada, tomando en cuenta las ofertas existentes, al igual que los costos y beneficios derivables de la potencial victoria de cada opción, para efectuar dos decisiones fundamentales: votar o no votar; y en caso de decidirse por votar, por cuál de los contendientes hacerlo. El modelo supone, con diversos matices según la aproximación de la que se trate (Martínez, 2004), que los actores políticos se orientan a maximizar sus objetivos individuales y que tienen la capacidad para comportarse de manera racional, por lo que disponen del tiempo y la independencia emocional necesarias para elegir la mejor línea de conducta desde su punto de vista, independientemente de la complejidad de la elección.

El punto fino para la evaluación del alcance de esta teoría es si efectivamente existe capacidad en los individuos para contener sus sentimientos y guiarse por la razón. En este sentido, este enfoque depende de una definición de lo racional del comportamiento, que se toma a partir de lo neurológico, psiquiátrico o psicológico más que desde la economía, la sociología o la politología. Y es precisamente al recurrir a las ciencias de la mente cuando se descubre que ni los sentimientos están basados puramente en la experiencia sensible o la intuición, ni los pensamientos responden a patrones racionales puros que eviten sesgos cognitivos. La perspectiva actual es que sentimientos y racionalidad no son ni opuestos ni separados, sino que se presentan de manera conjugada, siendo ambos encarnación del proceso evolutivo humano.

De hecho, se considera que las emociones pueden, en casos de indeterminación racional, servir para romper empates y permitir la toma de decisión (Elster, 2002), aunque no impiden que se introduzcan fuentes de irracionalidad en dicha decisión, dado que las emociones afectan las estimaciones de probabilidad y credibilidad en los hechos más allá del control del individuo y propician creencias injustificadas en la posible eficacia de ciertas acciones (Frijda, 1986).

Esta lectura nulifica la posibilidad de que exista un control cabal y efectivo de la razón en la toma de decisiones en el espacio público, puesto que toda comunicación a la que se exponga un individuo afectará no solamente sus conocimientos y sus ideas, sino también sus emociones y afectividades, y ello ocurrirá de manera más pronunciada cuando se recurra a la comunicación a través de redes socio-digitales (Arias, 2016). Esto es un factor que fortalece que, al uso de recursos retóricos tradicionales en la política, se sume un creciente empleo y difusión de noticias falsas o imágenes adulteradas (Borel, 2018) para distorsionar la versión sobre la realidad a favor de una determinada e interesada lectura y percepción emotiva e intelectiva de la misma, con el fin concreto de afectar y modelar la opinión pública e influir en las actitudes del cuerpo social, buscando que los sucesos reales tengan menor influencia que las apelaciones a emociones y creencias personales.

Esta distorsión deliberada de la realidad se denomina posverdad, término acuñado a fines del siglo pasado y usado a principios de este para calificar los engaños gubernamentales derivados de los atentados del 11 de septiembre de 2001, pero que adopta su acepción actual hace menos de una década, al ser definido como una cultura política en que la opinión pública y la narrativa de los medios se desconectan de la política pública (Roberts, 2010). Y no es en balde que la posverdad sea definida como una modalidad de cultura política, si por esta se entiende al conjunto de conocimientos y actitudes que una población manifiesta frente al sistema político en el que se encuentra inserta (Schneider y Avenburg, 2015), pues precisamente la posverdad es todo un entramado que define un modelo de percepción e interpretación de la realidad, acorde con la rápida disminución de la confianza en las principales instituciones sociales, incluidas las estructuras gubernamentales y los medios de comunicación tradicionales (Drezner, 2016).

¿Qué ha coadyuvado a que se genere o al menos se expanda el fenómeno de la posverdad? Sin lugar a duda, la emergencia de las redes sociales, que presentan un crecimiento vertiginoso y que ya son o tienden a ser la principal fuente de información noticiosa en las sociedades avanzadas (Gottfried y Shearer, 2016); cambios en las lógicas de relación de los medios tradicionales con sus públicos (Sequera, 2013), y la permanente presencia de noticias tanto en esos medios tradicionales como en los alternativos. Pero también se debe a un cambio en los parámetros de la comunicación política, dada la creciente gestión de las campañas y de los debates por equipos profesionales expertos en técnicas de persuasión (Crouch, 2004), que se acentuó en el último lustro y que se alimenta de un ambiente de polarización y de la pérdida de confianza de los ciudadanos por la adopción de creencias falsas, contrarias a la evidencia disponible.

Las redes socio-digitales añaden una dimensión adicional a la emergencia de una cultura de la posverdad, ya que ellas mismas o sus parcelas pueden convertirse en cámaras de eco, acentuadas por una burbuja de filtro a lo que se expone cada usuario, permitiendo la existencia de un ecosistema mediático paralelo al tradicional que termina repitiendo afirmaciones pos-fácticas sin refutación. Un distintivo en la posverdad que fortalece esta situación es la presencia en las propias redes socio-digitales de programas informáticos llamados bots, destinados a realizar funciones de colocación de contenidos en línea, mediante la constitución de múltiples cuentas falsas que aumentan artificialmente los seguidores reales y a través de las que se envían repetidamente mensajes a cuentas reales, diseminando de manera amplia desinformación direccionada para ciertos fines (Bessi y Ferrara, 2016). Con esto, mas la presencia y resonancia de chismes y rumores esparcidos mayormente por youtubers ávidos de popularidad y propensos a alimentar el escándalo, los activistas de una opción política dada continúan repitiendo sus puntos en una discusión, incluso si medios serios o expertos demuestran que son falsos o carentes de todo sustento.

Diversos estudios demuestran que los contenidos en las redes sociales tienden a ser seleccionados mediante sesgos de confirmación, lo que deriva en la generación de comunidades homogéneas, conocidas en la literatura como “tribus”, que tienden a aislarse, retroalimentarse y que muestran ideas polarizadas con otros conglomerados, a los que ignoran, cayendo muchas veces en creencias irracionales e incluso en teorías conspirativas (Pérez, 2009) que, al intentar ser desmontadas desde fuera, solo se ven reforzadas entre sus partidarios. Ello dificulta la difusión de información veraz y hace que sea difícil, si no imposible, detener la expansión de contenidos falaces (Quattrociocchi, 2016).

Las redes conforman así nodos de usuarios afines donde los nuevos vértices se tienden a relacionar con aquellos que ya son populares, donde la red en su conjunto es “libre de escala” (Barabási y Bonabeau, 2003) y se divide en diversos continentes identificables y separados. Como consecuencia de ello, los usuarios no solo carecen de una conexión directa a todas las páginas, sino que, además, su división se ve reforzada por patrones selectivos de navegación y un filtrado impuesto a las noticias que se exhiben a cada usuario en las propias redes, lo que hace que tienda a predominar un único punto de vista político en el seno de cada núcleo específico. En estos apartados informativos, creados como parcelas de usuarios de redes socio-digitales, las refutaciones a rumores infundados no encuentran cabida, por lo que campañas negativas basadas en técnicas de posverdad pueden ignorar los controles de veracidad o desestimarlos, acusándolos de estar motivados por prejuicios y fortaleciendo teorías de conspiración. Las redes sociales si bien ofrecen una extraordinaria libertad informativa, alimentan también la difusión descontrolada de contenidos conspirativos, afirmaciones pseudocientíficas y francas mentiras.

Debe señalarse que el impacto de campañas de desinformación no es homogéneo en toda la población. Un estudio en adultos estadounidenses descubrió que aquellos con las ideas más consistentes hacia un extremo cualquiera, sea de izquierda o de derecha, tienen flujos de información homogéneos y escasamente variados, pero encontrados los unos con los otros y distintos de los de quienes tienen puntos de vista políticos más moderados (Mitchell et al., 2014). Asimismo, un análisis del alcance del fenómeno de diferenciaciones ideológicas en el ecosistema mediático estadounidense demostró que los medios de izquierda están más estrechamente alineados con los medios centristas, y las fuentes de medios de derecha son más sesgadas e insulares, lo que se denomina “polarización asimétrica” (Benkler et al., 2018).

En el sustrato para las noticias falsas se encuentran sin duda los sesgos cognitivos de los individuos, entendiendo por tales los efectos psicológicos que producen una desviación en el procesamiento mental lo cual lleva a una irracionalidad al interpretar la información disponible y afecta las interacciones sociales cotidianas al estar presentes en la toma de decisiones (Kahneman y Tversky, 1972). Estos sesgos cognitivos surgen como necesidad evolutiva de los humanos, dado el requerimiento de emisión inmediata de juicios para asumir una posición rápida ante ciertos estímulos, problemas o situaciones, por lo que el cerebro filtra la información disponible de forma selectiva debido a la incapacidad para procesar toda la recibida (Simon, 1955), lo que permite adoptar decisiones rápidas y tal vez eficaces, aunque eventualmente erróneas (Kahneman et al., 1982), respaldada en experiencias previas, sociales, y sobre todo en motivaciones emocionales.

Entre los muy diversos sesgos cognitivos que han sido estudiados se encuentra la inclinación a considerar los eventos pasados como predecibles, la tendencia a interpretar la información con miras a confirmar prejuicios, a alterar la recordación de eventos, entre otros. Se trata entonces, básicamente, de estrategias psicológicas que permiten manejar las incongruencias que emergen para reforzar creencias y convicciones (Schaarschmidt, 2017). Es así como los sesgos cognitivos empatan con las técnicas discursivas para la desinformación, como un tornillo con su rosca. Es más, a medida que se incrementa la propensión a una polarización en asuntos políticos, los objetivos del debate se trasladan de la argumentación y entendimiento al mero interés por ganar, y los individuos tienden a cambiar sus maneras de entender y valorar las cuestiones, dados los estilos discursivos propios de los debates que se llevan a cabo a través de las redes socio-digitales (Fisher et al., 2017).

A ello se suma el hecho comprobado de que las noticias falsas se comparten más y más rápido que la información veraz. Se postula que las palabras contenidas en las noticias falsas infunden miedo, aversión y sorpresa, mientras que las fidedignas son más propensas a despertar sentimientos como tristeza, alegría y confianza. Tales características, aunadas a su novedad, hace a las noticias falsas más atractivas (Vosoughi et al., 2018).

La preocupación por la influencia de las noticias falsas en momentos políticos que son clave para la vida democrática, particularmente los procesos electorales, ha llevado a diversas naciones a impulsar legislaciones para inhibir o controlar la difusión de información falsa en las redes sociales. Esto ha abierto un debate entre posturas proclives a implementar controles y mecanismos de supervisión estrictos, considerando los riesgos que los contenidos falsos implican para las democracias liberales, y quienes consideran, precisamente desde un enfoque liberal, que estos controles representan una forma de censura, lo que limitaría indebidamente los derechos a la libre expresión.

Aunque pudiera parecer paradójico, más que a las democracias, donde el aprecio por las libertades restringe la censura, propensiones autoritarias presentes en ciertos regímenes iliberales los han llevado a adoptar mecanismos punitivos para el control de la difusión de noticias falsas. Es el caso relativamente reciente del gobierno ruso, donde se promulgó una ley que permite que los jueces determinen la información en medios digitales que constituya “noticias falsas socialmente significativas y difundidas como informaciones verdaderas” y que generen “una amenaza a la seguridad” de las personas o del Estado, pudiendo no solo ser multadas, sino permitiendo que un organismo supervisor bloquee redes acusadas de tales prácticas (France-Presse, 2019).

Una solución al dilema entre censura y libertinaje en las redes socio-digitales es atender a una vía de autorregulación de la ciudadanía, donde no se asuma una lógica de “dejar hacer, dejar pasar”, pero tampoco se menoscaben las libertades a nombre del liberalismo. Esta ruta intermedia supone el desarrollo de acciones para que los electores, como público expuesto a las noticias, cuenten con elementos para poder estar atentas, discernir y discriminar la información según su apego a la veracidad.

Así, se concibe la idea de tener un votante informado, entendido como aquel capaz de “conocer los temas y las posiciones de los candidatos al momento de votar” y de “tomar decisiones sin la influencia de factores externos destinados a persuadir a quienes no pueden comprender la plataforma o las ideas de un candidato” (The Democracy Commitment, 2019). Esta visión es acorde con la perspectiva de la elección racional (Downs, 1957). En concreto, esta visión parte del supuesto de que el votante puede identificar, en un ambiente de información completa, cuál es el partido que se encuentra a una menor distancia de sus preferencias y demandas de bienes colectivos (Fernández de Mantilla, 2008), por lo que la disposición de información lo más completa y fidedigna posible posibilita que se cuente con soportes para una toma de decisión más apegada a la racionalidad y menos sujeta a los impactos de una propaganda orientada a afectar sus emociones.

Modelo de votante informado

El modelo de votante informado, en su definición más genérica, asume que el ciudadano requiere contar con información mínima para entender la naturaleza de la decisión que habrá de tomar, el entorno específico en que la tomará y sus potenciales consecuencias. La información es posicionada nuevamente en el centro del proceso de decisión, pues, por lo general, el elector se enfrenta a decisiones bajo condiciones deficientes de información e incluso bajo la influencia de desinformación cuya intención es influir y condicionar su decisión mediante la exposición a contenidos con efectos sensibles probados.

Por eso, un ciudadano requerirá disponer de la mayor cantidad de información relevante, pero con el menor costo en tiempo y esfuerzo, para dotarse de los elementos que le permitan discriminar entre las opciones electorales que se le presentan, sabiendo que a pesar de todo es inevitable que en el actual contexto el voto no se pueda definir completamente por una cuestión de razonamiento previo, sino que también por el trabajo de redes que realicen los contendientes (Montecinos, 2007). Y que en ello no deja de jugar un papel importante la capacidad que estos tengan de responder de manera atinada, desde la perspectiva de los ciudadanos, a la creciente demanda de gratificación inmediata, con mínimas consecuencias, propia de la naturaleza de las sociedades contemporáneas (Bauman, 2003).

La información política que obtienen los ciudadanos es un resultado no intencional de la actividad de los medios. La hipótesis de la ignorancia racional postula que, dado que la probabilidad de que un votante sea decisivo en una elección con un elevado número de votantes es muy reducida y que adquirir e incluso entender la información es costoso en cuanto al esfuerzo que demanda, los votantes preferirán permanecer desinformados en asuntos políticos, salvo que adquieran la información por razones diferentes de las elecciones, como por sus actividades profesionales. Acorde con esta hipótesis, los electores se acercan a los medios no por el valor político de la información en sí, sino por su valor para tomar decisiones privadas (Strömberg, 2004) o, en todo caso, para confirmar prejuicios (Mullainathan y Shleifer, 2005). En esta última perspectiva, la heterogeneidad de puntos de vista de los propios ciudadanos repercutirá en una pléyade de maneras de presentar las noticias por los medios, lo que puede permitir a un ciudadano con acceso a una diversidad de medios adquirir una perspectiva no sesgada.

Teniendo lo anterior como posible trasfondo, algunos de los esfuerzos para orientar al elector en su decisión han sido hechos desde las propias redes sociales (Nava, 2017), aunque también a través de medios tradicionales y, en algunos casos, los gobiernos y autoridades electorales han contribuido a estos esfuerzos. Las guías publicadas para la detección de noticias falsas puestas a disposición de los electores suelen incluir recomendaciones para no dejarse engañar y conducir por los titulares de las notas, investigar las fuentes, revisar la calidad del mensaje, atender a las fechas de las noticias, verificar los hechos y alimentarse con información relacionada proveniente de otras fuentes confiables y conocidas. A pesar de ello, los usuarios de redes sociales que comparten noticias no suelen seguir estas recomendaciones y, por ejemplo, tienden a tomar más en cuenta el emisor de la entrada que a la fuente original de la noticia (Stertt et al., 2018).

Las redes socio-digitales han tomado medidas para impedir que sitios detectados como responsables de diseminar noticias falsas utilicen sus plataformas (Fernández García, 2017). Además, varios medios tradicionales y redes socio-digitales desarrollan estrategias para la verificación de sus noticias como ejercicios regulares de investigación, creando equipos especializados encargados de confirmar y comprobar hechos y datos que usan, para detectar errores, imprecisiones y mentiras (Morán, 2012). Algunos científicos han optado asimismo por buscar un mayor y mejor entendimiento de los mecanismos de desinformación organizada, para construir maneras de corregirlos y reformarlos, permitiendo el desarrollo de herramientas para la prevención y detección de noticias falsas (Del Vicario et al., 2018). Pero estas son apenas algunas opciones incipientes y en este campo urgen respuestas inmediatas, para el presente.

Dotar de información fidedigna y lo más completa posible al elector suele ser una función de las autoridades administrativas electorales, pues estas son las únicas que cuentan con la información necesaria y de ellas depende su dispersión al público. Mucha de la información requerida por el ciudadano es muy específica, relacionada con aspectos tales como la ubicación de las mesas de votación o la identificación de los contendientes. Y para ello, es importante elegir el momento adecuado para su diseminación, con miras a lograr que su utilidad sea mayor.

Desde luego, para el éxito en esta empresa es idóneo contar con espacios electrónicos e impresos, articulados en mecanismos de difusión eficientes, y con una sólida infraestructura de comunicaciones que permitan preparar mensajes en un corto tiempo y transmitirlos en el momento indicado y de manera redundante, aunque su alcance finalmente dependerá de la propensión del público a exponerse a esta información.

Discusión y conclusiones

La innovación de las tecnologías de la información y las comunicaciones y el incremento de la transferencia de datos modificó en muchos sentidos la forma en que desarrollaron las actividades tanto productivas como de consumo y recreativas, facilitando una comunicación ubicua que ha dado lugar a algo que se denomina, desde hace medio siglo, la sociedad del conocimiento (Drucker, 1969). No resulta fortuito que simultáneamente haya nacido ese conjunto descentralizado de redes de comunicación interconectadas que forman la autopista mundial de la información. La Internet se ha convertido así rápidamente en un medio de comunicación social y política importante, que permite una diseminación de información sin enfrentar las restricciones económicas y de control de calidad que han sido tradicionales en las publicaciones, lo que desde luego tiene sus beneficios, pero también genera riesgos.

La definición de las sociedades como del conocimiento supone que en ellas no solo se crean y difunden datos, lo que sería propio de una sociedad de la información, sino que dicha información se convierte en y se emplea como recurso que permite apuntar hacia “transformaciones sociales, culturales y económicas en apoyo al desarrollo sustentable” (Cyranek, 2005). Estas sociedades del conocimiento tendrían como pilares, al menos idealmente, un acceso universal a la información en un ambiente de libertad de expresión y diversidad lingüística.

Pero la sociedad del conocimiento es todavía una propuesta, más que una realidad. Son varios los factores que obstaculizan su realización. Uno de ellos es la ampliamente documentada existencia de una brecha digital, término que denomina la distancia en el acceso, uso y apropiación de tecnologías tanto a nivel geográfico, como socioeconómico y de género, entre otros vectores de desigualdad social. Esta brecha digital se relaciona con la calidad de la infraestructura tecnológica, los dispositivos y conexiones existentes, el (des)conocimiento del uso de la herramienta, pero sobre todo con el capital cultural de las personas para transformar la información circulante en conocimiento relevante (Unión Internacional de Telecomunicaciones, 2004). Esto propicia una división entre quienes tienen acceso a la Internet y pueden hacer uso de sus recursos y aquellos que están excluidos de estos servicios.

Pero más allá de la brecha digital por el acceso mismo, pudiera estarse ante una creencia y fingimiento de un saber del que realmente carece una parte importante de la población, que puede disponer de un extenso bagaje informativo referible, pero es incapaz de dotarlo de sentido ni cuenta con posibilidades de selección, según la veracidad de sus fuentes. Dispone así de una simple colección de datos confusos y difusos que no generan realmente conocimiento (Greenfeld, 2014). Esto ha llevado a describir estos tiempos como la “era de la ignorancia” (Simic, 2012), en la que los jóvenes y la población en general cuentan cada vez con menos conocimiento real, aunque accedan y puedan manejar una enorme cantidad de datos.

Esta ignorancia creciente, si bien no es un producto directo de los nuevos medios digitales, sí tiene relación con ellos, en tanto intereses políticos y corporativos los emplean para diseminar desinformación a una escala inusitada, aprovechando la inadecuada educación de las personas y la carencia de prácticas orientadas a la verificación de lo que se difunde. Así, la falta de solidez durante la formación escolar se retroalimenta con estrategias oportunistas de medios y publicistas que favorecen la generación de espacios para que las noticias falsas fructifiquen y reemplacen a la información fehaciente.

En este proceso debiera tomarse en consideración que las nuevas tecnologías, sobre todo las redes socio-digitales, suponen la apertura de una doble vía de comunicación, en la que receptores tradicionalmente pasivos de información, se convierten en emisores y productores de contenidos (García, 2010), por lo que la formación de la opinión pública corre ahora en variados senderos más descentralizados y de doble sentido, que restringen los límites comunicativos (Aguirre, 2012), que al mismo tiempo no dejan de estar sujetos a múltiples fórmulas disfrazadas de manipulación, y permiten diseminar noticias falsas e incluso utilizar a los mismos nuevos generadores de contenidos en las redes, quienes se consideran voceros autónomos de su comunidad, como campanas de resonancia para reproducir y potenciar sus mensajes, orientados a satisfacer las agendas e intereses de grupos con poder.

La evidencia empírica disponible refleja que, por ahora, las redes sociales y la red mundial juegan un papel de ampliación de opciones informativas más que de canalización de rumores y noticias falsas que propicien un desapego a valores democráticos, llegando a un público privilegiado y selecto, con niveles de atención y formación superiores a la media, pero sin alcanzar las capacidades informativas que se logran a través de la lectura cotidiana de la prensa. Sin embargo, en la medida en que se generalice el uso de estos nuevos medios de trasmisión de información, el riesgo de que accedan segmentos más vulnerables a una propaganda fundada en noticias falsas se acrecentará. Habrá que estar preparados para prevenirlo.

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Recibido: 25 de Marzo de 2022; Aprobado: 28 de Junio de 2022

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