En las últimas tres décadas se publicaron infinidad de textos (algunos de ellos referidos aquí) que hablan de una antropología y una etnografía del Estado. A diferencia de la literatura previa, que daba por sentada su presencia en burocracias, aparatos y violencia institucional, con un marcado carácter centralizado y omnipotente, en la nueva literatura se exploraba más bien su presencia contradictoria, diluida, multiforme y, a veces, fantasmagórica. Primero se habla de una diversidad de formas de estatalidad. La idea de Estado aparece por la vía de la asamblea y la constitución, la revolución social y toma del poder; emerge fundada en distintos modelos de soberanía, asamblea, constitución, ciudadanía, pueblo y nación; es resultado de relaciones coloniales e imperiales; adquiere formas como las alcanzadas al final de las guerras mundiales, entre las de Estado de bienestar, moderno, desarrollado, poscolonial, multicultural o de aparentes contrapartes, como el Estado autoritario, fallido, a la sombra, entre otras. Iniciado el siglo XXI, en un mundo cada vez más rico y desigual, con más instituciones y acuerdos internacionales y a la vez más convulso y en franca reconfiguración (o destrucción, en algunos lugares), el Estado reaparece constantemente, invocado entre las audiencias más diversas y con las formas más disímiles, a veces de manera un tanto borrosa y sutil, otras de forma clara y directa.
En segundo lugar, no parecía haber un Estado como entidad perfectamente consistente, delineada, centralizada y articulada. Muchas investigaciones cuestionaron concepciones previas del Estado que asumían acríticamente su carácter lineal, homogéneo o monolítico, imagen regularmente derivada de documentos, aparatos y tecnologías que sustentan y objetivan el Estado en cuestión (es decir, el de la autorrepresentación o del deber ser). En contraste, las nuevas etnografías ofrecen muchos otros modos de entender el Estado en procesos concretos, complejos, a través de acercamientos a prácticas y representaciones locales (Gupta, 2006), a maneras cotidianas de formación (Joseph, & Nugent, 1994), a prácticas organizativas y discursivas (Nuijten, 2003, & 2004), a experiencias en diversos niveles de poder y regulación (Agudo, & Estrada, 2014; Agudo; Estrada, & Braig, 2017), a prácticas, lugares y lenguajes en los márgenes (Das, & Poole, 2008).2
A pesar de los cuestionamientos, la idea de Estado como fuerza centralizada reaparece como foco de la reflexión política, imaginado como actor central y finalidad misma de la acción, transfigurado en nuevas discusiones en el espacio público, por diversas razones y en los más alejados puntos del globo. Se dirá que, por más endeble que parezca al análisis cauteloso, hay una idea de Estado que sigue siendo un objeto político relevante, una que vive entre las personas, en interacciones cotidianas entre burocracias y sus clientes, pero también en distintos escenarios de prácticas organizativas y discursivas (Nuijten, 2003). Esta reaparición se ha expresado nuevamente, con énfasis, durante la coyuntura de la emergencia por la pandemia del covid-19 en el año 2020.3
No es tampoco paradójico que la antropología del Estado haya proliferado como área de investigación y debate en este periodo, justo cuando se producen transformaciones importantes de las instituciones de la estatalidad heredadas de diversas experiencias. En medio de estos cambios concretos, los antropólogos se interesaron más activamente por entender las maneras en que el Estado (aunque informe, multiforme e indefinible a veces) interviene, juega un papel, actúa, modela o produce efectos en las configuraciones sociales en las que tiene presencia, cambiante, y sin necesariamente empequeñecerse, reducirse o desaparecer (véase, por ejemplo, Hansen, & Stepputat, 2001; Nuijten, 2003; Sharma, & Gupta, 2006; Agudo, & Estrada, 2011 y 2014). Incluso si se trata de una entidad o un espacio de ambigüedad e incertidumbre, cargada de variabilidad y maleabilidad, llama constantemente a nuevas investigaciones, con ingeniosas propuestas etnográficas que buscan experimentar su concreción y que nunca terminan de abarcarla. Se podría decir que, a pesar de su indefinición y su carácter multiforme, en algunos escenarios sigue siendo el tema político central, el sujeto activo de lo político. En muchos ámbitos, aun cuando se pretende evadir su invocación (como en las discusiones antropológicas o en argumentaciones anarquistas), surge igualmente como presencia espectral. Como dicen Das y Poole: “Aquí [Clastres, 1978], así como en un sinnúmero de otros textos antropológicos, se asume que el Estado es una presencia fantasmagórica o inevitable que moldea el sentido y la forma que el poder toma en cualquier sociedad dada” (Das, & Poole, 2008, p. 21).
Frente a este dilema, se propuso entonces una antropología del poder enfocada en analizar la política más allá Estado.4 Nuijten (2003), por ejemplo, proponía analizar la idea de Estado como parte de las prácticas organizativas y discursivas, en fluidos campos de lucha que cambian conforme se mueven los intereses y las disputas de las personas, pues es allí donde surgen invocaciones del Estado. El reto, entonces, no está en tratar de definir lo que es el Estado, “una de las formas en que ese espectro encarna en la discusión conceptual en el ámbito jurídico/burocrático, académico y en la vida cotidiana” (Nuijten, 2003); consiste, más bien, en analizar las maneras en que se invoca en dinámicas de poder de distintas escalas (como lo hace ya la antropología referida). Este ensayo se propone mirar ciertas formas contemporáneas de invocación de estatalidad en disputas políticas vivas y usar tres formas prácticas y discursivas: réplicas, fractales y fetiches.
Réplicas
“¿Acaso la caricatura no capta la esencia precisa de las cosas y convierte mágicamente la copia en algo más poderoso que el original? ¿Y qué puede haber más poderoso que el Estado moderno?” Ocurre que el mundo de la magia está cambiando; más bien, ya cambió… ¿No fue Lenin quien escribió en 1919 que virtualmente todas las disputas políticas y las diferencias de opinión remiten al concepto de Estado?, sólo para luego añadir: “Ahora bien, concretamente: ¿qué es el Estado?”
Taussig, 2015, p. 17
A pesar de las múltiples declaratorias de muerte y autopsias pronunciadas, algunos de los últimos acontecimientos en el mundo nos muestran que la idea de Estado está muy presente. Se trata de la antigua figura del Estado como comunidad política, territorial, y que aspira al monopolio de la violencia legítima (parafraseando a Max Weber), que coincide con una o con varias naciones. Esta unidad imaginada se expresa, por ejemplo, en características fenotípicas (como en “make America white again”) o en distinciones religiosas (como en las diversas formas de islamofobia en Europa, Estados Unidos y Australia). En otros casos, se expresa como simple rechazo a la inmigración o a los costos de la cooperación internacional. Tres escenarios sirven de ejemplo: la idea de un Estado Islámico, el acontecimiento conocido como Brexit y el resultado de las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos.
Como consecuencia de diversos conflictos regionales y mundiales, además de muchos flujos de información, recursos e ideas, un conjunto de grupos armados, herederos de diversos conflictos, ha impulsado su concertación en torno a un proyecto en el Asia central: la formación de un Estado Islámico. Aunque la idea parece impulsar una comunidad política sobre la base de una comunidad religiosa, se trata también de la instauración de un Estado en un área que abarca desde Siria hasta Irak, teniendo como modelo un desaparecido e idealizado califato, o incluso el antiguo imperio otomano (uno de los imperios desmembrados al final de la Primera Guerra Mundial).5 Se combinan así elementos de distintos modelos de Estado-nación: unos que emulan los procesos de formación del Estado moderno europeo, otros que reelaboran la historia previa en la región, todo ello con un fuerte discurso en contra de los Estados de Europa y de Estados Unidos.6 Pero esa animación del Estado-nación/religión no es única.
A contracorriente de otras formas de configuración internacional, en especial las que surgieron a partir de la caída del muro de Berlín y las integraciones regionales en Europa y Norteamérica, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea (decidida en referéndum en junio de 2016) muestra una clara reanimación de un imaginario político que enfatiza la unidad del Estado (uno multinacional, parlamentario y en parte monárquico en este caso) frente a otras formas de organización transnacionales. Las razones esgrimidas para tal resultado van desde actitudes de rechazo a la inmigración (cuyo tema central es las fronteras)7 -hasta el cuestionamiento de los costos que significa para la sociedad británica su participación en la Unión Europea (a la que se habían unido con reservas, sin aceptar otros instrumentos, como el euro como moneda común, el área Schengen y las políticas europeas de seguridad e inmigración). La salida, además, no fue resultado de una decisión de cúpula, sino de un referendo amplio, incuestionable desde el punto de vista de las instituciones democráticas. Algunos analistas han mostrado, no obstante, que el resultado tiene sesgos generacionales, regionales y nacionales interesantes (con posiciones contrapuestas de Escocia, Gales e Irlanda), e incluso que las elecciones inmediatamente posteriores en Gran Bretaña muestran un arrepentimiento de la decisión entre los votantes (Becker; Fetzer, & Novy, 2017).8
Por otro lado, los resultados electorales de 2016 en Estados Unidos ofrecen también otra forma contemporánea de reanimación de la idea de Estado. La campaña del candidato ganador estuvo sustentada en ideas que resultaron muy populares, como la expulsión de inmigrantes ilegales, el cierre de las fronteras a inmigrantes de cierto perfil, la propuesta de revisar acuerdos de integración económica regional en el área norteamericana e incluso la construcción de un muro a lo largo de toda la frontera sur, combinadas con alertas de supuesta amenaza en contra de una también supuesta América blanca. La idea de resolver problemas internos de empleo e inversión con mecanismos de exclusión, expulsión y cierre de fronteras ofrece muchos elementos para entender la vitalidad del modelo de Estado.9 Es interesante también que, para las elecciones del año 2020, en medio de la pandemia, estas ofertas políticas hayan tenido el respaldo de más de 40% de votos emitidos, de un total que representa el 67% de votantes registrados.10
En estos tres escenarios políticos la reaparición o invocación de la figura del Estado como entidad unitaria, cierta y protectora, con fronteras precisas, que une en el interior a la vez que separa del entorno, es un elemento significativo. La preeminencia de una idea de Estado (fundado en nociones de fe, nación, raza o simple conveniencia gerencial del bienestar interno) frente a las dinámicas de integración tanto multilateral como mundial es destacable. Lo mismo ocurre en otros escenarios de discusión política cuando nuevas unidades buscan la estatalidad como forma de organización interna y de definición externa, en tanto les permite entrar en la comunidad de naciones. Ha sido la historia, por ejemplo, de Israel y de Palestina, pero también lo es de las repúblicas que fueron miembros de la Unión Soviética o de la desaparecida Yugoslavia.11 Reafirmar el Estado o ser Estado parece así una ilusión constante en distintos escenarios. Pero el Estado no aparece sólo en estas formas miméticas o en esos replicantes.
Fractales
Seguro que en estos momentos el lector debe estar pensando: “De acuerdo, pero ¿qué tiene que ver todo esto con el tipo de comunidades insurreccionalistas a las que se refieren normalmente los teóricos revolucionarios cuando emplean el concepto de ‘contrapoder’?”Graeber, 2011, p. 41
En el año 2020, en el contexto de la pandemia del covid-19, muchos de los mecanismos usados para reducir el número de contagios pusieron de manifiesto formas de intervención de las burocracias gubernamentales con diferentes mecanismos de control y vigilancia de la ciudadanía, de los no-ciudadanos y de las áreas de actividad y reclusión a las que se constriñe cada uno de ellos. Aunque el combate a la pandemia es global por ser ella misma global, las medidas están tamizadas por los Estados, como lo han señalado varios analistas a partir de información sobre el manejo diferencial de la pandemia. Han (2020), por ejemplo, sugiere que el manejo de la pandemia en algunos países de oriente (como Corea del Sur y China) ha sido más eficiente por la presencia histórica de sociedades con Estados más autoritarios, que acostumbran formas más acusadas de vigilancia de los ciudadanos y de restricción de la movilidad, organizadas desde un poder central, capacidad que ahora se potencia con el uso de tecnologías digitales. No es extraño que en el contexto de la pandemia las nociones de “biopolítica” de Foucault y de “Estado de excepción” de Agamben fueran citadas recurrentemente, como lo advirtió también Han, entre otros. Preciado (2020) postula que la forma que adquiere el manejo de las pandemias está definida por la soberanía política que construye una comunidad. Badiou (2020) plantea el problema en términos de un conjunto de contradicciones entre la pandemia y la economía global, por un lado, y las fuerzas políticas nacionales, por el otro. La pandemia actual, vivida como una fase de inflexión en la historia global contemporánea, ha hecho visible con más fuerza la idea de Estado como el actor que maneja las medidas para prevenir el daño, no a las entidades globales.
Mientras vivíamos una era de nuevas integraciones multinacionales, muchas formas de regulación de la gubernamentalidad se han trasladado a instancias internacionales que juegan un papel, si no de influencia, al menos de referencia en diversas áreas de política pública. No es que antes no hayan existido estos impulsos. De hecho, muchos de los estándares actuales en aspectos como los sistemas de pesos y medidas, las unidades de medida de energía, o ciertos temas de ciencia y tecnología, son resultado de acuerdos y disposiciones internacionales, impuestas de manera desigual por grandes empresas o por arreglos multilaterales de gobiernos para dar facilidad y certeza a la comunicación y circulación transnacional de cosas, máquinas, personas, símbolos y signos. Pero, a diferencia de los análisis lineales que encuentran en los impulsos actuales una definitiva homogeneización, la historia nos ha mostrado que se trata de procesos desiguales, variables y no carentes de múltiples y contradictorios despliegues. La relación entre estos impulsos mundializadores y los Estados ha resultado también en complejos procesos y trayectorias de globalización y localización. Véase, por ejemplo, el caso de los sistemas de pesos y medidas en Vera, 2014.
No obstante, y a pesar del nacimiento y muerte de algunas formas de Estado específicas, en ningún caso previo la mundialización ha significado la desaparición de los Estados como unidades políticas y como aparatos de representación. Por el contrario, la comunidad internacional se concibe aún como una animada, aunque no siempre cordial, reunión de los Estados miembros. Eso, sobre todo, al final de la Segunda Guerra (es decir, ya caídos los imperios decimonónicos), la subsiguiente transformación de colonias en nuevos Estados y la caída del muro de Berlín. Además, han surgido paulatinamente nuevas formas de contemporización de los Estados-nacionales a través de esquemas estandarizados de medición de, por ejemplo, la educación, el desarrollo, la seguridad, el respeto a los derechos humanos, el uso de energía y la regulación del efecto invernadero. Sin embargo, eso no indica un desarrollo lineal hacia la desaparición del Estado.
Hay propuestas de creación de un gobierno global. Sin embargo, parece que la estatalidad sigue cumpliendo con distintos papeles importantes en el orden mundial, en especial en el manejo de las diferencias sociales y la hegemonía sobre una población (como en los últimos 200 años), es decir, en la instauración de formas de organización que permiten la operación de los grandes flujos espacio-temporales de capitales (en forma de objetos, personas y valores) y manejar las consecuencias en los límites de la democracia o la dictadura, parafraseando y ampliando lo que Smith (2011) ha llamado la hegemonía selectiva. Hay, además, otro elemento interesante en la relación entre Estado y orden mundial: procesos de mimesis. Es decir, los acuerdos multilaterales siguen operando desde los Estados, y por ellos, y en algunos casos los organismos que emergen son símiles de elementos del modelo de Estado-nacional, como la moneda y la banca, la asamblea y la división de poderes. Es decir, que el orden mundial mismo puede imitar las formas del Estado en una nueva escala, en una forma fractal.
Por otro lado, las experiencias más localizadas de organización que apelan a otras formas de gobierno no escapan tampoco del todo a esta lógica fractal. Los gobiernos de facto en áreas marginales de América Latina, por ejemplo, con sus guardias, cárceles, autoridades electas por asamblea y con una autoimagen de resistencia, podrían ser analizados no como formas de contrapoder, sino como otras formas miméticas del Estado. Los proyectos de organización autónoma en Chiapas, por ejemplo, no replican la estatalidad en todos los términos, aunque sí en ciertos formatos de organización que apelan a cierta estatalidad en escala distinta. Eso se expresa no sólo en el uso de símbolos que son parte de la idea de un Estado-nación (por ejemplo, la imagen del líder guerrillero Zapata, de la bandera tricolor o del indígena como figura mítica fundamental de la nación). La idea de tener un buen gobierno (emanado del pueblo, rotativo y participativo), una educación escolarizada (Baronnet, 2010) y un servicio médico autónomo (Heredia, 2007), de cierta forma mantiene una relación mimética con las ideas del Estado del México posrevolucionario,12 en su papel de garante de derechos (traducidos en servicios) en la vida de sus ciudadanos. No es extraño que hayan aparecido también pronunciamientos sobre la pandemia y las medidas a tomar: lavarse las manos, llevar mascarillas y construir otros mundos.13 De alguna manera, formas locales como ésta, con discursos y prácticas de contrapoder sin duda, están en contraposición productiva y destructiva, digamos, con modelos de organización estatal en otro momento (como las tuvieron también las distintas experiencias que dieron origen a democracias, socialismos y autoritarismos en la historia contemporánea).
En México se han formado recientemente otras organizaciones, grupos de seguridad paralelos, gobiernos paralelos, instituciones paralelas (o burocracias no gubernamentales o de la sociedad civil) o grupos de empresarios o compañías religiosas legales e ilegales que toman en sus manos (por razones de publicidad, protección o competencia) las tareas sociales que las instancias gubernamentales no pueden o no han querido cubrir. Tenemos, así, grupos de autodefensa, grupos del crimen organizado, iglesias de distintos credos o empresas de televisión, telecomunicaciones o farmacéuticas, por ejemplo, que impulsan acciones de atención médica gratuita, de alimentos y despensas (incluso en la cuarentena por la pandemia) para los más pobres o de empleo para los jóvenes. ¿De quién termina siendo la potestad y la responsabilidad del bienestar y la seguridad de los ciudadanos? ¿Hay una tensión entre estas formas de “autonomía” organizativa y el Estado o se trata de contradicciones producidas dentro de los marcos de una estatalidad común, una soberanía disputada, como dicen Agudo, & Estrada (2017)?
En general, podría hablarse de una transformación y quizás erosión de ciertos Estados frente a instancias, fuerzas y regulaciones transnacionales o frente a tomas de facto del control por parte de grupos organizados dentro del Estado; sin embargo, lo que se produce es una reformulación de la idea de Estado, como réplica o fractal. ¿Podemos pensar en otros términos la organización de unidades políticas y sus responsabilidades frente a los ciudadanos o seguiremos atrapados por mucho tiempo en el lenguaje ilustrado del Estado, la política y sus derivados, en una historia de reajustes y recomposiciones de las instituciones políticas, de las presencias fantasmagóricas, como ha sido en los últimos doscientos años?14 ¿Podemos ir más allá de lo que Nuijten (2003) apunta en el párrafo inicial de este ensayo?
Fetiches
Con qué naturalidad conferimos entidad y luego
proporcionamos vida; es el caso de Dios, de la economía,
del Estado: entidades abstractas a las que hemos otorgado
Ser, especies asombrosas, con fuerza vital propia, capaces
de trascender a los meros mortales. Naturalmente se trata
de fetiches, totalidades inventadas a partir de artificios
materializados, en cuya lastimera insuficiencia de ser hemos
depositado la materia misma el alma.
Taussig, 2015, p. 15
Dos casos recientes de miseria humana, de violencia, de injusticia y de culpa social han llamado mucho la atención en los medios en América Latina y permiten ilustrar otra forma de invocación del Estado contemporáneo: el caso de Ayotzinapa y el de las niñas fallecidas en un incendio en un albergue de Guatemala.
El primer caso se refiere a un grupo de estudiantes de una normal rural de Guerrero (un estado pobre del sur de México), agredidos por fuerzas policiacas, detenidos y después presuntamente entregados a sicarios de cárteles que operan en la región. Hasta la fecha, 43 de ellos están desaparecidos, y aún se tienen muchas dudas sobre las diversas versiones de su desaparición (incluida la oficial que dice que fueron asesinados y sus cuerpos quemados en un basurero; véase Equipo Argentino de Antropología Forense, 2016).15 Es destacable la enorme movilización social en torno a este caso, la gran presencia de medios y organizaciones internacionales en la investigación y, sobre todo, la protesta. Las multitudinarias marchas tenían muchas consignas, pero quizá la más constante y visible era una: Fue el Estado.
El otro caso ocurrió en un albergue de niños y jóvenes, ubicado en las afueras de San José Pinula, un poblado cercano a la ciudad de Guatemala. Se trata del albergue Hogar Seguro Virgen de la Asunción, donde el 8 de marzo de 2017 varias niñas murieron quemadas como consecuencia de un incendio ocurrido en el lugar en que estaban recluidas bajo llave,16 según una nota del New York Times, en su edición en español:
El Hogar Seguro Virgen de la Asunción, situado en las afueras de la capital guatemalteca, es el principal centro de acogida de menores de Guatemala. El gobierno lo fundó en 2010, y allí viven, en distintas áreas y sin protocolos claros de atención diferenciada, niños huérfanos o abandonados, víctimas de trata o de violencia intrafamiliar, menores en conflicto con la ley (algunos señalados de extorsión o asesinato) y miembros de pandillas cuyos padres decidieron que no tenían la capacidad para hacerse cargo. Noventa por ciento de los habitantes del hogar tienen padres o familiares cercanos, pero están internados por orden judicial (Naveda, & Arrazola, 2017).
Era entonces un albergue para jóvenes en conflicto con la ley, pero también víctimas de abandono y abuso. Un día, durante lo que parece ser era una protesta por las condiciones de reclusión y hacinamiento, pero también por abusos cometidos en el mismo albergue, se inició un fuego en las celdas de reclusión de las niñas y el fuego salió de control y mató a 40 de ellas. Un intento fallido de huida había precedido a los acontecimientos. Las versiones de los hechos son también múltiples y las protestas y movilizaciones fueron visibles. En este caso también apareció la misma consigna: Fue el Estado.
No se trata de dos casos únicos y aislados, tampoco, aunque sí tuvieron una repercusión distinta quizá porque se dieron en una era de comunicación globalizada y medios audiovisuales que producen imágenes que viajan a gran velocidad. Lo interesante es que en ambos casos apareció el tema del Estado en el centro, quizá como una forma de enfatizar la politización de los hechos. La consigna Fue el Estado resulta una extensión de una idea ampliamente presente en la protesta social: la de que hay un poder central al que se atribuye ya sea capacidad de solución o, en la mayoría de los casos, la negligencia en su actuación o la responsabilidad de los agravios. En ambos casos hay autoridades locales involucradas: gobernantes de nivel local, policías o directivos y trabajadores del albergue. Es decir, la invocación del Estado (o “el sistema” como ha ocurrido en muchas protestas y se repite en muchos argumentos políticos, en especial de la prensa, de los líderes y de las organizaciones opositoras a los gobiernos) es una manera de implicar ampliamente a la sociedad en la condena de los hechos y de lograr la movilización de fuerzas para atender los casos, pero también para cuestionar la actuación de autoridades e instituciones. Sin embargo, también podría tener como efecto la reificación del Estado como poder centralizado, capaz de organizar y operar de manera coordinada muchos aspectos de la vida (aun cuando se refiere al Estado como un aparato con funcionamiento fallido, cómplice o de autoría clara). En la foto del diario Prensa Libre de Guatemala, por ejemplo, se ve una cartulina con un letrero sobre la pared que dice: ¡¡ESTADO CORRUPTO!! ¡¡ESTADO FALLIDO!! ¡¡ESTADO ASESINO DE NUESTRAS NIÑAS!!17 El Estado aparece así como fetiche, es decir, como un objeto al que se atribuyen fuerzas y capacidades socialmente producidas.18
Entre la elaboración de un fetiche y la antropología
Lo dicho en torno a la protesta social se aplica a los demás casos: los acontecimientos pueden leerse como formas de politización, es decir, de colocación de las acciones en el contexto de la discusión pública, del cuestionamiento de las instituciones de justicia, bienestar y seguridad, además de ser una forma de someter a juicio público la actuación específica de ciertos políticos. La resonancia de los casos en los medios electrónicos, escritos y audiovisuales, y su permanente discusión y revisión, la movilización y la protesta, así como la constante vigilancia sobre la actuación de las autoridades en la resolución jurídica de las causales de los hechos criminales, han mostrado ser un poderoso elemento movilizador en estas sociedades, cada vez más ligadas al impacto espectacular de los medios. Pero, al mismo tiempo, las formas que adquieren las discusiones, la protesta, la imaginación discursiva, participan de hacer un fetiche de la idea de Estado, al atribuir a los respectivos aparatos políticos, administrativos y policiacos la representatividad única de una forma específica de operación del poder. ¿Cómo ir más allá de concebir al Estado como si fuera un fetiche?
Justamente la exploración de los diversos mecanismos de poder que se pretende abarcar y entender con la idea de Estado, de una manera reducida y quizá propicia para concebir un fetiche, sea la tarea más significativa de la antropología del Estado. La idea es entender, por ejemplo, distintos niveles y formas de movilización, tráfico y operación de influencias que impactan en decisiones, incluido el lobbying de las grandes empresas petroleras en las oficinas de los congresistas y ejecutivos de distintos gobiernos; las relaciones entre las grandes empresas de armas, drogas y tráfico humano y los aparatos de migración, aduana y otros órganos policiacos; las de producción de mercancías diversas y las instancias gubernamentales que regulan precios, salarios y beneficios sociales; también se trataría de entender los vínculos entre diversas formas de gobierno paralelo y la redistribución y disputa de territorios y rutas de migración y tráfico, o las guerras por los niños y jóvenes entre grandes misiones religiosas, los reclutadores para la guerra y la mafia o la formación de trabajadores dóciles; igualmente, sería interesante estudiar las conexiones entre la redistribución del territorio y los recursos y los acuerdos e instituciones multilaterales abocadas a la regulación del medioambiente, la energía y el cambio climático. En fin, en este ambiente de tráficos e interacciones desiguales se generan muchas áreas de disputa y permanente reconstrucción de gobernanza, gubernamentalidad, hegemonía o elaboración de lo jurídico, inestables, contingentes e incompletas siempre, que nos abren un panorama amplio de dinámicas sociales difíciles de reducir a análisis de Estados fallidos, de tipologías de Estado o de “fue el Estado”. Por otra parte, quizá poner suficiente distancia de la idea de Estado, sus espectros en forma de réplicas, fractales y fetiches, nos lleve a la búsqueda de un análisis de las fuerzas que impulsan la producción de sociedad más allá de la estatalidad.