A la memoria de Pierre Bourdieu
El Desplazamiento Interno Forzado (DIF) es multicausal y entraña un tipo de migración que se invisibiliza por no implicar el cruce de fronteras internacionales. Diversos autores sostienen que para los sectores socioeconómicamente más desprotegidos la migración siempre es forzada (Celis, & Aierdi, 2015): falta de oportunidades, exclusión socioeconómica, desastres ambientales, guerras, conflictos internos, o violencia criminal, orillan a amplios grupos humanos a abandonar sus territorios. En 2019 se calculó que cerca de 50.8 millones de personas estaban en condición de desplazados internos en todo el mundo, de los cuales 47.5 millones lo fueron a causa de conflictos y violencia, mientras que los restantes lo fueron a causa de desastres (IDMC, 2020).
En México, la visibilidad del fenómeno es relativamente reciente tras la exacerbación de la violencia ligada a la ‘guerra contra el narcotráfico’; organismos no gubernamentales documentaron que entre 2007 y 2019 aproximadamente 341 408 personas se desplazaron de manera forzada por violencia. Ello sólo contempla desplazamientos de grupos de 50 personas o más, que son reportados por la prensa, y la mayor incidencia ocurre en estados como Tamaulipas, Coahuila, Sinaloa, Guerrero y Michoacán. En 2019 44% de los casos a nivel nacional fueron de Guerrero (Pigeonutt, 2019), donde los desplazamientos internos forzados por violencia son intraurbanos -en Acapulco (Del Carmen, 2019)- y rurales.
Este trabajo se centra en el segundo tipo (rural) y explora a través de dos casos de desplazamiento interno forzado masivo cómo se articulan diversas fuentes de violencia en la expulsión y estigmatización de personas por su lugar de origen y sus actividades económicas, lo cual deriva en la pregunta central: ¿qué expectativas de inserción y problemáticas enfrentan personas desplazadas que proceden de entornos estigmatizados por el cultivo de estupefacientes? Tanto el contexto de expulsión como el de recepción son entornos sociales donde la violencia, la impunidad y la ineficacia institucional plantean una situación de vulnerabilidad e indefensión para quienes son forzados a desarraigarse.
De esta forma, el trabajo se divide en cuatro grandes apartados: 1) se plantea que el DIF se liga con una determinada relación entre el Estado y comunidades marginalizadas, evidenciándose a través de serie de representaciones y estereotipos estigmatizados que operan en el contexto de recepción, así como las opciones metodológicas de combinar estudios de casos con un enfoque cualitativo de curso de vida; 2) se analizan dinámicas de violencia en Guerrero y su vinculación con el desplazamiento masivo de personas; 3) se da cuenta del proceso de desplazamiento de miembros de una familia extensa y sus condiciones -y expectativas- de vida ligadas a la edad, escolaridad y etapa de ciclo vital, una vez que llegaron a Atoyac de Álvarez, un entorno semi rural con altas tasas de homicidios, y 4) se analizan estereotipos racializados que categorizan a los pobladores de la Sierra como un factor que les dificulta insertarse en el contexto de recepción y ejercer sus derechos.
El desplazamiento interno forzado por violencia: Estado y comunidades campesinas marginales
El desplazamiento interno forzado (DIF) suele ser por goteo (en pequeños números o núcleos familiares) y resulta difícil de cuantificar, excepto cuando ocurren episodios masivos (de cincuenta o más personas). La ausencia de registros confiables expresa disputas por la representación de las violencias que producen el desplazamiento (Oslender, 2010), invisibilizando que se vincula con una determinada relación entre el Estado nacional y las comunidades marginalizadas, históricamente construida, que articula una serie de violencias. El Estado nacional poscolonial hereda su forma de la original dispersión de soberanía en diferentes niveles de administración concesionados en manos privadas (Comaroff, & Comaroff, 2006), evidenciada en la importancia y el gran poder de los intermediarios políticos a nivel local.
Más allá de la aparente coherencia que irradian las instituciones estatales formales (Taussig, 1997), las fronteras entre lo legal y lo ilegal no son perennes ni absolutas: las leyes y su aplicación expresan articulaciones entre lo formal y lo informal, entre la norma y la excepción (Misse; Míguez, & Isla, 2014). Esto supone concebir al Estado como un ‘estado de cosas’ (Bourdieu, 2014 y 2000), es decir, la operación efectiva de criterios de inclusión/exclusión, mando/obediencia en el espacio social, que son el sustrato de desigualdades subyacentes a las estrategias de producción y reproducción de relaciones de poder en distintos ámbitos de la vida social.
Así, el poder simbólico del Estado (que legitima el orden social y sus desigualdades) está sujeto a disputas por parte de grupos de interés concretos, que expresan arreglos sociales, correlaciones de fuerza y diversas concentraciones o dispersiones de poder (Foucault, 1990 y 1980). La visión estadocéntrica enfocada en instituciones formales del Estado, desde la cual todo aquello que contraviene el orden es ilegal, oculta que en entornos donde arreglos informales operan más eficazmente se evidencian los límites de la idea clásica de soberanía estatal como poder centralizado: el control de los territorios, recursos y poblaciones que los habitan se configuran a partir de articulaciones históricamente condicionadas de diversos niveles de soberanía (Das, & Poole, 2009; Hansen, & Stepputat, 2006).
En este sentido, el Estado moderno postcolonial reproduce una relación de extracción violenta y ‘redención’ con sus márgenes, que son territorios ‘aislados’ (de difícil acceso, carentes de infraestructura), ‘incivilizados’ -por no seguir la concentración poblacional de las urbes-, ‘vacíos’ -al ser habitados por comunidades ‘ociosas’- y ricos en recursos naturales, dispuestos para ser explotados. En estas ‘tierras de nadie’ (Serje, 2005) la existencia de milicias privadas es correlativa a la ‘ausencia’ de las instituciones formales del Estado: ahí los intermediarios políticos controlan el contrabando de armas y acaparan la producción de cultivos ilegales, mientras que los productores son extorsionados o perseguidos por las fuerzas públicas.
La documentación de la violencia y el desplazamiento interno forzado en Colombia da cuenta de la articulación entre estas relaciones Estado-comunidades marginalizadas, con procesos globales de renovada extracción de recursos (Celis y Ayerdi, 2015; Vélez, 2013), donde la población desplazada atraviesa por procesos de desarraigo propios de lo que autores como Gerlach (2010) han denominado ‘reasentamientos estratégicos’ empujados por intereses capitalistas a lo largo de todo el orbe, principalmente durante el siglo XX.
El desarraigo tiene consecuencias duraderas que son diferenciadas, según factores sociodemográficos como la edad, el sexo, o la escolaridad. Adicionalmente, el desplazamiento supone una enorme incertidumbre sobre las posibilidades de arraigo en otros entornos, ligadas a la condición socioeconómica de origen (Durin, 2012). En este sentido, es pertinente analizar cómo los contextos de recepción (Asad, 2015) pueden agravar la situación de desarraigo cuando sobre los desplazados pesan sospechas ligadas a sus actividades productivas y lugares de origen (Pécaut, 2000). La interacción de múltiples violencias afecta vínculos comunitarios, familiares e individuales, que se reestructuran a partir de desgarramientos: nuevos criterios de adscripción grupal se producen a partir de asociaciones con las fuentes de violencia, afectando pertenencias grupales (Broch-Due, 2006) y referentes espaciotemporales.
En julio de 2018 y entre abril y julio de 2019 realicé diversas visitas a Atoyac de Álvarez. En julio de 2018 entrevisté a miembros de una familia desplazada refugiada en la cabecera municipal que llegó en abril de 2018 debido a extremas condiciones de violencia en su localidad de origen, ubicada en el municipio de San Miguel Totolapan; el 20 de julio de ese mismo año alrededor de 130 personas procedentes de otra localidad del mismo municipio llegaron a una localidad serrana de Atoyac, llamada Río Santiago (Briceño, 2018). Para la siguiente visita (abril y julio de 2019) ya no quedaban miembros de la familia entrevistada; nuevos desplazados de Otatlán (San Miguel Totolapan) habían llegado a Río Santiago (Atoyac de Álvarez). Ello evidencia diversos aspectos que complejizan el estudio del desplazamiento interno forzado: 1) la inestabilidad de las condiciones de seguridad y violencia en Guerrero; 2) la inestabilidad residencial de quienes se desplazan por violencia.
Este trabajo se centra en estereotipos construidos en torno a los desplazados y prejuicios sobre las razones de su desplazamiento, desde una perspectiva que pone en juego las subjetividades: más allá de los datos estadísticos los afectados atraviesan por procesos de estigmatización que se conjugan con condiciones comunitarias adversas y poca atención institucional. En este sentido, el contexto de recepción también importa en la experiencia del desplazamiento forzado por violencia, pues las posibilidades de inserción social y económica están mediadas por la relación histórica del Estado con las comunidades expulsoras.
El estudio de estos dos casos (Stake, 2005; Gundermann, 2001) y su relación con su contexto sociopolítico e histórico más amplio se combina con el enfoque cualitativo de curso de vida (Elder, & Pellerin, 1998; Blanco, 2011), para ponderar ciertas consecuencias producidas en la intersección de las experiencias individuales y dinámicas socioculturales más amplias alrededor del desplazamiento interno forzado por violencia. Se analizaron relatos de vida (Bertaux 2005) complementados con una encuesta sociodemográfica que incluyó: lugar de nacimiento, escolaridad, ocupación, número de hijos, cambios de residencia, filiación política e igual información sobre sus padres y abuelos paternos y maternos (para contextualizar a los sujetos que se desplazan por violencia en un proceso social e histórico más amplio).
La información sobre su contexto de expulsión y el proceso de desplazamiento fueron complementados con datos hemerográficos e información estadística disponible, pues la inestabilidad residencial y la imposibilidad de prolongar la estancia de campo impidió realizar entrevistas complementarias. El contexto de recepción también fue analizado a través de conversaciones informales con pobladores de Atoyac, así como mediante información hemerográfica y estadística. Debido a las inestables condiciones de seguridad se mantiene el anonimato de los entrevistados y pobladores citados en este trabajo.
Desplazamiento Interno Forzado en Guerrero: violencias y la estigmatización de la Sierra de Guerrero
Guerrero es un estado altamente regionalizado ubicado al Suroeste de México, caracterizado en la última década por tener un alto número de episodios masivos de desplazamiento interno forzado: entre 2011 y 2019 se registraron más de 50 episodios (Pérez; Barbosa et al. 2018; Pérez; Barbosa, & Cabada, 2020), en un inestable contexto de violencia generalizada donde múltiples intereses privados -legales e ilegales, nacionales y trasnacionales- tejen redes de complicidad con actores intermediarios -algunos incrustados en estructuras institucionales- y forman conglomerados que se disputan entre sí el control de territorios (Zagato, 2018) y configuran amplios márgenes del Estado (Maldonado, 2010). Importantes recursos económicos están en juego en las siete regiones formalmente reconocidas en la entidad: mineros, maderables, cultivos ilícitos (principalmente amapola), así como ‘plazas’ de distribución de estupefacientes y sus rutas de traslado.
A ello se añade la reconfiguración de las actividades criminales resultante, entre otras cosas, de una política de descabezamiento de grupos criminales con presencia nacional, que estimuló su fragmentación o el surgimiento de nuevos grupos durante la llamada ‘Guerra contra las Drogas’ (Zepeda, 2018). En Guerrero tal fragmentación debe entenderse como parte de un proceso de “mutación criminal de la intermediación política y de la representación de lo oficial en lo local” (Gaussens, 2020, pp. 141), que en San Miguel Totolapan cobró forma en Los Tequileros, presuntamente escindidos de Guerreros Unidos, cuyo surgimiento en 2011 ha sido vinculado con el entonces presidente municipal y posteriormente diputado local.
Tal atomización coincide con un incremento de los homicidios, secuestros, extorsiones y desapariciones en la entidad, principalmente entre 2007 y 2017 (Pantoja, 2018). Las dinámicas de violencia en las distintas regiones de Guerrero no son homogéneas, se transforman a lo largo del tiempo, y la acción de agentes estatales también es heterogénea: a veces contraria a ciertos grupos delictivos, otras en franca complicidad y constantemente omisa para proteger a comunidades campesinas. Se configura así un panorama de aguda incertidumbre y precariedad de las condiciones de seguridad de la población, donde es común que surjan grupos de civiles armados como mecanismos de autodefensa comunitaria o milicias privadas: un estado de guerra irregular y no convencional (Illades, & Santiago, 2014), cuya invisibilidad es el propio sello de la relación Estado-comunidades (Serje, 2005).
La intensificación de esta tendencia se da en zonas de la Tierra Caliente y la Sierra de Guerrero (Gaussens, 2018). Muchos de estos grupos se autodenominan ‘policías comunitarias’, aunque no se vinculan con la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC) surgida en 1994, pues no necesariamente están subordinadas a sus comunidades, como sí ocurre en La Montaña y la Costa Chica. Pueden ser producto de fracturas intracomunitarias derivadas de la exigencia de sumisión que las sucesivas coaliciones de grupos criminales invasores imponen a su paso. En octubre de 2018 el gobierno estatal reconoció la existencia de 20 grupos de autodefensa y 18 grupos de carácter criminal, operando en prácticamente la mitad de los ochenta municipios guerrerenses (Flores, 2018a). Esta tendencia es continua y desestabiliza las condiciones del desplazamiento, por ejemplo, en marzo de 2020 familias desplazadas en 2018 de Filo de Caballos (Hernández-Soc, 2019) que inicialmente se refugiaron en la localidad de Chichihualco (municipio de Leonardo Bravo), tuvieron que emprender un nuevo desplazamiento hacia el contiguo estado de Morelos, al ser amenazados por un grupo que los acusaba de subordinarse a sus rivales (Ernst, 2020; Castro, 2020).
Tal dinámica se liga con un nuevo proceso global de acumulación de capital por desposesión (Harvey, 2005), en que se articulan actores muy diversos: agentes empresariales trasnacionales que extraen ciertos recursos se coaligan con agentes políticos nacionales-locales, además de servirse de agentes criminales para combatir resistencias sociales u obtener protección, como se ha documentado en países como Colombia o el Salvador, pero también en México (Paley, 2020 y 2018; Vázquez, 2019). Las nuevas tecnologías y la transformación de los mercados de narcóticos reorganizan la demanda -y producción- de ciertos recursos, fragilizan dinámicas socio-territoriales en aquellos espacios dedicados a cultivos ilegales, muchos de los cuales son refugio de pueblos originarios y comunidades hostilizadas por los Estados nacionales (Serje, 2005).
Así, aquellos territorios ricos en minerales altamente codiciados en los mercados internacionales son objeto de encarnizadas disputas entre diversos grupos, máxime porque entre 2005, año en que se dio una modificación significativa de la legislación minera en México (Olivera, & Fuente, 2018), y 2018 Guerrero había concesionado más de 20% de su territorio a este tipo de explotación (Servicio Geológico Mexicano, 2018). La actividad minera ha detonado múltiples conflictos socioambientales en Guerrero (Cruz; Santana, & Alvarado, 2016), como el de la mina Carrizalillo en el municipio de Eduardo Neri (Pigeonutt, 2020; Olvera, 2020). Gran parte de los desplazamientos masivos se han concentrado en municipios con territorios ricos en minerales y producción amapolera: San Miguel Totolapan y Leonardo Bravo (Tabla 1 y Mapa 1).
Municipios | 2010 | 2011 | 2012 | 2013 | 2014 | 2015 | 2016 | 2017 | 2018 | 2019 |
Ajuchitlán del Progreso | 1 | 1 | 1 | 1 | 4 | 2 | ||||
Atoyac de Álvarez | 1 | 1 | 1 | |||||||
Coahuayutla | 1 | |||||||||
Coyuca de Catalán | 2 | 2 | 1 | |||||||
Heliodoro Castillo | 4 | 1 | ||||||||
Chilpancingo | 2 | |||||||||
Leonardo Bravo | 1 | 8 | ||||||||
Petatlán | 3 | |||||||||
San Miguel Totolapan | 1 | 8 | 1 | 1 | 1 | 2 | 4 | |||
Tecpan de Galeana | 1 | |||||||||
La Unión | 1 | 1 | ||||||||
Zihuatanejo | ||||||||||
Zirándaro | 1 | 1 | 1 | 1 | ||||||
Eduardo Neri | 1 |
Fuente: elaboración propia con datos obtenidos de Pérez, Barbosa y Castillo (2018) y Pérez, Barbosa
Elaborado por Omar Peña, con datos de: INEGI (2020a), Marco Geoestádistico Nacional; INEGI (2020b). Continuo de Elevaciones Mexicano (CEM) para el estado de Guerrero; INEGI (2010). Carta Topográfica E143 1:1,000,000, y Jóvenes ante la emergencia nacional (2014). http://jovenesemergencia.org/mapas/geopolitica-ayotzinapa-tlatlaya/index.php
Una parte de esos territorios se halla en el llamado Cinturón de Oro de Guerrero, en un contexto mundial en que la minería es devastadora para el medio ambiente: para extraer la mayor cantidad posible de minerales, la maquinaria destruye la superficie y contamina los mantos acuíferos, volviendo los territorios inhabitables (Gómez, 2020; “Así se ve la minería en México, 2020). No obstante, muchos de esos territorios también son productores de goma de opio: ocurre entonces una yuxtaposición de intereses sobre un mismo territorio y la confrontación de conglomerados de poder cuyas alianzas son inestables (Zagato, 2018), y una constante transformación y adaptación de los grupos criminales en relación con las cambiantes condiciones para la extracción de ganancias.
Tanto en Michoacán (Lemus, 2018) como en Guerrero (Cruz; Santana, & Alvarado, 2016) se ha registrado la alianza de grupos criminales con empresas mineras. Un caso bien documentado es el de Campo Morado en Arcelia (Flores, 2019), donde desde 2011 se reanudaron actividades mineras que suscitan la continua compraventa de la concesión debido a la extorsión y presencia de La Familia Michoacana. Investigaciones periodísticas han vinculado esta violencia con el tráfico ilegal de uranio realizado por empresas chinas a través de los puertos de Michoacán y Colima, pues el propio marco jurídico no obliga a beneficiar los minerales en México, estimulando así su extracción ilegal y contrabando internacional.
Específicamente San Miguel Totolapan posee 45 concesiones mineras (Torres, & Ramírez, 2019), algunas ubicadas en el Cinturón Dorado de Guerrero, subregión que colocó a la entidad en quinto lugar nacional en producción de oro en 2017 (Carriles, 2017). La minería y el cultivo de estupefacientes hacen de los habitantes de la Sierra de Guerrero doblemente vulnerables a las violencias que cada actividad económica supone, pues son comunidades poco pobladas, territorialmente dispersas, y con grandes carencias en materia de infraestructura: hay pocas y malas vías de comunicación; son escasos los servicios públicos; a diversas localidades la electricidad llegó hasta 2012, un poco antes de que comenzaran las dinámicas de violencia. Los cultivos suelen ser de temporal; hasta mediados de la primera década del siglo XXI llegó la educación media superior a algunas localidades.
La población de la Sierra también tiene orígenes étnicos y culturales muy diversos, pues se encuentra en el corazón de todas las regiones oficiales de Guerrero (Mapa 1). Sin embargo, algo que todas las comunidades comparten en mayor o menor medida es una combinación entre miseria y aislamiento geopolítico que fue el terreno propicio para el arraigo del cultivo de estupefacientes: primero la mariguana y después la amapola. Se ha documentado que el cultivo de amapola a gran escala llegó a Guerrero de la mano de la contrainsurgencia (Estrada, 2015), a través de militares aliados con jefes del Cartel de Jalisco (Padgett, 2015), en momentos en que los cultivos ilegales en el Triángulo Dorado (la frontera compartida entre Sinaloa, Durango y Chihuahua) eran erradicados y los productores severamente perseguidos mediante la llamada Operación Cóndor (Enciso, 2009; Fernández, 2018).
El proceso de salida: desplazados de Laguna de Hueyanalco
Antes de 2011 San Miguel Totolapan tenía una tasa de homicidios bastante baja, en relación con la de Atoyac de Álvarez o la estatal (Tabla 2). Las zonas serranas del municipio, tradicionalmente aisladas de su cabecera municipal, tendían a estar ‘en paz’: había algunos conflictos vecinales que se solucionaban consuetudinariamente. Siendo un municipio de la Tierra Caliente de Guerrero presuntamente disputado por La Familia Michoacana y células de Guerreros Unidos desde 2010, un punto de quiebre ocurrió en 2012, cuando Raybel Jacobo De Almonte, en presunta alianza con el entonces presidente municipal (Palma, 2017), formó la banda Los Tequileros, con sede en La Gavia -una localidad próxima a la cabecera municipal.
Entidad/año | 2011 | 2012 | 2013 | 2014 | 2015 | 2016 | 2017 |
Nacional | 32.42 | 32.36 | 29.18 | 27.02 | 27.13 | 29.29 | 33.74 |
Guerrero | 79.43 | 78.69 | 73.24 | 61.94 | 76.25 | 79.25 | 79.5 |
SM Totolapan | 7.03 | 10.56 | 109.2 | 49.23 | 45.6 | 31.46 | 24.37* |
Atoyac de Á. | 112.08 | 162.88 | 105.1 | 68.48 | 88.67 | 74.21 | 77.1 |
Fuente: Elaboración propia con datos de SESNSP y CONAPO.
Esta agrupación comenzó a expandirse hacia el sur del municipio, tomando el control de localidades próximas a La Gavia. Si en 2012 aumentaron los homicidios, en 2013 comenzó el éxodo masivo de habitantes de Sierra (Nava, 2018a): para agosto de ese año el gobierno estatal reconocía que había más de 300 desplazados (Magaña, 2013); esto ha continuado a lo largo de los años afectando a la localidad de Lindavista, la ‘cabecera municipal’ alterna de la zona serrana del municipio, donde en septiembre de 2015 la prensa reportó el surgimiento del Movimiento de Pueblos Unidos de Autodefensa por la Paz Social (Guerrero, 2015).
En julio de 2014 se promulgó la Ley “487 para prevenir y atender el desplazamiento interno en el estado de Guerrero por motivos de inseguridad” (Poder Legislativo de Guerrero, 2014), una respuesta al fenómeno que se registraba desde 2010.1 No obstante, la inexistencia de un reglamento que estipule la actuación de las autoridades de cara al fenómeno, la hacen inoperante (Hernández-Soc, 2019), e invisibiliza cómo se produce el fenómeno, que continuó agudizándose: hacia 2016 la violencia se esparció por toda la Sierra, tras surgir otro grupo de autodefensa en la cabecera municipal denominado “Movimiento por la Paz de San Miguel Totolapan”, que combatió a Los Tequileros y los replegó hacia la Sierra del Filo Mayor (Ocampo, 2017).
Ello produjo más desplazamientos entre 2016 y 2018, presuntamente por la persecución de Los Tequileros por parte de ‘Comunitarios’ de Tlacotepec y autoridades (Flores, 2018a). La localidad de Laguna de Hueyenalco fue afectada por la persecución de Los Tequileros, pues la comunidad se vio en la disyuntiva de tomar partido por los ‘Comunitarios’ o ser expulsados:
Desde que se hicieron (comunitarios), nos mandaron tres, para que se hicieran aquí. Se vinieron ellos, hicieron una asamblea del pueblo “que quieren que nos hagamos comunitarios”, y dije: “No nos conviene ser comunitarios, no está bien, porque matan, roban, secuestran, al meternos ahí vamos a barrer con eso”. Otros dijeron “nomás vamos a decir que somos comunitarios, pero no vamos a andar con ellos”. No faltó alguien que dijera que estábamos lavando el coco, y dijimos, “Tómenlo como quieran, pero nosotros no le entramos” (T1).
Quienes no apoyaron fueron hostigados y amenazados, como ocurrió con una familia extensa que el 10 de abril de 2018 llegó a Atoyac de Álvarez, luego de pasar meses bajo amenazas y buscando apoyo de las autoridades. Su salida expresa los estragos de una guerra no reconocida y orquestada desde una lógica geopolítica trasnacional dictada por intereses ligados al tráfico de estupefacientes y de minerales (Paley, 2020). Al no aceptar subordinarse a los ‘comunitarios’ de Tlacotepec, esta familia fue sitiada y agotó sus reservas de alimentos: “hasta que el 2 de febrero ya no tuvimos salida para ningún lado. Ahí había gente que sí le entró: esos entraban y salían; ellos tenían comida, la libertad de entrar y salir, y nosotros no. Venían fruteros a vender, y no nos debían vender nada, iban los de las Sabritas y también” (T1).2 Sin embargo, esta actitud no era realmente voluntaria entre todos: “era de miedo […] la teníamos difícil, no teníamos ni alimento, hubo personas a las que amenazaron para no vendernos. Había gente que nos decía “¿cómo a ellos vendemos y a ustedes no?”. Había quienes decían: “Pues ni p’acá ni p’allá”. Pos sí, porque te llevabas con esa gente y se sentía mal” (T2).
La persecución del líder Tequilero por parte de ‘comunitarios’ y militares desató una ola de violencia que no sólo afectó a Laguna de Hueyanalco, sino a otras localidades como San Bartolo y Ximotla, de donde se desplazaron en total más de 200 pobladores en abril de 2018, que dejaron sus tierras, casas y pertenencias atrás (“Desplaza violencia a…”, 2018). Todos fueron escoltados por elementos del ejército mexicano hasta Linda Vista, pero 92 pobladores decidieron seguir su camino hasta la cabecera municipal de Atoyac de Álvarez, trayecto en el que fueron escoltados por policías estatales (Flores, 2018b). Tal desplazamiento reveló la deficiente coordinación por parte de las corporaciones de seguridad para atender sus reclamos de protección:
Eran como seis u ocho policías, poquitos… A fines de marzo andábamos ahí penando, porque no podíamos salir. Ya luego llegaron más el 9 de abril. Ellos decían que no veían nada, pero nosotros teníamos gente afuera que nos pasaba información y decía que tuviéramos mucho cuidado porque esa gente estaba tendida en la carretera, esperando que pasáramos […]. Y así estuvieron, bajaron unos, luego ya no volvían. Fuimos con los militares y que no, que era responsabilidad del gobierno del estado… Y nos poníamos tristes, porque no sabíamos cuándo. Les decíamos: “Vayan y vean”. “No, pues sí está feo”. Y pos ya logramos convencerlos de ir juntos, porque ellos [los federales] querían ir una hora adelante, pero en la Sierra es peligrosa esa distancia. Ya cuando ellos hicieron el recorrido y vieron, nos dijeron que sí, que nos íbamos a ir todos juntos. Nos metieron en medio… Y gracias a Dios, aquí estamos, todavía (T1).
A pesar del asedio, esta familia resistió las amenazas hasta que días antes de salir, el hijo mayor de T1 trató de dialogar con los ‘comunitarios’, pero fue asesinado por presuntamente estar al servicio de El Tequilero. De acuerdo con T1 este suceso precipitó su salida de la comunidad, pues las amenazas contra sus vidas se materializaron. Fueron miembros de la familia quienes gestionaron esta salida, también echando mano de sus propias redes de parentesco en la región costeña:
Cuando se empezó a poner feo, veíamos que no había arreglo, que había gente que decía que se iba a venir. Más que nada pensábamos en el bienestar de los niños y las personas, y dijimos, mejor hay que salirnos. Teníamos en mente hacerlo juntos, ‘entre todos nos vamos a ayudar’. […] Cuando yo salí es porque no nos daban solución, nos decían que sí nos iban a sacar. Como no sabíamos si nos iban a dar donde quedarnos, donde dormir, pues nosotros ya habíamos hablado con un primo de aquí, preocupados por no saber. Ya llegaron al otro día y paramos ahí unas noches (T2).
Elaborado por Omar Peña, con datos de INEGI (2020a), Marco Geoestadís tico Nacional; INEGI (2020b). Continuo de Elevaciones Mexicano (CEM) para el estado de Guerrero; INEGI (2010). Carta Topográfica E14.
Esto evidencia la relevancia de los vínculos de parentesco, tanto porque constituyen verdaderas redes de ayuda mutua (Adler-Lomnitz, 1995), como por ser fuente de riesgo una vez que han ocurrido fracturas intracomunitarias. Y es que las comunidades de la Sierra tienen muy poco margen de maniobra para enfrentar la constante llegada de grupos armados externos que buscan controlarlas. A veces dichos grupos ofrecen ‘justicia’ a cambio de lealtad y ciertos acuerdos comunitarios, pero la mayoría de las veces su llegada implica una sumisión a través del miedo y reclutamiento forzado de hombres para combatir en otros territorios.
Ha habido poblados desalojados tras ser sitiados y atacados por algunos de estos grupos, que dejaron niños, mujeres y hombres asesinados, como ocurrió el 21 de febrero de 2014, día en que entre 20 y 27 pobladores de Linda Vista fallecieron a causa de las balaceras (Flores, 2014).3 Así ocurrió también en Las Ventanas, pues entre mayo y julio de 2018 sus pobladores vivieron en medio de balaceras: “Da tristeza que los chamaquitos ya se tiraban al suelo por las balas. […] nosotros no tenemos un patrón que nos dé armas, como ellos” (T4).4 Así transcurren las inestables condiciones en poblados de la Sierra, en medio de una guerra difusa e invisibilizada.
De acuerdo con pobladores desplazados de Laguna de Hueyanalco, algunos miembros de las autodefensas habían sido ya cooptados por Los Tequileros (Valadez, 2018a), señalaron que el entonces presidente municipal Juan Mendoza Acosta también tenía vínculos con grupos criminales (“Grupos criminales buscan reelegir”, 2018). Esta situación es común en los municipios (Trejo, & Ley, 2015) y evidencia que a nivel local los intermediarios articulan estructuras institucionales e intereses privados ilegales bajo las siglas de cualquier partido político. Al paso de los días, medios de comunicación afirmaron que la banda criminal forzaba la manifestación de los pobladores contra la presencia militar y los usaba como escudos humanos (Valadez, 2018b; “Habitantes de San Miguel Totolapan y desplazados intercambian…”, 2018).
El contexto de recepción: sierreños ‘gomeros’ en Atoyac de Álvarez
La noche del 10 de abril de 2018 este grupo de desplazados llegó a la cabecera municipal de Atoyac de Álvarez y fue auxiliado por autoridades y pobladores. La familia extensa que llegó al albergue de niños huérfanos de Atoyac, ubicado dentro de la llamada Ciudad de Los Servicios, estaba encabezada por el patriarca T1, quien junto con su esposa T3, cuñados, hijos, sobrinos y nietos se establecieron temporalmente en condiciones precarias, con apoyo del gobierno estatal a través de despensas y artículos de primera necesidad.
El contexto de recepción es un entorno urbanizado, consecuente con la tendencia al despoblamiento de entornos rurales (más de 30% de la población en el municipio habita en la cabecera y las colonias periféricas), pauperizado, marcado también por la criminalidad y un pasado contrainsurgente (Argüello, 2016). Hubo vecinos que donaron productos para apoyarlos, y durante el primer mes gran parte de los núcleos familiares jóvenes emigraron a Morelos y a Tijuana para buscar trabajo, y algunos cruzar la frontera con Estados Unidos, echando mano de añejas redes de migración (Rivera, & Lozano, 2006). Para mediados de julio de 2018 ya sólo quedaban en el albergue alrededor de 18 personas, 16 pertenecientes a la gran familia extensa y dos más que no parecían tener relación con ellos.
La serranía que comparten Atoyac y San Miguel Totolapan (Mapa 3) se caracteriza por ser de difícil acceso, tener profundos rezagos sociales, por lo cual no es sorprendente que desde la década de 1970 se expandiera el cultivo de la amapola y la producción de la goma de opio (Ospina; Hernández, & Selsma, 2018), que en la Sierra floreció al amparo de la alianza entre militares y políticos-empresarios locales (principalmente agrupados en asociaciones ganaderas) (Flores, 2018c), quienes mantenían una relación de reciprocidad asimétrica -y desfavorable- con los productores.
Elaborado por Omar Peña, con datos de: INEGI (2020a), Marco Geoestádistico Nacional; INEGI (2020b). Continuo de Elevaciones Mexicano (CEM) para el estado de Guerrero; INEGI (2010). Carta Topográfica E14
Estos últimos fueron sustituidos en Atoyac por gente al servicio del Cartel de Sinaloa, desde 2006 hasta 2009, cuando la ruptura entre los Beltrán Leyva y Sinaloa supuso la confrontación de grupos aliados y con influencia en la Costa Grande de Guerrero asentados en Tecpán de Galeana (Flores, 2017), e incrementó la violencia en Atoyac, que entre 2011 y 2017 arrojó tasas de homicidios ampliamente superiores a las del estado, que ya eran característicamente más altas que las nacionales (Tabla 2).
En los días inmediatamente posteriores al desplazamiento, la cobertura periodística de Noticieros Televisa fue desafortunada, pues publicó entrevistas realizadas a pobladores de Laguna de Hueyanalco del bando expulsor que acusaban a los desplazados de estar al servicio de El Tequilero, quienes a su vez respondieron ser víctimas de extorsión por parte de ese grupo criminal y por eso huyeron (“Desplazados de San Miguel Totolapan, Guerrero, eran extorsionados…”, 2018). Lo cierto es que ello evidenció fracturas intracomunitarias mediadas por la acción violenta de grupos armados, agravadas por el hecho de que uno de los hijos de T1 era comisario en el poblado, lo que agudizó la presión por parte del grupo armado sobre él y toda su familia. Y es que, como la mayoría de los poblados serranos en Guerrero, Laguna de Hueyanalco también tiene como principal actividad económica el cultivo de amapola.
Esta situación revela la dimensión local de procesos sociales más amplios que también repercuten en el contexto de recepción, pues el simple hecho de haber algún dejo de sospecha sobre la probidad de los desplazados contribuye a su marginación y refuerza procesos de estigmatización preexistentes (Elias, & Scotson, 2016), principalmente aquellos que giran en torno a los habitantes de la sierra y su presunta propensión a la violencia y la ilegalidad. Esta visión está bastante extendida en la cabecera de Atoyac, donde la dicotomía costa/sierra teje toda una serie de actitudes, prejuicios y estereotipos que delinean las relaciones entre los habitantes del municipio: no era común que los desplazados recibieran visitas de pobladores de la cabecera, y su hermetismo era calificado como ‘sospechoso’ por parte de algunos nativos que, por ser empleados municipales, habían convivido con ellos.5 También se les dificultaba hallar trabajo, como explicó T1 durante mi tercera visita al albergue: estaba a la espera de que le dijeran si lo emplearían como peón agrícola, y no había otras opciones para obtener ingresos: la pérdida de autosuficiencia era patente.
La esposa de T1, doña T3, narró sentirse ‘distraída’, al tiempo que mostraba las prendas que vestía señalando que no eran suyas, pues ni eso había podido llevarse. Ella soñaba constantemente con su casa, su molino eléctrico y estufa, que había adquirido el año anterior,6 y expresó toda una serie de relaciones entre los objetos materiales y los afectos (De Marinis, 2017 y 2019), porque se vinculan con las relaciones familiares-comunitarias, la nutrición y un sentido de vida con otros. El territorio como espacio social es el anclaje en el mundo, es el lugar donde la vida se desarrolla y se cultivan los afectos; el efecto dispersor del desplazamiento y el desarraigo era patente: T3 lloraba constantemente por su familia, pues gran parte de sus hijos -y nietos- se había ‘desperdigado’. El 17 de julio de 2018 ella y T1 volvieron a ser abuelos en medio del desplazamiento, pues una de sus hijas parió anticipadamente en el hospital de Atoyac, al enfrentar el desplazamiento durante el segundo tercio de su embarazo.
El contexto de recepción no era sólo socialmente hostil, sino que era descrito por los desplazados como ‘muy caluroso’ e ‘incómodo’: T1 explicó que un hermano suyo se estableció en la cabecera de Atoyac, y que el camino hacia Atoyac era la única ruta por la cual podían salir de la zona, pues todas las otras ‘salidas’ estaban controladas por grupos delictivos. Su madre se avecindó en Acapulco, de modo que estaba ‘de camino’. De esta forma las redes de parentesco resultaron insuficientes para facilitar su inserción social y económica, y la acción de los representantes del estado se limitó a ‘escoltarlos’ para salir de la comunidad y donarles ‘despensas’, sin que ello supusiera dar seguimiento a su situación (Arce, 2020).
Ello propició que cada miembro de la familia emprendiera acciones individuales: el enfoque de curso de vida permite analizar efectos diferenciados de un mismo proceso, según edad y sexo. La noción de etapa del ciclo vital es clave en esta perspectiva, porque un mismo evento es experimentado y tiene consecuencias distintas, según las posibilidades, obligaciones, roles y expectativas sociales ligados a dichas etapas, los cuales también se transforman a medida que el contexto histórico cambia (Hareven, 1978; Adler, 2001). Gran parte de los miembros jóvenes de la familia se habían ya trasladado a Tijuana (con la expectativa de llegar a Estados Unidos) o a Morelos, pero los restantes tenían dos opciones: mudarse a Acapulco o seguir a quienes ya estaban en Morelos.
Por ejemplo, T27 tenía 20 años, no estaba casada, no tenía hijos: a su edad las consecuencias de un desplazamiento forzado eran sustancialmente distintas a las que sus padres o tíos padecían; incluso su estado civil la dotó de mayor autonomía en relación con sus propias hermanas, quienes permanecieron en Laguna porque sus maridos aceptaron unirse a los ‘Comunitarios’. Para ella se abrió en el horizonte la opción de realizar estudios superiores una vez viviendo en Acapulco con su abuela, algo inexistente en Laguna, donde pudo estudiar hasta nivel bachillerato. Ella sabía que en un contexto urbano tendría que conseguir algún trabajo remunerado para sobrevivir, pero su edad y mayor escolaridad hacían eso plausible.
Por su parte, los padres de T2 y sus tíos (T1 y T3) pasaban de los 60 años, no habían tenido la posibilidad de concluir sus estudios de primaria y todo su modo de vida estaba profundamente anclado a su origen rural: sus viviendas habían sido construidas en propiedad comunal, mientras que su ganado y sus cultivos eran su fuente de sustento. El grado de vulnerabilidad era mucho más alto: carecer de herramientas para sobrevivir en un entorno urbano afecta más a quienes son de mayor edad. Por ello, sus expectativas se volcaban a seguir a sus hijos mayores a Morelos, como medio de obtener apoyo echando mano de sus redes de parentesco, que es la principal fuente de ayuda en sectores altamente precarizados en México (Adler-Lomnitz, 1994).
Esto último se vincula con algo más: el carácter ‘ilegal’ de su principal producto agrícola parece ser un factor que frena su disposición a exigir apoyo gubernamental o acercarse a organizaciones defensoras de derechos humanos. En este sentido, la violencia simbólica (Bourdieu, 2014) era eficaz: los campesinos sierreños-gomeros parecían asumir la ‘culpa’ de su situación, como si sus actividades productivas cancelaran su goce de derechos. Lo que era reforzado en el contexto de recepción, pues más allá de las propias precariedades a nivel municipal (Tabla 3), las múltiples especulaciones sobre las razones de su llegada a Atoyac alertaban a los residentes, como señaló A. (habitante de la colonia Centro) en una charla informal: “Hay que tener cuidado, porque traen problemas y se quieren quedar; esos son gomeros”.8
Indicador | % en Atoyac | % en San Miguel Totolapan |
Viviendas sin drenaje | 14 | 60 |
Población sin acceso a salud | 10.5 | 23.3 |
Población en rezago educativo | 22.8 | 36.1 |
Viviendas sin agua entubada | 5.2 | 22 |
*Fuente: Elaboración propia con datos de SEDESOL(2017).
Y es que en la cabecera municipal de Atoyac los habitantes ‘criollos’ u originarios de ahí, se asumen como ‘costeños’, y los ‘sierreños’ o habitantes de las zonas serranas coloquialmente conocidas como ‘El Lejano Oeste’, han sido estereotipados como ‘trabajadores’, ‘ambiciosos’, ‘güeros’, ‘matones’, ‘entrones’, ‘francos’ y ‘bronqueros’, propensos a vivir en la ilegalidad, por la fuerte asociación entre la sierra del Filo Mayor con el cultivo de amapola. Los ‘sierreños’ que son ‘gomeros’ son fuente de temores concretos: su persecución por parte de los expulsores entraña un riesgo para quienes sean vistos con ellos, puesto que las confusas pautas de la violencia homicida desatada a partir de 2007 en el municipio hacen imperativo no ser relacionado con personas potencialmente involucradas en actividades criminalizadas (Argüello, 2019).
Y así como algunos nativos llamaban a ‘cuidarse’ de los desplazados, pues ‘por algo’ se habían tenido que salir, aquellos que estaban en el albergue temían por las condiciones de inseguridad locales: días antes de realizar las entrevistas se registró un homicidio muy cerca del albergue (Villegas, 2018), y ellos evitaban salir por temor a ser atacados. Como algunos miembros de esa familia quedaron en Laguna, muy difícilmente podían seguir en contacto con ellos, temiendo que pudiera pasarles algo por presuntamente dar información a los desplazados (T2). De este modo, las violencias presentes en el entorno de origen y en el de recepción, configuran dinámicas de desconfianza mutua que se expresan no sólo mediante las especulaciones y los rumores (Das, 2007), sino a través del aislamiento de los forasteros. Al respecto, el cronista municipal narró que hay en la población una reticencia a aceptar a fuereños, como recita el verso popular “Zanate, no eres de aquí. Zanca, tú eres forastero, recoge tu troje y maíz, y vete pa’ tus comederos”.
El 19 de julio de 2018 llegaron a la localidad de Río Santiago (Atoyac) 120 personas procedentes de Las Ventanas, San Miguel Totolapan (Nava, 2018b). También fueron acompañados por policías estatales y militares, forzadas a emigrar una vez que el control de su poblado fue tomado por grupos armados procedentes de Tlacotepec (del municipio vecino de Heliodoro Castillo). El día 20 fui a Río Santiago y conversé con un grupo de hombres desplazados que narraron experiencias de una guerra casi invisible fuera de Guerrero. Dos meses antes de salirse, cuando llegó el grupo invasor: “Había balaceras diario; tuvimos que hacer zanjas para poner ahí a las mujeres y niños. Cada que comíamos escuchábamos los ‘plomazos’; sí nos defendimos, no vamos a mentir, pero se acabó el parque. Los de Laguna no son Tequileros, nomás andan diciendo eso para correrlos” (T4). Algunos jóvenes reconocieron dedicarse al cultivo de amapola y maíz blanco, pues “ni el frijol se da allá arriba”.
Para abril de 2019 algunos desplazados de Las Ventanas ya se habían establecido en Río Santiago, donde recibieron a vecinos de la localidad de Otatlán, hostigados fuertemente en agosto de 2018 tras haber dado refugio a algunos desplazados de Las Ventanas que decidieron no bajar hasta Atoyac en julio de ese año (Flores, & Blancas, 2018). Esta situación intensificó la circulación de rumores alrededor de ese desplazamiento: vecinos originarios de la cabecera municipal sostenían que huyeron por ‘eran mañosos’, ‘gomeros’, como si los productores tuvieran muchas otras alternativas de cultivo. Otros originarios de Río Santiago, pero avecindados en la ciudad, sostenían que los ‘gomeros’ estaban sumidos en la miseria y el despojo por ‘dejados’, por aliarse con el ejército durante el tiempo de la guerrilla, por aceptar ser extorsionados por los militares para no ‘tumbarles’ sus cultivos, como si realmente hubiesen tenido opción de rehusarse. Ahí el estereotipo se entremezclaba con referencias a la historia de la insurgencia y contrainsurgencia vivida por la población de Atoyac entre 1967 y 1978, y trazaba una diferencia entre sierreños ‘cafetaleros’ -rebeldes, politizados (Radilla, 1998; Bartra, 2000)- y sierreños ‘gomeros’ (‘dejados’, despolitizados), algo vinculado con las consecuencias de la implementación de la política de cultivos legales e ilegales destinados a mercados internacionales -como ocurrió con el binomio copra-mariguana (Porter, 2020).
Al llegar el 18 de abril de 2019 a Río Santiago, el comisario ejidal evitó hablar de los desplazados, que también fueron herméticos en torno a sus condiciones de vida o su proceso de inserción. Una breve conversación con una joven de 23 años procedente de Otatlán, madre de cinco niños, uno de los cuales tenía escasos siete meses, no estaba registrado y aún no tenía nombre, evidenció las enormes dificultades cotidianas del desarraigo producido por violencia y despojo: condiciones de extrema pobreza en la vivienda abandonada donde se estableció junto con su marido, aislamiento social, temor hacia los extraños, sentido de persecución y una ausencia de expectativas de futuro. Ella aseguraba que emigraron de Otatlán buscando mejores oportunidades, pero Río Santiago tenía poco qué ofrecerles: la producción cafetalera está en declive, la de mango está sujeta al acaparamiento, la conversión de cafetales en pastizales para ganado y la tala clandestina merman recursos hídricos.
Pobladores de la cabecera que tenían buena relación con el entonces comisario ejidal externaban gran preocupación por la llegada de los desplazados y su interés por adquirir casas abandonadas en la localidad, acaso temiendo que la guerra de la que huían alcanzara a Atoyac. En una visita realizada el 2 de junio de 2019 a un habitante de Río Santiago, buscaba conversar con algunas familias de desplazados, pero ello no ocurrió, pues el contacto dijo desconfiar de los fuereños. Presuntamente mintieron sobre tener parientes en el poblado; compraron casas y algunos se casaron muy ‘rápidamente’ con mujeres nativas. De ello deducía que buscaban arraigarse, temiendo que luego quisieran tomar control del poblado: aparentemente cargaban armas (“cuernos” y pistolas), se reunían por la noche y echaban tiros al aire. Los nativos transformaban sus prácticas cotidianas: dejaron de acudir a la plaza central porque ahí estaban los fuereños todo el día, “como si tuvieran la consigna de descomponer los pueblos”; afirmaban que quienes se emparentaron con ellos actuaban sigilosamente.
Así, el desplazamiento interno forzado entraña procesos de desarraigo y dislocación comunitaria que tienen consecuencias en múltiples dimensiones de la existencia: una aguda pauperización, la pérdida de vínculos socioafectivos, la disgregación familiar, y múltiples rupturas de sentido de la existencia que tienen efectos psicosociales de gran alcance. Es el desarraigo forzado, fundado en el despojo en nombre del ‘desarrollo’ y la acumulación de ganancias, el germen de sociedades extremadamente violentas (Gerlach, 2010).
Reflexiones finales
En los sujetos desplazados que, además son ‘sierreños gomeros’, se conjuga una añeja relación estatal colonialista que traza fronteras interiores y produce toda una territorialidad partida entre la civilidad (de lo urbano) y el salvajismo (de lo no urbano), una integración violenta de entornos marginados a la economía global de la producción de estupefacientes y una renovada ola de extracción de recursos minerales.
En ese sentido, la ineficacia del Estado en relación con el control territorial es sólo aparente: es producto de arreglos de esa territorialidad que concibe como desechables u ociosas a comunidades campesinas dispersas y no urbanas, cuyo aislamiento las hace presuntamente ‘propensas’ a la violencia y la criminalidad. También exhibe que la soberanía centralizada del Estado moderno en México es inoperante en los márgenes: la inestabilidad de las condiciones de seguridad en la Sierra expresa que la acción de los intermediarios político-criminales y la “ausencia institucional” son caras de una misma moneda: la organización del despojo.
El desarraigo producido por el desplazamiento forzado interno agrava y reproduce la violencia estructural que ya padecen los pobladores de la Sierra de Guerrero, profundizada al fragmentarse sus redes de parentesco y cancelar su autosuficiencia con el despojo de sus territorios. El despojo potencia la vulnerabilidad que, aunada al estigma de ser ‘sierreños gomeros’, los previene de asumirse como sujetos de derechos. La normalización del estigma en el contexto de recepción revela la eficacia de esta violencia simbólica, que oculta la conjunción entre una territorialidad colonialista y la geopolítica global en la configuración de esos desplazamientos, e implícitamente responsabiliza a los desplazados de su condición.