Introducción
Desde su creación hace más de 70 años, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) ha identificado el papel central que desempeña la desigualdad como obstáculo estructural para el desarrollo de la región. En la perspectiva renovada sobre el desarrollo plasmada en los documentos de los Periodos de Sesiones de la CEPAL (2010a, 2012a, 2014, 2016a, 2018b y 2020b), el pensamiento estructuralista es integrado con una agenda ligada a la construcción de una sociedad de derechos y la promoción de instituciones que promuevan la igualdad, así como con la agenda de sostenibilidad ambiental (Bárcena y Prado, 2016). Desde esta visión, se desarrolla el concepto de la “matriz de la desigualdad social”, para dar cuenta de las múltiples dimensiones de la desigualdad (CEPAL, 2016a), y se reconoce que la “cultura del privilegio” es un rasgo histórico constitutivo de las sociedades de América Latina y el Caribe que constituye la base para la reproducción de la desigualdad, al naturalizar las jerarquías sociales y las enormes asimetrías de acceso a las oportunidades, los frutos del progreso, la deliberación política y los activos productivos (CEPAL, 2016b y 2018b). Las actuales dinámicas socioeconómicas de la región están, por lo tanto, conectadas con las raíces históricas de la desigualdad, que incluyen la esclavitud y el sometimiento (Bárcena y Prado, 2016).
Desde la mirada de derechos, la igualdad es un valor intrínseco que provee el marco normativo y fija los umbrales mínimos e incrementales de bienestar (Bárcena y Prado, 2016). Mediante pactos sociales entre una amplia gama de actores, el desarrollo orientado por los derechos busca compatibilizar la satisfacción de las necesidades básicas y el acceso al bienestar por parte de toda la población, con el crecimiento económico, el pleno ejercicio de las libertades individuales y una democracia plasmada en instituciones que impidan toda forma de discriminación (Hopenhayn, 2007). A fin de avanzar hacia una mayor igualdad se requieren en particular políticas públicas de desarrollo social inclusivo y sostenible que promuevan la protección social universal, integral y sostenible, así como el trabajo decente y los servicios sociales de calidad. Éstas deben ser políticas de Estado, más que de gobierno, y contar con una fuerte institucionalidad y sostenibilidad financiera (CEPAL, 2015, 2016b y 2020a).
Al mismo tiempo, la CEPAL (2018b) ha argumentado que la desigualdad no sólo atenta contra los derechos, sino que es ineficiente. Avanzar por un camino de mayor igualdad es condición necesaria para acelerar el crecimiento económico, el desarrollo y la sostenibilidad, puesto que los rezagos sociales inciden negativamente en la productividad, la fiscalidad, la sostenibilidad ambiental y la sociedad del conocimiento. Por ejemplo, se estima que el cierre de las brechas de género en el mercado laboral, en términos tanto de participación como de ingresos salariales, produciría un incremento del ingreso medio de los hogares que oscilaría, según los países, entre 10 y más de 30 por ciento.
Esta nueva mirada cepalina está en sintonía con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, la que expresa un consenso sobre la necesidad de avanzar hacia sociedades más inclusivas, solidarias y cohesionadas, y coloca a las personas en el centro, al hacer un llamado a “que nadie se quede atrás” en la senda del desarrollo sostenible. En la dimensión social de la Agenda 2030 se reconocen múltiples vasos comunicantes con las propuestas de la CEPAL, en particular con aquellas enfocadas en la lucha contra la desigualdad (CEPAL, 2016a y 2016b) y en la protección social como política clave para el desarrollo inclusivo y sostenible. De hecho, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) incluyen uno específico sobre la desigualdad: “Reducir la desigualdad en los países y entre ellos” (ODS 10), así como tres metas que mencionan explícitamente la protección social como política esencial para erradicar la pobreza (meta 1.3), reducir la desigualdad (meta 10.4) y contribuir a la igualdad de género (meta 5.4).
En un marco en el que la igualdad es el horizonte estratégico del desarrollo inclusivo, las propuestas de política social adquieren mayor importancia y su foco se amplía de la erradicación de la pobreza y la pobreza extrema -un objetivo aún distante en la región (véase Gráfica 1)- a la reducción de las múltiples dimensiones de la desigualdad, así como a la necesidad de proveer protección social a amplios sectores de la población de América Latina y el Caribe que viven en condiciones de vulnerabilidad. Todo esto en un contexto en el que las propuestas de política social deben enfrentarse a grandes tendencias, como el envejecimiento poblacional, los cambios en el mundo del trabajo y la mayor frecuencia de los desastres relacionados con fenómenos naturales. En particular, la pandemia de Covid-19 y la crisis prolongada en la región han evidenciado y exacerbado las desigualdades, así como el malestar social (CEPAL, 2021c). En este contexto, el llamado a construir sistemas universales, integrales y sostenibles de protección social y el Estado de bienestar se hace más urgente que nunca.
A continuación, el artículo está conformado por tres secciones, además de las conclusiones. En la sección I se discute el marco conceptual de la matriz de desigualdad social desarrollado por la CEPAL (2016b), a fin de dar cuenta de las múltiples desigualdades que enfrenta la población de la región en distintos ámbitos de la vida. En la sección II se presentan algunos de los análisis clave sobre las desigualdades sociales, que incluyen principalmente los ingresos y la riqueza, pero se amplían también a otros ámbitos del desarrollo y se vinculan con la vulnerabilidad. En la sección III se discuten las propuestas de política social orientadas hacia mayores igualdad e inclusión, con énfasis en las propuestas de protección social, desde los primeros llamados sobre la necesidad de un cambio de enfoque -que sea universal y considere la solidaridad como dimensión central- hasta los planteamientos sobre la importancia de implementar transferencias de emergencia para satisfacer necesidades y sostener el consumo durante la pandemia de Covid-19. En las conclusiones se reflexiona sobre el papel central del Estado de bienestar y de los sistemas universales, integrales y sostenibles de protección social para enfrentar las desigualdades sociales y los nudos críticos y emergentes del desarrollo social inclusivo.
I. La matriz de la desigualdad social
La desigualdad es una característica histórica y estructural de las sociedades latinoamericanas y caribeñas; es resultado de una compleja matriz de determinantes. Por un lado, refleja la heterogeneidad estructural de sus sistemas productivos, caracterizados por la concentración del empleo en trabajos informales (aproximadamente la mitad de las y los trabajadores en América Latina y el Caribe son informales) y de poca calidad, con bajos ingresos y limitado o nulo acceso a mecanismos de protección social. Por otro lado, la desigualdad se sostiene en una cultura del privilegio basada en la negación del otro como sujeto de derechos y perpetuada por arreglos institucionales que la favorecen o son insuficientes para reducir significativamente las brechas (CEPAL, 2016b, 2018b y 2021c).
La región exhibe niveles de desigualdad económica o de medios (como ingresos, propiedades, activos financieros y productivos) de los más elevados en el mundo. Por ejemplo, como promedio regional, el coeficiente de Gini de la distribución del ingreso es mucho más alto que el de otras regiones, y el país menos desigual de la región es más desigual que cualquier país no latinoamericano integrante de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (CEPAL, 2018b). Asimismo, existen profundas desigualdades en el goce de los derechos y el desarrollo de capacidades, el acceso a oportunidades, a la autonomía y al reconocimiento recíproco (CEPAL, 2018b).
El concepto de la “matriz de la desigualdad social” (CEPAL, 2016b) contribuye a avanzar el análisis y la reflexión sobre este fenómeno complejo, multidimensional y multicausal, con miras a orientar el diseño y la implementación de políticas públicas en favor de la igualdad (Cecchini, Holz y Soto de la Rosa, 2021). Una de las contribuciones de este concepto es justamente la proposición de un abordaje de la desigualdad que contempla la confluencia de múltiples y simultáneas formas de discriminación y exclusión en diversos ámbitos del desarrollo social, las cuales a su vez se retroalimentan entre sí.
El primer eje de la matriz de la desigualdad social es el estrato socioeconómico, cuyos elementos centrales incluyen los ingresos, la propiedad y los recursos y activos productivos y financieros. Pero si se parte de un concepto amplio de desigualdad, se plantea que los ejes estructurantes de la matriz de desigualdad social incluyen, además del estrato socioeconómico, las desigualdades de género, las étnicas y raciales, las territoriales y aquellas relacionadas con las diferentes etapas del ciclo de vida de las personas, incluyendo también dimensiones como la discapacidad, el estatus migratorio, la orientación sexual y la identidad de género. Lo que confiere a cada uno de estos ejes el carácter estructurante en la configuración de las desigualdades sociales es su impacto sobre la magnitud y la reproducción de las desigualdades en distintos ámbitos del desarrollo y del ejercicio de los derechos (CEPAL, 2018b): ingresos; trabajo y empleo; protección social y cuidados; educación; salud y nutrición; servicios básicos; seguridad ciudadana y vida libre de violencia, y participación y toma de decisiones (véase Cuadro 1).
Planteamientos teóricos | Ejes estructurantes | Ámbitos de derechos en que inciden |
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Fuente: CEPAL (2018a).
Una manera de visualizar cómo opera la matriz de desigualdad social en la región es mediante la observación de que la incidencia de la pobreza y la pobreza extrema difiere según sus distintos ejes estructurantes. Por ejemplo, la pobreza es mayor entre las mujeres en edad activa: en 2019 la tasa de pobreza fue 12.7% mayor entre éstas que entre los hombres de edad similar, como lo indica un índice de feminidad de la pobreza de 112.7. Asimismo, la incidencia de la pobreza y la pobreza extrema es mayor en las áreas rurales, entre las personas indígenas y la población afrodescendiente, las niñas, los niños y los adolescentes respecto al resto de la población (véase Gráfica 2) (CEPAL, 2021c).
Es también necesario resaltar que la pandemia de la Covid-19 ha tenido un impacto discriminado en diversos grupos de población y su capacidad de respuesta. Es así como los impactos sanitarios, sociales y económicos de la pandemia reflejan la matriz de la desigualdad social en la región. Por ejemplo, la imposibilidad de trabajar desde el domicilio y las condiciones de hacinamiento han aumentado el riesgo de infección de la población en situación de pobreza y vulnerabilidad. Asimismo, su riesgo de muerte es más alto debido a la mayor incidencia de condiciones preexistentes de salud como enfermedades pulmonares, cardiovasculares y diabetes, y por carecer de acceso adecuado a la atención médica. Las mujeres se encuentran en una situación socioeconómica particularmente vulnerable, al contar con una inserción laboral altamente precaria e informal y enfrentarse a un significativo incremento de la carga de trabajo doméstico no remunerado (CEPAL, 2020c y 2021c).
II. Tendencias de la desigualdad
1.Desigualdad del ingreso
a. Coeficiente de Gini
Entre las múltiples dimensiones de la matriz de desigualdad, los ingresos tienen una particular relevancia, porque condicionan en gran medida el acceso a los distintos bienes y servicios y a las oportunidades de las personas para lograr la vida a la que aspiran (CEPAL, 2021c). Es por ello que en las distintas ediciones del Panorama social de América Latina de la CEPAL el análisis de la desigualdad del ingreso ha tenido una relevancia central. Los estudios se llevan a cabo mediante un conjunto de indicadores calculados principalmente sobre la base de las encuestas de hogares; sin embargo, de manera creciente se utilizan también fuentes alternativas y complementarias de datos.
Las tendencias regionales de la desigualdad del ingreso con base en las encuestas de hogares muestran que desde la década de los noventa y hasta principios de la de los 2000 la desigualdad del ingreso se caracterizó por una rigidez a la baja o una leve tendencia al alza. Sin embargo, desde comienzos de los años 2000 la desigualdad del ingreso disminuyó significativamente. Entre 2002 y 2014, en el promedio simple de 15 países de América Latina, el coeficiente de Gini bajó a un ritmo de 1.1% anual: de 0.535 a 0.471 (véase Gráfica 3). Esta tendencia es distinta de lo que ocurre en los países desarrollados, donde se observan menores pero crecientes niveles de desigualdad del ingreso a lo largo de las últimas tres décadas (Amarante y Colacce, 2018). ¿Qué factores explican la reducción de la desigualdad del ingreso a comienzos del nuevo milenio? Los estudios que han abordado la disminución de la desigualdad en la región, si bien utilizan diferentes metodologías, tienden a coincidir en al menos dos factores subyacentes. Uno es que el impulsor más importante de la disminución de la desigualdad ha sido el mercado laboral, a través de una distribución más equitativa de los ingresos por persona ocupada. Esto se debe a la caída del desempleo y a la reducción de las brechas salariales entre los trabajadores más y menos calificados -lo que se relaciona con la disminución del “premio” a la educación por la mejora progresiva en su propia distribución-, a menudo sostenida por políticas de salario mínimo. El segundo aspecto destacado es que las transferencias monetarias desde el Estado -tanto de protección social contributiva como de la no contributiva- han sido una fuente de ingresos importante para reducir la concentración de la distribución del ingreso (Bárcena, 2017; CEPAL, 2012b). Se reconoce así el progreso de la región a partir de la década de los 2000, cuando la mayoría de los gobiernos de América Latina y el Caribe dejó de lado la idea de una política social residual, incrementó la inversión social y fortaleció sus sistemas de protección social. No obstante, la importancia relativa de los diversos factores que contribuyeron a la disminución de la desigualdad varía según las diferentes experiencias nacionales (CEPAL, 2012b).
aPromedio simple calculado sobre la base de información del año más cercano con datos disponibles para 15 países.
Fuente: elaboración propia, con base en CEPAL (2021c).
Entre 2014 y 2019, la tendencia de reducción de la desigualdad se mantuvo, pero su ritmo se redujo considerablemente, a 0.5% anual; este estancamiento del descenso de la desigualdad del ingreso se conecta con la pérdida de dinamismo del proceso de creación de empleos (Amarante y Colacce, 2018). Como resultado de estas tendencias, en 2019 el coeficiente de Gini alcanzó un valor promedio de 0.460; sus valores máximos y mínimos se observaban, respectivamente, en Brasil y Uruguay (véase Gráfica 3).
En 2020 la CEPAL (2020c y 2021c) estimó que, como resultado de la pandemia de la Covid-19, en América Latina ha habido un cambio de tendencia, con un aumento de la desigualdad del ingreso. Un primer factor explicativo de este cambio es la pérdida de ingresos laborales por la interrupción del empleo. En 2020 el aumento de la proporción de personas que dejaron de percibir ingresos laborales en el primer quintil respecto a 2019 alcanzaría 5.7 puntos porcentuales, valor que disminuye considerablemente en los quintiles subsiguientes. En el quinto quintil, el de mayores ingresos, se estima que la proporción de personas sin ingresos aumentaría tan sólo 0.7 puntos porcentuales. Un segundo factor es la disminución de los ingresos laborales de quienes han mantenido su ocupación durante la pandemia. La fuerte contracción de la demanda y de las posibilidades de desempeñar las tareas ocupacionales habituales redundaría en una contracción de 15% en el ingreso laboral promedio por ocupado en 2020 respecto a 2019. Para las personas del primer quintil la reducción sería de 42%, mientras que para las del quinto quintil sería de alrededor de 7%. Como resultado de estas tendencias, para 2020 se estimó un aumento de 5.6% del coeficiente de Gini promedio respecto a 2019. Al incorporar en el análisis las transferencias de emergencia realizadas por los gobiernos, cuya distribución tiende a concentrarse en los grupos de ingresos bajos y medios, el aumento del coeficiente de Gini promedio para la región sería de 2.9 por ciento.
b. Otros indicadores de desigualdad del ingreso
Cabe también destacar que en América Latina, entre 2002 y 2019, mejoró la distribución del ingreso medida no sólo por el coeficiente de Gini, sino también mediante los índices de Theil y Atkinson, que son más sensibles a las transferencias progresivas de ingresos (es decir, orientadas a los hogares más pobres), así como según la relación entre los ingresos per cápita de 40% de los hogares de ingresos más bajos (deciles 1 a 4) y 10% de ingresos más altos (decil 10) (o índice de Palma), que hace más visible la concentración de los ingresos en la parte alta de la distribución (Palma, 2011). A pesar de los avances, el valor regional del índice de Palma en 2019 (11.7) implica que por cada 100 unidades monetarias de ingresos recibidas en promedio por 40% de la población, correspondiente a la más pobre, el sector más rico que corresponde a 10% de la población recibía un promedio de 1 170. Al igual que con otros indicadores, existe una gran heterogeneidad entre los países de la región, puesto que en 2019 este índice oscilaba entre un mínimo de 7 en Uruguay y un máximo de 16.9 en Colombia (CEPAL, 2021c).
Otras medidas de desigualdad del ingreso, como las absolutas, las que consideran los ingresos más altos gracias al uso de registros fiscales o las que comparan la participación de los salarios y el capital, brindan elementos complementarios para analizar las tendencias de la desigualdad en la región.
La desigualdad absoluta, referida a las brechas de ingresos en términos absolutos, se mantiene sin cambios sólo si los ingresos de los hogares varían en la misma cantidad (y no en la misma proporción, como en las medidas relativas, que calculan la relación entre los ingresos de los hogares y el ingreso promedio en la economía), lo que es una condición extremadamente exigente. Si las personas que acumulan una mayor riqueza experimentan cambios más importantes en sus ingresos, la desigualdad absoluta aumentará. Claramente, es mucho más probable que la desigualdad se incremente cuando la desigualdad absoluta es la vara de medir (CEPAL, 2014). De hecho, al analizar las tendencias en este tema en América Latina entre 2002 y 2014 en términos absolutos, se encuentra que los percentiles más altos de la población experimentaron un aumento significativamente mayor en los ingresos que los percentiles más bajos, aunque estas variaciones representan un porcentaje más alto del ingreso del grupo más pobre que del grupo más rico (CEPAL, 2016a).2
En años recientes también se ha llamado la atención sobre que las encuestas de hogares no captan adecuadamente los ingresos del extremo superior de la distribución, es decir, los grupos más ricos, con la implicación de que las estimaciones derivadas de ellas subestiman sistemáticamente la desigualdad. Para superar estas limitaciones, una alternativa que ha ganado terreno es incluir otras fuentes de datos en el análisis, en particular información sobre ingresos y patrimonio extraída de los registros fiscales (Atkinson y Piketty, 2010).
Con el fin de captar de manera más completa la desigualdad del ingreso, en diversos estudios se han combinado la información proveniente de las encuestas de hogares con información de los registros sobre el pago del impuesto sobre la renta, que en general capta de manera más adecuada la situación de los mayores perceptores de ingresos, y con las cuentas nacionales, las cuales proporcionan una referencia sobre el monto total del ingreso recibido por los hogares (CEPAL, 2021c). Rosa, Flores y Morgan (2020) usan esas fuentes complementarias para introducir diversas correcciones a los ingresos medidos sobre la base de las encuestas y encuentran que en los 10 países analizados de la región la reducción de la desigualdad a partir del 2000 no fue tan pronunciada, en comparación con las estimaciones que se obtienen mediante el uso exclusivo de las encuestas de hogares, en particular en Chile y Perú. Más aún, en casos como Brasil y México, la desigualdad no sólo no se redujo, sino que aumentó.
c. Distribución de la riqueza
La desigualdad en la distribución de la riqueza -medida con base en encuestas financieras- es mayor que la de los ingresos corrientes, al mismo tiempo que la desigualdad en la propiedad de activos financieros es mayor que la correspondiente a la propiedad de activos físicos (CEPAL, 2019b). Por ejemplo, en Chile en 2017 el coeficiente de Gini de los activos totales (físicos y financieros) tenía un valor cercano a 0.72, que contrasta con el valor de 0.45 obtenido para la distribución del ingreso corriente de los hogares; asimismo, el sector más rico de la población correspondiente a 1% concentraba 26.5% de la riqueza neta (activos menos pasivos), según la encuesta financiera, en comparación con 7.5% de los ingresos medidos en la encuesta de hogares. En Uruguay en 2014 el coeficiente de Gini de los activos físicos y financieros era de 0.67, mucho mayor que 0.39 de los ingresos per cápita corrientes; la proporción de 1% más rica concentraba 17.5% de la riqueza neta total, en comparación con 7.3% de los ingresos corrientes. A su vez, en México el coeficiente de Gini de concentración del valor de las viviendas era de 0.69 y el de los contratos de casas de bolsa (valor de las inversiones en activos financieros) de 0.78, frente a un coeficiente de la distribución del ingreso per cápita corriente de los hogares de 0.50 (CEPAL, 2019b).
d. Distribución funcional del ingreso
Además de las dinámicas de distribución a nivel de hogares, es importante considerar la distribución entre agentes del proceso productivo, es decir, la forma en que los ingresos generados en el proceso productivo son apropiados entre el capital y el trabajo. Esto se mide, con base en las cuentas nacionales, con la distribución funcional del ingreso, que corresponde a la masa salarial como porcentaje del producto interno bruto (PIB) (CEPAL, 2014, 2017b y 2019b), el cual de 2014 a 2016 oscilaba entre 24% en Panamá y 46.8% en Costa Rica (CEPAL, 2019b). Desde 2003, en 15 países de América Latina la participación de la masa salarial creció en cuatro puntos porcentuales en promedio (CEPAL, 2019b). Sin embargo, la medición de la participación salarial excluye el trabajo por cuenta propia, que representa una gran proporción del empleo en la región. Cuando se realizan estimaciones que incluyen los ingresos no asalariados, la participación laboral se incrementa en 10 puntos porcentuales (CEPAL, 2019b).
e. Percepciones sobre la desigualdad del ingreso
Finalmente, cabe destacar que la alta desigualdad del ingreso en América Latina se combina con altos niveles de injusticia percibida. En 2018, 83% de la población de la región consideró que la distribución del ingreso era injusta o muy injusta, percepción que, a escala nacional, fue superior a 90% en Argentina, Brasil, Chile y la República Bolivariana de Venezuela. A escala regional este indicador experimentó una tendencia a la baja entre 2002 y 2013: de 87 a 73%, para luego subir hacia 2018 (véase Gráfica 4). Este aumento coincide con la desaceleración de la reducción de la desigualdad del ingreso (CEPAL, 2021b).
aPromedio simple de 17 países. La pregunta consultada es: “¿Cuán justa cree usted que es la distribución del ingreso en [país]?”. Se excluyen las categorías “No sabe/no responde”. Entrevista a personas de 18 años y más (16 años y más en Brasil).
Fuente: CEPAL (2021c), con base en las tabulaciones especiales de las encuestas realizadas por la Corporación Latinobarómetro.
2. Estratificación social y vulnerabilidad
Estratos de ingreso medio fuertes y prósperos son cruciales para cualquier economía exitosa y sociedad cohesionada, pues sostienen una parte considerable del consumo y la inversión en educación, salud y vivienda, y desempeñan un papel clave en el apoyo a los sistemas de protección social mediante sus contribuciones tanto a la seguridad social como al fisco (CEPAL, 2021c). Sin embargo, en América Latina no se cuenta con extensos sectores de ingresos medios consolidados, caracterizados por tener acceso a trabajos formales y a la protección social, a diferencia de lo que ocurre en economías más avanzadas y con Estados de bienestar más desarrollados. Más bien, en la región amplios estratos de la población tienen una inserción laboral informal, y escasa o nula protección social. Esto hace que los estratos de ingreso medio no incluyan a la mayoría de la población y que muchos vivan en la pobreza o sean muy vulnerables a caer en ella cuando son golpeados por choques de distinta índole (Cecchini, Espíndola, Filgueira, Hernández y Martínez, 2012), como la pandemia de la Covid-19.
Para dar cuenta de la vulnerabilidad a la que está sometida la población en los países de la región, la CEPAL (2019c) ha desarrollado una metodología para la medición de la estratificación socioeconómica basada en umbrales absolutos de ingreso, expresados en múltiplos de las líneas de pobreza. Si bien se reconoce que la discusión acerca de la estratificación social y, en particular, sobre las clases sociales conlleva muchas dimensiones (ocupación, educación, ingresos y gastos, consumo material y simbólico, redes sociales e identidades, entre otras), la CEPAL (2019c) aborda los cambios en la estructura socioeconómica en términos del tamaño de los diversos estratos definidos por diferentes umbrales de ingreso per cápita.
Esta metodología permite identificar sectores de la población de América Latina que, pese a haber superado el umbral de la pobreza monetaria, se encuentran en una situación de vulnerabilidad y riesgo de volver a esa situación ante circunstancias como el desempleo o la precarización del empleo, bruscos aumentos de la inflación o eventos catastróficos, como enfermedades, accidentes o desastres.
Ese sector corresponde a las personas cuyos ingresos familiares per cápita se sitúan entre una y menos de tres líneas de pobreza. En 2019, 45.6% de la población de América Latina se encontraba en esa situación, o sea 280 millones de personas. Al sumar estos estratos bajos no pobres y medio bajos a la población pobre, resulta que 76.1% de la población regional en 2019 (467 millones de personas) era vulnerable y estaba compuesto por grupos con ingresos per cápita inferiores a tres líneas de pobreza (CEPAL, 2021c). Con la pandemia se estima que la población vulnerable proveniente de los estratos de ingresos bajos y medio bajos ha aumentado y que en 2020 constituiría 79.4% de la población regional (491 millones de personas) (véase Gráfica 5). En 2020 los mayores niveles de vulnerabilidad se observaban en América Central (El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua) y en México, donde alrededor de 90% de la población tenía ingresos per cápita inferiores a tres veces la línea de pobreza. En el extremo opuesto, en Uruguay menos de 50% de la población tenía ingresos inferiores a tres veces la línea de pobreza (véase Gráfica 6).
aPromedio simple de 18 países. Límites de los ingresos per cápita de los estratos: “en pobreza extrema” se refiere a ingresos inferiores a una línea de extrema pobreza; “en pobreza no extrema”, desde una línea de extrema pobreza y por debajo de una línea de pobreza; “bajos no pobres”, desde una línea de pobreza y por debajo de 1.8 líneas de pobreza; “medio bajos”, entre 1.8 y tres líneas de pobreza; “medio intermedios”, por encima de tres líneas de pobreza y hasta seis líneas de pobreza; “medio altos”, por encima de seis líneas de pobreza y hasta 10 líneas de pobreza, y “altos”, por encima de 10 líneas de pobreza.
Fuente: CEPAL (2021c), con base en el Banco de Datos de Encuestas de Hogares (Badehog). Las cifras están ajustadas a las proyecciones de población del World Population Prospects, versión 2019, y las estimaciones de evolución de la pobreza de países cuyas mediciones no están disponibles para los años indicados.
aProyecciones. Estratos vulnerables: entre cero y menos de tres líneas de pobreza per cápita; estratos medio intermedios: entre tres y menos de seis líneas de pobreza; estratos medio altos: entre seis y menos de 10 líneas de pobreza; estratos altos: 10 o más líneas de pobreza per cápita.
Fuente: CEPAL, con base en el Badehog.
3. Desigualdad en otros ámbitos de derechos
Las desigualdades también se extienden a otras dimensiones, como la educación, el trabajo, la salud, las pensiones, la infraestructura básica (agua, saneamiento, electricidad) y las nuevas tecnologías. Aunque en las últimas décadas la región ha avanzado en las diferentes dimensiones de la inclusión social, es preocupante que persistan profundas segmentaciones de la cobertura y la suficiencia de las prestaciones, las cuales también se evidencian en las grandes diferencias en la calidad de los servicios a los que acceden los diferentes grupos poblacionales, así como en sus posibilidades de inclusión laboral y acceso al trabajo decente (CEPAL, 2019a).
Por ejemplo, en la región sólo seis de cada 10 jóvenes de entre 20 y 24 años han concluido la educación secundaria y existe una brecha promedio de 48 puntos porcentuales entre los jóvenes del quintil de ingresos superior y los del quintil de ingresos inferior. La brecha ha disminuido desde comienzos de la década de los 2000, pero aún falta mucho para universalizar la conclusión de este nivel educativo (véase Gráfica 7) (CEPAL, 2019a).
A su vez, el mercado de trabajo ofrece un ejemplo claro del entrecruzamiento de las desigualdades de género y las étnico-raciales. En la Gráfica 8 se evidencia que los retornos educacionales en términos de ingreso laboral de las mujeres en relación con los hombres, y las personas afrodescendientes respecto de las no indígenas ni afrodescendientes son significativamente inferiores. En otras palabras, la gráfica muestra que, con los mismos niveles de escolaridad, las mujeres, las personas afrodescendientes y, especialmente, las mujeres afrodescendientes reciben ingresos laborales significativamente inferiores. Asimismo, puede observarse que esa diferencia es más significativa entre aquellos que cuentan con más de 12 años de educación. Lo anterior expresa la persistencia de mecanismos tanto de discriminación como de segmentación ocupacional por género y condición étnico-racial en el mercado de trabajo (CEPAL, 2016b, 2018b y 2019a).
aLos países considerados son Brasil, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Uruguay. En la población no afrodescendiente no se incluyen la autoidentificada como indígena ni los casos en que se ignora la condición étnico-racial.
bLos cálculos fueron realizados con base en el indicador “tipo de cambio implícito de la paridad de poder adquisitivo”, publicado en 2019 por el Fondo Monetario Internacional (FMI), que refleja la relación entre las monedas locales y el dólar internacional.
Fuente: CEPAL y Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) (2020).
Las desigualdades de género en el mercado laboral se relacionan con que las mujeres en la región son las principales proveedoras de trabajo de cuidado no remunerado en los hogares (véase Gráfica 9). Frente a la debilidad de las políticas públicas de cuidado en la región, la persistencia de la división sexual del trabajo no remunerado constituye un obstáculo para su plena incorporación al mercado de trabajo y para la realización de sus proyectos de vida, que podría superarse con una distribución más equitativa de las labores de cuidado entre hombres y mujeres en los hogares (CEPAL, 2019c).
III. Protección social para la igualdad
1. Sistemas universales, integrales y sostenibles de protección social
A fin de avanzar hacia el cierre de las múltiples brechas económicas y sociales que caracterizan a la región y promover la inclusión social y laboral de toda la población, desde la CEPAL (2017a: 9) se ha argumentado la necesidad de un nuevo estilo de desarrollo, con “transformaciones profundas en la forma de producir, distribuir, consumir y vivir en sociedad”. Como parte del amplio conjunto de instituciones y políticas requeridas para este fin, la conformación de sistemas universales, integrales y sostenibles de protección social (CEPAL, 2021a) constituye una pieza clave, por su contribución directa al logro de mayores niveles de igualdad y bienestar y la erradicación de la pobreza.
La protección social universal, formulada desde un enfoque de derechos, se vincula de distintas formas con la promoción de la igualdad: reduce considerablemente o elimina la probabilidad de no hacer frente a riesgos imprevistos; propicia la implementación de estrategias dirigidas a empoderar a aquellos más vulnerables ante los riesgos, y limita la reproducción del círculo vicioso de la pobreza y la desigualdad al evitar que las familias hipotequen a futuro activos clave para el desarrollo humano, como la salud y la educación. Un sistema de protección social universal se compone de los pilares contributivo, no contributivo y de regulación del mercado de trabajo, que deberían estar interconectados entre sí, y a los que recientemente se ha propuesto agregar el de cuidado. En su conjunto, este sistema cumple tres funciones principales: 1) proteger y asegurar el ingreso; 2) identificar la demanda y garantizar el acceso a los servicios sociales, y 3) fomentar el trabajo decente (Cecchini, 2019; Cecchini y Martínez, 2011).
La universalidad se refiere a que los sistemas de protección social deberían incluir a quienes se encuentran en una situación de pobreza y requieren de garantías de ingreso; a quienes, sin ser pobres, son vulnerables y demandan políticas de aseguramiento continuo, y a quienes evidencian una mayor capacidad autónoma, pero reconocen en la garantía de protección una base común para la ciudadanía social. Al estar garantizada para todas y todos, la protección social universal establece un marco en que las personas no son sólo consumidoras y demandantes de servicios, sino agentes titulares y sujetos de derechos (Cecchini y Martínez, 2011).
A fin de romper las barreras de acceso que enfrentan las mujeres y los diversos grupos de población, como las personas en condiciones de pobreza o vulnerabilidad, los afrodescendientes, los pueblos indígenas, las personas que residen en territorios rezagados, las personas con discapacidad y los migrantes, así como las niñas y los niños, los jóvenes y las personas mayores, es necesario utilizar políticas selectivas o de acción positiva desde la mirada de un “universalismo sensible a las diferencias” (CEPAL, 2016b; Habermas, 1998; Hopenhayn, 2001). Atender de manera diferenciada no contraviene el principio de universalidad de los derechos, al contrario, puede potenciar su ejercicio y disminuir la desigualdad (CEPAL, 2016b). Sin embargo, es esencial que las políticas de protección social tengan como objetivo la universalidad y que la focalización sea considerada solamente un instrumento, con el fin de no instalar una visión reduccionista de política social únicamente “para los pobres” (CEPAL, 2015).
A su vez, la integralidad se refiere a la capacidad de los sistemas de protección social de ofrecer un conjunto de políticas, planes y programas de protección social que respondan a las múltiples demandas y necesidades en materia de desarrollo social por parte de individuos, familias y comunidades. Por un lado, la integralidad de la oferta se refiere a la coordinación tanto de los distintos sectores de la política social (por ejemplo, desarrollo social, trabajo, salud, educación) como entre los diferentes niveles administrativos de gobierno, desde el nivel central hasta los municipios, pasando por estados, provincias o departamentos. Por otro lado, la integralidad de la demanda se refiere a la articulación de prestaciones y servicios diferenciados a lo largo del ciclo de vida para satisfacer las distintas necesidades de protección social de diversos grupos de población, definidos según su área de residencia, nivel de ingreso, actividad, tipo de inserción laboral o etnia, entre otros factores (Cecchini y Martínez, 2011).
Finalmente, la sostenibilidad es un concepto amplio que incorpora tres aspectos a lograrse de manera simultánea: cobertura poblacional adecuada, suficiencia de las prestaciones y sostenibilidad financiera. Encontrar el equilibrio entre estos tres aspectos, sin que ninguno ponga en riesgo a los demás, será fundamental para asegurar una senda de sostenibilidad (Arenas de Mesa, 2019). No es suficiente, por lo tanto, que la protección social sea sostenible desde el punto de vista financiero, si es que faltan los otros dos elementos, como puede observarse en el sistema de pensiones chileno, actualmente en crisis, en el que el esquema de capitalización individual, gestionado por las administradoras de fondos de pensiones (AFP), presenta sostenibilidad financiera mas no una amplia cobertura de la población en edad de trabajar, y tiene un sustantivo déficit en la suficiencia de las prestaciones en la vejez (Arenas de Mesa, 2020).
2. Hitos en las propuestas de la CEPAL
Las propuestas que la CEPAL ha elaborado en materia de protección social han sido presentadas en los documentos de su Periodo de Sesiones y de la Conferencia Regional sobre Desarrollo Social en América Latina el Caribe, en el Panorama social de América Latina, así como en otros documentos institucionales. En 2006 en La protección social de cara al futuro: acceso, financiamiento y solidaridad (CEPAL, 2006), la comisión colocó la protección social en el centro del debate regional, al instar a los Estados a adoptar políticas de protección social en pensiones, salud y lucha contra la pobreza para cumplir sus responsabilidades en relación con los compromisos adquiridos en los instrumentos normativos nacionales e internacionales sobre el respeto, la protección y la promoción de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC).
En el Panorama social de América Latina 2009, la CEPAL (2010b) destacó que la crisis de los cuidados causada por el aumento del número de personas que requieren cuidado y la simultánea disminución de la proporción de personas -tradicionalmente mujeres- en condiciones de ejercer esa función hace necesario transformar los sistemas de protección social y las normas laborales, y modificar las pautas culturales que subyacen a la distribución desigual por sexo del trabajo remunerado y no remunerado.
A su vez, en 2010 en La hora de la igualdad: brechas por cerrar, caminos por abrir, la CEPAL (2010a) hizo un fuerte llamado a promover la igualdad de derechos, al solicitar a los países de la región redistribuir ingresos mediante la implementación o la ampliación de un sistema de transferencias monetarias para niños, personas mayores y desocupados. Todo esto con base en que “la igualdad social y un dinamismo económico que transformen la estructura productiva no están reñidos entre sí y de que el gran desafío es encontrar las sinergias entre ambos elementos” (CEPAL, 2010a: 12). Conforme a esta visión, en Cambio estructural para la igualdad: una visión integrada del desarrollo, la CEPAL (2012a: 19) indicó que con el cambio estructural y el aumento de la productividad “se amplía el alcance de la protección social por vía contributiva hacia distintos sectores de la sociedad porque se hace mucho más extensivo el empleo decente”. Sin embargo, puesto que el cambio estructural es un proceso de largo plazo, se reconoce que en el periodo de transición es necesario establecer y fortalecer instrumentos redistributivos como los de transferencias, que ofrezcan garantías concretas de protección. Es así como, en 2017, en Brechas, ejes y desafíos en el vínculo entre lo social y lo productivo (CEPAL, 2017a: 14) se destacó la contribución de la protección social no contributiva a la doble inclusión, social y laboral, y se hizo un llamado a que la región
avance, tanto en lo productivo como en lo social, hacia un círculo virtuoso de desarrollo en el que, mediante la diversificación productiva y el cambio estructural progresivo, se promuevan los sectores más intensivos en conocimiento y con mayor potencial de crecimiento de la demanda interna y, al mismo tiempo, mediante el desarrollo social inclusivo, se logre reducir las desigualdades sociales.
En 2018, en La ineficiencia de la desigualdad (CEPAL, 2018b) se llamó a fortalecer los sistemas de protección social y de cuidado, ya que éstos, además de contribuir a hacer efectivos los DESC de la población, generan efectos positivos en el crecimiento y en el empleo.
En 2019 la protección social fue reconocida en la Agenda Regional de Desarrollo Social Inclusivo (ARDSI) (CEPAL, 2020a) como una política clave para avanzar hacia la implementación de la dimensión social de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la región. Durante ese año los Estados miembros de la CEPAL reunidos en la Tercera Conferencia Regional sobre Desarrollo Social de América Latina y el Caribe aprobaron la ARDSI, en la que la protección social universal constituye el primer eje estratégico.
Finalmente, en 2020 y 2021, durante la pandemia de Covid-19, la CEPAL (2020a, 2020b, 2020c y 2021a) ha indicado claramente que la protección social es esencial tanto en el corto plazo -a fin de satisfacer necesidades básicas y sostener el consumo de los hogares frente a las pérdidas de empleos e ingresos laborales-, como en el mediano y el largo plazos -para una recuperación transformadora con igualdad y sostenibilidad-. En particular, en el comienzo de la pandemia la CEPAL (2020a) les recomendó a los países de la región adoptar un ingreso básico de emergencia equivalente a una línea de pobreza durante seis meses para todas las personas que se encuentran en situación de pobreza. Frente al alargamiento de la pandemia, se sugirió extender esta medida (CEPAL, 2020b y 2021a). Asimismo, la CEPAL (2020a: 15) ha indicado que, desde una perspectiva de largo plazo:
el alcance de esas transferencias debe ser permanente, ir más allá de las personas en situación de pobreza y llegar a amplios estratos de la población muy vulnerables a caer en ella, como los estratos de ingresos bajos no pobres y los medios bajos. Esto permitiría avanzar hacia un ingreso básico universal que se debe implementar gradualmente en un periodo definido de acuerdo con la situación de cada país.
3. Avances y desafíos a nivel regional
Alcanzar la conformación de sistemas de protección social universales, integrales y sostenibles es todavía un objetivo complejo de lograr en la región. Si bien a lo largo de las últimas dos décadas en los países de la región se ha logrado aumentar la cobertura de la protección social, tanto contributiva como no contributiva, los avances han sido insuficientes y desiguales, tanto entre países como en su interior. Actualmente, la pandemia ha develado las debilidades de los sistemas de protección social, y los países de la región tuvieron que implementar un gran número de medidas no contributivas de protección social de emergencia para garantizar un piso básico de protección frente a la crisis sanitaria, económica y social causada por la pandemia de Covid-19 (CEPAL, 2021c).
El acceso a los instrumentos de protección social contributiva está asociado con mejores niveles de prestaciones y con una protección garantizada y estable para los trabajadores y sus familias, conforme a los mandatos internacionales vinculados con el derecho a la protección social. Sin embargo, por los elevados niveles de informalidad en la región, ya antes de la pandemia se evidenciaba una extendida realidad de desprotección en un conjunto amplio de trabajadores.
En 2019 más de la mitad de las personas ocupadas no estaban afiliadas ni cotizaban en un sistema de pensiones. Pese a los esfuerzos realizados en algunos países para extender la cobertura a trabajadores independientes e informales, así como a las trabajadoras domésticas, esta cifra en buena medida refleja la extendida presencia de la informalidad laboral y la debilidad de los mecanismos de fiscalización de la evasión y elusión previsional. Además, si bien se redujeron levemente en la última década, persisten múltiples desigualdades en la afiliación y la cotización a los sistemas de pensiones, sea por deciles de ingresos, asalarización, residencia en zonas rurales o urbanas o edad (véase Gráfica 10) (CEPAL, 2021c).
aPromedios ponderados de deciles de ingreso, salarización y grupo de edad. Los países incluidos son: Argentina (zonas urbanas), Bolivia (Estado Plurinacional de), Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay. Los promedios de las personas asalariadas y no asalariadas excluyen a Argentina y República Dominicana.
Para los promedios ponderados de área de residencia, los países incluidos son: Bolivia (Estado Plurinacional de), Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay.
Fuente: CEPAL (2020b).
Por el lado de la protección social no contributiva, la región ha experimentado un aumento de la cobertura, principalmente mediante la expansión de los programas de transferencias condicionadas (PTC) y las pensiones no contributivas para adultos mayores y personas con discapacidad. Para los PTC esta expansión ha ocurrido desde mediados de los años noventa hasta 2010, cuando se alcanzó un máximo de cobertura de 23.1% de la población total de la región. En 2019 los PTC alcanzaban a 22.6% de la población regional con un gasto de 0.27% del PIB (véase Gráfica 11). Sin embargo, los programas no contributivos generalmente ofrecen prestaciones de montos relativamente bajos: alrededor de 2013 el monto per cápita mensual de las transferencias monetarias condicionadas recibidas por los hogares variaba entre 1.2% (en el Estado Plurinacional de Bolivia) y 46% (en Uruguay) de la línea de pobreza (CEPAL, 2015). Asimismo, estos programas atienden principalmente a la población que vive en situación de pobreza, mientras que se sabe que amplios sectores de la población experimentan altos niveles de vulnerabilidad y necesitan de protección.
Fuente: elaboración propia, con base en CEPAL (s. f.). Los países incluidos son: Argentina, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Trinidad y Tabago y Uruguay.
En cuanto a la regulación del mercado laboral, la región sigue enfrentando importantes desafíos en lo que se refiere al logro del trabajo decente; se observan “violaciones a los derechos fundamentales en el trabajo, como el trabajo infantil, el trabajo forzoso, las diversas formas de discriminación y la ausencia de libertad sindical y del derecho efectivo a la negociación colectiva” (CEPAL, 2015: 130). Asimismo, respecto a la provisión de cuidado a niñas y niños, personas mayores, personas con enfermedades crónicas y personas con discapacidad, ésta todavía recae principalmente en las mujeres, quienes no reciben remuneración por ello. Adicionalmente, la crisis de los cuidados se ha agudizado durante la pandemia de Covid-19, ya que las medidas de confinamiento y el cierre de las escuelas han significado un importante aumento de la demanda de cuidados (CEPAL, 2021c).
IV. Conclusiones
La desigualdad es un rasgo estructural de América Latina y el Caribe, cuyos costos se han vuelto insostenibles con la pandemia. Es por lo tanto urgente reconstruir con igualdad y sostenibilidad, al apuntar a la creación de un verdadero Estado de bienestar, tarea largamente postergada en la región, que incluye establecer sistemas de protección social universales, integrales y sostenibles (CEPAL, 2020b y 2021a).
A fin de reconstruir con igualdad, la región debe avanzar hacia un círculo virtuoso de desarrollo inclusivo y sostenible en el que, mediante la diversificación productiva y el cambio estructural progresivo, se promuevan los sectores más intensivos en conocimiento y con mayor potencial de crecimiento de la demanda interna y, al mismo tiempo, mediante el Estado de bienestar y la protección social universal, se logren reducir las desigualdades sociales, superar la pobreza y consolidar los DESC de toda la población. Dicho de otra manera: la región debe “igualar para crecer y crecer para igualar” (Bárcena y Prado, 2016). En este círculo virtuoso, la creación de trabajo decente va de la mano con niveles de inversión social que garanticen el acceso universal a la protección social y el cuidado, la educación, la salud, las pensiones, así como a la infraestructura básica de agua, saneamiento, electricidad e internet, y a la vivienda (CEPAL, 2017a).
Históricamente, por sus altos niveles de informalidad laboral, los mercados laborales de América Latina y el Caribe no han logrado convertirse en la puerta de acceso a la protección social universal, y muy difícilmente lo harán en el futuro. De allí que sea necesario -sin renunciar a los esfuerzos de formalización del trabajo y de la actividad productiva y de extensión de la protección social contributiva- desarrollar mecanismos para que la población cuente con niveles adecuados de protección que no estén necesariamente ligados a las modalidades de inserción laboral. Contar con sistemas de protección social universal con un papel central del Estado y un alto grado de desmercantilización -o sea, de acceso a los servicios con base en derechos y sin depender del mercado- permite proteger a toda la población a lo largo del ciclo de vida, sin que tal protección esté necesariamente atada al sector económico en que se insertan los trabajadores o su grado de formalidad. Esto permitirá enfrentar mejor el nuevo escenario en el mundo del trabajo, caracterizado por el aumento exponencial de la digitalización, la robotización, la aplicación a la industria de las nuevas TIC y tecnologías de la inteligencia artificial, así como las fluctuaciones inevitables en economías cada vez más integradas a escala global.
En economías más igualitarias, dotadas de sólidos sistemas de protección social, los trabajadores son menos vulnerables al cambio tecnológico y se adaptan mejor tanto a los choques económicos como a los desafíos asociados con el proceso de transición hacia economías bajas en carbono. En los países donde hay un fuerte Estado de bienestar se logra también avanzar en innovaciones en lo productivo y en la generación de empleos de calidad (CEPAL, 2017a).
Asimismo, frente a la desigual distribución sexual del trabajo productivo y reproductivo, es necesario desarrollar sistemas de cuidado que promuevan el bienestar de niñas y niños, personas mayores y personas con discapacidad, así como la plena inclusión al mercado de trabajo de las mujeres, que tradicionalmente dedican largas horas al trabajo no remunerado doméstico y de cuidados de dependientes (CEPAL, 2019a).
En tiempos de pandemia, los países deben articular medidas de protección social de corto plazo, necesarias para atender las manifestaciones más agudas de la emergencia, con otras de mediano y largo plazos -como el ingreso básico universal- que requieren una implementación gradual y la búsqueda de mecanismos para asegurar su sostenibilidad financiera (CEPAL, 2020c). La historia nos enseña que la salida de las situaciones de crisis en nuestra región es lenta, y es razonable pensar que la actual ya puede ser catalogada como una crisis prolongada.
Durante la crisis de la deuda de la década de los ochenta, se necesitaron 14 años para volver al nivel de PIB per cápita anterior a la crisis. La recuperación social fue aún más lenta, ya que tomó 25 años volver a los niveles de pobreza que existían antes. Esto ocurrió porque las modalidades de ajuste a la crisis fueron regresivas, con recortes del gasto social, privatizaciones y desregulación de los mercados laborales, y porque hubo procesos hiperinflacionarios y de marcada destrucción del empleo. Además, es importante recalcar que, en tiempos de crisis, en ausencia de sistemas universales, integrales y sostenibles de protección social, los sectores de ingresos bajos y medio bajos -que en 2020 representaban 79.4% de la población regional- sufren procesos de descapitalización de los que es difícil recuperarse: por ejemplo, se truncan trayectorias educativas, se sacrifica la atención a la salud, se pierden propiedades y se generan deudas (Cecchini et al., 2012; CEPAL, 2021c).
Con el fin de no repetir los errores del pasado respecto de respuestas a la crisis y evitar otra década perdida, es necesario, por lo tanto, implementar políticas públicas universales, redistributivas y solidarias con enfoque de derechos, para no dejar a nadie atrás (CEPAL, 2020c). También se requiere el diseño de intervenciones complejas y con efectos de largo plazo, como aquellas de transformación de la estructura productiva, promoción y formalización del empleo, extensión de la cobertura educativa de calidad -incluida la formación técnica y profesional-, las destinadas a eliminar las discriminaciones y promover la igualdad de género o étnico-racial y las que buscan potenciar el desarrollo de territorios y áreas geográficas más deprimidas o con menor dinamismo económico (CEPAL, 2019c). La identificación de las brechas sociales en materia de atención de la salud y las medidas para superarlas son, asimismo, un componente esencial de la acción pública (CEPAL, 2015), como se ha hecho patente con la actual coyuntura de la pandemia.
Los insuficientes niveles de tributación e inversión social, sin embargo, dificultan impulsar adecuadamente el círculo virtuoso de desarrollo (CEPAL, 2017a). Tanto la carga tributaria como el gasto social en la región aún se sitúan lejos de los niveles de los países desarrollados y no tienen los mismos efectos redistributivos. Si bien ha aumentado desde el 2000, en 2018 la carga tributaria en América Latina representaba en promedio 20.8% del PIB, en comparación con 33.9% del PIB en los países de la OCDE (CEPAL, 2021b). Asimismo, en 2016 el gasto social del sector público en salud y protección social en la región fue de 8.6% del PIB, mientras que en los países de la OCDE alcanzó 21.2% del PIB (OCDE, CEPAL, Corporación Andina de Fomento [CAF] y Unión Europea [UE], 2019). En cuanto a los efectos redistributivos, alrededor de 2011 el coeficiente de Gini en América Latina bajaba apenas tres puntos después de la acción fiscal directa, mientras que la incidencia de las políticas tributarias y sociales en los países de la OCDE era del orden de 17 puntos del coeficiente de Gini (Hanni, Martner y Podestá, 2015).
Según indica la CEPAL (2021d), para redistribuir y aumentar los recursos públicos que permiten sostener el Estado de bienestar, se necesita un diálogo social amplio y participativo que lleve a acuerdos entre intereses en conflicto y genere efectos positivos de mediano y largo plazos en términos de estabilidad, gobernabilidad y aumento sostenido de la productividad (Martínez Franzoni y Sánchez Ancochea, 2020). Especial atención debe ponerse en darles voz e incidencia a sectores de la población discriminados o excluidos, así como a los amplios sectores medios vulnerables cuyo nivel de bienestar tiene bases endebles. A su vez, el pacto social debe ir acompañado de un pacto fiscal que permita darle sostenibilidad financiera a la protección social universal y promover la estabilidad necesaria para alcanzar un crecimiento inclusivo (Arenas de Mesa, 2016). En suma, los pactos sociales y fiscales para construir el Estado de bienestar proveen a las sociedades de las oportunidades para reconstruir con igualdad y sostenibilidad.