I. La historia de la desigualdad1
Las 1 317 páginas de la obra de Thomas Piketty (en adelante, TP) pueden leerse de varias maneras, pero principalmente como un libro de historia y, al mismo tiempo, como una argumentación detallada con el fin de sustentar un conjunto de tesis políticas. No es, definitivamente, un texto académico que sólo busca explicar la teoría favorita del autor o analizar los hechos desde una perspectiva meramente económica.
Sin duda, una de las virtudes del libro es la ruptura con la tradición intelectual en boga según la cual hay que escribir y publicar textos no contaminados por la ideología o la política, es decir, “científicos” y frecuentemente desubicados de su contexto histórico.
TP, en cambio, no esconde sus inclinaciones,2 ya que considera precisamente que la ideología y la política son el fundamento de nuestras sociedades:
La desigualdad no es económica o tecnológica, es ideológica y política. Tal conclusión es la más evidente de la investigación histórica de este libro. Dicho de otro modo, el mercado y la competencia, los beneficios y los salarios, el capital y la deuda, los trabajadores calificados y no calificados, los nacionales y los extranjeros, los paraísos fiscales y la competencia no existen como tales. Son construcciones sociales e históricas […] Reflejan sobre todo las representaciones que cada sociedad construye de la justicia social y la economía justa, y de las relaciones de poder políticas e ideológicas entre las diferentes fuerzas político-ideológicas y los discursos existentes. Lo que hay que destacar es que estas relaciones de fuerza no son solamente materiales: son también, y sobre todo, intelectuales e ideológicas [Piketty, 2019: 32].
Para abordar este asunto, TP rompe con otra práctica de la academia dominante: las especialidades. Al buscar una explicación profunda de la desigualdad y sus posibles soluciones, recurre a la historia, el análisis político, ocasionalmente a la antropología y la sociología, y, por supuesto, a la economía.
Podría decirse que la intención de TP es demasiado ambiciosa o incluso arrogante. Interpretar siglos de historia y una gran diversidad de países puede parecer una empresa desmedida. Aún más: hacerlo con sus propios conceptos y no apoyarse en el marxismo, el liberalismo o las grandes corrientes de la historiografía puede resultar hasta chocante. TP pareciera a veces querer fundar -él solo- una nueva escuela de pensamiento en las ciencias sociales: el pikettismo. Esta nueva escuela tendría, según el autor, afinidades con el marxismo y las teorías del socialismo (incluyendo, destacadamente, la socialdemocracia europea), pero también grandes diferencias.
En fin, TP ha elaborado un largo texto polémico por muchas razones, el cual posee un enorme valor porque busca fundamentar, con base en una enorme cantidad de datos, que el cambio es posible y necesario. Como varias veces repite TP, éste es un libro para discutir la transformación del mundo -véase Piketty (2019: 59)-.
Esta transformación, acepta el autor, no será resultada de un texto o de la ambición intelectual de un autor, sino de un conjunto de fuerzas que rebasan a cualquier escritor solitario. Sin embargo, el cambio, advierte TP, no puede ser resultado de la espontaneidad o la casualidad, es producto de una combinación de factores históricos, a veces imprevisibles, y de la madurez de las ideas; de ambas. Por ello, TP busca abrir el debate con este libro monumental. Nos toca, a los que coincidimos en la necesidad y la orientación general de ese cambio, mantener viva la discusión, extenderla tanto como se pueda, y aprovechar cualquier oportunidad para que las ideas encarnen en fuerzas sociales y políticas, y lo hagan realidad.
Dicho esto y aceptado el reto, no vale tanto la pena abrir el debate sobre la parte conceptual del texto, aunque no dejan de llamar la atención términos como “sociedad trifuncional”, “sociedad propietarista”, “hipercapitalismo”, “sociedades esclavistas y coloniales”, “orden social cuaternario”, “sociedades socialdemócratas”, “sociedades comunistas y poscomunistas”, así como sus definiciones de “propiedad justa” y “fronteras justas”; conceptos más bien descriptivos que le permiten a TP manejar el análisis histórico a su gusto para:
demostrar que todas estas sociedades han sido desigualitarias, aunque de diversas formas y en distinto grado, y que han sido sostenidas además por una ideología que justifica las desigualdades;
evadir conceptos marxistas como lucha de clases, capitalismo, acumulación de capital, etc., e intentar construir un modelo de interpretación propio;3
a partir de este deslinde, hablar de lo que TP llama un “socialismo participativo”, su propuesta teórica y política central.4
Debatir los conceptos utilizados por TP es necesario, pero, para los fines de esta reseña, llevaría demasiado espacio y dejaría poco para discutir sus tesis políticas.
Digamos solamente que los conceptos de TP le son útiles para elaborar una narrativa que, sin descansar únicamente en la economía, se apoya fundamentalmente en un análisis cuantitativo. Este tipo de análisis utiliza diferentes medidas, sobre todo, la desigualdad de ingresos y de riqueza, labor en la que TP ha trabajado casi toda su vida académica y que le ha permitido crear un banco de datos público abierto.5 Destaquemos la generosidad y la valía de esta aportación, ya que contiene un gran número de información útil para el análisis de cada país y del mundo en varios periodos.
El registro de las desigualdades en diversos países y su evolución cuantitativa se acompañan del análisis de los datos fiscales: el cambio de las tasas que se han impuesto en diferentes momentos y países a los ingresos, a las sucesiones testamentarias (herencias) y a la riqueza (a la propiedad). Analizar en conjunto ambos fenómenos es una de las herramientas fundamentales de TP para construir su análisis histórico y sus tesis políticas.
El régimen de desigualdades que estuvo en vigor desde el siglo XIX hasta casi 1914, se basaba en el rechazo a los impuestos progresivos […] Los Estados europeos de los siglos XVIII y XIX eran fiscalmente ricos en comparación con las estructuras estáticas que prevalecieron en los siglos anteriores o en los Estados otomanos o chinos de la época. Pero eran fiscalmente pobres en comparación con los niveles observados en el curso del siglo XX, periodo que se caracterizó por un salto hacia adelante decisivo del Estado fiscal […] este poder creciente del Estado fiscal y social desempeñó un papel central en la transformación de las sociedades de los propietarios en sociedades socialdemócratas [Piketty, 2019: 590].
Esta transformación se consolidó después de la segunda Guerra Mundial: “Por primera vez en la historia, y de manera casi simultánea en todos los países, las tasas aplicadas a los ingresos más elevados y a las sucesiones más cuantiosas alcanzaron durante mucho tiempo niveles extremadamente altos, del orden de varias decenas de puntos porcentuales” (Piketty, 2019: 580).
De esta manera,
[Como lo demuestran] múltiples ensayos […] el aumento del poder del Estado fiscal no solamente no impidió el crecimiento económico, por el contrario, constituyó un elemento central del proceso de modernización y de la estrategia de desarrollo llevada a cabo en Europa y los Estados Unidos en el curso del siglo XX. Las nuevas fórmulas fiscales permitieron financiar los gastos indispensables para el desarrollo, en particular, inversiones masivas y relativamente igualitarias en la educación y la salud […] así como gastos sociales indispensables para enfrentar el envejecimiento (como las pensiones por jubilación) y para estabilizar la economía y la sociedad en casos de recesión (como el seguro de desempleo) [Piketty, 2019: 592].
En el capítulo 11 describe el gran cambio de fin de siglo: “A pesar de su innegable éxito, las sociedades socialdemócratas conocieron un agotamiento a partir de los años 1980-1990. En particular, no supieron hacer frente a las desigualdades cada vez mayores que se desarrollaron en todas partes desde entonces” (Piketty, 2019: 631).
El retroceso fue generalizado: “La mayor parte de las grandes regiones del mundo, ya sea la Europa socialdemócrata, los Estados Unidos, la India o China, conocieron después de 1980 una regresión de las desigualdades, con un fuerte aumento de 10% de los ingresos totales más elevados y una caída significativa de la parte correspondiente a 50% entre los más pobres”6 (Piketty, 2019: 638).
El libro de TP da cuenta, como otros historiadores, de tres fases del capitalismo, las cuales abarcan desde finales del siglo XIX hasta principios del XXI. La primera se caracteriza por el incremento de las desigualdades, que provocó la crisis del sistema primero en Europa (y otras partes del mundo, principalmente Rusia y China) y luego en los Estados Unidos, en 1929. Hay que destacar que al analizar esta fase, TP anota un asunto de gran relevancia: las guerras mundiales como resultado de esa crisis. Se trata de un planteamiento interesante que señala que el tamaño similar de las economías de los países europeos dio lugar a una competencia feroz que llevó a conflictos bélicos de gran magnitud. El resultado fue la (auto)destrucción de Europa.
Terminada la segunda Guerra Mundial, comienza la segunda fase: los tiempos del “capitalismo socialdemócrata”. Hay una mayor igualdad en el reparto de los ingresos y la riqueza y se imponen políticas fiscales que permiten adoptar nuevas medidas en materia de salud y educación de carácter redistributivo. Son las décadas del Estado de bienestar.
Este periodo se compara favorablemente con el “hipercapitalismo”, al que dedica el capítulo 13 (pp. 835 y ss.). Es la tercera etapa de esta historia. Comienza en los años noventa y se alarga hasta nuestros días. Vuelven los niveles de desigualdad, se abandonan las políticas fiscales progresivas y con ellas el impulso a la educación y la salud públicas y gratuitas. La situación se agrava en estos años a tal punto que: “El aumento de las desigualdades es, junto con el calentamiento global, uno de los principales retos a los que el planeta se enfrenta a comienzos del siglo XXI”. Y agrega que: “mientras que el siglo XX se distinguió por una reducción histórica de las desigualdades, la regresión observada después de los años 1980-1990 contribuyó a poner en duda la noción misma de progreso” (Piketty, 2019: 846).
Como apuntamos, según TP, cada una de estas fases se distingue no sólo por la repartición del ingreso y la riqueza, sino, igualmente, por las leyes y las disposiciones fiscales. Los datos expuestos en el libro parecen no dejar ninguna duda: las desigualdades están directamente relacionadas con los impuestos. Es una tesis que se fundamenta en una gran cantidad de datos. Queda claro, así, que hay una relación directa, por lo menos de manera estadística, entre el comportamiento de la desigualdad del ingreso (pero también de la riqueza) y el gravamen que se aplica a las personas más acaudaladas.
Vale la pena agregar que en esta última etapa, la del hipercapitalismo, los niveles de desigualdad se acompañan de una gran opacidad en las estadísticas y los registros. TP advierte que: “La negativa neopropietarista a la transparencia de los patrimonios se basa en un régimen institucional y legal específico: la libre circulación de capitales, reforzada por la ausencia de cualquier sistema de registro y de gravamen a la propiedad” (Piketty, 2019: 873). Además, anota que “una cuestión particularmente central de la evolución del régimen desigual mundial a principios del siglo XXI, [es] la relativa y paradójica pauperización de las naciones más pobres del planeta en el curso de los últimos decenios, particularmente en África Subsahariana y en el Sur y Sudeste de Asia” (Piketty, 2019: 887). Este empobrecimiento también ha ido de la mano de una menor imposición fiscal: “[Tal caída] estuvo íntimamente ligada a un proceso de liberalización comercial inusualmente rápido en parte impuesto por los países ricos y los organismos internacionales, sin que los países pobres tuvieran el tiempo o los apoyos necesarios para sustituir sus anteriores medidas fiscales, obtenidas bajo la forma de derechos aduanales, por las nuevas recetas impositivas” (Piketty, 2019: 889).
La historia del siglo XX no se limita a las sociedades de mercado. TP también se aboca a la crítica de las sociedades “comunistas”. A ello dedica el capítulo 12 (pp. 747 y ss.), llamado “Las sociedades comunistas y poscomunistas en Rusia, China y Europa del Este”. Reconoce que el comunismo instaurado por el régimen soviético representó a principios del siglo XX el desafío más radical lanzado hasta entonces a la ideología propietarista. Sin embargo, advierte que “es fácil anunciar la abolición de la propiedad privada y del régimen electoral burgués. El problema consiste en que es más complicado (y también más interesante) describir con precisión una organización alternativa”. Según TP, los bolcheviques erraron la respuesta y construyeron un Estado opresor: el régimen se enfiló hacia un “ciclo interminable de encarcelamientos y purgas del cual nunca salió totalmente hasta su derrumbe” (Piketty, 2019: 749).
No encontramos una explicación profunda o novedosa de la historia de la URSS, sino una descripción a grandes rasgos de su evolución a lo largo de los años y algunas comparaciones con las naciones de Occidente. Pero a TP más bien le interesa plantear enfáticamente que:
La abolición de toda la propiedad privada y su remplazo por la propiedad integral a manos del Estado condujeron finalmente al fortalecimiento de aquélla. Pues el fracaso dramático de la experiencia comunista en la Unión Soviética (1917-1991) es uno de los factores que han contribuido más fuertemente al gran regreso del liberalismo económico después de 1980-1990 y al desarrollo de nuevas formas de sacralización de la propiedad privada [Piketty, 2019: 747].
No sólo en la URSS: “En términos generales, el poscomunismo en sus distintas variantes, rusa, china o de Europa del Este, se convirtió a principios del siglo XXI en el mejor aliado del hipercapitalismo”.
Supongo que debido a su crítica a este gran desastre, y sobre todo por el desprestigio intelectual y moral del “comunismo”, TP decidió hacer a un lado los conceptos marxistas para elaborar su propia interpretación de la historia y su idea de “socialismo”.
Este “socialismo participativo”, como veremos, se deslinda del marxismo (en su versión bolchevique) de varias maneras: la más importante reside en negar la necesidad de abolir toda forma de propiedad privada. El socialismo de TP propone, en cambio, la propiedad “temporal”.
II. El conflicto político actual
Después de haber dibujado las etapas del capitalismo y la evolución de las desigualdades y las políticas sobre todo fiscales que las acompañaron, TP pasa a la cuarta parte del libro, “Replantear las dimensiones del conflicto político” (p. 923), y se sumerge en el análisis electoral. El examen económico ha prácticamente terminado.
Para llevar a cabo este análisis, el autor se permite meter en un mismo saco a una “izquierda” muy amplia que va del Partido Demócrata de los Estados Unidos a los comunistas de diversas partes del mundo. Esto lo lleva a concentrar su estudio en el comportamiento de las encuestas electorales, dejando fuera de su análisis otras manifestaciones de resistencia social. Tal reduccionismo también es criticable, porque no toma en cuenta acontecimientos de gran magnitud como el movimiento de 1968 en diversas partes del mundo como Francia y México, o las manifestaciones contra la globalización y las políticas neoliberales de las últimas décadas.
En realidad, la historia contada en estas últimas páginas (pp. 925-1307) es reduccionista y acomodaticia. Sirve para argumentar sus propias hipótesis, no para entender la complejidad del mundo. Los acontecimientos que se toman en cuenta son sólo aquellos que, según el autor, tienen efectos sobre la evolución de las leyes fiscales, la desigualdad y las mudanzas electorales.
Sin embargo, esta última parte del libro propone, hay que reconocerlo, un análisis muy original. En este caso, no hay una historia en tres etapas sino básicamente en dos. La primera, entre 1950-1980, y la segunda, entre 1990 y 2020, con una tercera que apenas va despuntando. En la primera etapa de esta historia el voto se divide de manera “clasista”, dice TP. Es decir, se puede reconocer que el voto mayoritario de los electores con menores ingresos sufraga consistentemente por un partido, mientras que los ciudadanos más ricos lo hacen mayoritariamente por otro distinto. Hay una clara división que se manifiesta en las urnas: los pobres y los proletarios se agrupan en un lado y los ricos y los propietarios (en general) en otro.
Los partidos que logran atraer el voto de los pobres son evidentemente los de izquierda, socialistas y comunistas, destacadamente la socialdemocracia europea. Del otro lado, están los partidos de derecha o conservadores. La inclusión del partido Demócrata de los Estados Unidos a pesar de las dudas que pudiera despertar su inclusión dentro de la izquierda se aclara por TP. No se trata de una izquierda de origen marxista (como la socialdemocracia) o con postulados abiertamente socialistas, sino de una “izquierda” que aboga por un conjunto de políticas sociales y fiscales inspiradas en el Nuevo Trato (New Deal) de Roosevelt, mismas que la hacen ver, en términos ideológicos y políticos, de forma muy parecida a las opciones socialdemócratas europeas (Piketty, 2019: 933). En todos estos casos, el fin es reformar el capitalismo, no acabar con él por medios revolucionarios.
La segunda etapa de esta historia política empieza a definirse en los años ochenta, pero sobre todo en los noventa. Los partidos socialdemócratas europeos y el Demócrata de los Estados Unidos abandonan sus postulados para optar por una política y una ideología que promueven las desigualdades y dejan a un lado la progresividad fiscal. La razón de este cambio se puede detectar en las bases de la arquitectura de la economía mundial que se empieza a construir en los años noventa con Reagan y Thatcher. La libertad de los mercados y en especial de los capitales hará que las políticas fiscales progresivas retrocedan en aras de atraer los capitales que fluyen por el mundo.
La “revolución conservadora” adoptó un lenguaje, una ideología y un conjunto de propuestas que rompieron con todo el concepto del viejo Estado benefactor. Fue un giro sorprendente y radical que sólo puede explicarse por la coincidencia de la derrota de los socialdemócratas con otro evento de gran magnitud: el derrumbe de la URSS. Esta sincronía permitió al mismo tiempo dejar sin credibilidad, autoridad moral y paradigmas a los partidos votados por los pobres durante buena parte del siglo XX, y de esta manera los despojó de una oferta política creíble y viable. Según TP, los electores de menores ingresos -en Europa, la clase obrera industrial (Piketty, 2019: 960)- se quedaron sin opciones políticas, y los partidos de izquierda, sin su vieja clientela electoral. Se produjo un divorcio histórico entre partidos y electores pobres o proletarios, los cuales se alejaron de las urnas. Esta separación llevó a su vez a un fenómeno político inédito: los electores menos favorecidos se fueron inclinando cada vez más por opciones de la derecha tradicional, sobre todo por nuevos partidos que les ofrecieron un discurso “nativista” o “nacionalista” con fuertes tintes racistas y valores conservadores.
Por su parte, los partidos de “izquierda” se convirtieron en los favoritos del electorado mejor educado. De esta manera surgió lo que TP llama una “izquierda brahmánica” (Piketty, 2019: 964) que vela por los intereses de esta franja del electorado. Aunque diferentes en muchos sentidos, la izquierda y la derecha se convirtieron en defensores de la globalización actual.
Según TP, la “izquierda brahmánica” y la “derecha mercantil” (marchande) encarnaron valores y experiencias complementarios. Comparten muchos elementos en común, para empezar, un cierto conservadurismo frente al régimen desigualitario vigente. La izquierda brahmánica cree en el esfuerzo y el mérito escolar; la derecha mercantil insiste en el esfuerzo y el mérito en los negocios. La izquierda brahmánica aspira a la acumulación de diplomas, de conocimientos y de capital humano; la derecha mercantil se apoya sobre todo en la acumulación de capital monetario y financiero. Tienen, por supuesto, diferencias en ciertos aspectos. La izquierda brahmánica puede inclinarse un poco más por los impuestos progresivos que la derecha empresarial, por ejemplo, para financiar la educación media superior, las grandes escuelas e instituciones culturales y artísticas a las que están ligadas. Pero ambos bandos “comparten un apego muy fuerte al sistema económico actual y a la mundialización como está actualmente organizada y que, en el fondo, beneficia bastante bien tanto a las élites intelectuales como a las élites económicas y financieras” (Piketty, 2019: 981).
Sin embargo, casi al mismo tiempo los partidos de la izquierda brahmánica se convirtieron en los favoritos de las minorías raciales o religiosas, las cuales empezaron a ser perseguidas y satanizadas por los nuevos partidos “nativistas”.7
Se formó así un esquema electoral que se distingue por su agrupamiento en tres opciones: los pobres-proletarios votan cada vez más por los partidos “nativistas”; los mejor educados (que no coinciden exactamente con los más ricos) y las minorías (en los Estados Unidos, principalmente étnicas -afroamericana y latina-, y en Europa, religiosas -particularmente musulmana-) sufragan por la izquierda; finalmente, un electorado con los ingresos más altos lo hace por la derecha tradicional.
Este esquema de tres opciones es la gran novedad del siglo XXI, aunque tiene sus raíces a finales del XX. Puede considerarse una de las principales aportaciones analíticas de TP, misma que sostiene con datos de encuestas electorales de los últimos 30-40 años.
No obstante, advierte TP, las cosas están cambiando y, por ejemplo, en Francia en 2010, “el electorado se dividió en cuatro partes de tamaño aproximadamente equivalente: un bloque ideológico que puede describirse como internacionalista-igualitario, un bloque internacionalista-desigualitario, un bloque nativista-igualitario y un bloque nativista-desigualitario”. Lo mismo sucedió años después: en dicha elección se pudo observar que “estos cuatro cuartos ideológicos encarnaron, casi perfectamente, cuatro cuartos electorales durante el primer turno de la elección presidencial que tuvo lugar en 2017” (Piketty, 2019: 1998-1000).
TP repasa la situación electoral en Francia, como ya vimos, y, además, en Inglaterra y los Estados Unidos. Más rápidamente, ya en el capítulo 16, pasa por Alemania, Suecia y Noruega y la “excepción japonesa” (Piketty, 2019: 1077). Luego sigue con Europa del Este (Polonia y Hungría), regresa a Italia, analiza el caso de la India e incluso se da espacio para criticar al nacionalismo catalán, un ejemplo muy notable de las tendencias “nativistas” que se escudan en diferentes partidos.
Vale la pena detenerse en la cuestión catalana. Según TP:
De manera general, resulta chocante comprobar en qué magnitud las convicciones regionalistas se dividen en función del nivel de ingresos o de educación en Cataluña. Cuando se pregunta a los electores si apoyan la reivindicación de una autonomía regional más amplia (que puede llevar hasta la autodeterminación), se constata un apoyo más marcado a medida que aumenta la jerarquía de ingresos y de nivel educativo. De las personas interrogadas que apoyan la idea regionalista, 80% se encuentra en el segmento de 10% de ingresos o de educación más elevados, mientras que apenas 40-50% de los regionalistas pertenece al segmento de 50% inferior […] El regionalismo catalán está mucho más acendrado en las categorías sociales más favorecidas que entre las más modestas [Piketty, 2019: 1158-1160].
TP reconoce que no se trata de reducir completamente las aspiraciones del nacionalismo catalán y olvidar los factores culturales y lingüísticos tanto como la memoria histórica del franquismo y la brutalidad del poder central madrileño. Sin embargo, la cuestión fiscal desempeña un papel central, sobre todo tratándose de una región notoriamente más próspera que el resto de España. Resulta natural, dice TP, que los contribuyentes más privilegiados se exasperen tanto sabiendo que sus impuestos serán repartidos en otras regiones. Por el contrario, los sectores más modestos y medios son más sensibles a las virtudes de la solidaridad fiscal y social (Piketty, 2019: 1161).
La conclusión de TP es que la “crisis catalana” es síntoma no sólo de un agotamiento del sistema político español, sino también del europeo.8
En pocas palabras, en las últimas décadas la extensión de la globalización desenfrenada y las tesis neoliberales que abrazaron los partidos socialdemócratas o de izquierda dejaron el campo abierto, casi sin resistencia, a las políticas desigualitarias que han caracterizado al siglo XXI.
El esquema de TP resulta revelador para entender el nuevo perfil de los partidos socialdemócratas y el Partido Demócrata estadunidense -la “izquierda brahmánica”-. Éstos se distinguen por tener una visión más incluyente de las minorías raciales y religiosas y adoptar posiciones progresistas en algunas cuestiones, al retomar, por ejemplo, algunas banderas feministas (derecho al aborto) y de la comunidad lgbtq. Sin embargo, esta apertura se conjuga con posiciones neoliberales en materia de política económica y social. Responden a un electorado más educado y con valores culturales menos conservadores y más progresistas, pero abrazan la globalización capitalista casi sin reparos.
Por otra parte, TP discute las razones del fracaso de la socialdemocracia europea y su alejamiento del voto “clasista”, cuando señala que ésta fue incapaz de actualizar su programa, en particular, al negarse a proponer una nueva concepción de la globalización. A diferencia del pasado (los tiempos del Estado de bienestar), el problema hoy en día, dice el autor, no reside en el fortalecimiento del Estado central, sino en imaginar y proponer un Estado supranacional muy distinto a como opera actualmente la Unión Europea.
De esta manera, el crecimiento de las desigualdades está provocando un conjunto de crisis políticas que no están siendo entendidas ni aprovechadas por la izquierda socialdemócrata ni por el Partido Demócrata de los Estados Unidos. Ello está conduciendo al auge de opciones nativistas, a conflictos aún más peligrosos, mientras la incapacidad de todos los gobiernos de frenar la desigualdad agrava la situación política y social en el mundo.
Hay, no obstante, algunos procesos excepcionales.9 TP analiza los casos de la India y Brasil.
En ambos países, dice el autor, se observa en el curso del periodo de 1989 a 2018 la formación de un sistema de partidos específico de tipo clasista, en que están en juego, fuertemente, los términos de la redistribución del ingreso. Hagamos referencia aquí sólo a Brasil.
“Después del arribo de Lula [a la presidencia de la república] la composición social del voto otorgado al Partido de los Trabajadores [PT] cambia notablemente. En las elecciones de 2006, 2010, 2014 y 2018 se constata que esta agrupación logra sus votaciones más altas entre los electores menos educados y aquellos que disponen de ingresos menos elevados” (Piketty, 2019: 1195). Además, a partir de 2006 se constata que los electores que se declaran negros o mestizos (un poco más de la mitad de la población) votan mucho más por el partido de Lula que aquellos que se describen como blancos.
El voto favorable a este partido es coherente con las políticas que llevó a cabo. Menciona los programas redistributivos como Bolsa Familia, los aumentos reales a los salarios mínimos y los esfuerzos por desarrollar mecanismos de acceso preferente a las universidades para las clases populares negras y mestizas, las cuales habían sido excluidas de estas instituciones educativas.
Sin embargo, además de no haber sabido atacar correctamente el problema de la corrupción, TP considera que los resultados de la gestión gubernamental de Lula y Dilma fueron también decepcionantes en otro sentido:
El PT nunca llevó a cabo una verdadera reforma fiscal. Las políticas sociales fueron financiadas por las clases medias, no por los ricos, ya que su partido nuca tuvo éxito en transformar la regresividad fiscal estructural del país, que incluye pesados impuestos directos e indirectos al consumo […] mientras que los impuestos progresivos a los altos ingresos y patrimonios han evolucionado históricamente poco (por ejemplo, las sucesiones más cuantiosas pagan cuando mucho una tasa de 4%) [Piketty, 2019: 1197].
Después de este análisis político, que ha abarcado muy diversos países, TP llega a una conclusión muy importante para justificar su proyecto político:
[Dejando fuera las excepciones señaladas,] se puede distinguir en cada uno de los casos estudiados una división identitaria y otra de tipo clasista. La brecha identitaria incluye la cuestión de la frontera, es decir, de los límites de la comunidad política con la que se identifican, los orígenes y las identidades étnico-religiosas de sus miembros. La ruptura clasista incluye las cuestiones de la desigualdad socioeconómica y la redistribución, en particular, de la propiedad. Estas divisiones toman diversas formas en Europa y los Estados Unidos, en la India y China, en Brasil o Sudáfrica, en Rusia o el Medio Oriente. Sin embargo, en la mayor parte de las sociedades se pueden observar estas dos dimensiones, frecuentemente con múltiples ramificaciones y subdimensiones [Piketty, 2019: 1199].
Hagamos un paréntesis conceptual, pero a mi parecer relevante para el estudio de las sociedades actuales. Afirma TP:
He evitado tanto como me ha sido posible recurrir en este estudio a la noción o término populismo. La razón es muy sencilla: este concepto no permite analizar correctamente la evolución de los fenómenos. Los conflictos político-ideológicos observados en diferentes regiones del planeta son profundamente multidimensionales. Ponen en juego divisiones en el sistema de las fronteras y en el régimen de propiedad. Por ello, la noción de populismo como se ha utilizado en el debate público reciente, quizás hasta la saciedad, se ha convertido a menudo en una mezcla de todo, una especie de sopa indigesta [Piketty, 2019: 1203].
Agrega que: “En la práctica, este término se ha convertido en el arma favorita que permite a las categorías sociales más favorecidas descalificar de entrada cualquier crítica de sus opciones políticas y programáticas. Según mi parecer, la noción de populismo no permite entender la complejidad del mundo” (Piketty, 2019: 1203-1204).
III. Superar el capitalismo y la propiedad privada
Con base en el razonamiento expuesto en las 1 324 páginas anteriores, TP propone su proyecto político renovador: el “socialismo participativo del siglo XXI”, al que dedica especialmente el capítulo 17.
Al respecto, señala:
Prefiero hablar de socialismo participativo para insistir en el objetivo de la participación y la descentralización y distinguir claramente este proyecto del socialismo estatista hipercentralizado que se experimentó en los países del siglo XX, los cuales conocieron el comunismo tipo soviético (que incluso sigue funcionando en gran medida en el sector público chino). La visión propuesta otorga un papel esencial al sistema educativo, al tema de la propiedad temporal y al impuesto progresivo [Piketty, 2019: 1229].
A pesar de su deslinde con el marxismo, TP reivindica el socialismo como concepto, ideología y aspiración universal. Un proyecto que es posible, que no parte de cero sino de la experiencia de la socialdemocracia, aunque al final ésta se desvió del camino, y que, apoyados en el estudio de la historia, podemos replantear bajo nuevos cimientos.10
Retomemos en este momento la diferencia entre la propuesta de abolir la propiedad privada y la de TP: la propiedad temporal, una de las partes fundamentales de su “nuevo socialismo”. El autor lo explica de esta manera:
Para superar el capitalismo y la propiedad privada, y poner en marcha un socialismo participativo, propongo apoyarnos:
[…] por una parte, al instituir una verdadera propiedad social del capital, mediante una mejor distribución del poder en las empresas, y, por otra, al introducir un principio de propiedad temporal del capital, en el marco de un im‑puesto altamente progresivo a las grandes propiedades que permita el financiamiento de una dotación universal de capital y la circulación permanente de la riqueza [Piketty, 2019: 1233].
Lo anterior supone nuevas formas de propiedad social y la inclusión de los trabajadores en la cogestión de las empresas mediante su participación igualitaria en los consejos de administración y, por lo tanto, en la toma de decisiones. Se trata de establecer la distribución de 50% de los derechos de voto en los consejos de administración o de dirección de las empresas privadas, incluidas las más pequeñas, entre trabajadores y accionistas (Piketty, 2019: 1234 y ss.).
En segundo lugar, y quizá de manera más importante,
los impuestos progresivos a las sucesiones y la renta deben seguir desempeñando, en el futuro, el papel que adquirieron en el siglo XX, con tasas que durante décadas alcanzaron o superaron 70-90% en la parte más alta de la distribución de la renta y la riqueza (particularmente en los Estados Unidos y en el Reino Unido). A estos dos impuestos debe agregarse un impuesto progresivo anual al patrimonio [Piketty, 2019: 1238].
De esta manera, la propuesta central de TP queda formulada de la siguiente forma:
Si realmente se quiere distribuir la riqueza y permitir que el 50% más pobre posea una parte significativa del capital y participe plenamente en la vida económica y social, parece indiscutible la necesidad de generalizar la noción de reforma agraria transformándola en un proceso permanente que concierna a la totalidad del capital privado. La forma más lógica de proceder consistiría en establecer un sistema de dotación de capital asignado a cada joven-adulto (por ejemplo, a los 25 años), financiada a cargo de un impuesto progresivo a la propiedad privada. Por su estructura, este sistema permitiría difundir la propiedad en toda la base y limitar su concentración en la cúspide [Piketty, 2019: 1243].
Este esquema fiscal se basa en:
una visión de la propiedad como relación social, la cual debe necesariamente ser regulada. La idea de que existe una propiedad estrictamente privada que ejercen ciertas personas sobre determinados bienes y que forma parte de un derecho natural y es inviolable no resiste el mínimo análisis. La acumulación de bienes es siempre el fruto de un proceso social que depende fundamentalmente de la infraestructura pública (en particular, del sistema legal, fiscal y educativo), de la división del trabajo y de los conocimientos acumulados por la humanidad durante siglos. En estas condiciones, es perfectamente lógico que las personas que hayan acumulado posesiones que representen un patrimonio importante cedan una fracción cada año a la comunidad, de manera tal que la propiedad se convierta en temporal y no permanente [Piketty, 2019: 1251].
En síntesis:
El sistema tributario de una sociedad justa debería estar basado en tres grandes impuestos progresivos: un impuesto anual progresivo a la propiedad, un impuesto progresivo a las herencias y un impuesto progresivo a la renta. En el esquema propuesto en el libro, el impuesto anual a la propiedad y el impuesto a las sucesiones aportarían (en conjunto) ingresos equivalentes a 5% de la renta nacional aproximadamente, que se utilizarían en su totalidad para financiar la dotación de capital. El impuesto progresivo sobre la renta, en el que también hemos incluido las cotizaciones sociales y un impuesto progresivo a las emisiones de carbono, aportaría en torno a 45% de la renta nacional y permitiría financiar el resto del gasto público, en particular la renta básica y, principalmente, el Estado social (incluido el sistema sanitario y educativo, los regímenes de pensiones, etc.) [Piketty, 2019: 1244].
El objetivo, dice TP, es “una sociedad basada en una remuneración justa del trabajo” (Piketty, 2019: 1260):
Para que todo el mundo tenga la oportunidad de acceder a un trabajo bien remunerado, debemos dejar atrás la hipocresía de invertir más recursos en los sectores elitistas que en aquellos que más frecuentan los estudiantes socialmente desfavorecidos. Se trata, igualmente, del derecho laboral y, en general, del sistema jurídico. Las negociaciones salariales, el salario mínimo, las escalas salariales y el reparto de los derechos de voto entre los representantes de los trabajadores y los accionistas pueden contribuir al establecimiento de salarios más justos, una mejor distribución del poder económico y una mayor inversión salarial en la estrategia de las empresas [Piketty, 2019: 1262-1263].
Sin embargo, la progresividad fiscal propuesta requiere una condición fundamental, la cual radica en una gran cooperación internacional tan amplia como sea posible. La mejor solución para resolver esta cuestión consistiría en:
crear un registro financiero público capaz de permitir a los Estados y a las administraciones fiscales intercambiar toda la información necesaria sobre los titulares de los activos financieros emitidos en cada país. Estos registros ya existen, pero en gran medida, están en manos de intermediarios privados. Bastaría con que los Estados que lo desearan, tanto en Europa como en los Estados Unidos y en otras partes del mundo, modificaran los términos de los acuerdos que mantienen entre sí para crear un registro público, algo que no supondría ningún problema técnico [Piketty, 2019: 1252].
No sólo eso: además, se requerirán cambios constitucionales. Resulta
crucial separar lo jurídico de lo político […] el enfoque más razonable consistiría en que las constituciones consagraran un principio mínimo de justicia fiscal basado en la noción de progresividad de manera que los impuestos pagados por los ciudadanos más ricos no deberían representar una proporción de su renta y de sus propiedades inferior a la de los ciudadanos más pobres, así como obligar a los gobiernos a hacer pública la información pertinente sobre la distribución de la carga tributaria para velar por la claridad de este principio [Piketty, 2019: 1256-1257].
TP se detiene más adelante en otro asunto: lo que llama las “fronteras justas”, y en cómo definir una “justicia trasnacional”. Explica: “Una de las contradicciones más evidentes del sistema actual es que la libre circulación de bienes y de capitales está organizada de tal manera que reduce la capacidad de los Estados para elegir sus propias políticas fiscales y sociales”. Por otro lado, sin embargo, se impide la libre circulación de personas, lo que ha dado lugar a graves conflictos políticos y significa, afirma TP, “la contradicción más brutal de la globalización” (Piketty, 2019: 1281-1283).
Para argumentar en torno a la justicia trasnacional, TP se concentra exclusivamente en Europa y en lo que, a mi parecer, es la principal motivación de su libro: encontrar una salida a la crisis permanente de la Unión Europea. Propone, para ello
[una] “asamblea trasnacional (en este caso una asamblea europea)”, la cual tomaría decisiones comunes sobre los bienes públicos globales, como el clima, la investigación y la justicia fiscal global, y, en especial, para aprobar impuestos comunes sobre la renta y los patrimonios más elevados, las grandes empresas y las emisiones de carbono [véase Piketty (2019: tabla 17.2)]. Esta asamblea trasnacional podría estar compuesta por miembros de los parlamentos nacionales de los Estados miembros, o bien por diputados trasnacionales elegidos específicamente para este fin, o bien por una combinación de ambos [Piketty, 2019: 1285].
El programa propuesto queda, en breve, expuesto de la siguiente manera:
Partiendo de las experiencias analizadas en este libro, estoy convencido de que es posible superar el capitalismo y la propiedad privada y construir una sociedad justa basada en el socialismo participativo y en el federalismo social. Esto pasa principalmente por desarrollar un régimen de propiedad social y temporal. También pasa por un sistema de impuestos progresivos sobre la renta y por un sistema de regulación colectiva de las emisiones de carbono que contribuya a […] la transición ecológica y un sistema educativo verdaderamente igualitario. En fin, por el desarrollo de una nueva forma de organización de la globalización con tratados de cooperación que giren, centralmente, en torno a objetivos cuantificables de justicia social, fiscal y climática, condicionando los intercambios comerciales y los flujos financieros [Piketty, 2019: 1311].
Al examinar las propuestas políticas de TP, lo primero que salta a la vista es que, no obstante los esfuerzos llevados a cabo por el autor, se trata de un programa inspirado en y para Europa. Su utilidad como ideario o programa para otras partes del mundo, en especial para el llamado mundo en desarrollo o los países más pobres, es más limitada.
Eso no quiere decir que sea inútil o de poca importancia. La participación de los trabajadores en los consejos de administración adquiere sentido en economías muy desarrolladas en las que las empresas formales se han convertido en la organización dominante. No así en las de los países menos desarrollados, donde domina la informalidad patronal (que da lugar a la informalidad laboral). En estos países es difícil distinguir los negocios lícitos de los ilícitos, pues muchas empresas se apoyan en la defraudación fiscal, la evasión de las leyes laborales y el dinero negro; los sindicatos son perseguidos o cooptados por la patronal o el gobierno, o en el peor de los casos, como en México, son una ficción (que está tratando de repararse).
Podría pensarse que en algunas empresas de gran tamaño, de propiedad estatal o privada, la participación de los trabajadores en los consejos de administración sería una experiencia interesante, pero ello tendría que acompañarse de una vida plenamente democrática en materia de representación sindical y contratación colectiva.
Las propuestas de TP sobre la fiscalidad progresiva son, sin duda, muy relevantes. Sin embargo, la debilidad del Estado frente al poder económico, sobre todo en los países menos desarrollados, nos hace pensar que habría que empezar por un sistema tributario más justo en materia de ingresos (gravando más a la cúspide y rebajando la aportación de las clases medias y más desfavorecidas, al mismo tiempo que se grava menos al consumo). Por otro lado, supongo que estas naciones podrán aportar poco a la construcción de una fiscalidad internacional en la que se puedan imponer tasas comunes a los grandes consorcios trasnacionales y se erradiquen, en definitiva, los paraísos fiscales.
En general, la comprensión que brinda el libro de la relación centro-periferia en los siglos XX y XXI es muy parcial. No hay una mención a la teoría de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la dependencia o del intercambio desigual.11 No hay una reflexión sobre el comercio internacional o los flujos de capital entre ambas partes del mundo. El estudio de la India, China y otras realidades nacionales se ubica en el plano más bien político que económico. Esta ausencia podría obedecer a que TP no considera que el estudio de este problema sea determinante hoy en día para entender la evolución de las desigualdades actuales, a pesar de dedicar parte de su libro al estudio del colonialismo y “las sociedades esclavistas” en el siglo XIX y parte del XX. En cambio, durante la etapa final del Estado benefactor y aun durante el neoliberalismo, la hegemonía de los países más desarrollados en el mundo actual pareciera no tener efectos significativos. En todo caso, queda claro que el interés político de TP se concentra en los países desarrollados, principalmente de Europa. Advierte algunos rasgos esperanzadores en experiencias de partidos como el pt de Brasil o los partidos de nuevo cuño en la India. Pero los observa como expresiones de un fenómeno político, separado de su entorno económico y su realidad como países dominados o periféricos.
En este mismo sentido, resalta la ausencia de América Latina dentro de la historia mundial elaborada por TP. Apenas encontramos alguna mención a México, Argentina, Venezuela o Brasil. Hacemos notar esta omisión, ajenos a cualquier patriotismo latinoamericanista. Consideramos, en cambio, que demuestra las limitaciones de los conceptos históricos de TP: ¿cuándo y cómo dejó América Latina de ser una sociedad “ternaria” y pasó a convertirse en una sociedad “propietarista”? Pareciera que el esquema no encaja y esta región sería un caso excepcional para la concepción de la historia que sostiene TP. Las naciones de nuestro subcontinente fueron independientes muy temprano -en comparación con los procesos de liberación de las naciones asiáticas y africanas que ocurrieron en el siglo XX- se desligaron de la dominación colonial (que difícilmente podría caber en el esquema trifuncional que propone el libro) y sufrieron una transición demasiado larga en la que el poder de la Iglesia, de los terratenientes, del ejército y de los sectores propiamente capitalistas (bancarios o industriales) perduró de manera conflictiva por mucho tiempo. Además, el pueblo llano ha tenido un componente especial en muchas naciones de América Latina: las comunidades indígenas y rurales que hasta hoy han sobrevivido. Durante el siglo XX, ni la etnia, ni la clase, ni el origen urbano o rural se convirtieron en factores de división político-electoral significativos; sin embargo, cada uno de estos actores (a veces difíciles de distinguir entre sí en algunos países) nunca ha dejado de tener sus propias reivindicaciones y expresiones sociales. Probablemente, el clivage (o división política) más relevante durante buena parte del siglo XX latinoamericano fue el nacionalismo en su versión antiimperialista. El electorado dio su voto, en distintos momentos y en diversas naciones, a partidos que se reclamaron contrarios a la subordinación y el colonialismo de los Estados Unidos. Esta “excepcionalidad latinoamericana” (según el esquema de TP), por un lado, debería ser tomada en cuenta para enriquecer el análisis de las desigualdades y sus ropajes ideológicos y políticos, y, por otro, serviría para debatir la asimetría del poder entre los países desarrollados y en desarrollo. Las fronteras adquieren un sentido diferente y la justicia trasnacional tendría que ser imaginada mediante un arreglo mucho más complejo que la fórmula recomendada por TP, una asamblea trasnacional federada. Por ejemplo, en lo que se refiere a México y sus principales socios comerciales -los Estados Unidos y Canadá-, ¿cómo negociar el tema de la migración del sur (Centroamérica y México) al norte (principalmente a los Estados Unidos) en la idea de una justicia trasnacional? ¿Qué recomendaría TP como un esquema político viable para los integrantes de este acuerdo económico que incluye a los tres países?12 Quizás algún día el autor del libro podría poner su mirada analítica en América Latina y su relación con el mundo (especialmente Europa y Estados Unidos). Sería un buen ejercicio para enriquecer el debate sobre el socialismo democrático.
Por otro lado, hay que destacar que en la propuesta política de TP hay un tema ausente: el poder del capital financiero. Las crisis financieras, excepto las de 1929 y 2008 -y muy de pasada la asiática de 1997-, no aparecen en la historia narrada en este libro (destaquemos, en particular, la omisión de la crisis de los años ochenta y la llamada “década pérdida de América Latina”). Aunque el autor expresa su preocupación en torno a los flujos de capital y su falta de control, la atención se concentra en el gravamen de esos activos financieros,13 pero no discute su naturaleza ni su evolución más reciente. Sin embargo, se trata de un poder económico paralelo: la banca en la sombra, los bitcoins, los hedgefunds y todo ese sector absolutamente desregularizado de la economía que opera minuto a minuto para trasladar capitales y contratos de compraventa de materias primas, monedas e instrumentos financieros complejos en todo el planeta. Su regulación (y la desaparición de los paraísos fiscales) exige algo más que un registro público. Me temo que estamos hablando de una decisión política trascendental: el control del capital financiero por los Estados nacionales y los organismos trasnacionales. Ello exigiría acabar con el libre flujo de capitales e imponer controles de entrada y salida; convertir al Fondo Monetario Internacional (FMI) en un regulador con poderes especiales; levantar una arquitectura financiera que tuviera como eje los derechos especiales de giro (y no el dólar), y, en fin, todo un apartado especial en el programa de TP.
IV. Coda y remate
No podemos dejar pasar una anotación de TP que se encuentra casi al final del libro: “Los investigadores en ciencias sociales tienen mucha suerte. La sociedad les paga para que lean libros, exploren nuevas fuentes, sinteticen lo que puedan tomar de los archivos y las encuestas disponibles y traten de devolver lo que han aprendido a quienes les retribuyen (es decir, al resto de la sociedad)” (Piketty, 2019: 1316). Y agrega que
una parte del malestar democrático contemporáneo proviene de una autonomía excesiva del saber económico respecto a otras ciencias sociales y a la esfera cívica y política. Esta autonomía es, en parte, consecuencia de su tecnificación y de la creciente complejidad del ámbito económico. Pero también es el resultado de una tentación recurrente por parte de los profesionales de este campo del saber, que laboran en las universidades o en el mundo empresarial, de apropiarse de un monopolio de conocimientos y una capacidad analítica que no tienen. De hecho, sólo cruzando los enfoques económico, histórico, sociológico, cultural y político podremos avanzar en la comprensión de los fenómenos socioeconómicos [Piketty, 2019: 1316].
A pesar de todo ello, y de que en ocasiones se tiende a perder demasiado tiempo en disputas disciplinarias y asignaciones de identidad estériles, “las ciencias sociales existen y desempeñan un papel indispensable al servicio del debate público y la confrontación democrática”. Por ello, dice TP:
he tratado de mostrar en este libro que es posible reunir los métodos y materiales surgidos de la diferentes ciencias sociales para analizar la historia de los regímenes desigualitarios, en sus dimensiones sociales, económicas, políticas e intelectuales […] [también] la literatura y el cine pueden aportar una mirada complementaria y fundamental a la que aplican las ciencias sociales […] Este libro -concluye- tiene un único propósito: contribuir con la reapropiación del conocimiento económico e histórico por parte de la ciudadanía [Piketty, 2019: 1317].
Creo que estas últimas aseveraciones son relevantes para los estudiosos de las ciencias sociales y explican el divorcio, a veces muy evidente, entre lo que se estudia en los recintos académicos, lo que se escucha en los medios y la realidad cotidiana. Es posible que una cantidad considerable de historiadores, sociólogos, politólogos y economistas se dedique a temas demasiado estrechos, que recogen una pequeña parte de realidad y que nunca o casi nunca llegan a permear la opinión pública, aunque sus contribuciones puedan ser muy valiosas. Por otro lado, la economía se ha convertido en una opinión de “especialistas”, casi siempre relegados a la sección de “negocios” de las revistas, los periódicos y los noticieros, que están a cargo de personas que reproducen con palabras más o menos sofisticadas las opiniones de los capitanes de las empresas o de las organizaciones patronales. Aseguran que “saben” de economía, pero con demasiada frecuencia se dedican al cotilleo: “se comenta que…” el gobierno y los empresarios tienen acuerdos o desacuerdos en tal o cual sentido. En estas secciones la realidad que viven las familias y los trabajadores no aparece, o lo hace muy lateralmente. Por su parte, los historiadores o politólogos que tienen peso en los medios se alejan casi siempre de los asuntos económicos, temerosos de no manejar los conceptos técnicos de esta rama del saber, y se dedican al examen de la realidad como si las condiciones de vida de la población, en sus diversos aspectos, no tuvieran que ver con los conflictos, las ideologías y los discursos de los actores políticos.
Para finalizar, podemos concluir que el libro de Thomas Piketty es una aportación excepcional para entender la historia de las desigualdades; contiene un banco de datos de un enorme valor; arroja una luz particular sobre los conflictos políticos contemporáneos, y propone, de manera ordenada y con sólidos argumentos, un programa de cambio político e ideológico. A pesar de las críticas, omisiones y debilidades que puedan encontrarse, el texto de TP merece un lugar muy destacado en la literatura contemporánea. Su gran aportación consiste en proponernos la desigualdad como el reto histórico más complejo de los últimos siglos, incluyendo las experiencias del Estado de bienestar y el “socialismo realmente existente”. Un desafío apoyado en leyes económicas que, al revisar una buena parte de la literatura económica, parecieran no tener sujetos políticos o ideología; o en el poder de las burocracias políticas, que muchas veces disfrazan, con discursos más o menos elaborados, decisiones fundamentales que enriquecen a los menos y empobrecen a los más. TP nos propone una narración alternativa: la economía, la política, las clases sociales y, en fin, la historia se han movido al ritmo de aquellos que, con mayor o menor conciencia, han mantenido un conjunto de ideas mediante las cuales han tratado de legitimar la desigualdad, como si ésta fuera necesaria y beneficiosa. Por lo tanto, para lograr una justicia “plena” (TP) hay que entender y analizar por qué, cómo y cuándo las desigualdades se han prolongado durante siglos y se han convertido en la calamidad más persistente que ha gobernado el mundo y en el principal obstáculo para la prosperidad, la sustentabilidad y la supervivencia del planeta. Aunque fuera por esta única razón (seguramente hay muchas otras), vale la pena sumergirse en las numerosas páginas del libro.