Por primera vez en la historia legal del estado de Guerrero se organizaron elecciones por usos y costumbres y se retomó el camino abierto hace más de 20 años por el estado de Oaxaca en la mayoría de sus municipios. Durante mucho tiempo en Guerrero la elección de autoridades municipales mediante mecanismos alternativos al sistema electoral-partidista, sobre todo en la región de la Montaña (mayoritariamente indígena), había sido tolerada en los hechos, pero sin reconocimiento formal de derecho. Este desconocimiento oficial concluyó con la coyuntura electoral de 2018 y la elección de un órgano municipal por “sistemas normativos internos” en Ayutla de los Libres, en la Costa Chica de Guerrero.
Allá, como en otras regiones de la entidad y del país, las localidades rurales tienen una economía de tipo familiar-campesina, presentan una cultura basada en una matriz mesoamericana y se organizan en lo político mediante gobiernos tradicionales. A estos últimos son a los que se refieren los llamados “usos y costumbres”. Ahora bien, ¿cómo tratar este tema? ¿En qué consisten dichos gobiernos? ¿Cuál ha sido su historia? ¿En qué tradiciones, prácticas sociales y formas organizativas se sostienen? ¿Cuáles son sus relaciones con el Estado?, es decir, ¿cómo se relaciona la costumbre con la ley? ¿Qué papel cumple la asamblea comunitaria? En lo particular, ¿qué organización interna presentan los gobiernos locales? y, en general, ¿qué vigencia tienen y cuáles serían las tendencias de su evolución en la actualidad?
A estas y otras preguntas anexas, el presente artículo busca aportar elementos de respuesta. Lo hará desde una perspectiva constructivista, de manera crítica y a partir de la sociología política, en discusión con la etnología clásica y la antropología jurídica contemporánea, particularmente con la producida sobre Oaxaca y Guerrero en relación con el objeto de estudio. La unidad de análisis es regional y tiene como caso de estudio la Costa Chica de Guerrero. A su vez, los resultados que se presentan a continuación, tanto para la explicación de los sistemas comunitarios de gobierno como para el análisis de sus procesos y dinámicas, tienen como fuente primaria los apuntes contenidos en un diario de campo escrito a lo largo de varios años (desde 2012 hasta la fecha) mientras hacía trabajo social y docente en dicha región, desde una posición privilegiada como profesor universitario. Esta investigación ha tenido lugar en diversas localidades de cinco municipios en particular: Ayutla de los Libres, Cuajinicuilapa, San Luis Acatlán, Tecoanapa y Florencio Villareal, lo que permitió la realización de numerosas prácticas de observación participante y para describirlas se recurrió a las herramientas del método etnográfico. Es con base en los datos arrojados por esta tarea como el presente texto representa un esfuerzo analítico de sistematización, cuyas abstracciones buscan contribuir a los estudios regionales de los gobiernos comunitarios.
El artículo se divide en cinco apartados que, respectivamente, tratan de: 1) una crítica epistemológica previa acerca del tratamiento dado al objeto de estudio desde las ciencias sociales; 2) cómo nombrar y caracterizar este último, proponiendo la categoría de “sistemas comunitarios de gobierno”; 3) los principios rectores del sistema de cargos que sostienen los gobiernos locales; 4)el espacio de la asamblea general comunitaria; y, 5) la organización interna de estos sistemas en tres órdenes de gobierno a partir del caso de estudio. Finalmente, las conclusiones ofrecerán algunas tendencias y desafíos que hoy enfrentan las comunidades rurales del sur de México para su organización política.
Contra todo esencialismo
En primer lugar, hablar de “usos y costumbres” expone a la sociología a un peligro interpretativo del que es preciso sustraerla como paso previo e indispensable para la reflexividad del análisis sociológico. En efecto, las ciencias sociales siguen arrastrando los errores analíticos de sus primeros desarrollos, ocurridos en la primera mitad del siglo xx, ya sea de la sociología en relación con el campesinado o de la etnología con los pueblos indios. En general, esta antropología “clásica” se basaba en premisas evolucionistas y deterministas que encontraban como resultado el supuesto atavismo de las comunidades rurales. Como noción ilustrativa está lo que la etnología mesoamericanista teorizó en la década de 1950 como “comunidad corporativa cerrada”. De esta manera, no es sin cierto romanticismo literario que “toda una corriente antropológica se dedicó a minimizar las transformaciones acaecidas durante más de cuatro siglos, colocando a los indios al margen de la historia, haciendo de ellos fósiles vivientes” (Viqueira, 1995, p. 27). A la postre, la etnología clásica terminó reservando a estos últimos la misma suerte que la sociología a los campesinos, siguiendo las sentencias del marxismo dominante en contra de esta clase “contrarrevolucionaria” y atribuir a los primeros la herencia de los rasgos que habían sido considerados como característicos de los segundos: “rusticidad productiva, apego a la tradición, hieratismo fisonómico, exotismo indumentario, testaruda persistencia, pobreza extrema…” (Bartra, 1998, p. 17). Es más, era valorada positivamente la ahistoricidad funcionalista que sociólogos y antropólogos atribuían a las localidades rurales. Según ciertas plumas universitarias, tanto el indio como el campesino gozaban del “dudoso prestigio de la permanencia, el discutible mérito de la quietud […] como reliquias de tiempos pretéritos, haciendo de ello una virtud” (Bartra, 1998, p. 12), pues desde el materialismo histórico estos vestigios representaban formas sociales precapitalistas cuya sobrevivencia ilustraba el ideal de una comunidad original, anterior al pecado de la acumulación originaria.
Hoy en día, de manera más o menos inconsciente, esta imagen de paraíso perdido o de sociedad ideal sigue estructurando una visión difusa acerca de la ruralidad y lo comunitario, sobre todo desde las grandes urbes. En los centros de estudios sociológicos y antropológicos que albergan, siguen produciéndose discursos que no dejan de idealizar el funcionamiento de las comunidades rurales, cuyas prácticas sociales serían consustancial y radicalmente diferentes de las que produce la anomia urbana. Sin embargo, “la comunidad” descrita por aquéllos in abstracto remite a una mitología de origen puesta a debate (Lisbona, 2005), la misma que es activamente producida por las dirigencias de las organizaciones sociales y acríticamente retomada por algunos académicos desde el sentimiento bienintencionado de un compromiso con ellas y sus “causas”. En este punto, el peligro consiste en no distinguir entre discursos públicos que son producidos para legitimar una excepción cultural y, por otro lado, las prácticas sociales vigentes a las que hacen referencia esas reivindicaciones políticas.
Ahora bien, en sentido inverso, la necesaria crítica al comunalismo1 y sus peligros esencialistas no implica adoptar la visión liberal dominante que considera los usos y costumbres como un reducto anacrónico del caciquismo y el patriarcado. Tampoco conduce a ver el tema como el fruto de las elucubraciones de algunos románticos. Por el contrario, si la ideología comunalista reinventa las costumbres para reivindicarlas como núcleo mitificado de una identidad oprimida, es porque su discurso se construye desde una posición dominada frente al racismo de una ideología dominante, el indigenismo (sea en su versión clásica o neoliberal), en el que tanto lo indígena como lo campesino son sinónimos de un atraso que sería preciso superar. En este sentido, “aun cuando la praxis consuetudinaria suele estar muy alejada de lo que los actores dicen, éstos no la inventan del todo” (Recondo, 2007, p. 358). Por ello, el análisis sociológico ha de ir más allá de los discursos de acompañamiento, sea de los promotores o de los detractores, para contrastar los datos arrojados por el trabajo etnográfico con lo que se dice de ellos.
De los usos y costumbres a los sistemas comunitarios de gobierno
En segundo lugar, hablar de “usos y costumbres” confronta la sociología con las categorías de la terminología oficial. ¿Cuál es su pertinencia? En derecho, si bien el término proviene del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (de 1989), en México, fue sobre todo conocido a partir de 1995 y de una reforma al Código Electoral oaxaqueño. Por lo tanto, un primer problema consiste en reducir los usos y costumbres a un simple “sistema electoral consuetudinario” con el que, en comparación con el sistema dominante, sólo cambia el modo de elección de las autoridades municipales. En efecto, esta postura legalista encierra en una camisa de fuerza procedimental el potencial transformador de los usos y costumbres, al tiempo que anula la autonomía política de las comunidades rurales. Asimismo, acotar esta cuestión a la esfera electoral equivale a negar la complejidad de los sistemas comunitarios de gobierno, que no solamente representan modos sustantivos de elegir a las autoridades públicas, sino también de concebir y ejercer el poder político.
La expresión en sí de “usos y costumbres” es polisémica. Presenta connotaciones ideológicas y no deja de ser fuente de confusión al inducir a pensar en un origen antiguo, local y puramente tradicional del poder. Una vez más, la referencia a las costumbres parece aludir a una visión estática acerca de la ruralidad y su reproducción ad infinitum, en apego a la herencia de los antepasados. Nada menos cierto cuando, en los hechos, las prácticas sociales referidas como “usos y costumbres” presentan altos grados de heterogeneidad y, más que de pura tradición, están hechas con una combinación muy variable de dos fuentes del derecho, en apariencia distintas, que son la costumbre local y la ley del Estado. En consecuencia, el término “usos y costumbres” ha sido fuertemente criticado, tanto desde las ciencias sociales como desde las organizaciones sociales, por minimizar la condición de sistema jurídico complejo que presentan los gobiernos comunitarios y, así, restar validez al derecho consuetudinario ante el derecho positivo.2
Finalmente, el análisis sociológico se enfrenta al problema relacionado con el esencialismo, que consiste en asimilar estrictamente los gobiernos comunitarios a lo indígena, excluyendo aquí las localidades que han dejado de ser consideradas o de identificarse como indígenas, pero que no por ello han alterado las tradiciones centrales de su organización política. En efecto, que una comunidad haya dejado algunas prácticas (como el uso de una lengua originaria), no implica necesariamente que abandonara las formas organizativas que estructuran su núcleo identitario como colectividad. En un país como México, de tradición indígena e historia agrarista, las costumbres se nutren tanto de una matriz cultural mesoamericana como de una sociabilidad típica de la economía campesina. De otra manera, no podría entenderse por qué sistemas de gobierno análogos se encuentran presentes en gran variedad de localidades campesinas, y esto independientemente de su condición étnica, tal como ocurre en la Costa Chica, donde “llama la atención que el modelo es similar en comunidades indígenas como en aquellas identificadas como mestizas” (Sierra y López, 2013, p. 54).
Ni reminiscencias de tiempos precolombinos ni legados puramente coloniales, los sistemas de gobierno de las localidades rurales son productos mundanos de la modernidad. Ni reliquias del pasado ni barreras protectoras, son el resultado de la lógica casuística y la capacidad adaptativa de los pueblos indígenas y campesinos ante una modernidad que pasa por la permanente invención de su tradición (Hobsbawn y Ranger, 2002). Más allá de un simple sincretismo, se trata de una sedimentación híbrida de instituciones y prácticas sociales heredadas de la época colonial y transformadas a lo largo de la historia republicana, a través de sutiles procesos de apropiación y reinterpretación de las políticas estatales y los códigos nacionales impuestos desde el gobierno central, pero continuados por esos mismos pueblos para seguir controlando un territorio local en el que se reproducen como tales.
Así pues, los sistemas comunitarios de gobierno se caracterizan sobre todo por su flexibilidad, producto de su adaptabilidad a las transformaciones de su entorno político y de los marcos legales, sobre todo en materias agraria, municipal y electoral. En gran medida, expresan la interpretación, apropiación y acomodo del derecho positivo al consuetudinario, entendidos como procesos de interlegalidad (Sierra, 2011) entre sistemas jurídicos cuya relación de fuerza define de manera dinámica y permanente las formas organizativas que adoptan las comunidades rurales. En efecto, ante un andamiaje constitucional hecho con una multiplicidad de legislaciones aplicables,
las localidades saben muy bien jugar con esta situación y recurrir, según sus necesidades, a una u otra. La estrategia de los poblados consiste en asociar los elementos separados, para conformar una infinidad de combinaciones distintas. En ellas descansan las dinámicas del juego político local. (Dehouve, 2001, p. 142.)
En estas capacidades de apropiación se encuentran tanto la clave de la vitalidad como de la explicación de la vigencia de unos sistemas comunitarios de gobierno que, pese a las profundas y aceleradas transformaciones de la sociedad nacional, se han mostrado capaces de renovar sus normas para adaptar la costumbre a la ley y así poder negociar su aplicación. Lejos de anteceder o ser ajenos a los procesos de formación del Estado, los sistemas comunitarios de gobierno constituyen una realidad indisociable de aquellos, como productos de la cristalización multifacética de unas normas instituidas por el poder central y reinterpretadas por el local, expresando la tensión permanente de una contradicción que opone la lógica de reproducción de la identidad comunitaria con su inserción en el plano nacional.
Esto significa que los sistemas normativos no son sobrevivencias del pasado y se insertan en las dinámicas de la historia y del poder; pero expresan también las actualizaciones que han hecho los pueblos de sus formas de ver el mundo, de situarse ante él y de articular sus proyectos de futuro. (Sierra y López, 2013, p. 32.)
Los gobiernos comunitarios en la Costa Chica de Guerrero
En la Costa Chica de Guerrero, los gobiernos comunitarios se estructuran con base en lo que la antropología social conceptualizó como “jerarquía cívico-religiosa” o “sistema de cargos” (Korsbaek, 1996; Millán, 2005).3 Este último representa un conjunto institucional de prácticas basadas en un imperativo de servicio a la colectividad, entendido como deber ciudadano al que están sujetas todas las personas adultas o casadas de la localidad. A su vez, la prestación del servicio comunitario se articula con una jerarquía de cargos con funciones específicas que cada individuo debe cubrir a lo largo de su vida de manera alternada y ascendente. Este principio de servicio a la comunidad se refiere, entonces, al cumplimiento de encargos por parte de individuos designados para tal fin, cuyas tareas están señaladas por la ley y la costumbre.
En forma general, el servicio comunitario expresa la interdependencia entre los individuos y el grupo, y a su vez entre las unidades domésticas y la comunidad, al constituir un requisito de pertenencia a la colectividad. Su principio descansa en un pacto tácito según el cual prestar servicio es un requerimiento previo, para el individuo prestador y su familia, al acceso a los derechos y recursos que la comunidad les concede como miembros de ella: en lo fundamental, se trata del derecho a tierras de cultivo; la cesión de un espacio para la vivienda; el acceso a las tierras comunales; el derecho de participación política y el uso de unos servicios públicos colectivamente producidos (agua, luz, caminos, escuela…). Por lo tanto, “las costumbres expresan un especial arreglo del vínculo entre derechos y deberes del ciudadano […] La comunidad consuetudinaria aparece así como un laboratorio de ciudadanía” (Recondo, 2007, p. 425). Al ser requisito de esta última el servicio comunitario, es obligatorio, y todo nombramiento para prestarlo es vinculante. A la inversa, toda abstención, omisión o inobservancia suele ser fuertemente condenada, con sanciones que pueden ir desde una simple amonestación o multa hasta el ostracismo y la expulsión definitiva de los infractores.
Además del servicio comunitario, el sistema de cargos integra otro principio de orden jerárquico que hace corresponder el costo con el prestigio del cargo al distinguir entre “puestos” de menor y mayor importancia; los primeros son más ejecutores (como topil, policía o fiscal) y los segundos más decisores (comisario o mayordomo). Así, la prestación del servicio ha de pasar por el cumplimiento de los primeros antes de acceder a los segundos.
No se trata de una jerarquía estricta ni inmutable por la que los “cargueros” pasarían mecánicamente según el desempeño de sus funciones, “como dejaría entender una lectura apolítica de las decisiones comunitarias. No todas las personas tienen acceso a los mismos cargos, y el orden jerárquico de la escala raramente es idéntico” (Recondo, 2007, p. 57). Lejos del escalafón de un servicio de carrera, el principio jerárquico corresponde más bien a una realidad diversa cuya dinámica está hecha de procesos de jerarquización en permanente reconfiguración. En este sentido, la jerarquía sólo representa un elemento del sistema de cargos, entre otros, pero en ningún caso un principio constitutivo en sí.4
Por su lado, también varían los criterios de elegibilidad para ocupar un cargo, y son básicamente de dos tipos: 1) formales: edad, estado civil y ocupación previa de otros cargos; y, 2) de fondo, que giran en torno a la honorabilidad y el bagaje de los candidatos, de tal manera que “la designación de las autoridades supone menos una elección, una selección entre varias opciones, que un reconocimiento o una ratificación colectiva de la trayectoria pública de determinadas personas” (Recondo, 2007, p. 303). Igualmente variable es la duración de los cargos, que en promedio se extiende de uno a tres años en la región de estudio.5
En consecuencia de lo anterior, otro principio que rige el sistema de cargos es el de la rotación. No obstante, una vez más, dicho principio no es uniforme, sino que varía dependiendo de los cargos y las localidades al presentar numerosas excepciones (sobre todo en el ámbito de los cuerpos religiosos donde el reclutamiento de los cargueros a menudo se realiza entre los mismos miembros del órgano). Entre cada servicio, los cargueros tienen derecho a un tiempo de descanso en el que no se les asigna un nuevo cargo. Este tiempo varía de una localidad a otra y la frecuencia de los nombramientos y los descansos depende del número de cargos y de individuos disponibles en cada comunidad.6 Finalmente, cabe señalar que los cargos son revocables, y la práctica de la destitución es cada vez más frecuente, en particular respecto a la figura de comisario municipal por las responsabilidades crecientes que hoy debe asumir quien ocupa este cargo.7
El principio de servicio comunitario no sólo pasa por la ocupación de cargos, sino también por la realización de obras colectivas que demandan una importante fuerza de trabajo, llamadas “faenas” o “fajinas” en la Costa Chica de Guerrero (“tequio” en la de Oaxaca). Al igual que los cargos, éstas conciernen a todos los adultos o casados de la localidad. Son decididas en asamblea, su cumplimiento es obligatorio y su función no remunerada. En este sentido, la noción de “cargo” remite en un sentido literal a la carga que representa prestar servicio, el cual implica para el carguero enfrentar gastos extraordinarios, exponerse al endeudamiento, abandonar parcialmente sus labores y experimentar un deterioro material en sus condiciones de vida. En general, el costo del servicio es relativamente proporcional a la jerarquía de cada cargo, pero no deja de ser elevado para la economía campesina.8 No obstante, si bien recae en primer lugar sobre el carguero, dicho costo también es asumido en parte, directa o indirectamente, por el círculo familiar inmediato, por sus redes de apoyo y por los demás órganos de gobierno, dado que la personificación inherente a los cargos no significa la generalización de la personalización de sus gastos.
Sobre la asamblea general comunitaria
El espacio constituyente de los gobiernos comunitarios es la asamblea general. En ella pueden participar los asistentes y allí son formalmente tomadas las decisiones más importantes relativas a la vida de la colectividad. Ante ella son nombrados y deben rendir cuentas quienes ocupan los cargos de autoridad. Por eso, este espacio ha cobrado cada vez más importancia para los sistemas comunitarios de gobierno, de tal manera que hoy representa su principal recurso estratégico en términos de legitimidad. Muestra de ello es que la expresión misma de “asamblea general comunitaria” ha pasado a ser parte de la terminología oficial. En sus aspectos formales, hay dos órdenes de asamblea: civil y agraria. Mientras que en la primera pueden participar todos los habitantes de la localidad para tratar los asuntos más diversos (salvo los agrarios), la segunda involucra de manera específica a los titulares de derechos de propiedad sobre la tierra. Asimismo, pueden distinguirse dos grandes tipos de asamblea: las reuniones ordinarias, que se realizan en lugares y fechas acostumbrados sobre determinados asuntos (como la elección de autoridades), y las extraordinarias, convocadas a petición de las autoridades ante temas específicos o coyunturas críticas.
En primera instancia, la asamblea constituye un espacio favorable a la rendición de cuentas. Como expresión de la voluntad general, el mandato de autoridad otorgado a los cargueros se limita en teoría a acatar los acuerdos asamblearios, según el principio de “mandar obedeciendo”. Ahora bien, lejos de alguna esencia rural de la democracia, esta rendición de cuentas no es otra cosa que necesidad hecha virtud, debido a la poca autonomía de los gobiernos locales y la dependencia de sus pequeños ingresos de una cooperación financiera que es igualmente general a la colectividad. En este sentido,
semejante control de la gestión presupuestaria no tiene nada de “ancestral”: nace durante los últimos veinte años, al mismo tiempo que las asambleas “generales” […] Es un cambio relativamente reciente, marcado por el surgimiento de una ciudadanía más consciente de sus derechos. (Recondo, 2007, p. 427.)
Esta evolución también se debe a la mayor participación de los jóvenes (Cortés Rivera, 2017) y de las mujeres (Rodríguez, 2017), en contextos de fuerte emigración (Martínez Gómez, 2010), mediante procesos de rejuvenecimiento y feminización de los cargos que han permitido descentrar el gobierno comunitario del fundamento gerontocrático y patriarcal en el que tradicionalmente se había apoyado.
En este sentido, como institución que va remplazando al consejo de ancianos para la generación de consenso y la toma de decisiones, la asamblea general comunitaria, realmente abierta a la participación de todos, no deja de ser una tradición de reciente creación cuya invención debe ubicarse a mediados del siglo xx, no antes. En la Costa Chica de Guerrero, bajo el influjo del magisterio, no es sino hasta los años sesenta y setenta cuando empiezan a cambiar tanto la función como la composición de las asambleas comunitarias. En efecto, es a partir de la llegada (o el retorno) de las primeras generaciones de maestros rurales, formados en las escuelas normales, cuando paulatinamente son introducidos los procedimientos formales que hoy rigen una asamblea general, todos calcados del modelo de las reuniones sindicales del magisterio, como la integración inaugural de una mesa de presidio encargada de ordenar los debates, los turnos y los momentos de votación; la organización de la toma de la palabra por turno, previo pedido, observando silencio; la adopción de un orden del día; la votación a mano alzada de este último y de los puntos importantes que de él derivan; el recuento de las manos alzadas para la contabilización numérica del voto y la redacción de un acta de asamblea y su firma por la autoridad comunitaria que estipule los acuerdos tomados.
Hoy, la asamblea general sigue siendo un espacio ratificador más que decisor, cuya principal función es ante todo legitimadora. Muestra de esta última se encuentra en el principio del voto que se expresa en asamblea, según modalidades diversas (a mano alzada, mediante filas, por anotación o aclamación), pero siempre de manera pública, nada secreta, puesto que el voto allí emitido, más que expresar la voluntad general, representa
un acto ritual cuya principal función es de orden simbólico: el objetivo es reforzar la unidad de la comunidad expresando públicamente su acuerdo. Si es secreto, el voto puede que no llene esta función de unificación y de producción del consenso. (Recondo, 2007, p. 361.)
Aquí radica otro principio fundamental de los sistemas comunitarios de gobierno: el consenso, que tiene en la asamblea un espacio productor donde periódicamente está puesta a prueba la red de relaciones y de conflictos que dinamiza el sistema de cargos. Este principio se refiere a la forzosa necesidad de la complementariedad para integrar la diversidad de opiniones y llegar a un estado relativo y un grado suficiente de conformidad con la decisión finalmente tomada.9 De allí la importancia de las autoridades que presiden la mesa de debates y su papel conciliador, pues de su capacidad de hacer converger las opiniones depende el éxito o fracaso de la asamblea.
Ésa es la función de la autoridad: interpretar la voluntad general, verbalizar el sentimiento de la comunidad. No se trata de escoger una de varias opciones posibles y desechar las demás, sino de llegar a una sola opción que integre a todas. (Recondo, 2007, p. 351).
De esta manera, la votación final de todo punto en el orden del día tiene mucho más de plebiscito legitimador que de libre referéndum.
A su vez, el principio del consenso se distingue del principio de mayoría en la medida en que el proceso asambleario de decantación de las divergencias busca evitar la realización de un sufragio que sólo llevaría a imponer los intereses mayoritarios sobre una minoría y hacer asumir a esta última los costos de su derrota. Asimismo, el consenso también se distingue de la unanimidad en el sentido de que, a diferencia de ésta, permite la expresión de una disidencia cuya contribución enriquece la palabra de la mayoría.
El objetivo es evitar a toda costa que algunos se sientan excluidos, marginados, y caigan en la tentación de entrar en conflicto abierto con el resto de la comunidad. El desacuerdo puede y debe expresarse en la asamblea, pero hay que superarlo, cueste lo que cueste, para no romper la unidad […] Cada uno puede defender sus opiniones, pero en un momento dado debe suscribir una sola resolución. (Recondo, 2007, p. 271).
Tras la asamblea, podrá seguir discutiéndose lo acordado, pero difícilmente será cuestionada su legitimidad.
Ahora bien, no porque las localidades tengan un interés objetivo en presentarse a sí mismas como unidas significa que lo sean realmente. Por el contrario, los medios de producción del consenso se alimentan de las dinámicas nacidas de los procesos de diferenciación y de los conflictos internos de las comunidades. En este punto, la disidencia se acepta siempre y cuando no ponga en peligro el funcionamiento unitario de los sistemas de gobierno ni obstaculice la realización de los proyectos comunes, necesarios a la cohesión de la comunidad y su reproducción como tal. Por lo tanto, quienes terminan dando prioridad a su lealtad por una facción se exponen a una sanción que puede culminar con su expulsión de la localidad. En este sentido, como en el caso paradigmático de las conversiones religiosas (Rangel, 2011), las presiones que a veces ejerce la mayoría sobre los disidentes exponen el principio consensual al peligro del sectarismo, haciéndolo derivar en un unitarismo sumamente represivo. Como todo principio, el consenso constituye un ideal que no es aplicado sistemáticamente a todas las elecciones y decisiones colectivas, sino que es orientador de unas costumbres en las que se refleja solo y parcialmente. No por ello, sin embargo, deja de representar la expresión de una soberanía popular que hace de la asamblea comunitaria un espacio democrático, favorable al aprendizaje y el ejercicio de la ciudadanía.
Los tres órdenes del gobierno comunitario
En la Costa Chica de Guerrero los sistemas comunitarios de gobierno presentan una composición tripartita: el gobierno civil, el agrario y el religioso (véase el organigrama), que se repite en toda la región con pequeñas variantes de un municipio a otro, como se observa en los dos peritajes antropológicos que recientemente se hicieron en la región, tanto en San Luis Acatlán (Sierra, y López, 2013) como en Ayutla (Nicasio y Torres, 2015). Cada orden de gobierno articula su funcionamiento en torno a los símbolos físicos de su existencia: el edificio de la comisaría municipal para el gobierno civil; la oficina del comisariado para el agrario; y la iglesia, las estatuas de los santos y los sitios sagrados para el religioso. Al mismo tiempo, los tres están interrelacionados, al depender uno del otro y operar todos bajo un denominador común de grandes principios, orientadores de unas prácticas compartidas.
1. De los tres órdenes, el gobierno religioso es el que más se basa en la costumbre como fuente de normatividad. Tanto es así que, de hecho, la mayoría de los cargos religiosos ostenta un origen colonial, como en el caso de unas mayordomías (también llamadas cofradías o hermandades) que, como grupos ceremoniales integrados con base en el parentesco, se encargan de organizar las fiestas patronales de los santos.10 La importancia de estos grupos deriva de su papel en la carrera de prestigio que une y opone a las comunidades entre sí, dentro una identidad colectiva que es indisociable de estas obligaciones rituales. En efecto, en dichas fiestas se reproducen las relaciones sociales y los valores culturales que estructuran los sentimientos de pertenencia e identificación, tanto a la localidad como a la región. Lejos de representar el despilfarro que pueden parecer, los gastos suntuarios que caracterizan a esta economía de prestigio constituyen una inversión que permite reafirmar a la comunidad en su unidad e identidad.11
Al lado de las festividades, la rutina del culto católico es garantizada por sacristanes y fiscales, quienes, respectivamente, auxilian al sacerdote en su oficio y administran los lugares y bienes del culto. La función de los fiscales varía de una localidad a otra (dependiendo de la presencia o no de sacristanes) y de una parroquia a otra (según su organización por la diócesis correspondiente). Además de estos cargos, también se encuentra el papel que cumplen algunos rezanderos, cantores y otros músicos, cuya función igualmente varía de una localidad a otra, pero que no deja de tener relevancia para la realización de los eventos religiosos que ritman la cotidianidad.12
Si bien el gobierno religioso queda supeditado a la autoridad del gobierno civil, es importante notar que no hay una separación laica entre ambos órdenes, al contrario, se da “una integración estrecha de los cargos religiosos y de las costumbres a la organización municipal” (Dehouve y Bey, 2006, p. 319). Así es como las autoridades civiles, además de las funciones definidas por ley, realizan tareas que la costumbre les asigna para el control de la vida ritual, colaborando de manera activa en las labores del gobierno religioso. Viceversa, las costumbres civiles presentan una dimensión sagrada que, por ejemplo, se observa al elegir nuevas autoridades y en los ritos que lo acompañan.
2. En contraste con la esfera religiosa, el gobierno agrario reviste formas que son indisociables de las políticas del Estado posrevolucionario en la primera mitad del siglo xx. Por ello, es en este ámbito donde el funcionamiento de los gobiernos comunitarios presenta mayor apego al derecho positivo, lo que no significa, sin embargo, que no haya lugar a negociaciones en su aplicación o a costumbres en su interpretación. Dependiendo del régimen de propiedad sobre la tierra, el núcleo agrario puede presentarse como dos figuras legales: la comunidad agraria o el ejido. Sin embargo, en ambos casos su funcionamiento es similar. Más bien, la diferencia específica de este orden de gobierno consiste en su unidad geográfica, el núcleo agrario, que se conforma por las tierras que usufructúan varias comunidades y, por lo tanto, rompe con la unicidad de la localidad.
Las decisiones son tomadas en asamblea general de los derechohabientes (sean comuneros o ejidatarios), que se celebra periódicamente. Cada núcleo agrario cuenta con un reglamento interno que le confiere cierta autonomía. La administración de los títulos de propiedad recae sobre un órgano, el comisariado (de bienes comunales o ejidales), cuyos integrantes ocupan cargos honoríficos, son nombrados por la asamblea y renovados cada tres años. Entre sus principales funciones se encuentran: asumir la gestión de la tierra y su propiedad; regular el manejo de los recursos naturales; controlar los linderos de las parcelas y los del núcleo; resolver los conflictos agrarios; representar al núcleo hacia fuera, y realizar trámites ante las autoridades federales. Formalmente, el gobierno agrario funciona por separado del civil. Sin embargo, en la historia mexicana, propiedad y jurisdicción se vinculan entre sí de manera compleja, debido a una interrelación general entre tenencia de la tierra y administración del territorio. Por lo tanto, los comisariados no dejan de ser lugares estratégicos para la política local, al igual que las comisarías.
3. El gobierno civil hoy representa el orden más importante de los sistemas comunitarios, por la posición que ha llegado a ocupar en la intermediación política entre las localidades y el Estado en sus tres niveles de gobierno. En Guerrero se articula en torno a una institución en apariencia pequeña, pero en realidad central: la comisaría municipal, cuyo funcionamiento es regido por normas que oscilan entre la ley y la costumbre. En efecto, al igual que las delegaciones urbanas, las comisarías municipales gozan de personería jurídica en su calidad de órganos honorarios y desconcentrados del ayuntamiento. Sin embargo, más allá de la figura del comisario, la Ley Orgánica del Municipio Libre del estado de Guerrero no especifica la organización interna de las comisarías, ni la función, el nombre o el número de sus integrantes, por lo que las comunidades gozan de cierta libertad en la materia, dando lugar a una infinidad de pequeñas componendas entre la ley y la costumbre.13
En la Costa Chica, el “gabinete” comisarial lo integran un titular, un suplente, un tesorero y un secretario, como mínimo, que puede completarse con más secretarios y topiles.14 En las localidades más grandes, la comisaría puede contar con regidores distribuidos por área administrativa, reproduciendo así una especialización sobre el modelo del ayuntamiento. Para garantizar la seguridad pública, la comisaría a menudo dispone de un cuerpo de policía compuesto de uno o varios grupos, cada uno con dos comandantes a la cabeza. Este cuerpo policiaco puede depender solamente de la comisaría (policía comisarial) o también de una organización social, como es el caso de la Policía Comunitaria y de la Policía Ciudadana.15 Junto con su gabinete, el comisario cumple con las siguientes funciones: regular la vida social de la colectividad; garantizar la seguridad; administrar justicia; representar a la comunidad hacia fuera; gestionar recursos y obras públicas, además de otras tareas menores y algunas funciones rituales. No obstante, la importancia de estas funciones contrasta con la debilidad institucional de las comisarías, cuyos ingresos provienen sobre todo de la cooperación financiera de los habitantes.
La elección de los cargos comisariales se hace en asamblea general comunitaria, aunque en algunas localidades, por la penetración de los partidos políticos, ahora llega a organizarse por planilla. Esta elección se realiza anualmente a finales de año, para que en enero del año nuevo las autoridades electas reciban formalmente su cargo por un mandato de un año, durante una toma de protesta ritual que tiene lugar en el ayuntamiento.
Por lo general, el presidente municipal respeta la autonomía de las prácticas electorales de las comisarías, pero también se puede negar a reconocer a los electos y a recibir su protesta de ley […] para querer controlar la designación de los comisarios. (Dehouve y Bey, 2006, p. 352.)16
Así es como, al ser autoridades auxiliares del ayuntamiento, las comisarías no dejan de padecer los efectos de su subordinación política, marginación financiera e indefensión jurídica en su relación asimétrica con la cabecera municipal.
En la Costa Chica, los excomisarios pasan a ser los señores “principales” de su comunidad. Herederos de la tradicional gerontocracia, si bien dejaron de tener la importancia que les acordaba el consejo de ancianos, los principales siguen cumpliendo ciertas funciones para el funcionamiento de los sistemas comunitarios de gobierno. Con un cargo honorífico pero vitalicio, suelen realizar tareas que son, sobre todo, de carácter ritual-simbólico: presiden las ceremonias; aconsejan a las asambleas; acompañan a las autoridades en turno; y, en particular, concilian y arbitran los conflictos que surgen, tanto dentro como fuera de la localidad. En general, los principales “son respetados y su opinión tiene prioridad en los temas sociales más importantes, así como en la solución de conflictos. En ellos se concentra el prestigio y el servicio prestado a la comunidad que todos están obligados a reconocer” (Gutiérrez, 1997, p. 26).
Finalmente, el gobierno civil suele complementarse con comités gestores cuya acción se coordina con la del comisario y su gabinete. Al igual que este último, la función, integración y número de estos comités varían de una localidad a otra, dependiendo de las necesidades de servicios públicos (agua potable, drenaje, luz…), de las instituciones del Estado presentes en la comunidad (escuelas, centro de salud…), así como de los programas de desarrollo social que llegan a ella. En efecto, la gestión de los comités
se intensifica considerablemente en los años ochenta, con los programas de tiendas-cooperativas de la Conasupo y, sobre todo, con el Pronasol. Miles de comités se crean en el plano municipal y se integran al sistema tradicional de cargos civiles y religiosos. También los tequios son cada vez más numerosos y frecuentes, ya que el Estado condiciona el financiamiento de las obras de infraestructura a la aportación de mano de obra gratuita. (Recondo, 2007, pp. 375-376).
Generalmente, estos comités se integran con base en pequeños grupos de habitantes nombrados para el cumplimiento de labores destinadas al funcionamiento de algún servicio público. De esta manera, a los cargos más antiguos se han sumado otros, producto de la creación de nuevas tradiciones. Este complejo proceso, en el que se reinventan los usos y costumbres, en un permanente movimiento de transformación sobre sí mismos,
sucede con los servicios que la propia comunidad va generando y son administrados por ella […] La inclusión de este tipo de cargos a su propia organización muestra la flexibilidad de los sistemas normativos […] cualidad que les permite adaptarse a una realidad que se transforma vertiginosamente. (López Bárcenas, 2007, p. 107.)
Conclusiones: algunas tendencias y desafíos
A lo largo del siglo xx, la introducción del dinero, la llegada de las mercancías, la penetración del régimen asalariado y la expansión de la burocracia estatal, junto con la reforma agraria, la escolarización, la descentralización o el éxodo rural, representan todos unos procesos históricos cuyos despliegues entrañaron profundas transformaciones para los sistemas comunitarios de gobierno. Tanto fue así que las prácticas sociales que actualmente dan vida a dichos sistemas distan mucho de la jerarquía tradicional que había sido descrita en su época por la etnología mesoamericanista. Ni cerrados ni corporativos, los gobiernos comunitarios se sostienen en relaciones de poder que se han construido históricamente de manera articulada con las políticas del Estado y las dinámicas del sistema político, tanto regional como nacionalmente. Si bien los “usos y costumbres” comúnmente se asocian a la herencia, la tradición y la reiteración, “esta dimensión conservadora oculta un aspecto paradójico del fenómeno de las costumbres: al mismo tiempo que reproduce la identidad, la transforma, la reinterpreta no solamente para adaptarse al cambio, sino para conducirlo” (Recondo, 2007, p. 384).
Que los sistemas comunitarios de gobierno hayan abandonado algunas de sus tradiciones no significa que la costumbre tienda a desaparecer en las localidades rurales, ni que se convierta en parte decorativa de su folclor, sino que está transformándose al ritmo que exigen los tiempos. En las últimas décadas este cambio se refleja en una disminución general del número de cargos, junto con la transformación morfológica de su distribución entre los tres órdenes de gobierno, a través de unas esferas religiosa y agraria en descenso, en comparación con un ámbito municipal en ascenso. Por lo tanto, ¿cuáles serían las principales tendencias que hoy caracterizan los cambios que afectan a los gobiernos comunitarios?
En su dimensión religiosa, la evolución reciente del gobierno local se enmarca dentro de un proceso general de secularización que tiende a separar cada vez más al gobierno religioso de los otros dos órdenes, hoy en vía de laicización, de manera que se hizo posible que algunos individuos llegaran a asumir la autoridad civil o agraria sin haberse desempeñado previa y necesariamente en los cargos religiosos (y viceversa). Este deterioro de las funciones espirituales en el sistema de cargos se relaciona, y en parte se explica, por los profundos efectos que ha tenido el quiebre del monopolio de la Iglesia católica sobre el mundo rural a raíz de la penetración creciente del protestantismo.
En el ámbito agrario, con el final de la repartición de tierras, el abandono del intervencionismo estatal y la entrada en crisis del corporativismo sindical-campesino, a partir de los años ochenta el núcleo agrario deja de ser el principal receptor de las políticas oficiales en el campo y pierde la posición estructural de intermediación política que había ocupado entre las comunidades rurales y el Estado (Torres-Mazuera, 2016). Al mismo tiempo, las reformas de apertura al multipartidismo y las políticas de descentralización, al fomentar la competencia electoral y la transferencia de presupuestos a los ayuntamientos, provocan la municipalización de una política local (Blancas, 2013), cuyo eje transita del desafío agrario al reto municipal. Ahora se lucha menos por la creación de nuevos ejidos que por la de nuevos municipios. El servicio comunitario se presta más a beneficiarse de los programas de desarrollo social que a acceder a la tierra. En suma, los recursos estratégicos de la política comunitaria pasaron del comisariado a la comisaría.
En consecuencia, el gobierno civil tiende a municipalizarse. Sus costumbres se mimetizan con la ley del municipio, los cargos se asemejan cada vez más a puestos burocráticos y los cargueros a pequeños funcionarios, siguiendo las prácticas de poder instituidas en el ayuntamiento. Estos cambios son aún más patentes en las comisarías más grandes, que buscan dotarse de una institucionalidad capaz de “competir con la cabecera por el control del territorio y los recursos económicos que les corresponda por la vía de las participaciones federales” (Flores Félix, 2007, p. 52). En Guerrero, prueba de ello radica en la multiplicación de las luchas de remunicipalización para la creación de nuevos municipios (Rodríguez Wallenius, 2007). A su vez, el auge de la competencia entre cabecera municipal y localidades anexas coincide con un creciente multipartidismo cuya lógica electoral gana fuerza en el seno de los sistemas comunitarios de gobierno, rompiendo con los principios tradicionales de producción del consenso y gestión del conflicto. Ahora, vía algún partido,
la minoría puede aspirar no solamente a que la escuchen, sino también a mantener su posición en el caso de que no se consiga convencer a los demás. El acuerdo unánime ya no es posible. La unidad está rota, dado que el conflicto encarnado por los disidentes se niega a reabsorberse y reivindica, por el contrario, el reconocimiento público. (Recondo, 2007, p. 356.)
En resumen, en la Costa Chica de Guerrero los procesos de cambio que actualmente experimentan los sistemas comunitarios de gobierno presentan las siguientes tendencias: 1) la municipalización del gobierno civil y su dominación política sobre los dos otros órdenes al laicizarse el gobierno religioso y sustituir al núcleo agrario en la intermediación política con el Estado; 2) la crisis estructural del gobierno religioso con el auge del protestantismo; 3) la crisis del gobierno agrario, con la contrarreforma neoliberal; 4) la disminución general del número de cargos por localidad que debilita en su conjunto al sistema; 5) la partidización de la política local, cuya lógica mayoritaria corrompe el consenso; 6) la burocratización de los cargos, que vulnera el principio del servicio comunitario; 7) la especialización técnica de los cargos, que afecta el principio de rotación y fomenta su privatización y, en forma general, 8) la mercantilización del funcionamiento de los gobiernos comunitarios.
En este sentido, de todas las tendencias observadas, esta última parece representar uno de los mayores desafíos que hoy enfrentan las comunidades rurales. La precariedad material con la que operan sus órdenes de gobierno las expone a la dependencia tanto del subsidio estatal como de la iniciativa privada. Así es como, ante los crecientes gastos que implican las labores de gestión política, las localidades recurren cada vez más a pactos mercantiles con empresas. En la Costa Chica son dos los casos paradigmáticos de esta dependencia del gran capital. En el ámbito civil, parte importante del presupuesto de las comisarías proviene de los contratos de exclusividad que sus gabinetes negocian con las empresas cerveceras y refresqueras, para así constituir monopolios locales. Por su lado, en el ámbito agrario los comisariados se financian básicamente por las rentas de concesiones otorgadas al sector extractivo a favor de empresas constructoras, madereras o embotelladoras que explotan cerros, bosques y ríos. Esta dependencia mercantil de los intereses empresariales se ha profundizado en los últimos años. Además de los riesgos sanitarios y ecológicos que entraña, representa un peligro inmediato que amenaza el principio de publicidad, así como el carácter genuinamente comunitario de los gobiernos locales.
Finalmente, los gobiernos locales también enfrentan los retos de sus contradicciones internas ante la necesidad de profundizar su democratización. Si bien fue arrebatado el control que ejercía el consejo de ancianos, todavía hoy la herencia tradicionalista sigue marginando a mujeres y jóvenes del ejercicio del poder comunitario. La costumbre siempre ha sido de doble filo. Puede esconder el autoritarismo de los viejos cacicazgos o fomentar la organización de nuevos campos de lucha. Abandonar los primeros para construir los segundos dependerá de las capacidades colectivas de las comunidades de reinventar las tradiciones del pasado para impulsar los proyectos del futuro.