I. Introducción
El presente capítulo nace a raíz de la lectura -y posteriores conversaciones- del artículo escrito por el profesor Dámaso Javier Vicente Blanco titulado Protección de la cultura popular y entidades de gestión colectiva: ¿Apropiación de bienes comunes y enriquecimiento sin causa? En él, el autor muestra una clara evidencia de que la propiedad intelectual -siguiendo la marcada línea privatizadora y mercantil del libre comercio- se ha renovado en relación con la cultura popular, a la cual trata de dominar. Existe por tanto una necesidad de su adaptación que pasa por el reconocimiento de los bienes de la creatividad humana como bienes comunes.
En los últimos años estamos siendo testigos de un nuevo “proceso de cercamiento” (Perelmuter, 2011, p.60) de la conocida como cultura viva1. Éste es un movimiento a través del cual, aquello que por su naturaleza era un bien común y un fenómeno social -no privado- que quedaba fuera de la privatización y mercantilización se está ahora cosificando, se está transformando en mercancía a costa del interés común, lo que conlleva irremediablemente a una pérdida social (Vicente Blanco, 2015). Esto obedece a que el saber, el conocimiento y todas las expresiones que conforman el patrimonio cultural inmaterial, son útiles y provechosas, son inherentes a un sistema tradicional conformado a través del tiempo por agrupaciones tradicionales -entendiendo por tales a las indígenas- o locales, producto de su constante y prolongada relación recíproca con la compleja comunidad en que cohabitan (Gómez Madrigal, 2013).
Este proceso de cercamiento, al que también podemos denominar como “capitalismo cognitivo” (Blondeau et al., 2004, p. 66) es resultado directo de la expansión sin precedentes de las relaciones económicas y la búsqueda de obtención de lucro, pues la producción del conocimiento pasa a ser el principal desafío de la valorización del capital lo que ha llevado a una ampliación en el ámbito jurídico de la esfera de los bienes apropiables. Mediante un esfuerzo teórico y legislativo de adaptación, el sistema jurídico es reconfigurado para que esas “mercancías” se conviertan en bienes jurídicos susceptibles de regulación conforme al sistema de propiedad privada.
Este trabajo pretende reflexionar y poner el foco de atención en el proceso que está teniendo lugar al amparo de diversos mecanismos internacionales como la UNESCO o también la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual -de ahora en adelante OMPI- en relación a lo que catalogan como “conocimientos tradicionales y folclore”, su incorporación al armazón jurídico de la propiedad intelectual, y sobre los serios y graves resultados que conlleva esta práctica para la diversidad creativa de las comunidades y el futuro del patrimonio colectivo de los seres humanos (Moragas Romero, 2006).
II. Patrimonio cultural inmaterial y bienes comunes
Al referimos al concepto de Patrimonio Cultural Inmaterial se está aludiendo a manifestaciones específicas de la cultura que inspira a los grupos humanos un sentimiento de identidad y pertenencia. Si bien el término patrimonio proveniente del latín patri -padre- y monium -recibido-, es decir, “lo recibido por vía paterna”, es uno de los elementos fundamentales del derecho privado, y ha sido definido de formas diferentes por su marcado “carácter polisémico” (Prats, 1998), o sus dispares “usos sociales” (García Canclini, 1999; Andrade, 2014, p.1). En términos generales tiene un origen muy remoto, pues hay que retroceder hasta la época del derecho romano donde el concepto es usado para calificar los bienes que los padres heredaban a sus hijos, incluyendo los derechos y obligaciones sobre lo heredado2.
Con posterioridad, en pleno siglo XIX, la idea de patrimonio se extiende más allá de lo particular y familiar. Se atribuye a aquello que no sólo se hereda de generación en generación, sino que además da cuenta de una forma de vida y una cosmovisión resultado de la creación humana. Recibe así el nombre de patrimonio cultural en cuanto manifiesta la cultura de un grupo y conlleva un sentido de colectividad. Nos enmarcamos en plena época del romanticismo, el cual además está definido por el progreso de una burguesía necesitada de un régimen liberal, una ciencia y una doctrina que clame por la libertad y el avance tecnológico (Prats, 1998).
Siguiendo la línea argumentativa de que el patrimonio está ligado a la cultura -entendiendo por ésta una expresión social, no un fenómeno privado (Ciuro Caldani, 1993, Vicente Blanco, 2015, p. 4)-, García Canclini (1999) admite que el patrimonio cultural refleja la unión y participación social de quienes construyen conjuntamente -dentro de su ámbito geográfico y social- bienes, elementos materiales, expresiones, costumbres, ideas, como solución a exigencias determinadas de su vida, que se van reuniendo, almacenando, siguen un camino de modificación, originan valores e identidades representativas para cada pueblo y por lo general se desenvuelven dentro de un marco educativo no formal (Tobón Franco, 2006). Es en este contexto y conservando la esencia del compromiso comunitario en relación con lo recibido de los antepasados que se observan distintas clases de patrimonio cultural: veremos entonces que en cada sociedad existe un denominado patrimonio cultural material configurado por aquello que se puede ver, degustar y percibir. A modo de ejemplo se tiene la comida, los atuendos de ropa, las festividades, cantos y ceremonias. También en cada grupo humano se halla un patrimonio calificado como inmaterial, constituido por todos aquellos conocimientos -no patentes ni tangibles- ya sea su visión del mundo o su cosmovisión de la vida, su relación con la naturaleza, su sabiduría ancestral, sus costumbres, habilidades o sus diversas expresiones populares. De esta forma el patrimonio cultural no queda acotado a los vestigios materiales del pasado, sino que incluye también el conocido como patrimonio vivo o patrimonio inmaterial. Se trata de los conocimientos hallados en la memoria de las personas, los cuales nos conecta con lo remoto, no permanecen inmutables al tiempo, sino que están vivos y nos hacen sentir parte de una colectividad. En síntesis, el patrimonio cultural inmaterial se concreta en diversos tipos de manifestaciones que advierten la necesidad de métodos específicos de protección, ya que en el último cuarto de siglo lo inmaterial es una fuente de riqueza a dominar.
En cualquier caso, es el carácter colectivo del patrimonio cultural inmaterial lo que resulta esencial para este trabajo, estudiado no únicamente desde una perspectiva jurídica sino también antropológica. Esto se debe a que su inobservancia ha ocasionado que algún jurista subestime e incluso ponga en duda la naturaleza colectiva de las manifestaciones de esa cultura viva, alegando que ésta sólo puede pensarse como un fenómeno de “apropiación” colectiva de trabajos individuales, pues toda creación o expresión cultural presenta un autor particular (Rogel Vide, 2011; Vicente Blanco, 2015, pp. 5-6). Se actúa así debido a los antecedentes proporcionados por la cultura occidental que presenta una óptica ideológica burguesa totalizadora, individualista (Grossi, 1992), localizada en los códigos civiles del XIX, sin percepción alguna -que no negación- de que existen otras proyecciones y formas de producción cultural que no responden a los supuestos planteados por el individualismo burgués occidental. Esta visión es reforzada actualmente en la percepción neoliberal del libre comercio cuyo objetivo es la mercantilización de la capacidad creadora y de la cultura mediante un método de apropiación individual como es la propiedad intelectual, que a simple vista no cree posible la presencia de casos de derechos colectivos -de ahí su condición totalizadora (Vicente Blanco, 2015).
Como ha indicado el profesor Dámaso Fco. Javier Vicente Blanco siguiendo a Karl Polanyi (2015), la propiedad intelectual no deja de ser una creación artificiosa del procedimiento jurídico, creación de una propiedad sobre “mercancías ficticias”; únicamente una óptica antropológica es competente para establecer el nexo preciso, necesario entre el hecho jurídico y las circunstancias sociales (Miguez Nuñez, 2014). En efecto, frente al sistema individualista fijado por el poder legislativo en los códigos civiles, la antropología jurídica propone el proceso opuesto, es decir, el de construir las clases de tenencia y apropiación de forma natural, desde abajo, o sea, desde los vínculos sociales, para desde allí examinar las respuestas jurídicas. Esto conlleva a profundizar en el análisis de la sociedad por medio de sus actores y no conforme a normas jurídicas prefijadas, admitiendo por ende la inclusión de un pluralismo a priori en la conexión hombre-patrimonio. Todo lo anterior es de utilidad para ilustrar que la realidad es mucho más extensa que la norma jurídica positiva, y por tanto no es prudente admitir un único concepto para recoger todas las relaciones de las personas (Miguez Nuñez, 2014).
El carácter colectivo de este patrimonio vivo al que nos estamos refiriendo se evidencia tanto en las culturas denominadas como “salvajes de fuera”. Estas son aquellas culturas de las sociedades en América, Asía, África u Oceanía, que Occidente debía civilizar como en la cultura de los conocidos como “salvajes de adentro” (Díaz de Viana, 1988; Vicente Blanco, 2015, p. 6), donde las formas, los métodos y los recursos de creación cultural han sido básicamente de índole colectiva. De tal forma que no es esencial la existencia exclusiva de un autor individual, sino que la condición de autor podría ostentarla una colectividad, reflejando de alguna manera la personalidad comunal -identidad- de cada grupo humano3.
La cuestión primordial que interesa a este artículo es que las manifestaciones culturales de que se compone el patrimonio vivo -ergo el mismo también-, constituyen “bienes comunes” o commons (Ostrom, 1990; Moustakas, 1989). Estos son objeto de apropiación y trato comercial al ser confundidos como bienes de dominio público, al poder ser usados libremente por cualquier y con cualquier fin, y reutilizables en trabajos privados. Así, estos bienes reclaman un trato y una defensa única y especial para que su acceso y uso no se impida ni quede vetado pero que tampoco tengan como fin su registro y apropiación como si de producciones ex novo se tratasen (Torsen y Anderson, 2010; Vicente Blanco, 2015, p. 12).
De esta manera debemos preguntarnos, ¿qué entendemos por bienes comunes? La idea de este concepto es amplia, genérica y dispar4. Una primera aproximación al término nos remite a calificar como tales a aquello originado, elaborado, legado o transmitido en un estado de comunidad -queda vinculado esencialmente a la identidad del grupo. Se trata de conocimientos, expresiones que comparte un pueblo; conciernen y dan respuesta a los intereses de cada miembro del grupo colectivo, pues influyen y repercuten en beneficio o quebranto de cada integrante por su simple condición de ciudadano. Los bienes se valoran entonces por su uso y no están dominados exclusivamente por la lógica del intercambio ni para propósitos comerciales (Vercelli y Thomas, 2008; Puello-Socarrás, 2015, p. 36).
Profundizando un poco más en el concepto podemos añadir que los bienes comunes son aquellos que corresponden al patrimonio colectivo y su gestión justificada en principios de racionalidad individual conlleva una privatización. Implica entonces una carencia social para el interés colectivo5, pues son bienes compartidos en los que cada integrante tiene un interés igual, y si se quitan la comunidad queda destruida. Se distinguen tanto de los bienes de naturaleza pública -titularidad pública- como de los bienes privados -apropiables-, al tiempo que también se diferencian de los recursos de dominio público -dispuesto para un uso particular y mercantil.6 Estos bienes, considerados como “derechos de última generación” (Mattei, 2011; Santos, 2005, p. 109; Vicente Blanco, 2015, p. 12) han sido reconocidos, determinados y analizados por la politóloga de origen estadounidense Elinor Ostrom -aunque aún se encuentran en debate por su admisión jurídica-, y vendrían definidos por un uso cumulativo donde el grupo social puede ser limitado, reducido o por el contrario global, universal, y donde existe la garantía de que nadie se aproveche de ellos a título oneroso. En síntesis, estos bienes precisan de la colectividad, conciben la comunidad y hacen posible que haya comunidad (Perelmuter, 2011).
III. La propiedad intelectual en la protección de la cultura inmaterial
Como hemos manifestado a lo largo del trabajo, el planteamiento de la materia del patrimonio cultural inmaterial queda estructurado por determinadas ideas, valores e intereses que dan identidad a un grupo social. Quedan sin embargo subsumidos bajo el parámetro individualista y privatizador establecido por la cultura jurídica occidental de los códigos civiles decimonónicos. Pero estos únicamente contemplaban la posibilidad de que las obras tengan un sólo autor material, idea reforzada en la actualidad bajo la mirada del neoliberalismo comercial a través del discurso jurídico de la propiedad intelectual (Andrade Vinueza, 2014), lo cual es una alternativa política entre las muchas posibles, pero no un resultado natural de su ejercicio (Brewis y Gericke, 2003).
De forma que se está obviando una realidad mucho más amplia que lo recogido en los estatutos legales, los cuales ofrecen una visión simplista y totalizadora del mundo, limitando los movimientos a lo que la visión monista de la propiedad ofrece. La complejidad y la dificultad de las expresiones culturales no están predispuestas a ser apresadas por herramientas y procedimientos que poseen un objetivo definido -ganancias y beneficios económicos. Estos objetivos resultan incapaces de concebir y entender la complejidad de la cultura, los vínculos y nexos sociales, y únicamente se logrará incorporar cuando se realice una aproximación desde la óptica antropológica que rompa con esa perspectiva limitada de la ley, ya que puede ofrecer un estudio de los fenómenos y expresiones de la cultura popular desde la tolerancia y comprensión por la idiosincrasia de la cultura que los engendra (Vicente Blanco, 1995).
La propiedad intelectual ha sido definida por la ciencia jurídica como los derechos temporales de posesión y dominio sobre las creaciones de la mente humana, que se pueden comprar, vender y de las cuales se puede obtener un beneficio económico durante un limitado número de años en que dura la protección de explotación a favor del titular de esos derechos, hasta pasar a formar parte de lo que denomina la ley como dominio público7. Algunos autores como Lander o Shiva interpretan la propiedad intelectual como la universalización del derecho mercantil occidental, “anulando otras formas de construcción y acceso al conocimiento” (Peremulter, 2011, p. 61). Al dominio público también se le conoce erróneamente como “patrimonio común”, al ser considerado como aquel estado jurídico basado en el libre acceso y uso de las obras creadas por el intelecto humano, sean expresiones, conocimientos o manifestaciones sometido al derecho de autor, sin que nadie pueda afirmar tener derechos intelectuales sobre las mismas (Vaccaro Schmitz, 2009; Vicente Blanco, 2015, p. 12). Y ahí es precisamente donde radica el problema que este trabajo pretende plasmar y analizar, en la incorrecta simbiosis que se ocasiona entre el patrimonio cultural vivo -verdadero patrimonio colectivo de las comunidades locales y tradicionales-, y el dominio público.
Para las entidades que hoy en día abogan por dicha doctrina, el patrimonio cultural es una mercancía, un producto cosificado y con valor económico, con el que además se puede obtener un rendimiento y sobre el que a priori hay que practicar derechos de propiedad -intelectual. De esta forma, se construye el escenario legal que otorga protección a los bienes de carácter creativo para ubicarlos en el mercado a fin de ser mercantilizados y rentables (Perelmuter, 2011). Por tanto, los diversos instrumentos jurídicos que han abordado en el Derecho internacional la protección de la propiedad intelectual, véase por ejemplo el Convenio de Berna de 1886, la Convención Universal de Ginebra de 1952 sobre los derechos de autor, o el Acuerdo de la OMC de 1994 sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio, el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio -ADPIC o TRIPS en inglés-, los convenios de la OMPI, etc.; todos ellos muestran una idea de la cultura supeditada a la ideología occidental dominante, a través de las propias herramientas que emplean para estudiar la realidad social y que prejuzgan su visión (Vicente Blanco, 2015).
Con todo, la OMPI ha tratado de proporcionar una solución al desafío de la cultura inmaterial y sus diversas manifestaciones como la cultura popular -según la denomina el profesor Luis Díaz de Viana-, los conocimientos o tradiciones. Lo ha hecho mediante las distintas tareas y labores que tienen lugar en el seno del Comité Intergubernamental sobre propiedad intelectual y recursos genéticos, conocimientos tradicionales y folclore -CIG. Este fue creado con la finalidad de elaborar un Proyecto de disposiciones para su protección8, donde a pesar de todos los esfuerzos invertidos aún continúa debatiéndose debido a la diferencia de criterios a la hora de analizar la materia. Únicamente se ha logrado elaborar un conjunto de borradores, pues a pesar de que, en las propuestas planteadas en los trabajos previos de este comité, celebrados durante el año 2003, nos ofrecen un panorama distinto, muestran una protección esencialmente basada en la propiedad de las expresiones de la creatividad humana, tomando en consideración la posibilidad de que alguna de ellas forme parte de la esfera del dominio público, pudiendo caer en las redes de la reutilización comercial como res nullius9.
La UNESCO por su parte ha avanzado en la atención hacia el patrimonio cultural inmaterial reconociéndole como estado propio y autónomo mediante la denominada Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial del año 2003. En ella, su artículo 2º, apartado primero fija de forma global qué se entiende a efectos de la convención por patrimonio cultural inmaterial, para en su apartado segundo incluir de forma deductiva las categorías y formas en que se manifiesta este patrimonio. La finalidad de este convenio es la salvaguarda del patrimonio inmaterial tal y como se recoge a lo largo de todo el convenio, pero, ¿qué se entiende por salvaguarda? Por esta puede entenderse la protección del patrimonio a través de estrategias que posibiliten que las diversas manifestaciones del patrimonio permanezcan vivas y se puedan recrear a sí mismas. Entonces ¿por qué no hablar de conservación? Porque para este último término, su objetivo es conservar de manera estática, inmóvil los bienes y expresiones (Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, p. 13). A pesar de las buenas intenciones por parte de la convención, no se puede negar que la protección de las manifestaciones se realiza de forma frágil al utilizar procedimientos globales como el simple reconocimiento y el tratar de darle el valor y reconocimiento público que se estimaba se había perdido. Esto en consecuencia pueda traducirse en un peligro de comercialización o de cosificación política para emplearse como publicidad de las autoridades nacionales. El conocimiento, las expresiones y manifestaciones del patrimonio inmaterial por su carácter global, su raíz común, su vínculo intrínseco con la identidad del grupo y su transmisión y protección orales, deben ser analizados y estudiados como bienes comunes, y no deben por tanto quedar subsumidos en derechos exclusivos y comerciales, pues el aspirar a su dominio tiene efectos para la producción, creación y libre circulación de la información. A este dilema no ofrece soluciones la convención de 2003 (Vicente Blanco, 2015), antes al contrario, como se ha recogido anteriormente, lo más polémico que alberga la convención de 2003 es la admisión de derechos adquiridos, “especialmente los previstos en las convenciones relativas a la propiedad intelectual o al empleo de recursos biológicos o ecológicos”, reconociendo por tanto su privatización ya practicada. Inclusive la Convención del 2005 de la UNESCO sobre diversidad cultural, sigue la estela del convenio de 2003 en el sentido de encaminarse a proteger la riqueza inmaterial, pero desde una óptica de la defensa de la propiedad intelectual, tal y como se recoge en los considerandos de la convención (Vicente Blanco, 2015)10.
El autor James Boyle califica esta técnica de apropiación de los bienes comunes intelectuales intangibles por la propiedad intelectual como “el segundo movimiento de cercamiento” pues “los derechos de propiedad intelectual deben ser la excepción y no la regla”11. Lo que nos lleva a concluir que las convenciones precisan de algunos cambios que faculte el empleo de técnicas y métodos más firmes de salvaguarda, al tiempo que es necesario una legislación internacional que trate al patrimonio cultural inmaterial como bienes comunes sin correr el riesgo de hacerle perder sus cualidades propias, con una gestión eficaz.
III.1. ¿Una legislación sui generis?
A pesar de los diversos mecanismos internacionales que están siendo confeccionados en aras de proteger las distintas manifestaciones que conforman el patrimonio vivo de las comunidades locales y tradicionales y se están realizando con la implicación e intervención de éstas, han partido también de variables ofrecidas por el régimen de propiedad intelectual, tratándose por tanto de una fusión de valores particulares y privados para manejar y defender intereses colectivos12.
Ante esta situación, una cuestión interesante a plantear podría ser: ¿cómo poder emplear un sistema cimentado en el apoyo a una protección individual, privada, para normativizar el saber tradicional, sin cercarlo y sin obstaculizar -directa o indirectamente- el orden y política social de las colectividades que disfrutan de estos conocimientos? Puesto que el empleo de las normas de propiedad intelectual a los bienes de carácter creativo afecta a uno de los pilares base de gestación de estos conocimientos, cual es el intercambio, que faculta que el saber se enriquezca y contribuya al progreso de la diversidad. Sin embargo, el asunto de la regulación jurídica de la cultura popular es complicado. Por un lado, emplear procedimientos legales que son propios de los sistemas jurídicos occidentales significa implantar de forma parcial clases, estados y principios que son ajenos a las formas de organización propios de los grupos sociales. Por otro lado, refutar la adopción de tales mecanismos y sistemas legales puede suponer una completa liberalización de la conocida como biopiratería (Caldas, 2004)13.
Las soluciones sugeridas pasan entonces por instaurar un régimen jurídico internacional sui géneris de protección del patrimonio vivo. Sin embargo, y debido a que el sistema sui géneris ha terminado vinculado a los modelos de normativización fijados por los acuerdos del TRIPS, se podría proponer mejor un régimen a nivel internacional que protegiera los derechos colectivos de la creatividad humana, como un sistema alternativo del sui géneris y del de propiedad intelectual, que regule el acceso al patrimonio colectivo y reconozca las manifestaciones cumulativas del patrimonio inmaterial de las comunidades como bienes comunes y colectivos, no de manera excluyente ni centralizada, pues debe admitir el intercambio y fomentar y favorecer la diversidad cultural y la riqueza humana (Caldas, 2004). Los derechos colectivos no pueden ser concebidos como una mera suma de derechos subjetivos individuales, pues son derechos integrantes a una comunidad de individuos -como indica el autor Souza (1998):
[…] cuya titularidad es difusa porque no pertenece a nadie en especial, pero cada uno puede promover su defensa que beneficia siempre a todos. (. . .) La lengua, el arte, los saberes y la religión son el ropaje con que un pueblo se diferencia de los otros. Estos derechos también tienen la doble perspectiva de ser un derecho de todos (…), a que la cultura sea preservada, y el derecho de cada miembro del grupo de manifestarla individualmente (p.184).
El motivo esencial de la disparidad entre los derechos colectivos de la creatividad humana y los derechos de propiedad intelectual radica en el objeto de la reglamentación: porque la idea jurídica de la propiedad intelectual fue pensada en el marco de los derechos individuales y es contrario a los derechos colectivos, e igualmente ambos derechos se organizan en torno a pensamientos de cambio y de mejora totalmente diferentes14. Algunas consideraciones en las que debe poner especial énfasis y atención la nueva normativa debería ser: 1º) las manifestaciones del patrimonio vivo son diferentes al conocimiento técnico-científico moderno y por tanto no pueden tener igual tratamiento; 2º) los bienes de carácter creativo son un bien colectivo -bienes comunes-, es decir, no son y nunca fueron pensados como propiedad de alguien, pertenecen proporcionalmente a cada miembro de la comunidad -inalienabilidad- y sólo pueden protegerse a través de un derecho colectivo y mediante un régimen jurídico diferente de la propiedad intelectual para preservar la sociodiversidad; 3º) posee una dimensión social, cultural, por tanto no puede restringirse únicamente a una cuestión de reparto de las ganancias que ocasione (Santos y Coimbra, s/f); 4º) igualmente, lo ideal sería que la nueva normativa tomase en consideración y respetase los acuerdos y arreglos institucionales a los que lleguen los propios usuarios de esos bienes comunes, gestores de esos bienes de carácter creativo, evitando así que los estados puedan apropiarse de esos bienes.
IV. Conclusiones
Nos encontramos en una época en donde lo intangible, lo inmaterial, es una materia que hay que dominar. Una época donde los partidarios del sistema económico actual del neoliberalismo de libre comercio afirman que lo privado es bueno, que los mercados son la única forma de fomentar el desarrollo, los cuales se amparan a su vez en el derecho de propiedad, incluida la propiedad intelectual. Autores como Jonh Moustakas argumentan que aún a pesar de encontrarse mecanismos legales designados para proteger los bienes de carácter creativo, los cuales en palabras de este autor se encuentran “sustancialmente atados a la identidad del grupo”, su destrucción y apropiación indebida continúan en auge y estiman que la noción de propiedad en materia del patrimonio vivo está totalmente obsoleta, basada esencialmente en los trabajos realizados en el seno de organizaciones internacionales como la OMPI o la UNESCO. Se necesita por tanto de la ciencia antropológica para abordar la realidad de las manifestaciones del patrimonio cultura (Ochoa Jiménez, 2010).
Lo que se defiende desde este artículo es una revisión de los principales convenios internacionales para dar una protección más firme a esta materia, al tiempo que se muestra la necesidad de establecer un convenio internacional que tenga en consideración como un sistema diferente del sui géneris y del de propiedad intelectual, que regule el acceso al patrimonio colectivo y reconozca las manifestaciones cumulativas del patrimonio inmaterial de las comunidades como bienes comunes y colectivos, no de manera excluyente ni centralizada, pues debe admitir el intercambio y fomentar y favorecer la diversidad cultural y la riqueza humana, y, lo ideal sería que la nueva normativa tomase en consideración y respetase los acuerdos y arreglos institucionales a los que lleguen los propios usuarios de esos bienes comunes, gestores de esos bienes de carácter creativo, evitando así que los estados puedan apropiarse de esos bienes.