A IT, cuya brillante aportación al acompañamiento de mujeres afectadas por el VIH fue interrumpida prematuramente.
"¿Cómo no ser gobernado?" Este deseo, y el asombro que de él deriva, conforman el ímpetu central de la crítica.
Judith Butler (2010)
Dejé de ser una de tantas personas que acuden a atención médica para ser los ojos que captan la necesidad de otros, la boca que solicita a la persona indicada la información, y la presencia que ayude a no sentirse perdida a otra usuaria en su paso por los servicios. El ser acompañante par le da un sentido de utilidad a mi experiencia personal como portadora de VIH.
Clara1 describe así su experiencia en un servicio público de salud, en el cual funge como asesora par de otras mujeres que reciben su diagnóstico o acuden a consultas subsecuentes. Su papel consiste en acompañarlas para facilitar su ingreso y permanencia en el servicio y alentarlas a seguir el tratamiento antirretroviral, que es su derecho. "Si llegas a ser indetectable2 -afirma Mariel en el grupo de mujeres que ella misma coordina- tienes una vida completamente normal. Veme, ¿me veo enferma?, ¿me veo mal?", desafía enfundada en su vestido entallado, sus tacones altos y su rostro maquillado y sonriente. Clara, Mariel y otras dos compañeras suyas fueron invitadas a participar en la investigación-intervención que aquí se discute y que explora las posibilidades que la asesoría de pares brinda en dos servicios ambulatorios especializados en VIH.3
Fácilmente clasificables dentro de las poblaciones vulnerables al VIH por el sólo hecho de ser mujeres, su trabajo como asesoras pares genera una transformación que bien podría llamarse la producción de un sujeto de saber: el saber de la experiencia de ser una mujer y vivir con VIH. La legitimación de este sujeto no borra sus condiciones de vulnerabilidad, pero produce una agente de su propia vida -si bien restringida por esas mismas condiciones- a través de la transformación del diagnóstico en un instrumento de solidaridad y construcción colectiva.
La respuesta a la epidemia de mujeres en México carga con el discurso de la vulnerabilidad como sustento de las políticas gubernamentales de prevención y atención. En el presente artículo se discute la manera en que esta estrategia de gobierno funciona simultáneamente como justificación y con ducción, como razón de ser y camisa de fuerza de las acciones de organizaciones feministas y de mujeres que viven con VIH. Es nuestra intención favorecer una reflexión sobre las consecuencias de adherirse acríticamente a este paradigma de la vulnerabilidad, sin analizar el marco político que lo sostiene y los efectos que tiene en el llamado activismo y en la producción de conocimiento.
Para ello se comienza mostrando el modo en que la gobernanza neoliberal opera en la epidemia en mujeres a través del eje de la respetabilidad y la regulación moral de la sexualidad. A continuación hacemos una crítica al uso estratégico de la figura problemática de la víctima, especialmente en su contigüidad con el tropo violencia contra las mujeres, como fuente de su legitimidad. En seguida, analizamos los efectos de estos mecanismos, mostrando las diferencias entre organizaciones de mujeres que viven con el virus en contraste con grupos que trabajan con ellas. Y finalmente hacemos una reflexión sobre la posibilidad de que la vulnerabilidad sea comprendida no como el atributo individualizado de un sujeto impotente, sino como potencia de resistencia ante identidades asignadas desde el poder. Recurrimos a la asesoría de pares para mostrar los efectos subjetivos del reconocimiento de este saber de la experiencia.
Se lleva a cabo esta tarea a través del análisis de un dispositivo4 de investigación-intervención con y para mujeres afectadas por el VIH, en el que se ha echado a andar un programa de acompañamiento y asesoría de pares para la integración y retención de usuarias en dos servicios públicos especializados5 desde inicios de 2013. Tal dispositivo ha implicado el involucramiento de quien aquí escribe con "los objetos visibles, las enunciaciones formulables, las fuerzas en ejercicio y los sujetos en posición [que] son como vectores o tensores" (Deleuze, 1990, p. 155), en este caso en la respuesta a la epidemia del VIH en mujeres.
La puesta en marcha de este dispositivo ha exigido de nosotros un "trabajo en el terreno", que implica "levantar un mapa, cartografiar, recorrer tierras desconocidas" a través de:
- Diarios de campo de conversaciones informales e interacciones con usuarias, acompañantes pares, personal de salud y autoridades en ambos servicios.
- Relatorías, audios y transcripciones de sesiones de grupo coordinadas por acompañantes pares (23).
- Entrevistas individuales en profundidad a usuarias de ambos servicios (45).
- Relatorías, audios y transcripciones de reuniones de trabajo del equipo de investigación-intervención (22).
- Relatorías de reuniones de trabajo conjunto con organizaciones de la sociedad civil (12).
- Eventos y foros gubernamentales (presentación de la Agenda Política sobre Mujeres y VIH [2014 y 2015], reunión nacional para la discusión y estructuración del Programa Especial de VIH, sida y otras ITS [2013], preparación de la Guía de Salud Sexual y Reproductiva para Mujeres y VIH [2014 y 2015], etcétera).
Gobernanza neoliberal y VIH
"La gubernamentalidad neoliberal ha tomado una forma nueva", afirma Joao Biehl en su etnografía sobre la respuesta a la epidemia de VIH/sida en Brasil:
En lugar de buscar asuntos que requieren ser abordados, el nuevo Estado orientado al mercado reconoce selectivamente demandas de grupos de interés organizados que "representan" a la sociedad civil -dejando fuera necesidades públicas más amplias de sustento- en los ámbitos de la vivienda, seguridad económica y demás. Para "ser vistos" por el Estado, la gente debe unirse a estos grupos e involucrarse en el cabildeo y el diseño de leyes. (Biehl, 2007, p. 11, traducción mía)
Esta descripción bien puede aplicarse a las formas actuales de gobernanza6 en el campo del VIH/sida en México, en el cual un número importante de organizaciones de la sociedad civil (OSC) ha colaborado de manera decisiva con el gobierno en el diseño e implementación de políticas públicas. Debido a que vivimos una epidemia concentrada7 principalmente entre gays y otros hombres que tienen sexo con hombres (HSH), [8] la mayoría de los grupos activistas han estado integrados por hombres gay. No es casual, en tanto que la demanda histórica por el reconocimiento de la identidad y los derechos de las personas homosexuales y trans (Hernández, 2009) ha servido de fundamento para su acción política en la respuesta a la epidemia.
Distinto por completo ha sido el caso de las mujeres afectadas, en principio heterosexuales, para quienes la defensa de un campo identitario de placer y deseo no ha sido el resorte de la movilización. A diferencia de los grupos gay, las mujeres que viven con VIH9 en el país no se encontraban previamente organizadas en torno a la reivindicación de la desigualdad del género o de una identidad sexual; más bien su exposición a la infección ha sido el impulso fundamental. Aun así, su proceso organizativo no ha sido homogéneo. Por un lado, su participación en relación con el VIH inició al involucrarse en organizaciones formadas en su mayoría por hombres gay;10 aunque crecientemente la intención de visibilizar la especificidad de sus necesidades las llevó a fundar grupos independientes. Por otro lado, algunos grupos feministas -liderados generalmente por mujeres seronegativas, profesionistas y de clase media-, generalmente vinculados con temas de derechos sexuales y reproductivos, han recuperado el tema del VIH en su agenda política y han incluido a mujeres que viven con el virus más como beneficiarias de iniciativas que como socias o líderes de proyectos. Estos dos tipos de organizaciones han entablado relaciones distintas con el Estado: mientras que las últimas pueden ser consideradas como grupos feministas institucionalizados, las primeras con frecuencia carecen de la pericia y el lenguaje que las organizaciones no gubernamentales (ONG) profesionalizadas han manejado desde que la "perspectiva de género" se instaló como política pública en los años noventa. Como es de esperarse, cuestiones de representación suelen ser una fuente de tensión entre ellas.
OSC de mujeres y VIH: el paradigma de la vulnerabilidad
La afirmación de Biehl en el fragmento citado describe cabalmente la forma en que opera el modelo actual de gobernanza, el cual corresponde a la preponderancia del gobierno neoliberal en general y no se reduce al campo del VIH/sida. En México, la miseria masiva y la desigualdad -producto de las políticas de ajuste estructural en los años ochenta destinadas a la imposición de un modelo de desarrollo anclado en el mercado- (Álvarez, 2013), se han pretendido paliar con programas focalizados llamados de combate de la pobreza.11 En línea con esta tendencia, la reorganización del Estado ha buscado oscurecer el carácter estructural de la desigualdad a través de la individualización de la pobreza:
Ahora el Estado no es responsable de atacar la penuria en que se encuentran millones de personas en México [...]. Pero esta población debe ser gobernada, entonces la cuestión es cómo hace el gobierno para gobernar a los pobres, cuál es la forma en que ha estructurado su intervención para alcanzar el fin de convertir a esos sujetos incompletos, parciales, en individuos capaces de moverse en el mercado. (León Corona, 2011, p. 133)
Así, los programas focalizados y co-financiados, además de la llamada "participación social", se han convertido en la manera de gobernar a los pobres ante la contracción del gasto social. En tales programas, las organizaciones de mujeres han sido llamadas a tener un papel importante. Paradójicamente, ante la institucionalización de la llamada "perspectiva de género" -término en disputa permanente-, algunas organizaciones y/o mujeres feministas fueron llamadas "-en calidad de expertas en género- a la administración de proyectos dirigidos a las mujeres más 'vulnerables' por el neoliberalismo globalizado" (Álvarez, 2013).12
[En particular las llamadas] feministas de base popular incorporaron a la agenda feminista las necesidades prácticas de las mujeres, específicamente de las mujeres en situación de pobreza, esto es, demandas por recursos y medios para mejor realizar las tareas consideradas propias de las mujeres y asociadas al papel de esposa-madre-ama de casa [...] y terminaron por empatar con la visión gubernamental de la "situación de la mujer". (Riquer, 2005, p. 27)13
En este sentido, el procedimiento selectivo que -según Biehl- "el nuevo Estado orientado al mercado" sigue para el reconocimiento de "demandas de grupos de interés organizados que 'representan' a la sociedad civil", se expresa en la construcción de un gradiente de vulnerabilidad asociado a poblaciones definidas, lo cual se aplica por igual a jóvenes, personas discapacitadas, grupos indígenas o mujeres. En este contexto de gobernanza, "las poblaciones vulnerables son grupos de personas que como consecuencia de las condiciones del medio en el que viven, están en situación de mayor riesgo al daño" (Berbesi Fernández & Segura Cardona, 2014, p. 967).
Una organización gubernamental del sufrimiento funciona así como dispositivo de distribución de recursos e intervenciones. En concordancia con el principio de "Mayor Involucramiento de Personas Afectadas y Viviendo con VIH/sida" (MIPA), enunciado por el Programa de las Naciones Unidas contra el Sida (ONUSIDA), desde 2006 CENSIDA ha convocado a organizaciones de la sociedad civil y personas viviendo con VIH a participar en acciones preventivas a través de la asignación de fondos públicos, dirigidas a "poblaciones en desigualdad, aquellas que por diversas razones como género, origen étnico, condición socioeconómica o edad, entre otras, se enfrentan a situaciones de vulnerabilidad y desigualdad, lo que dificulta el desarrollo de conductas saludables" (CENSIDA, 2015). Bajo esta lógica, subrayar la vulnerabilidad de las mujeres al VIH se vuelve crucial: mientras que en 1985 había 11 hombres por cada mujer viviendo con el virus, para 2009 la razón había disminuido a cuatro a uno, de modo que una de cada cuatro personas que vive actualmente con VIH en México es mujer (aproximadamente 50 000). De ellas, más de 95% adquirió la infección por vía heterosexual (CENSIDA, 2009). No en balde, durante una reunión con funcionarios de salud reproductiva realizada en 2012, la directora de CENSIDA exclamó: "¿tenemos que esperar a que las mujeres sean la mitad de la población viviendo con VIH para iniciar estrategias de prevención combinada con ellas?" ¿Qué tipo de sujetos se producen entonces como "vulnerables", calificación que les permite recibir los beneficios de dichos programas?, ¿cuáles son los procesos que determinarían tal condición?
La competencia por la vulnerabilidad: mujeres unidas y distribución moral del riesgo
Es común que, de manera inexacta y reduccionista, el término vulnerabilidad se utilice como "un vocablo políticamente correcto que viene a reemplazar al de 'riesgo'" (Pecheny, 2013). Esta noción inicial, que en términos epidemiológicos define solamente una probabilidad de adquisición del virus, acabó refiriéndose a identidades sociales y/o sexuales, y llevó a la construcción del enfoque de grupos de riesgo -hombres homosexuales, mujeres y hombres trabajadores sexuales, mujeres trans y usuarios de drogas intravenosas-, el cual profundizó el efecto de estigma y discriminación entre aquellas personas más afectadas por la epidemia (Ayres, Paiva & França, 2012). Esta aproximación también favoreció el desconocimiento del riesgo entre, por ejemplo, mujeres unidas en contextos de epidemias concentradas, como ocurre en México.14 Posteriormente, la difusión de comportamientos de riesgo como categoría central del trabajo preventivo permitió dislocar la adjudicación de la infección a aquellos grupos, pero acabó por culpabilizar a los individuos del incumplimiento de conductas preventivas, desconociendo las condiciones sociales que las dificultan.
Conviene traer a colación la importancia de situar la vulnerabilidad dentro de un enfoque de derechos humanos, en tanto los grados en que los Estados reglamentan, protegen y garantizan tales derechos participan en la "inequidad de las posibilidades de enfermar" (Ayres, Paiva & França, 2012).
Diversos niveles de vulnerabilidad (Paiva, Ayres & Gruskin, 2010) se expresan de múltiples maneras entre la población de mujeres. Por ejemplo, tener relaciones sexuales penetrativas sin protección con una pareja masculina dentro de una "relación socialmente normativa" (Herrera, Kendall & Campero, 2014) -como el matrimonio o el concubinato-, se ha convertido en la situación de riesgo y la vía de transmisión más importante para las mujeres mexicanas. El hecho de que las mujeres:
Se infectan precisamente a través de las únicas personas con quienes se supone que deben tener relaciones sexuales, desafía las aproximaciones actuales a la prevención del VIH. En este contexto, la abstinencia es imposible, la monogamia unilateral no es efectiva, y el uso marital del condón se complica por el compromiso profundo y culturalmente sostenido de las mujeres a la ficción de fidelidad. (Hirsch et al., 2007, p. 986, mi traducción)
"Demasiado tarde me enteré de que el matrimonio no me protege del VIH", dice Enriqueta, una mujer de 43 años que nunca se consideró susceptible de infección y que afirma haber adquirido el virus a través de relaciones sexuales con su esposo.
Con frecuencia definida por las aproximaciones conductuales como "nula percepción de riesgo" por parte de las mujeres, hablamos en realidad de una dificultad estructural producida, entre otras desigualdades sociales como la dependencia económica, la división sexual del trabajo y el limitado acceso a servicios de salud, la representación dominante de la epidemia como un problema de "poblaciones clave",15 entre las cuales no se encontrarían las mujeres unidas. Miriam, dirigente de una organización de mujeres seropositivas y trabajadora social residente de una ciudad pequeña, recuerda el momento en que conoció su diagnóstico:
Yo ni siquiera sabía lo que era el VIH, sabía que existía y que causaba el sida, pero pensaba "a mí no me va a pasar", porque en los volantitos que nos daban decía que lo podías adquirir si tú tenías muchas parejas, pero no si tu pareja tenía muchas parejas. ¡Si no lo dicen con todas sus letras no podemos verlo! (Mi énfasis)
No obstante, ya desde 1994 la tasa de infección entre mujeres que no se consideraban a sí mismas en riesgo -principalmente unidas o casadas- era en México siete veces mayor que entre trabajadoras sexuales (Valdespino, García García & Palacios Martínez, 2009). Esta negación diferencial del riesgo corre sobre el eje de la regulación moral de la sexualidad y la respetabilidad de las mujeres, atravesada por el orden de género -en interacción con otras categorías de opresión como la clase y la raza/etnicidad-. La dicotomía imaginaria entre aquéllas moralmente aptas (casadas y supuestamente monógamas) y las moralmente reprobables (trabajadoras sexuales y mujeres que han tenido varias parejas sexuales), organiza la materialidad de los encuentros -y la posibilidad de prevención- a través de los avatares de la sexualidad conyugal. Paradojalmente, al producir sujetos "culpables" e "inocentes" de su propia infección, las esposas enfrentan mayor riesgo que aquellas mujeres cuyas prácticas sexuales no se ajustan a las instituciones matrimoniales.16 Como afirmó, durante una sesión de un grupo de mujeres afectadas por el VIH, uno de los coordinadores -autodefinido como gay-: "nosotros siquiera sabíamos que nos la buscábamos, pero ustedes ni la ven venir".
A pesar de la rigidez y el empecinamiento de tal régimen sexual, estos personajes no son, evidentemente, equivalentes a las biografías sexuales de las mujeres. Fabiola ríe:
Sí hubo de todo, hubo una etapa en mi vida en la que sí me aloqué un poquito, sí tuve varias parejas sexuales, obviamente no al mismo tiempo, sino que duraba unos tres meses y luego otros dos meses, pero en realidad eran relaciones sexuales sin protección. El único método era el anticonceptivo, nunca el condón.
Aun así, tal dicotomía ha favorecido una cierta división entre las organizaciones de mujeres en el campo del VIH: mientras que los grupos de trabajadoras sexuales y mujeres trans luchan por su independencia y se organizan en torno a su capacidad de acción, las esposas tienden a depender más de las ONG feministas, las cuales más bien subrayan su vulnerabilidad. Así, la respetabilidad funciona, en el caso de los procesos organizativos, más como un eje de división que como un catalizador.
Tanto en las investigaciones como en la política pública, es frecuente que se afirme que las mujeres son más vulnerables que los hombres al VIH/sida (Allen Leigh & Torres Pereda, 2009). Al llevar a cabo este tipo de generalizaciones, el término vulnerabilidad acaba funcionando más como un atributo de las personas que como una situación. Delor y Hubert (2000) abogan en cambio por llevar a cabo un análisis de los "espacios de vulnerabilidad" que interactúan para producir procesos específicos, por ejemplo, la pobreza, la discriminación por etnia, género y/u orientación sexual, la edad, etc. Sin embargo, los discursos de la gobernanza, si bien mencionan con frecuencia tales espacios, al transportar acríticamente la vulnerabilidad biológica de las mujeres17 en relaciones heterosexuales a su vulnerabilidad social, realizan una operación simbólica que confunde la parte por el todo. Cuando se inclina la balanza de la vulnerabilidad exclusivamente hacia las mujeres heterosexuales como grupo homogéneo,18 no sólo se desconocen otras dimensiones sociales además del género, sino que también se invisibiliza la vulnerabilidad social, económica y cultural de los hombres, y con ello se obstruye el diseño de políticas de prevención para hombres heterosexuales,19 entre quienes las prácticas de riesgo podrían ser mejor abordadas.
Bajo el supuesto de que el matrimonio es equivalente a la monogamia, enfocar el trabajo preventivo en las mujeres puede estar costándoles la vida "en tanto se asume que ellas pueden cambiar su comportamiento y presionar al uso del condón, mientras que los hombres no. Por eso, es en realidad el comportamiento sexual de los hombres el que debe atraer nuestra atención" (Hirsch, 2002, p. 1233, mi traducción). Esta es la razón por la cual Higgins, Hoffman y Dworkin (2010) advierten en contra del abuso de lo que llaman el "paradigma de la vulnerabilidad" como único marco de comprensión del lugar de las mujeres en la epidemia.
El proceso descrito deriva de un teorema de la epidemia que tiende a representar a las mujeres -respetables- como víctimas y a los hombres como perpetradores (Dowsett, 2003), construcción que resuena a su vez con la perspectiva feminista en materia, por ejemplo, de violencia contra las mujeres. Esta perspectiva sugiere que "los hombres se encuentran en situación de riesgo por ciertas prácticas, mientras que las mujeres están en situación de vulnerabilidad" (Letra S, 2015), lo cual oculta el hecho de que el sexo marital sin protección puede por sí mismo constituir una práctica de riesgo.20
Además de oscurecer las múltiples diferencias sociales y subjetivas entre mujeres y entre hombres, este simplismo de género es peligroso en el contexto de la epidemia, en tanto niega la existencia del deseo homoerótico y las prácticas sexuales entre hombres que no se identifican como homosexuales, así como la posibilidad de relaciones sexuales no normativas de las mujeres. Con tal operación se hace aún menos probable que las parejas masculinas de estas mujeres admitan la posibilidad de haberse infectado por actividad sexual con otro hombre, a pesar de ser el grupo que presenta los más altos niveles de VIH en el país (Kendall, 2009).21
Así, la homofobia y el sexismo son dos fuerzas que alimentan la epidemia (Liguori & Lamas, 2003), dado que permiten que se culpe a los hombres homosexuales -y a las "prostitutas"- de la propagación del virus entre mujeres que no se reconocen en riesgo. Como lo ha documentado la investigación sobre sexualidad y masculinidad en este país (Núñez, 2007), las prácticas sexuales entre hombres no redundan indefectiblemente en la producción de una identidad (homo)sexual. De este modo es posible dejar intocado el régimen heteronormativo, así como las desiguales "estructuras de oportunidad extramarital" (Hirsch et al., 2007) que permiten a muchos hombres tener sexo con otros hombres sin que ello desestabilice sus identidades o sus relaciones conyugales.
Vulnerabilidad y victimismo: una estrategia de incidencia política
Como ya se ha dicho, en función de la organización gubernamental del sufrimiento sobre la que reposan las políticas neoliberales focalizadas, la afirmación de una mayor vulnerabilidad de las mujeres al VIH resulta una estrategia coherente de incidencia. Sin embargo, este énfasis produce el efecto de su representación como víctimas. La victimización otorga autoridad, virtudes morales y dignidad, y si bien puede traer algunos beneficios, reafirma el estigma individual y resta poder a los colectivos (Pecheny, 2010). Una mujer deseante y activamente sexual no encaja en la distribución moral del riesgo que mencionamos anteriormente, a menos que sea catalogada como prostituta. Es por ello útil el supuesto omnipresente del "sexo no deseado" en el discurso de la gobernanza. "En el caso de las mujeres entrevistadas, la sexualidad parecía ser un terreno ajeno a su control y deseo", dice un estudio cualitativo realizado con mujeres seropositivas (Herrera, Kendall & Campero, 2014, p. 48).
Durante la presentación de la campaña "Yo soy Abigail" (2015), encabezada por CENSIDA, un activista comentó que "el riesgo de las mujeres proviene de la pasividad que involucra el no usar medidas preventivas del VIH en casa. Es decir, ellas se ven afectadas por un ejercicio desigual del poder en sus relaciones de pareja" (Letra S, 2015). Este sujeto impotente habita el discurso de la gobernanza y buena parte de la investigación sobre mujeres y VIH en el país. Entendida como ausencia de control22 sobre las propias prácticas sexuales y como imposibilidad de tomar medidas preventivas, esta representación tiende a subrayar la posición de privilegio de los hombres: ellos serían transmisores del VIH por sus prácticas sexuales23 y por su posición de poder en las relaciones heterosexuales, pero no agentes de prevención. Ellas querrían indefectiblemente prevenir el VIH y usar el condón, mientras que ellos no. Hirsch (2002) afirma, por el contrario, que no siempre las mujeres casadas se ven impedidas de utilizar el condón en virtud del poder que sus maridos ejercen sobre sus relaciones sexuales, sino que en ocasiones no quieren utilizarlo por razones ligadas con nociones de intimidad, confianza o incluso con el placer. Si bien podrían interpretarse estas resistencias exclusivamente como parte de la construcción normativa -y por tanto inequitativa- de la sexualidad, por sí solas son una crítica al paradigma de la vulnerabilidad en tanto que éste deposita en las mujeres el deseo de prevención. Isabela "confiesa":
Sinceramente antes nunca hablábamos del condón, era ilógico, ¿no? Una vez me acuerdo que anduve con un chofer de autobús y entonces se iba a poner condón y le dije en el hotel, "ah ¿te vas a poner condón?", le dije yo así. "Si yo no estoy enferma, ¿o estás enfermo tú? Si quieres estar conmigo, sin condón". Esa cosa me lastimaba, me rozaba feo.
La paradoja consiste en que, mientras se representa a las mujeres como impotentes para incidir en las condiciones de sus propias prácticas sexuales, ellas continúan siendo las principales receptoras de la información y educación en VIH. La ausencia de complejidad propia de esta representación deriva en una "prédica del condón" que paradojalmente no reconoce las condiciones que dificultan su uso consistente. En consecuencia, la forma más eficaz de reducir la vulnerabilidad de las mujeres al VIH puede ser el incremento de acciones preventivas para hombres: "Sugerir que podemos ayudar a mujeres casadas a protegerse a sí mismas a través de 'empoderarlas' para negociar el uso del condón, es sugerir que podemos cambiar el producto de la inequidad generizada [gendered] del poder, sin hacer realmente nada respecto de tal inequidad" (Hirsch, 2002, p. 1232, mi traducción).
Pero la mayor vulnerabilidad de las mujeres unidas no transita solamente por esta negación de su subjetividad sexual, sino también por un énfasis en la presencia de la violencia de pareja, la cual se invoca frecuentemente para afirmar la imposibilidad de resistir: "Es el poder de un cuerpo nombrado como vulnerable (y del sujeto que es su soporte) el que se pone en duda, al mismo tiempo que la capacidad del sujeto para defenderse o consentir" (Boehringer & Ferrarese, 2015: s/p, mi traducción).
Ante la imposibilidad de las OSC de combatir la violencia estructural (Castro & Farmer, 2003) expresada en la pobreza, la violencia social y estatal, y la violación de los derechos económicos, sociales e incluso políticos de las mujeres, la violencia interpersonal se ha convertido en la vía regia de muchas organizaciones feministas para atraer recursos y atención a la lucha contra el VIH. De hecho, muchos funcionarios gubernamentales se muestran receptivos a este lenguaje: "la epidemia de VIH va abrazada de una epidemia de violencia", aseguró recientemente la directora de infectología de una institución pública de salud durante la conmemoración del Día Mundial de Lucha contra el Sida.
De manera creciente aparece en la literatura la violencia contra las mujeres en México como factor determinante para contraer el VIH: "17 de cada 100 infectadas fueron abusadas sexualmente o no pudieron negociar el condón con su pareja", afirma una nota periodística sobre la presentación de la Agenda Política en Materia de VIH y Sida sobre Mujeres (CIMAC, 2014). Por otro lado, según un estudio cualitativo realizado por una de las organizaciones civiles más conocidas en el tema, 80% de las 31 mujeres entrevistadas reportaron "haber experimentado algún tipo de violencia a lo largo de la vida" (Balance, 2009).
Si bien es innegable que muchas mujeres en México atraviesan esta condición, éste no es el único escenario posible. "Fue solamente después de mi divorcio que conocí el amor, así que me dio VIH porque quise vivir de nuevo", dice Ema, una trabajadora doméstica de 60 años, quien afirma haber adquirido el virus a través de su último amante.
En su revisión crítica de la metodología de las encuestas sobre violencia contra las mujeres en México, Roberto Castro (2012) llama nuestra atención acerca del modo en que tales resultados pueden ser utilizados para generalizaciones poco rigurosas. Por ejemplo, su análisis muestra que en las encuestas oficiales de 2003 (ENDIREH, 2003), si bien 10% de las mujeres unidas de 15 años o más reportaron haber vivido violencia física en por lo menos una ocasión, 80% de ellas experimentó -aunque de manera igualmente inaceptable- formas menos severas de ella. De modo que, junto con las mujeres que reportaron no haber sufrido violencia física, las cifras muestran que 97.8% de ellas no había vivido ninguna o formas menos severas de violencia física (Castro, 2012, p. 31).
Asimismo, si bien discursivamente se reconoce la desigualdad económica, social y cultural de las mujeres, las estadísticas generalmente reportan episodios de violencia interaccional no estructural. En un ejercicio cuyo fin es analizar las intersecciones entre ambos niveles de violencia, Frías (2007) utiliza cifras oficiales sobre acceso a educación formal y atención a la salud, vivienda, trabajo, seguridad social, etc., para representar las desigualdades de género. Su análisis muestra que las mujeres que viven en estados de la república cuyos índices de desigualdad entre hombres y mujeres son mayores, tienen mayor probabilidad de sufrir violencia de pareja que aquellas que viven en entidades con menor desigualdad de género; es decir, la violencia interaccional contra las mujeres (ejercida por un hombre contra una mujer), está anclada en estructuras sociales que se expresan en, pero van más allá, las biografías individuales. Al no tomar en cuenta y especificar la relación entre estos niveles, el uso indiscriminado del tropo violencia contra las mujeres como factor prominente de riesgo ante el VIH, opera individualizando e invisibilizando las condiciones sociales, económicas y culturales que lo producen. Paradojalmente, se trata de un proceso de "despolitización", en el que sucede una "erradicación ideológica de los conflictos estructurales" (Pecheny, 2010, p. 361, mi traducción).
Aunque algunas OSC califican la violencia institucional en los servicios públicos como una violación de los derechos de las mujeres, en la práctica la desigualdad social y económica se aborda con medidas de combate a la pobreza: "apoyos" para transporte y refrigerios se mencionan como acciones adecuadas para que las mujeres pobres puedan asistir a los servicios especializados; asimismo, guarderías dentro de las clínicas se describen como "ayudas" para que las mujeres puedan acceder al tratamiento. Si bien útiles en momentos específicos, tales medidas asistencialistas se incluyen a veces como mecanismos de "empoderamiento" de las mujeres, al tiempo que poco se dice sobre sus derechos sociales y económicos, como el derecho al trabajo remunerado, a la educación, a la seguridad social y a la vivienda: "Las estrategias que se enfocan estrictamente en pobreza y salud, sin incluir perspectivas más amplias de equidad y derechos humanos, pueden fracasar debido a que no toman en consideración factores centrales que influyen con frecuencia en la relación entre pobreza y mala salud" (Braveman & Gruskin, 2003, p. 540, mi traducción).
En consonancia con la evolución de su área temática original y en respuesta a las necesidades específicas de atención a las mujeres, las organizaciones feministas recurren al discurso de los derechos humanos en estrecha relación con los derechos sexuales y reproductivos, por lo cual una demanda central y específica consiste en la integración de la atención del VIH con servicios de salud reproductiva. Pecheny (2010) recuerda, sin embargo, que en el campo de la salud sexual y reproductiva -y también de los derechos sexuales y reproductivos- "los sujetos fueron originalmente enmarcados como víctimas24 [...] con lo cual se favorece más una lógica de reparación que una de ejercicio de derechos" (Pecheny, 2010, p. 361).
En este contexto, las aproximaciones actuales al trabajo de derechos de las mujeres en el campo del VIH parecen encontrarse en una encrucijada frente a la racionalidad neoliberal, en la cual el acceso a servicios sociales -los cuales de hecho constituyen derechos-, constituye más bien una excepción destinada a aquellos sujetos que pueden probar cierto grado de daño; es decir, a víctimas. Su dimensión problemática es que la metáfora de la víctima "sostiene la 'lógica del rescate' que permea la mercadotecnia de los esfuerzos para combatir el VIH por parte de la filantropía..." (Klot & Nguyen, 2011, traducción mía). Desde esa lógica se requiere un sujeto que enuncie elocuentemente el daño y la exigencia de compensación.
Los procesos de organización de mujeres y VIH: "tokenismo" 25 y esencialización
Repetimos con Biehl (2007): "para 'ser vistos' por el Estado, la gente debe unirse a estos grupos [de interés] e involucrarse en el cabildeo y el diseño de leyes". Si la vulnerabilidad es uno de los criterios principales que rigen la gobernanza en el campo del VIH, el problema de la representación de las mujeres que han sido afectadas por la epidemia se vuelve crucial. ¿Desde qué posiciones de sujeto 26 se puede enunciar un discurso legítimo sobre la vulnerabilidad de las mujeres al virus? A juzgar por el material producido en la relación con las organizaciones, se trata de un campo en disputa, en el que podrían identificarse dos tendencias27 generales:
Las prácticas de OSC feministas que cuentan con una trayectoria importante en el campo de la participación en políticas públicas, dirigidas por mujeres seronegativas -o no autoidentificadas como seropositivas-, de clase media y altos niveles educativos.
Las prácticas de grupos de mujeres autoidentificadas como seropositivas, cuya escolaridad tiende a ser más baja, que pertenecen a sectores populares y cuyo trabajo organizativo es reciente o intermitente.
A manera de esquema podríamos identificar algunos discursos y prácticas que, si bien podrían colaborar entre sí en la lucha por mejorar la atención a las mujeres en el campo del VIH y el sida, en ocasiones, y por efecto de la organización gubernamental del sufrimiento, operan de manera separada e inclusive opuesta.
a) En términos de los destinatarios de sus acciones, las organizaciones feministas tienden a trabajar de manera vertical en dos direcciones. Por un lado, hacia las instituciones gubernamentales, a través de la incidencia en el diseño de programas -con frecuencia a nivel nacional- especialmente en el ámbito de la salud y los derechos sexuales y reproductivos. En segundo término, vertical podría también llamarse al trabajo que este tipo de organizaciones lleva a cabo, por ejemplo, a través de talleres impartidos a mujeres que viven con el virus y afectadas por el VIH.28 Al final, estos grupos pretenden fungir como mediadores entre la población con la que trabajan y las agencias gubernamentales. Esta mediación, si bien tiene por intención mejorar las condiciones de atención de las mujeres que viven con el virus, no siempre logra su cometido.
Los grupos de mujeres que viven con el virus, en cambio, llevan a cabo acciones horizontales con otras mujeres en su misma condición, en la búsqueda de construcción de redes. Aunque algunas de ellas han participado en reuniones nacionales convocadas por CENSIDA y otros organismos, su trabajo tiene más incidencia en ámbitos locales, en virtud del conocimiento de primera mano que tienen sobre las condiciones de vida de las personas afectadas.
Aunque ambas posiciones tienden a elaborar un discurso mujerista, entendido como "una concepción que esencializa el hecho de ser mujer, idealiza las condiciones naturales de las mujeres y mistifica las relaciones entre mujeres" (Lamas, 2010, p. 82), las formas de participación de mujeres que viven con el virus difieren.29
b) La relación con instancias gubernamentales y agencias financiadoras requiere de un lenguaje especializado que llamaré lenguaje programático -ligado a documentos normativos e instrumentos internacionales que el gobierno mexicano ha suscrito-, y que ha podido ser mejor apropiado por las organizaciones feministas. Es por ello que su acción tiene más efecto en la dimensión programática de la vulnerabilidad, especialmente en el uso del lenguaje de los derechos sexuales y reproductivos como derechos humanos. Las redes de mujeres que viven con el virus, por su parte, tienden a utilizar el lenguaje cotidiano o de la experiencia, en virtud de su condición como, y su contacto con, mujeres de base. Miriam, de 43 años, trabajadora social, servidora pública y dirigente de una organización de mujeres que viven con el virus, narra su experiencia al respecto:
De las mujeres que queremos involucrar solamente hay una con licenciatura y prepa, las demás sólo tienen primaria, pero ellas son las que le quieren entrar y es una desventaja que tenemos, la escolaridad, el nivel socioeconómico que no les permite tener acceso a internet, y obviamente tampoco tenemos las palabras rimbombantes que quieren escuchar [las agencias de financiamiento].
Asimismo, uno de los efectos subjetivos de esta jerarquización del lenguaje es la descalificación que las mujeres hacen de su propio saber: el de vivir con VIH. Es en esta comparación que Roxana afirma su incapacidad para ser activista:
Las veo [a otras activistas con mayor exposición pública] y digo "hay que escalar, hay que escalar", yo estoy empezando y en veces me desespero conmigo misma, quisiera ser más desenvuelta, pero tengo pánico escénico, son cosas que tengo que ir venciendo. En veces como que me siento tan traumada que me quedo en silencio y yo quisiera expresar, pero no me fluye, no me fluye todavía.
c) En términos de financiamiento, y debido a la tiranía de los proyectos que caracteriza a la gobernanza neoliberal, las organizaciones feministas deben buscar continuamente fondos para poder operar. Cuando los obtienen, sus procesos de profesionalización permiten que sus integrantes obtengan un ingreso -en palabras de Barrig (1998), una "asalarización de la militancia"- y que dediquen buena parte de su tiempo al trabajo de incidencia. Las integrantes de redes de mujeres seropositivas, en cambio, con frecuencia carecen de los requisitos legales y la pericia para solicitar y recibir fondos, y por ello tienen que seguir con sus actividades cotidianas, tanto remuneradas como domésticas. Por eso la mayor parte de ellas lleva a cabo un trabajo voluntario, y por tanto intermitente.
d) En consecuencia, la relación con las mujeres afectadas se entabla de manera distinta, produciendo así dos posiciones de sujeto: mientras que las organizaciones feministas hablan por y sobre ellas, las mujeres seropositivas hablan por y sobre sí mismas, de modo que el diagnóstico de VIH funciona como eje de diferenciación. De hecho, uno de los obstáculos principales para la acción política de las mujeres que viven con VIH es que ello implica el conocimiento público de su diagnóstico, el cual evitan en virtud del estigma, y cuyo daño puede extenderse a sus relaciones significativas, especialmente a sus hijos e hijas.
El problema es como que nadie de nosotras estamos listas para dar un testimonio. A mí me tocó dar uno, pero me llevé una peluca y unas gafas, como que todavía no logro dar la cara abiertamente. Se me figura que me voy a poner una etiqueta [...] Me dice mi hija "si te ven, diles que eres activista", "pues sí, fíjate -le digo yo-, para una persona que no está viviendo lo que yo vivo como que es muy fácil..." (Pamela, 42 años, dos hijas -una de ellas seropositiva-, negocio propio)
Por ejemplo, una de las principales organizaciones feministas en este campo explica que una de sus actividades es el entrenamiento de mujeres afectadas por el virus en la práctica de vocería, con el fin de difundir sus historias en diferentes foros, como eventos gubernamentales y de instituciones de derechos humanos, reuniones de activistas, conferencias sobre VIH, boletines de prensa, folletos, etc. "Necesitábamos mujeres que estén dispuestas a dar su testimonio de vida para que el VIH tenga rostro de mujer", dice una de las dirigentes. Sin embargo, las mujeres que aceptan realizar estas actividades no participan en las decisiones sobre las políticas de la organización. Si bien ello en ocasiones les retribuye el reconocimiento del público a quien se dirigen, a lo sumo reciben viáticos o pequeñas cantidades como retribución. Esta práctica, que en el campo del VIH se ha llamado tokenismo, ha sido criticada por organizaciones internacionales como una forma superficial de atender al principio MIPA.30
Nos dieron talleres, cada que vamos hablamos y ellas [las integrantes de la OSC] nos dan consejos, nos dicen cómo y así nos han ayudado bastante. Ya después de que nosotras estuvimos listas, que ya no llorábamos, fuimos a dar testimonios a las prepas, a los papás. Y fue un éxito, bajaron a felicitarme, que qué valentía tenía yo para hablarles. (Ema)31
Como se observó durante el trabajo de campo de esta investigación, la vocería consiste en producir y ensayar una narrativa personal sobre la experiencia de vivir con VIH, desde el conocimiento del diagnóstico hasta el momento en que las mujeres se conectan con la organización, así como los efectos que ello ha tenido en sus vidas. Es común que tales testimonios subrayen la indefensión frente al abuso de sus parejas masculinas, y que inclusive utilicen el lenguaje de la "violencia doméstica" para describir sus condiciones de vulnerabilidad. Presencié tal estrategia en varias ocasiones, cuando la organización solicitó a Elsa, madre y abuela de 58 años, que ha vivido con VIH durante 14, que relatara públicamente su historia personal. "Yo fui víctima de violencia doméstica, por eso adquirí el VIH", ella solía decir en entrevista, en reunión con instancias gubernamentales o en algún otro evento. De hecho, cuando fue invitada a escuchar y acompañar a otras mujeres con diagnóstico reciente, Elsa repetía exactamente las mismas palabras, haciendo énfasis en que no hubo ninguna práctica sexual de su parte que la expusiera al virus.
Esta invocación a la respetabilidad tiene, sin embargo, un efecto subjetivo problemático: la repetición de la narrativa de la vulnerabilidad hace que Elsa se vea impelida a sostener como permanente la condición de víctima y "dado que ser una víctima es un estado de corto plazo, y/o se refiere al pasado, el victimismo impide el pensamiento estructural o estratégico" (Pecheny, 2010, p. 364).
Un esfuerzo diferente llevan a cabo las organizaciones de mujeres positivas, quienes en lugar de sostener estas narrativas como su principal estrategia política, llevan a cabo acciones de incidencia local y de asesoría a otras mujeres en su misma condición. Con el fin de facilitar su acceso a servicios de salud, y de proteger sus derechos y los de sus hijos -con frecuencia echando mano de sus contactos con los medios y con funcionarios de los gobiernos-, las líderes intervienen e interceden en clínicas, escuelas y otras instituciones, citando las leyes y normatividades que las autoridades están obligadas a observar.
Si bien sus historias con frecuencia reflejan las condiciones estructurales de vulnerabilidad que hemos descrito, el interés por acompañar a otras mujeres produce un efecto de subjetivación -podríamos inclusive llamarlo empoderamiento-, no debido a los "apoyos" económicos que pudieran recibir para asistir al servicio, sino por la producción de un sujeto del saber de la experiencia, que sólo puede surgir ante la presencia conjunta del diagnóstico y de una identidad de género. En el cruce entre ser mujer y vivir con VIH se legitima la voz de un sujeto único y específico que pone en juego dimensiones corporales, institucionales y relacionales propias de su condición. En este proceso, en lugar de reiterar la vulnerabilidad como atributo esencial y permanente, aquélla se transforma en una "potencia habilitante" (Butler, 2004) que rebasa la condición biográfica para construir un campo de acción colectiva.
En consonancia, su participación en procesos de incidencia política produce una posición de sujeto que descansa poderosamente en la legitimidad que les otorga ser mujeres que viven con el virus, la cual en su versión radical excluye a mujeres afectadas -parejas, madres, hijas-. Estos grupos reivindican así su singularidad y la titularidad de la representación32 de las mujeres que viven con el virus, incluso frente a organizaciones que hemos llamado feministas, y que buscan llevar sus demandas y necesidades ante el Estado. No es raro que integrantes de las primeras reclamen una calidad de tokenismo en las relaciones que han mantenido ocasionalmente con las segundas.
El consejo directivo y la organización es para mujeres viviendo con VIH, y lo pensábamos mucho [...] nosotras decíamos "ahora vamos a excluir a otras" y dijimos, sí, sí, deliberadamente esto va por parte de nuestras necesidades y nuestras propuestas. [De hecho], a veces nos invitaban: "vamos a hacer una capacitación con ustedes, bla bla bla", y recibían una lana [fondos] y a nosotros nos invitaban a una reunión de una hora donde escuchábamos a alguien que ni vivía con VIH, así que empezamos a poner límites. Sí queremos colaborar, pero no queremos ya ser usadas, ya no queremos que nomás nos saquen información y nos inviten a una reunión de media hora y luego digan: "el trabajo que venimos haciendo con ellas..." y en realidad no hay tal trabajo. (Miriam)
Sin embargo, cuando el diagnóstico se convierte en un requisito para participar, estas organizaciones realizan un mecanismo de esencialización que convierte su principal fortaleza en debilidad, en tanto que las posibilidades de alianza y acción conjunta se dificultan.
Vulnerabilidad y resistencia: superar el binarismo
Hemos argumentado aquí que las estrategias del paradigma neoliberal que opera bajo el gradiente de vulnerabilidad -para este caso en el campo del VIH en mujeres-, neutralizan la fuerza de la resistencia, pues desde él, el sujeto es interpelado para identificarse con la impotencia; es decir, la identidad queda saturada por la indefensión. Queremos, en contraste, hacer eco de la invitación que Judith Butler ha lanzado en repetidas ocasiones: "es una tarea del feminismo desarmar el binarismo vulnerabilidad-resistencia". No es que la vulnerabilidad tenga que ser superada gracias a la resistencia, sino que, por el contrario, puede convertirse en una fuerza movilizadora (Butler, 2015).
Una de las asesoras pares que participan en esta intervención, ejemplifica esta posibilidad. Cuando relata su experiencia en uno de los talleres impartidos por una organización feminista de mujeres negativas, Mariel exclama: "Quieren venderte la historia de que eres una víctima, pero yo no me la compré. Siempre supe que mi marido tenía sexo con otros hombres y aunque le pedí que usara condón con ellos, yo no le pedí que lo usara conmigo".
"Foucault localiza el deseo que alimenta la pregunta: '¿cómo no ser gobernado?' Este deseo, y el asombro que de él deriva, conforman el espíritu central de la crítica" (Butler, 2010). Mariel encarna así una crítica cabal al paradigma de la vulnerabilidad como único marco de interpretación de la epidemia del VIH en mujeres. Bajo la lógica de la organización gubernamental del sufrimiento, negarse a asumir una identidad victimizada -y más aún en el caso de las mujeres-, es resistir en términos políticos a través de prácticas de desujetación, es una respuesta encarnada, actuada y enunciada a la pregunta ¿cómo no ser gobernados?
A juzgar por el proceso que hemos experimentado en esta investigación-intervención, la transformación que las participantes atraviesan -de ser mujeres vulnerables a fungir como asesoras pares- pone las condiciones para esa desujetación. El diagnóstico que nació de su vulnerabilidad se convirtió, gracias al reconocimiento y la legitimación del saber único que lo involucra, en motor de la resistencia subjetiva. La narrativa biográfica muestra desde ya los ecos de la resistencia.
Sin embargo, cuando se entreteje con otras múltiples voces que se reconocen tanto en la vulnerabilidad como en la capacidad de acción, la resistencia a la identidad asignada por el poder crece de manera exponencial. Cuando muchas biografías hacen coro frente al lenguaje que nos fija, nos limita y nos define como impotentes, podemos responder, con Foucault (2006, p. 7), no queremos ser gobernadas, "no de esa forma, no para eso, no por ellos".