Cualquier imperfecta explicación que podamos ofrecer de lo que tuvo lugar antes de nuestro tiempo depende de las ventajas de la retrospectiva, incluso aunque ésta sea en sí misma un obstáculo insuperable para una completa empatía con la historia que estamos tratando de comprender.
Tony Judt1
La revolución política que tuvo lugar en la España peninsular entre 1808 y 1814 y el proceso emancipador de la Nueva España son dos reacciones a una sola crisis: la que sufrió la Monarquía hispánica en la primavera de 1808. Fue entonces cuando la ocupación del territorio español por parte de las tropas del emperador Napoleón Bonaparte, que había tenido lugar durante el otoño de 1807, se transformó en una invasión en toda regla. El Tratado de Fontainebleau, firmado entre la corona española y el imperio francés a fines de octubre de 1807, había amparado el ingreso de las tropas francesas en territorio español. Su objetivo era apoderarse de Lisboa, pues Portugal era aliado de Inglaterra, la sempiterna enemiga de Francia; en principio, el territorio español era entonces sólo una vía de paso. Sin embargo, la paciencia del pueblo español respecto a un ejército que siempre se comportó como una fuerza de ocupación se agotó en Madrid en los primeros días de mayo de 1808, cuando se levantó contra las tropas francesas, con el apoyo de apenas un puñado de militares españoles.2
Estamos ante dos reacciones que en un primer momento tienen como común denominador la defensa de una serie de principios políticos y valores sociales que se pueden resumir en la expresión “rey, patria y religión”. En la actualidad sabemos que los hechos que tuvieron lugar en la capital española los días 2 y 3 de mayo de 1808 no fueron los verdaderos detonadores de la crisis hispánica, sino la difusión en el territorio español peninsular de la noticia de que unos días después, el 5 de mayo concretamente, Fernando VII había renunciado a la corona en beneficio de su padre y que éste había cedido el trono español a Napoleón. Un mes después, el emperador de los franceses cedió la corona a su hermano mayor José, quien el 7 de julio de 1808 se convirtió oficialmente en José I, rey de España e Indias. Esta serie de renuncias y cesiones es conocida como “las abdicaciones de Bayona”.3 Más allá de esta expresión, son estas renuncias las que provocaron las reuniones que tendrían lugar en la capital de la Nueva España en los meses de agosto y septiembre de 1808, presididas por el virrey José de Iturrigaray, para dilucidar la manera en que el virreinato debía reaccionar políticamente ante los acontecimientos europeos.4 Como es sabido, este intento por parte de varios criollos, apoyados de modo progresivo por el virrey, de guardar en depósito la soberanía de Fernando VII mediante la instauración de una asamblea representativa terminó con el “golpe de Estado” de los comerciantes peninsulares de la ciudad de México dirigidos por Gabriel de Yermo. A las propuestas criollas presentadas en estas reuniones se les ha denominado una búsqueda de “autonomía”, un término que desde hace tiempo ha gozado de un notable predicamento en la historiografía, a tal grado que algunos autores lo usan como eje explicativo de todo el proceso emancipador novohispano (insurgente y no insurgente).5
A este respecto conviene hacer algunas aclaraciones. La primera es que el término “autonomía” no se empleaba en la época con la connotación que ahora se le adjudica. La segunda, más importante, es que detrás de un término que a menudo es utilizado de forma unívoca y aparentemente comprensible para todos (coetáneos de los acontecimientos y lectores actuales), lo que se dio en realidad fue un abanico muy amplio de maneras de entender el tipo de relación que los novohispanos querían o debían establecer con la metrópoli. En buena lógica, la distancia entre “autonomía” e “independencia” es más relativa de lo que podría pensarse, como lo muestran los acontecimientos que tuvieron lugar en la Nueva España a partir de 1820, concretamente la obtención de la independencia en septiembre de 1821 mediante un documento que en una de sus bases ofrecía la corona del nuevo país a Fernando VII.6 No se olvide, por lo demás, que los contextos políticos y discursivos en los que los diferentes actores empleaban el término “independencia” determinaban en gran medida su connotación y alcance.7
Respecto a este tema, cabe añadir que darle la importancia que merece al tema de la guerra en cualquier intento por explicar la independencia novohispana no supera el debate sobre los presupuestos y las implicaciones que podía tener la búsqueda de “autonomía” o de “independencia” en un momento dado.8 Una vez establecido el significado y alcance de uno u otro término para un actor determinado, esto tiene una serie de consecuencias respecto a otras facetas de este mismo actor, así como también respecto otros actores y al contexto políticoideológico del momento en cuestión. En el caso de Miguel Hidalgo, no es una cuestión menor saber si desde el principio de la insurrección que dirigió buscaba la independencia absoluta o algún tipo de arreglo dentro de la Monarquía española. Es por ello que Carlos Herrejón, en la que seguramente será la biografía “definitiva” de Hidalgo durante mucho tiempo, concede tanta importancia y tanto peso interpretativo a la hipótesis de que “el padre de la patria” propuso la independencia absoluta desde el primer momento; una hipótesis a la que Herrejón responde con una afirmación categórica.9
En cualquier caso, si el origen de los dos procesos considerados en este artículo es el mismo, sus desenlaces fueron muy distintos. Por un lado, en la Península los liberales españoles y su ambicioso proyecto político social serían derrotados por el absolutismo fernandino en mayo de 1814. Por otro, en la Nueva España, un proceso que inició en 1810 como un movimiento de emancipación y que se transformó con relativa celeridad en la búsqueda de independencia absoluta (en el caso de la insurgencia), derivaría once años después en una separación muy peculiar del virreinato respecto a la metrópoli. Esta separación la llevó a cabo el militar realista Agustín de Iturbide bajo banderas ideológicas y sociales muy distintas de las que ampararon el levantamiento que encabezó Miguel Hidalgo en septiembre de 1810. Además, en claro contraste con lo sucedido en América del Sur, prácticamente no fueron necesarios enfrentamientos militares de envergadura para lograr la separación de España en septiembre de 1821.10
Entre la insurrección de Hidalgo de 1810 y los acontecimientos de 1821, la insurgencia alcanzó alturas militares y constitucionales considerables con José María Morelos. Su fusilamiento en 1815, sin embargo, hizo que la insurgencia menguara notablemente en términos políticos, y en lo militar se puede decir que se mantuvo en estado latente hasta la denominada “consumación”.11 Ahora bien, como el historiador canadiense Christon Archer ha demostrado desde hace tiempo en múltiples textos, dicho estado no fue tan latente como se pensaba; lo que no significa, sin embargo, que la insurgencia haya representado una amenaza real para la estabilidad del virreinato en su conjunto entre 1815 y 1820.12
Mientras tanto, durante esos mismos años es posible identificar en la metrópoli otro “estado de latencia”: el que vivió el liberalismo español durante el llamado “sexenio absolutista” (1814-1820). Pienso concretamente en la serie de intentonas, pronunciamientos, conspiraciones y levantamientos que se dieron durante esos años para obligar al rey a volver a un régimen constitucional.13 Todos estos intentos resultaron infructuosos, en buena medida por su escasa organización y el limitado apoyo social que obtuvieron. En todo caso, revelan una evidente intranquilidad del estamento militar con el régimen y en cierto sentido anuncian lo que sucedería en enero de 1820, cuando el teniente coronel Rafael de Riego se pronunció en la población andaluza de Las Cabezas de San Juan por el restablecimiento de la Constitución de Cádiz (al frente de tropas cuyo destino era América, pues el rey pretendía recuperar todos los territorios del subcontinente que hasta ese momento habían declarado su independencia). Dicho pronunciamiento, que en un principio pareció que también fracasaría, terminó siendo el origen de ese periodo de la historia española conocido como el “Trienio Liberal” (1820-1823). En relación con el proceso emancipador novohispano, esta vuelta del liberalismo a la Península significa algo que la historiografía mexicana tiende a ignorar: tanto la primera etapa de dicho proceso como su desenlace se dieron cuando lo que prevalecía políticamente en la metrópoli era el liberalismo (si bien, cabe añadir, en circunstancias realmente extraordinarias en lo que concierne al periodo gaditano, como explicitaré un poco más adelante).
A diferencia de lo acontecido en Cádiz diez años antes, en 1820 el liberalismo había llegado a España “por su propio pie”, por lo que cabía esperar que lograra cierto arraigo en la sociedad española y, por tanto, lograra extenderse en el tiempo. No fue el caso, pues poco más de tres años después de reinstalada la Constitución de Cádiz, el absolutismo fernandino volvió a triunfar, esta vez con el apoyo de la Santa Alianza, en concreto en Francia, la misma nación cuyas tropas se habían tenido que retirar menos de una década antes de la Península bajo el acoso del ejército angloespañol-portugués y de las guerrillas españolas. Curiosamente, el mismo pueblo que entonces había luchado a muerte contra el invasor francés entre 1808 y 1814, lo dejó pasar sin mayores problemas en 1823. En cualquier caso, por segunda ocasión en menos de diez años los liberales españoles eran vencidos por las fuerzas del absolutismo.14
Ahora bien, si en más de un sentido el Trienio Liberal se puede considerar parte de lo que algunos historiadores denominan el “primer liberalismo español”, lo cierto es que lo acontecido durante esos tres años difícilmente se puede considerar una consecuencia directa de la crisis de 1808. Siendo así, y para volver a los temas centrales del presente artículo, ¿cuáles son algunos de los principales contrastes entre lo acontecido en la Península a raíz de dicha crisis y la reacción más visible y de mayores consecuencias en la Nueva España, es decir, el movimiento insurgente?
Uno de los aspectos más contrastantes es que la revolución política peninsular tuvo lugar en gran medida al amparo del liberalismo, una ideología que, más allá de sus ambigüedades e indeterminaciones, tuvo una serie de contornos bastante definidos cuando se le contrasta con la situación política que había imperado en la monarquía española hasta ese momento. Unos contornos que se desprenden, sobre todo, del hecho de que en el contexto peninsular la ideología liberal estaba determinada, en primer lugar, por un grupo político que se autodenominaba “liberal” y que así era conocido por sus enemigos políticos.15 No se puede decir nada parecido respecto al liberalismo en la América española. En este caso, la identificación del ideario liberal es bastante más complicada; los motivos son diversos. De entrada, una extensión geográfica desmesurada y, por tanto, situaciones políticas muy diversas. Prácticamente desde el inicio de la crisis hispánica el liberalismo adquirió perfiles peculiares en cada región del subcontinente, dependiendo de la situación política, social y económica en cada una de ellas. Con frecuencia, por cierto, esta situación estuvo más determinada por la relación entre regiones y ciudades dentro de cada entidad administrativa, que por una oposición a la corona española. Además, debe considerarse el origen eminentemente metropolitano del ideario liberal en la América española de la época, lo que explica también parte del rechazo a ciertas facetas del liberalismo, así como el hecho de que durante todo el proceso emancipador hispanoamericano no hubo ningún grupo político que se identificara a sí mismo como “liberal” o que reivindicara el liberalismo de manera explícita (tal como lo hicieron los liberales peninsulares en las Cortes de Cádiz). Por último, a este respecto cabe insistir sobre la novedad lingüístico política del término para referirse a una ideología que estaba surgiendo en ese mismo momento histórico y que, por tanto, poseía una “escasa definición”, por decirlo de algún modo.
En el caso concreto de la insurgencia novohispana, el hecho de que al frente de la primera insurgencia estuvieron dos sacerdotes es fundamental para explicar el tradicionalismo que la caracteriza en diversos ámbitos y que contribuye a explicar algunas de sus tensiones con el ideario liberal.16 Esto no significa, por cierto, que la insurgencia no fuera liberal en aspectos fundamentales; basta pensar en el Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana, mejor conocido como “Constitución de Apatzingán”, pero me parece claro que la lucha insurgente fue una mezcla de elementos tradicionales y modernos que tuvo características ideológicas y doctrinales muy distintas respecto a la transformación política que dirigió un puñado de periodistas, abogados y eclesiásticos peninsulares entre 1810 y 1814 en el puerto de Cádiz. Es cierto que entre los grandes representantes de la revolución liberal peninsular se cuentan varios religiosos, algunos tan destacados como Diego Muñoz Torrero o José María Blanco White, pero la postura de ambos respecto a la política, a la relación de ésta con la vida social y respecto a la lucha que estaba teniendo lugar en aquel momento contra los franceses era profundamente distinta de la que defendían y propugnaban Hidalgo o Morelos en su contienda contra las autoridades virreinales.17
La insurgencia, pese a toda su importancia histórica e ideológica, no fue la única de las reacciones políticas que tuvieron lugar en el virreinato con motivo de la crisis que nos ocupa. De hecho, los cambios en la mentalidad política y en las propuestas sobre una nueva relación con la metrópoli por parte de los novohispanos comienzan con las reacciones inmediatas a la crisis de 1808, esto es, preceden en más de dos años al movimiento insurgente; pienso, sobre todo, en fray Melchor de Talamantes y en Francisco Primo de Verdad y Ramos. Ahora bien, el descontento criollo en todo el virreinato respecto al “golpe de Estado” de los comerciantes peninsulares de la capital tomó formas diversas. Dado el carácter capitalino de esta ruptura de la legalidad, resulta hasta cierto punto lógico que las provincias se convirtieran en un terreno de cultivo más propicio para que se manifestara dicho descontento. Sin embargo, una de sus expresiones más relevantes tuvo su centro de operaciones en la Ciudad de México; me refiero a la agrupación clandestina conocida como “los Guadalupes”, que estableció relaciones con varios líderes insurgentes, en particular con Morelos.18
La revolución política que se produjo en la Península entre 1810 y 1814 nos remite a una sola ciudad, Cádiz; un hecho que, como trataré de mostrar enseguida, nos pone en la pista de por qué el pueblo español recibió a Fernando VII como lo hizo a su regreso a territorio español en la primavera de 1814.19 Este aspecto me da pie para poner de manifiesto otro contraste entre la revolución liberal española y el proceso emancipador novohispano. El hecho de que esa revolución haya tenido su epicentro en Cádiz, un puerto escasamente representativo del conjunto de España, contribuye a explicar tanto el radicalismo que en algunos aspectos manifestó la transformación política emanada de ahí, como su estrepitosa caída en la primavera de 1814. Una caída que, al parecer, la mayoría de los españoles contemplaron sin mayores resquemores. Dicho en otras palabras, el control que sobre la situación política gaditana lograron los liberales desde muy temprano se convirtió en humo una vez que el invasor se retiró del territorio español.
Ahora bien, la manera en que Fernando VII fue recibido en cada pueblo, villa y ciudad por las que pasaba camino a Madrid, a su regreso del cautiverio en Francia, no sólo se explica por un mayor o menor desencanto del pueblo con los liberales y su programa. Pesó también, y seguramente en mayor medida, el cansancio que agobiaba a los españoles después de una larga contienda de enorme virulencia.20 Asimismo, también pesó en el ya mencionado regreso triunfal del rey el hecho de que él representaba muchos de los motivos que estaban detrás de los incontables sacrificios que había hecho el pueblo español durante seis años; a este respecto, el sobrenombre de “El Deseado”, con que se conoció al monarca casi desde el inicio de su cautiverio, es elocuente. Unos sacrificios que, por lo demás, reflejan el tradicionalismo sociorreligioso que caracterizó a la lucha popular contra el invasor galo, considerado por la mayoría de los españoles como impío en lo religioso y como revolucionario y regicida en lo político. En suma, volviendo a Cádiz, se puede decir que la ciudad fue un reducto extraordinario en medio de una situación extraordinaria. Sin duda, este hecho fue muy bien aprovechado por los liberales peninsulares (políticos, publicistas, periodistas y agitadores), cuya habilidad política es incuestionable, pero también tuvo consecuencias que resultaron decisivas para el futuro del liberalismo en España desde el momento en que la situación en la Península comenzó a normalizarse.21
En la Nueva España, los insurgentes lograron tener el control de varias ciudades importantes durante los primeros años de su movimiento; sin embargo, hasta la fecha los historiadores mexicanos siguen discutiendo el mayor error estratégico cometido por Hidalgo: su negativa a invadir la capital del virreinato a principios de noviembre de 1810, después de su victoria en el Monte de las Cruces.22 Sin el control de la ciudad de México, era imposible terminar con el poder peninsular, independientemente del tipo de gobierno que Hidalgo pensara instaurar. En cualquier caso, tanto Hidalgo como Morelos, a pesar de todas sus diferencias en cuanto a la manera de alcanzar sus objetivos, terminarían siendo derrotados por las autoridades constituidas. Como quedó dicho, lo mismo sucedió con los liberales de la Península. En ambos casos, la derrota se debió al mayor poderío de los adversarios; principalmente militar en el caso novohispano, sobre todo político en el peninsular (aunque el apoyo casi unánime de los altos mandos a Fernando VII a su regreso de territorio francés fue determinante).
En la Nueva España, a partir de finales de 1813 la superioridad militar de las autoridades virreinales fue cada vez más clara; aunque, repito, no se puede decir que el movimiento insurgente en general haya sido “derrotado”, pues nunca pudo ser controlado del todo. Este hecho, junto con una supuesta continuidad que a menudo se establece entre la primera insurgencia (la de Hidalgo y Morelos) y la obtención de la independencia bajo la égida de Iturbide en 1821, ha contribuido a presentar el proceso emancipador novohispano en su conjunto bajo una luz que tiende a pasar de largo sobre las enormes diferencias entre el proyecto político social de Hidalgo o Morelos y el de Iturbide. Más aún respecto al segundo de los dos líderes insurgentes, pues por razones en las que no viene a cuento detenerse y poniendo entre paréntesis las diferentes circunstancias bajo las que se desempeñaron, las inquietudes propiamente políticas son mucho más evidentes en Morelos que en su predecesor. En cualquier caso, de lo anterior se desprende la inadecuación del término “consumación”, aludida más arriba, para referirse a lo sucedido en la Nueva España en 1821.23
En el caso peninsular, el motivo principal del fracaso del liberalismo fue la superioridad que supuso para Fernando VII una vuelta a territorio español bajo una serie de condiciones que, como he señalado, le favorecieron naturalmente. A esto hay que añadir las muestras de apoyo decidido por parte de los 69 diputados firmantes del documento conocido como “Manifiesto de los persas”, dado a conocer en abril de 1814, en que se descalificaba toda la labor política de las Cortes, legitimando así en cierta medida una vuelta al absolutismo. Más importantes, sin embargo, fueron otros elementos. El primero fue el ya mencionado apoyo incondicional a la majestad real por parte de los altos mandos militares, pero cabe también señalar otros dos. El primero es el hecho de que buena parte de las guerrillas estaban en territorio francés persiguiendo al enemigo en fuga y el segundo son las escasas ventajas concretas que el pueblo español pudo haber percibido o recibido de las disposiciones liberales.
Todo lo anterior, aunado a la “guerra” que la jerarquía católica peninsular había declarado a los liberales en todos los frentes, explica la suerte que corrió el liberalismo gaditano a partir del regreso del monarca al territorio español. Revelador de esta suerte, así como de la ingenuidad de Fernando VII, es el real decreto de principios de mayo de 1814 (como se puede ver, el monarca se creía capaz de anonadar a la historia):
[…] declaro que mi real ánimo es, no solamente no jurar, ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes Generales y Extraordinarias, y de las Ordinarias actualmente abiertas, a saber: los que sean depresivos de los derechos y prerrogativas de mi soberanía establecidas por la Constitución y las leyes, en que de largo tiempo la Nación ha vivido, sino el declarar aquella Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos, de cualquiera clase y condición, a cumplirlos y guardarlos.24
La victoria absolutista fue una victoria sin paliativos, que desencadenó una feroz represión contra los liberales. Poniendo entre paréntesis el Trienio Liberal, no sería sino hasta que la muerte de Fernando VII, acaecida en 1833, coincidiera con una delicada cuestión sucesoria, que el liberalismo español iniciaría su singladura decimonónica en condiciones de una cierta normalidad. Relativa, sin duda, pues la primera guerra carlista ya tenía tres años de iniciada cuando la Constitución de 1812 revivió fugazmente entre 1836 y 1837, antes de que fuera sustituida de forma definitiva por otro texto constitucional (exactamente un cuarto de siglo después de haber sido promulgada en Cádiz). A partir de ese momento, el liberalismo español se alejaría cada vez más de algunos de los postulados radicales de la Constitución gaditana.25
Antes de seguir, conviene desarrollar algunos aspectos de los dos procesos aquí estudiados, sobre todo porque si bien desde diversas perspectivas se pueden considerar opuestos, no lo fueron en un primer momento y no lo serían durante mucho tiempo desde la perspectiva de muchos habitantes de la Nueva España.26 En la medida en que la revolución liberal española y el proceso emancipador novohispano son respuestas a la misma crisis, al principio de ésta la salida buscada va en el mismo sentido: guardar en depósito la soberanía de Fernando VII. En el caso peninsular, esta salida desembocó, después de la creación de numerosas juntas locales y de no pocas peripecias, en la Junta Central. En el caso novohispano, por su parte, el “golpe de Estado” de Yermo contra Iturrigaray instaló a otro virrey, el octogenario militar retirado Pedro de Garibay, quien estaba imposibilitado para lograr la legitimidad perdida a causa de la manera en que había llegado al poder.27
A partir de septiembre de 1810, con el levantamiento de Hidalgo en la Nueva España y con la reunión de las Cortes de Cádiz en el Viejo Mundo a partir de ese mismo mes, la relación entre los dos procesos que nos ocupan se torna muy compleja. Por un lado, Hidalgo, quien por cierto en algún momento consideró participar como representante de la Nueva España en dichas cortes, se convirtió en el principal enemigo de las autoridades virreinales y objeto de todas sus preocupaciones.28 Lo mismo sucedió con Morelos más adelante, pues la desastrosa derrota de Hidalgo en Puente de Calderón en enero de 1811 significó el final de su aventura insurreccional y de su liderazgo político. Hidalgo fue apresado poco después de esa derrota y fusilado en julio de ese mismo año. Aunque la gesta hidalguense había durado apenas cuatro meses, la vorágine social a la que dio origen cambió para siempre la faz del virreinato y terminaría llevando, si bien por caminos insospechados, a la independencia.
Al igual que en el caso de Hidalgo, durante algún tiempo la postura de Morelos respecto a Fernando VII fue ambigua. Sin embargo, a partir de cierto momento el “Caudillo del Sur” se decantó por excluir al monarca, lo que provocó no pocos sinsabores a su relación con Ignacio López Rayón, un “fernandista” que, hasta ese momento, era el líder ideológico más importante de la insurgencia; no sólo por su papel en la creación de la Junta de Zitácuaro, sino también por ser el autor de los “Elementos constitucionales”.29 Por su parte, en la capital del virreinato los Guadalupes mantuvieron una postura que puede considerarse ambivalente respecto a la monarquía en desgracia o, si se prefiere, de un enorme pragmatismo político. Aunque esta postura varía dependiendo del Guadalupe que tengamos en mente (no olvidemos que se trata de un grupo con más de 40 integrantes, entre ellos tres mujeres), en términos generales apoyaron a Morelos, lo que no implicaba necesariamente haber optado por una ruptura abierta con el rey, y menos aún con la monarquía.
Como adelanté, el periodo denominado la “consumación” de la independencia de México muestra hasta qué punto era posible seguir considerando a Fernando VII la persona adecuada para dirigir los destinos de la Nueva España y, al mismo tiempo, apoyar lo que la historiografía actual denomina la “independencia absoluta”. Sobre este tema, cabe debatir acerca de las intenciones de Iturbide cuando en el punto 4° del Plan de Iguala propone a Fernando VII como emperador de México; sin embargo, se olvida en ocasiones que la propuesta en dicho punto va mucho más allá del rey de España en aquel momento, pues comprende también a algunos miembros de su dinastía e incluso a los de otra casa reinante. En todo caso, parece incuestionable que el contexto que llevó a Iturbide a planear la independencia resulta ininteligible sin conocer los acontecimientos peninsulares.30 Independientemente del debate sobre el carácter más o menos conservador de la “consumación” de la independencia de México, me parece que estos acontecimientos no se calibran lo suficiente al estudiar esta fase del proceso emancipador de la Nueva España. A este respecto, cabe apuntar que las reacciones de rechazo o desaprobación ante una “consumación” de índole eminentemente conservadora son propias de la historiografía mexicana, no de la extranjera, que asume este aspecto de la parte final del proceso novohispano sin reparos (axiológicos, ideológicos o intelectuales).31
Lo que se consumó en septiembre de 1821 fue la separación definitiva entre dos procesos que empezaron como respuestas a una misma crisis política, que se alejaban o acercaban, dependiendo del momento político y del líder insurgente o del intelectual público novohispano que tengamos en mente, y que fue llevada a cabo por alguien que durante muchos años fue un acérrimo opositor de la insurgencia. Entre los intelectuales públicos aludidos, creo que el caso de Carlos María de Bustamante resulta ilustrativo. El consejero de Morelos, que tan importante papel desempañara en Apatzingán, es la misma persona que años más tarde, en 1820, redactó y publicó un texto denominado “Motivos de mi afecto a la Constitución”, que es un encendido elogio de la Constitución de Cádiz.32Mutatis mutandis, lo mismo se podría decir de otros destacados hombres públicos novohispanos, como el cura Francisco Severo Maldonado y, de manera menos evidente quizá, el periodista Joaquín Fernández de Lizardi, cuyas oscilaciones políticas han sido puestas casi siempre entre paréntesis por la historiografía mexicana que se ha ocupado en años recientes de la vida y obra de “El Pensador Mexicano”.33 Entre quienes combinaron la pluma con la vida política, José María Cos me parece un excelente ejemplo de las oscilaciones mencionadas.34 Como se puede ver considerando los nombres que aparecen en este párrafo, estamos ante personajes de primera línea del proceso emancipador novohispanomexicano.
Es en buena medida por razones que se infieren de los párrafos anteriores que planteamientos dicotómicos como el que hace Jaime Rodríguez en la última interpretación general de la independencia novohispana no pueden dar cuenta, desde mi punto de vista, de lo acontecido política, ideológica e intelectualmente en el virreinato entre 1808 y 1821.35 En el caso específico de dicho autor, se trata de una independencia concebida básicamente como la confrontación entre la revolución política gaditana y la insurgencia novohispana (siempre en detrimento de la segunda).
Ante una crisis de la magnitud de la que vivió el mundo hispánico a partir de 1808, en la que los principales referentes políticos desaparecieron o se desplazaron notablemente, conviene hacer un esfuerzo por situarse en ese mundo para tener una idea, lo aproximada que se quiera, del nivel de incertidumbre e indeterminación que afectó a todos los actores. Por el contrario, con lo que nos topamos a menudo es con un afán de otorgarle a esta situación de profunda desazón una supuesta “inteligibilidad histórica” que lo que hace es obviar la incertidumbre y que, en esa medida, tiende a minimizar, tergiversar o justificar vacilaciones que, desde mi punto de vista, debieran aceptarse como tales. En el caso del proceso emancipador novohispano, no hacerlo facilita el camino hacia idealizaciones de la insurgencia que, desde mi punto de vista, poco pueden contribuir a sacar a la luz las indeterminaciones ideológicas, así como los recovecos políticos y doctrinales que la recorren de parte a parte. Lo mismo se puede decir, por supuesto, sobre el proceso gaditano (tema al que volveré al final de este artículo). Al respecto, el ensalzamiento de este proceso por parte de autores como Rodríguez en el libro referido o de historiadores españoles como Manuel Chust, que ha escrito un sinnúmero de trabajos sobre el tema, difícilmente puede contribuir a desentrañar la complejidad política, ideológica y doctrinal que caracteriza al mundo hispánico del primer cuarto del siglo XIX.36
En cuanto a la historiografía actual sobre la insurgencia, tengo en mente textos como “Independencia sin insurgentes. El bicentenario y la historiografía de nuestros días”, de Luis Fernando Granados, y, más recientemente, el artículo “El liberalismo en la insurgencia novohispana: de la monarquía constitucional a la república, 1810-1814”, de Cristina Gómez Álvarez.37 En otro lugar he expresado mis profundos desacuerdos con los presupuestos, el contenido y las conclusiones del texto de Granados, por lo que aquí me referiré brevemente a este artículo.38 En cambio, comentaré ciertos aspectos del texto de Gómez Álvarez que me parecen relevantes respecto a algunos de los temas centrales del presente ensayo.
El artículo de Gómez Álvarez, como el de Granados, surge de un evidente malestar: el que provoca a sus autores la percepción de que en la conmemoración bicentenaria de la independencia de México hubo un gran ausente: el estudio de la revolución insurgente. El principal motivo de esta ausencia Gómez Álvarez lo encuentra en el hecho de que en la historiografía actual sobre la independencia predomina una interpretación que afirma que el liberalismo gaditano fue “el que constituyó la verdadera revolución y [el] que provocó las transformaciones políticas que dieron lugar a la independencia y a la construcción del Estado y de la nación mexicanos”.39 No obstante, el único ejemplo que la autora proporciona como representante de esta historiografía en la segunda nota de su artículo es el de Jaime Rodríguez.
No es ninguna casualidad que a pesar de que la autora afirma que lo que ha predominado en los últimos años es la historiografía “llamada revisionista” (p. 9), la lista de historiadores revisionistas se reduzca a un solo nombre de forma explícita.40 Y no lo es porque Rodríguez es prácticamente el único historiador que, hasta donde alcanzo a ver, no sólo considera al liberalismo gaditano como la única revolución realmente importante durante el proceso emancipador novohispano, sino que además tiende de manera casi obsesiva a minimizar los logros y la trascendencia de la revolución insurgente. Ahora bien, si la historiografía “revisionista” es tan predominante como Gómez Álvarez plantea en la primera parte de su artículo, cabía esperar que proporcionara una serie de nombres de los autores que la integran. En cualquier caso, paso ahora a cuestiones de contenido de los dos artículos mencionados.
En su texto, Gómez Álvarez sigue algunos de los planteamientos centrales del que parece considerar el único balance historiográfico que se ha escrito hasta la fecha sobre las conmemoraciones bicentenarias: el texto de Granados arriba mencionado. En este artículo, el autor ignora las marcadas diferencias que existen entre estudiosos del tema como François-Xavier Guerra, Antonio Annino, Jaime Rodríguez, Peter Guardino, Jaime del Arenal, Elías Palti, Juan Ortiz Escamilla, José Antonio Serrano, Alfredo Ávila, Rafael Rojas, José María Portillo Valdés y quien esto escribe. En opinión de Granados, “la orientación de la nueva historiografía sobre las primeras décadas del siglo XIX parece sugerir que por fin ha llegado el momento de remover a la insurgencia de la memoria colectiva [de los mexicanos] y emplear otras metáforas y otras imágenes para representar la Independencia nacional”.41 Para Granados, como resulta evidente en la parte final de su artículo, el pecado historiográfico cometido por todos los autores mencionados es haberse olvidado “de esos miles de insurgentes de a pie, humildes, insignificantes”, que con sus actos “hicieron mucho más por redefinir el paisaje social y cultural de Nueva España que los letrados de toda índole con sus proyectos constitucionales, sus referencias librescas, su sabiduría cosmopolita”. La conclusión del autor es que lo mejor, es decir, lo “más sano y más productivo” (en lugar de deplorar el curso que han tomado los estudios sobre la independencia), es aprovechar el bicentenario “para ocuparnos de las insurrecciones hidalgueñas”. Su propuesta final es que la sociedad mexicana debe servirse de las celebraciones del 2010 “para pensar una vez más si el propósito de la vida social es dejar que cada cual se rasque con su propias uñas, o si mejor hacemos algo -lo que sea, pero ideológicamente encarnado como hicieron los insurgentes- antes de que el país termine de desmoronarse”.42
En cuanto al artículo de Gómez Álvarez, me parece discutible su punto de partida: “la consideración de que la lucha armada iniciada el 16 de septiembre de 1810 tenía como propósito la independencia” (p. 10; es decir, para la autora, la independencia absoluta). Como quedó apuntado, si Hidalgo buscó desde el primer momento la independencia absoluta es una discusión que sigue abierta; en esa medida, plantear dicho propósito como punto de arranque resulta controvertible. Difiero también con otro aspecto del análisis que hace Gómez Álvarez y que en parte se deriva del anterior; me refiero a su manera de entender la Constitución de Apatzingán. En primer lugar, no creo que dicho documento sea el “resultado de varios años en que se fue reconstruyendo y afinando un proyecto que le diera estatuto político y jurídico al Estado independiente” (p. 12). Esta manera de ver al Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana es un buen ejemplo de lo que yo llamaría “historia retrospectiva”. Este modo de enfocar el proceso emancipador novohispano no sólo no termina de marcar una verdadera distancia respecto a la historiografía nacionalista más tradicional, sino que minimiza o desvirtúa las dudas y vacilaciones que, de distintas maneras, tanto Hidalgo como Rayón y Morelos manifestaron respecto al camino político a seguir (por no mencionar a otros líderes insurgentes de segundo nivel).
Por otro lado, en ocasiones la autora extrae conclusiones controvertibles de ciertos pasajes de textos de la época. Pienso, por ejemplo, en las palabras siguientes de Hidalgo: “Establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que teniendo el objetivo principal de mantener nuestra santa religión, dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo” (p. 15). No creo que de estas palabras, extraídas del célebre manifiesto de mediados de noviembre de 1810 que Hidalgo dio a conocer como respuesta a ciertos cargos que le hizo la Inquisición, se pueda decir lo siguiente: “No cabe duda de que estas palabras tienen una gran influencia del pensamiento ilustrado y liberal” (p. 15).43 Por otra parte, las indeterminaciones de la insurgencia novohispana difícilmente se resuelven con la hipótesis de Gómez Álvarez en el sentido de que el carácter revolucionario de la misma se mantiene incólume porque la inclusión del rey dentro de su propuesta política “se debe a que se está concibiendo una monarquía constitucional como forma de organización del nuevo Estado” (p. 16; volveré a esta cuestión un poco más adelante). Intentar establecer una continuidad entre Hidalgo, Rayón y Morelos con base en la idea de una monarquía constitucional no resiste un análisis cuidadoso, aunque sólo sea porque, utilizando una expresión de la propia autora, a fines de 1812 Morelos se “salía del guión de 1810” (p. 22) con su propuesta de excluir a Fernando VII de la Constitución que tenía en mente. Esta postura del “Caudillo del Sur” no haría sino fortalecerse a lo largo de 1813.44
En cuanto a la supuesta claridad de Hidalgo sobre los objetivos políticos de la insurrección que desató en septiembre de 1810, que Gómez Álvarez plantea en su artículo (pp. 13-15), tiendo a estar de acuerdo con historiadores actuales como Jaime Olveda o, mucho más atrás, Hugh Hamill, quien hace medio siglo escribió: “La confusión de los motivos y de los objetivos declarados tres meses después de que la revuelta había empezado fue muy desafortunada […] Hidalgo solamente introdujo vagos conceptos [al respecto] […] Sus ideas del tipo de gobierno que debería suceder el logro de la libertad fueron indefinidas y su indecisión se revela en la vaguedad de sus declaraciones”.45 Por otro lado, respecto al argumento de que el pensamiento político de Hidalgo refleja una clara influencia ilustrada, cabe señalar que entre los autores favoritos del cura de Dolores se contaba el prelado Jacques-Bénigne Bossuet, a quien se puede considerar el más grande defensor del absolutismo. Sin embargo, el autor que al parecer Hidalgo leyó más que ningún otro fue Jacques-Hyacinthe Serry, un teólogo que de enciclopedista no tenía prácticamente nada.46 En relación con este tema, cabe decir que como la historiografía occidental ha mostrado desde hace tiempo, la Ilustración tenía vertientes que difícilmente pueden considerarse “modernas”, menos aún “revolucionarias”. Para terminar con esta cuestión, cabe concluir que la afirmación de que Hidalgo era “ilustrado” (expresada así, sin mayores aclaraciones o matices) dice bastante menos de lo que varios historiadores mexicanos han pretendido cuando emplean dicho vocablo.47
En lo que respecta al liberalismo del “padre de la patria”, es cierto que en el pasaje citado más atrás Hidalgo planteó establecer un congreso con representantes de las ciudades, villas y lugares de la Nueva España, pero considerar que este planteamiento basta para hacer de Hidalgo un liberal es un salto que pocos estarían dispuestos a dar. De hecho, Hidalgo expresa enseguida que el objeto principal de dicho congreso era “mantener nuestra Santa Religión”.48 Como ya señalé, el pensamiento de Hidalgo está atravesado por un tradicionalismo que se derivaba en gran medida de su condición de cura (de un pueblo, conviene tenerlo en mente, de una provincia de uno de los territorios americanos que más tiempo tardó en volverse independiente). Este tradicionalismo se refleja en incontables documentos, que retratan desde diversas perspectivas la manera en que Hidalgo entendía la lucha contra las autoridades virreinales (básicamente, como una contienda de carácter religioso). Que el tradicionalismo insurgente podía combinarse con nociones liberales es, como ya señalé también, innegable en el caso de Morelos, pero esto resulta menos claro en el caso de Hidalgo. En suma, así como quedarnos con un Hidalgo puramente tradicional no nos lleva muy lejos (entre otros motivos porque una lucha emprendida en clave religiosa puede ser revolucionaria o tener consecuencias revolucionarias), quedarnos con un Hidalgo liberal tampoco nos permite avanzar mucho.49
Antes de terminar con el tema de los líderes insurgentes, conviene decir algo sobre la “monarquía constitucional” como la fórmula que podría explicar los vaivenes de la insurgencia novohispana durante los primeros años del proceso emancipador respecto a la figura de Fernando VII. En primer lugar porque las ambigüedades y vacilaciones de dicha insurgencia no se explican, no se pueden explicar en mi opinión, mediante un solo concepto o una sola hipótesis. Como he sugerido, resulta más fructífero en términos historiográficos admitir dichas ambigüedades y vacilaciones como tales. Tanto Hidalgo como Rayón, Morelos y Cos dudaron acerca el camino político a seguir en medio de una situación que era incierta, compleja y particularmente violenta, además de confusa en términos políticos, ideológicos y hasta doctrinales. En segundo lugar, porque el documento legal más importante que produjo la insurgencia, el “Decreto de Apatzingán”, no plantea una monarquía constitucional, sino un régimen de tipo republicano.
En relación con este tema, cabe decir algo sobre la supuesta antinomia monarquía-república. Desde el último cuarto del siglo XVIII existe en el mundo occidental un planteamiento denominado en ocasiones “la indiferencia de las formas de gobierno”, según el cual lo fundamental para el correcto funcionamiento de un régimen político es un punto crucial: el respeto de ciertos derechos individuales. En consecuencia, la forma de gobierno se convierte en una cuestión secundaria.50 Si esto es así, el carácter revolucionario de la insurgencia no estaría determinado porque sus líderes adoptaran o no la monarquía constitucional. Lo que puede resultar difícil de entender para nosotros es que Iturbide pretendiera obtener la independencia manteniendo a Fernando VII en el trono; una incompatibilidad que Morelos tuvo clara a partir de cierto momento. No obstante, más allá de nuestras limitaciones para entender cabalmente esta manera de concebir un “rompimiento” con la metrópoli, y sin entrar en elucubraciones sobre lo que tenía en mente Iturbide cuando inició el camino independentista que lo terminaría llevando al trono imperial, lo cierto es que fue al socaire de Fernando VII como (posible) emperador del nuevo país que México obtuvo su independencia.
En el resto de la América española, la adopción generalizada del régimen republicano hace olvidar con frecuencia no sólo la historia, la polisemia y la variedad connotativa de la palabra “república”, sino también, como ha señalado el historiador francés Clément Thibaud, el hecho de que los actores políticos muchas veces la invocaban con sentidos distintos, incluso contradictorios. Además, como nos recuerda este autor en un texto relativamente reciente, el empleo del vocablo por parte de varios estados republicanos “no implicaba necesariamente el carácter antimonárquico de esos Estados”.51 En relación con el tema del liberalismo, concretamente del liberalismo hispánico, cabe apuntar que esta diversidad semántica que tuvo el término “república” durante los primeros años de las revoluciones hispánicas es un elemento más para rechazar la supuesta contraposición que algunos autores establecen entre el liberalismo y el republicanismo durante el primer cuarto del siglo XIX en el mundo hispánico. Una contraposición que puede explicarse hasta cierto punto en el contexto ideológico político del proceso de independencia de las Trece Colonias y sus prolegómenos (de aquí la importancia que tuvo este debate en el ámbito académico estadounidense hasta hace no mucho tiempo), pero que difícilmente se justifica en el caso de los procesos emancipadores hispanoamericanos.52
Desde mi punto de vista, dichos procesos, así como lo acontecido en Cádiz entre 1810 y 1814, eran movimientos revolucionarios en términos políticos porque todos ellos adoptaron una serie de principios que en el contexto de aquel momento histórico eran revolucionarios (resumiendo: la soberanía nacional, la igualdad política, las libertades individuales, la división de poderes y el sistema representativo). Aunque cierta historiografía latinoamericana puede hacernos pensar lo contrario, estos principios no eran privativos de las repúblicas, como la monarquía constitucional gaditana lo muestra palmariamente. Ahora bien, estos principios podían dar pie a propuestas político sociales peculiares a cada uno de los procesos emancipadores (que en buena medida se explican por la diversidad en la conformación de las sociedades hispanoamericanas), incluso dentro de un mismo proceso (vuelvo aquí a los contrastes entre el proyecto de Morelos y el de Iturbide).53
En las últimas páginas he planteado algunas reservas frente a lo que considero idealizaciones recientes de la insurgencia novohispana; sin embargo, exactamente lo mismo se puede decir respecto a una parte de la historiografía española que se ha ocupado de la revolución política que tuvo lugar en la Península entre 1808 y 1814. Basta pensar en la manera en que las Cortes y la Constitución de Cádiz fueron planteadas por algunos académicos españoles durante las conmemoraciones bicentenarias que tuvieron lugar hace relativamente poco. La incapacidad de los liberales peninsulares para darse cuenta de que la pacificación de América era una condición sine qua non para todo lo demás, su subordinación respecto a los dictados del gremio comercial gaditano y lo limitada que fue la oferta de las Cortes en aspectos políticos y económicos que para los americanos resultaban cruciales son algunos de los rasgos que la historiografía peninsular bicentenaria prefirió ignorar o, por lo menos, poner entre paréntesis (como siempre, hubo excepciones). Creo también que los planteamientos de algunos historiadores españoles que sugieren una influencia de la carta gaditana sobre todo el subcontinente americano a lo largo de todo el periodo emancipador, así como un carácter supuestamente único de dicha carta en el contexto hispánico, requiere de una serie de matices y precisiones.54
En cuanto al influjo de la Constitución de Cádiz sobre los territorios americanos, es muy importante hacer distinciones, tanto cronológicas como geográficas; estas últimas deben empezar por distinguir en cuáles territorios fue aplicada la Constitución y en cuáles no.55 Ahora bien, estas distinciones no implican que el proceso político gaditano no haya desempeñado un influjo considerable en casi todo el subcontinente, como la historiografía reciente lo ha mostrado.56 Una vez más, conviene insistir en la cautela analítica que debe prevalecer siempre al acercarnos a la historia política e intelectual del mundo hispánico durante el primer cuarto del siglo XIX. Si es importante seguir reivindicando una actitud de este tipo no es sólo porque ciertas interpretaciones actuales persisten en ensalzar al proyecto gaditano o en idealizar a la insurgencia novohispana, sino también porque, desde una perspectiva historiográfica más amplia, la recuperación que desde hace algunos años está haciendo la academia anglosajona de las revoluciones hispánicas desde la perspectiva de la historia atlántica tiende también a simplificarlas. Esto se explica, de entrada, por una cuestión metodológica que, justamente por serlo, a veces pasa desapercibida: la interpretación atlántica de la llamada “Era de las revoluciones” privilegia las similitudes, las continuidades y los paralelismos.
No es éste el lugar para analizar el modo en que el enfoque atlántico tiende a minimizar o al menos a poner entre paréntesis la complejidad política, ideológica y doctrinal de las revoluciones hispánicas.57 Sin embargo, me parece que el tema es importante. No sólo por las consecuencias que dicho enfoque podría tener si sigue siendo aceptado por la historiografía latinoamericana de manera poco crítica, sino sobre todo por motivos que intenté poner de manifiesto en el presente ensayo historiográfico: dejar de sacar a la luz dicha complejidad nos llevaría, nolens volens, a una era de las revoluciones menos incierta, menos rica y menos diversa de lo que fue en realidad esta etapa de la historia política de Occidente.