En su obra Tiempo suspendido, el historiador Camilo Vicente Ovalle presenta una historia de un arco de casi medio siglo, de 1940 a 1980, periodo caracterizado por la modernización sui generis dirigida por un régimen de partido único de facto, el PRM-PRI. La obra muestra la modernización simultánea de tres rubros específicos: el aparato de seguridad nacional, la represión a la disidencia y la guerra. Dentro de ese conjunto, el autor se enfoca en la práctica de la desaparición forzada, una forma de eliminación silenciosa y más extrema que la ejecución extrajudicial. Si bien la obra se basa en distintas fuentes, como la oral, la prensa y la bibliografía secundaria, es clara la preeminencia de la documentación de los archivos de los órganos federales de seguridad nacional depositados en el Archivo General de la Nación (AGN): el de la Secretaría de Gobernación (SEGOB), los fondos Dirección Federal de Seguridad (DFS) y Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS), y la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA). Si bien estos acervos fueron desclasificados durante la administración de Vicente Fox (2000-2006), desde su apertura han sido objeto de toda clase de censura y limitaciones a su consulta. Así, uno de los mayores méritos del autor radica en su tesón para procurar el acceso a miles de documentos restringidos. Pese a que Vicente identifica al archivo secreto como una extensión de la estrategia represiva y rechaza su uso positivista (p. 27), otorga centralidad a los documentos a la hora de definir periodos y procesos. Debido a este enfoque, el autor dialoga poco con la historiografía de la violencia política, la guerra sucia o las operaciones antinarcóticos de la década de 1970 de México y América Latina. Esta es la principal desventaja de la obra, por lo demás original y sustanciosa.
Tiempo suspendido resiste el encasillamiento como obra de historia política, social, militar o de los derechos humanos, pues aborda todos estos aspectos sin detenerse en ninguno en particular. En la introducción se describe el significado de la desaparición forzada, sus fines, su dimensión numérica y su impacto en la formación de un nuevo movimiento por los derechos humanos, representado por la lucha de los familiares de los desaparecidos en los años setenta. Vicente enuncia su propósito de dar cuenta de los patrones de violencia estatal, principalmente la conversión de la desaparición forzada en estrategia contrainsurgente. Aunque no explica su elección de los estudios de caso de Oaxaca, Sinaloa y Guerrero, se colige que en ellos la contrainsurgencia alcanzó una gran extensión. A pesar de que la historia que cuenta no ocurrió en el centro del poder político sino en sus márgenes, el autor descarta el enfoque de historia regional, limitándose a explicar cómo fue introducida la desaparición forzada en esos estados por iniciativa del gobierno federal, a consecuencia de la fuerza que adquirieron las organizaciones armadas socialistas y los movimientos sociales y el temor de que ambos se unificaran.
A lo largo de la obra, Vicente es consistente en su propósito de explicar la evolución de la desaparición forzada. En las conclusiones, el autor cifra su contribución principal al estudio de la historia de la desaparición forzada en una nueva periodización, de acuerdo con la cual esta técnica represiva habría comenzado no en la década de los sesenta, como se pensaba convencionalmente, sino en la de los cuarenta, cuando por medio de la dupla secuestro-asesinato político, se eliminó a los disidentes del pacto de élites de la “familia revolucionaria”. En un segundo momento, de 1971 a 1978, el Estado respondió al desafío del socialismo armado transformando la desaparición forzada en política de Estado, como elemento central del complejo contrainsurgente. Durante este periodo se construyó al subversivo como enemigo público, se adaptó el aparato de seguridad nacional a las necesidades de un nuevo tipo de guerra irregular, se generó un nuevo lenguaje de burocratización de la violencia y se produjo la consolidación de las estructuras operativas del circuito detención-desaparición. El autor distingue entre las expresiones transitoria y definitiva de la desaparición, así como entre sus múltiples finalidades, ya que en un principio se usó como mecanismo de desarticulación y obtención de información sobre la insurgencia, y en un segundo momento para la eliminación silenciosa de los militantes y sus simpatizantes, presuntos o reales (p. 328). La tercera etapa, de 1977 a 1985, habría estado caracterizada por la intersección entre la contrainsurgencia y la guerra contra el narcotráfico, que ofreció “nuevas condiciones materiales e institucionales para la generalización de las tácticas contrainsurgentes al conjunto de la población” (p. 332).
Aunque Vicente se concentra en la parte de la contrainsurgencia que se desplegó como violencia física focalizada, también describe sus extensiones no armadas, como la guerra psicológica (lo que denomina la “construcción del enemigo”) y los programas de acción cívica (asistencia social), orientados a toda la población. Para el autor, la importancia del complejo contrainsurgente en la modernización del Estado es tal que rechaza el nombre engañoso de “guerra sucia” y propone su reemplazo por el término contrainsurgencia. No obstante, resulta problemático que se quiera dar el nombre de una estrategia militar a un periodo de dos décadas, más aún porque la contrainsurgencia ha sido empleada por el Estado en todos los conflictos armados internos posteriores. El concepto, además, privilegia a una sola de las partes beligerantes, mientras que subsume a las organizaciones armadas socialistas como receptoras de la violencia estatal. Dicho enmarcado abona a la visión del Estado como mero terror institucionalizado, subestimando el consenso del PRI de un amplio sector de la población.
En el primer capítulo de la obra, “Antes de 1968,” se describe una serie de casos que prueban que en las décadas de 1930 y 1940 ya se ejecutaban las prácticas precursoras de la desaparición forzada. Esto evidencia que la tentativa de la eliminación física del enemigo acompañó la formación del Estado posrevolucionario y no hubo una sola década exenta de violencia.
En el capítulo 2, “La organización de los ‘hombres perfectos’: desaparición y contrainsurgencia”, se narra la historia de los servicios de seguridad de los años 1930 a 1970, con énfasis en las instituciones que hicieron posible la contrainsurgencia, tales como la Policía Militar y la Brigada de Fusileros Paracaidistas del ejército, la DFS, la DGIPS, el poder judicial y los grupos especiales y paramilitares. También se describe el entrenamiento de oficiales mexicanos en escuelas de guerra estadounidenses. Hay algunas omisiones importantes, por ejemplo, sobre las primeras campañas contrainsurgentes de 1964 a 1968 y el inicio de la guerra contra las drogas en 1969 con la operación Canador (cannabis-adormidera), ambos en la Sierra Madre Occidental. Tales episodios revelan que la intersección entre los dos conflictos, que el autor sitúa a fines de la década de los setenta, en realidad comenzó en los sesenta. Ausentes de este relato están también las agencias estadounidenses que intervinieron en ambos casos, como la CIA y la DEA y el tema del financiamiento del andamiaje contrainsurgente.
Una de las tesis más polémicas de la obra propone un alto grado de coordinación entre las corporaciones policiacas y federales y rechaza la visión convencional de que el ejército dirigió la contrainsurgencia en el campo mientras que la DFS lo hizo en las ciudades. Sin embargo, Vicente parece subestimar la evidencia que él mismo presenta en el caso de Sinaloa respecto al gran nivel de competencia y confrontación entre estas corporaciones, asociada al cobro de “impuestos” a actividades ilícitas, y el hecho de que la DFS no tuviera un número de agentes suficientes para desplegarlos en el medio rural, lo que tal vez explicaría la inexistencia de expedientes de cientos de desaparecidos rurales que el autor reconoce.
El capítulo tercero, “El circuito de la detención-desaparición”, detalla cómo una práctica añeja, como la desaparición, fue paulatinamente institucionalizada en la esfera extralegal del Estado, cuya principal expresión fueron los centros clandestinos de detención. El autor demuestra contundentemente que este circuito fue diseñado para suspender toda certeza y negar cualquier explicación racional sobre por qué cientos de detenidos fueron desaparecidos para siempre y otros liberados. Al respecto, hay un tema que ameritaba mayor profundización: el probable destino final de los desaparecidos mediante ejecuciones en masa en campos de tiro del ejército y los llamados “vuelos de la muerte” de la Fuerza Aérea Mexicana frente a las costas de Guerrero.
El capítulo cuarto, “Los usos de la desaparición,” contiene tres estudios de caso. En el primero, sobre Oaxaca, la descripción del contexto sociopolítico y las diferentes organizaciones, sociales o armadas, tales como la Unión del Pueblo, la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S) y su Brigada Revolucionaria Emiliano Zapata y el Coalición Obrera, Campesina, Estudiantil del Istmo (COCEI), entre otros, permite entender la complejidad de la oposición de izquierda y la aplicación de estrategias contrainsurgentes diferenciadas, tales como desarticulación, disuasión y eliminación. El subcapítulo sobre Sinaloa explora la respuesta contrainsurgente al movimiento de los llamados “Enfermos” de la LC23S entre 1972 y 1978. La interpretación del autor es problemática, pues asume que los documentos revelan la verdad sobre el intento de insurrección de los “Enfermos” en 1974 y que por lo tanto las desapariciones en serie no empezaron ese año sino en 1976. Sobre el llamado “Asalto al cielo”, sólo la historia oral ha dado cuenta de las ejecuciones y los vuelos de la muerte de 1974. El subcapítulo también contiene una marcada imprecisión, pues señala que la Operación Cóndor contra el narcotráfico fue la primera en su tipo y ocurrió en el noroeste con epicentro en Sinaloa, cuando en realidad fue la cúspide de una serie de campañas nacionales que tuvieron gran impacto en regiones productoras de droga, incluyendo Guerrero y Oaxaca. La obra concluye con un subcapítulo sobre Guerrero, que es el que mejor ejemplifica la historia de larga duración de la violencia política y la modernización de las tecnologías represivas en que la desaparición forzada se practicó masivamente en el municipio de Atoyac de Álvarez y aledaños.
Tiempo suspendido aborda un tema que por muchos años fue suprimido del registro historiográfico y la memoria colectiva, por lo que constituye un referente indispensable tanto para los especialistas en el periodo que a falta de un mejor nombre seguimos llamando guerra sucia, como para el público en general interesado en comprender los mecanismos de terror estatal que sirvieron como base de la violencia desatada en conflictos posteriores, incluida la guerra contra el narcotráfico (2006-?) con su estela de más de 60 000 desaparecidos al 2020.