El texto que se presenta fue originalmente publicado en 1952 en A Survey of Contemporary Economics, vol. II. El ensayo estaba dedicado al análisis de la posible planificación en el capitalismo desarrollado, el capitalismo subdesarrollado y el socialismo. Aquí sólo se presenta la primera parte. Se concentra en los Estados Unidos y toma como base la experiencia que va desde la gran crisis (1929-1933) hasta la posguerra. En este periodo el problema del desempleo era fundamental y, a partir de la publicación de la Teoría general de Keynes, se abrió la posibilidad de superarlo. Éste es el contexto en que se plantea la discusión. Por lo mismo, ésta suele debatir más los posibles paquetes de políticas económicas que se podrían barajar. En prácticamente todos observa que una real y completa solución del problema debería conducir a un sistema económico planificado, algo que quizá sea incompatible con los mismos fundamentos del régimen capitalista, con una excepción que no es menor: la ruta del fascismo. El que operó, por ejemplo, en la Alemania de Hitler y que hoy (tercera década del siglo XXI) tiende a insinuarse ominosamente en el capitalismo desarrollado.
I. Antecedentes
1. El dilema neoclásico
Según Samuelson, “desde los fisiócratas y Adam Smith, en la mayor parte de la literatura económica encontramos el sentimiento de que, en cierto sentido, la competencia perfecta representa la solución óptima” (Samuelson, 1947: 203). Con todo, también se observan serias dudas sobre la confiabilidad de la “mano invisible”. La inquietud es clara en John Stuart Mill, y también se encuentra en los más complacientes Marshall, Wicksell y Pigou (para nombrar sólo a los más eminentes).
Un malestar profundo surgió al saber que la distribución de la riqueza era tal que, aun cuando los salarios estuvieran de acuerdo con lo que sostiene la teoría de la productividad marginal, la competencia perfecta no daría lugar a una distribución óptima del ingreso (y a una utilización óptima de los recursos). Otra desazón fue causada por la divergencia entre las utilidades sociales y privadas o -mediante la pertinente formulación de Max Weber- por la discrepancia entre la racionalidad social y la privada, presentes incluso en el modelo de competencia perfecta.
Si bien estas fallas del modelo teórico eran enfadosas, las cosas resultaban peores en el mundo real, el que nunca ha tenido mucho en común con la “competencia perfecta” de los libros. En el mundo real el crecimiento del monopolio, la inmovilidad y la indivisibilidad de los factores; las desigualdades en las oportunidades y en el poder de regateo para comprar y vender, así como privilegios políticos y económicos de toda clase son factores que de terminan resultados económicos y sociales muy diferentes a los que se deducen del modelo teórico de competencia perfecta.
Algunos teóricos neoclásicos pensaron que se podían evitar los malos resultados con cargo a una intervención gubernamental moderada. Citando de nuevo a Samuelson: “[ellos] reconocieron que en estas circunstancias cualquier interferencia en la competencia perfecta que transfiriera ingresos del rico al pobre (à la Robin Hood) sería beneficiosa” (Samuelson, 1947: 206).1 Asimismo, interferencias que buscaran la eliminación o la reducción del monopolio, alguna rectificación ante la carencia de racionalidad social por parte del sistema de empresa privada, o la construcción de escuelas públicas, hospitales y semejantes habrían sido consideradas por los economistas neoclásicos como deseables en su conjunto.
Sin embargo, su expresa simpatía por la reforma social y la regulación pública era esencialmente ajena al cuerpo principal de su pensamiento. Al descansar sobre el supuesto de pleno empleo de los recursos, el razonamiento de la escuela neoclásica dejó poco espacio para cambios en las instituciones prevalecientes. La única manera en que el pobre podía mejorar era mediante la productividad incrementada, que en condiciones de competencia elevaría los salarios reales. De otro modo, poco o nada se podría hacer para mejorar su miserable situación, a menos que los beneficios para el pobre se obtuvieran al redistribuir el ingreso entre los mismos pobres, lo que estaría evidentemente fuera de lugar e, incluso, posiblemente hasta sería perjudicial, ya que perturbaría las diferencias salariales que cumplen funciones importantes en la asignación de los recursos. En realidad, beneficios efectivos sólo podrían asegurarse al reducir la parte del ingreso real total que captan los ricos en forma de ganancias, rentas e intereses. Pero como la propensión del rico para aplicar sus ganancias en empresas productivas se consideraba suficientemente estimulada y asegurada por las fuerzas de la competencia y el mandamiento puritano de ahorrar, cualquier reducción de su ingreso causaría una disminución del “excedente” disponible para la inversión, así como de los incentivos para invertir de la clase capitalista. Como resultado, inevitablemente el progreso económico se retardaría y las mezquinas mejorías de algunos pobres (las que se lograrían con medidas redistributivas) serían más que contrarrestadas por el subsecuente retraso del crecimiento del producto y del ingreso real.
Situado sobre el trasfondo de esta “ley de hierro” de la teoría económica básica, el alegato en favor de la intervención gubernamental suena inevitablemente como un enunciado bondadoso y también hueco -véase Pigou (1951: 301-302) -. Esto más bien refleja las ansiedades del pequeño empresario que observa impotente el ascenso de su rival de gran tamaño, o la perplejidad del hombre común, cuyas experiencias cotidianas difícilmente se ajustan al optimismo de un Bastiat o un J. B. Clark, lo que podría servir como indicador de los nobles sentimientos y los altos patrones éticos de sus protagonistas, pero también como testimonio de su impresionante ceguera respecto de los principios más elementales de una correcta teoría económica. Así permaneció el asunto durante un número de décadas relativamente armoniosas que testimoniaron un crecimiento económico sin precedentes del mundo occidental. Los avances ocultaron el enorme precio que debió pagarse por el progreso -véanse Mantoux (1928) y Engels (1920) -: las críticas al proceso competitivo podían ser contrarrestadas al señalar sus triunfos fácilmente observables.
Sin embargo, al final de esta época excepcional una vieja enfermedad maligna comenzó a asumir mayores proporciones. De seguro, un alto desempleo había existido en periodos previos al capitalismo, pero no fue sino hasta los años veinte de nuestro siglo [siglo XX], que, en conjunción con otros desarrollos sociales y políticos, se convirtió en una poderosa amenaza para la continuidad del orden social existente.
2. “La nueva economía” 2
En un intento de abordar el urgente problema del desempleo, la nueva teoría económica de J. M. Keynes generó los fundamentos de la planificación para el pleno empleo en el capitalismo. Su idea central es de hecho muy sencilla: repudia la Ley de Say y reconoce como característica sobresaliente del proceso capitalista -como Karl Marx lo hizo aproximadamente 80 años antes- la ausencia, en el automatismo del mercado, de un mecanismo “reconstructor” que conserve la demanda efectiva global en el nivel requerido para lograr el pleno empleo.
En ausencia de cualquier mecanismo corrector, el Estado tiene que asumir la responsabilidad de establecer, cuando aparece el desempleo, medidas calculadas a fin de elevar la demanda efectiva agregada a un nivel compatible con la utilización total de los recursos humanos. Si una vez alcanzado el pleno empleo la inversión privada descendiera por debajo de un determinado nivel del ahorro, el Estado debería dar los pasos necesarios para compensar las deficiencias del gasto privado.
Aquí es donde termina el papel del Estado (y de la planificación económica en el capitalismo). Una vez que las medidas necesarias para asegurar y mantener el empleo total se han llevado a cabo, la economía tradicional regresa por sus fueros. Sólo en la medida en que las grandes desigualdades de ingreso y la mala distribución de los recursos obstaculicen la promoción de altos niveles de ingreso y empleo, la planificación económica gubernamental debería interesarse en la distribución y en la asignación de los recursos. Keynes no ve razón para suponer que el sistema existente emplee mal los factores de producción que se utilizan; “en lo que ha fallado el sistema actual ha sido en determinar el volumen del empleo efectivo y no en su asignación” (Keynes, 1965: 333-334).3
II. La caja de herramientas
El Estado puede buscar el cumplimiento de sus funciones al elegir entre cierto número de opciones. Empero, cualquiera que sea el modo votado, el prerrequisito indispensable de una participación activa del gobierno en el proceso de determinación del nivel del ingreso y el empleo es la capacidad para pronosticar más o menos exactamente el comportamiento de los diversos agregados económicos que ejercen influencia importante en el nivel de actividad de los negocios en una economía capitalista. Los instrumentos analíticos suministrados por Keynes y los economistas que siguen su línea parecen tornar factible ese pronóstico.
El más importante de ellos es el concepto de la función consumo, que relaciona el gasto agregado en bienes de consumo y servicios con el ingreso nacional. Esta relación fue considerada regularmente estable, lo que permitió la estimación del volumen del ahorro.4 Tal confianza en la estabilidad de la función de consumo, sin embargo, se debilitó severamente durante la última década. La experiencia de la posguerra ha dirigido la atención hacia el nivel de acumulación y desacumulación de los activos, como un poderoso determinante del gasto del consumidor.5
Un argumento aún más profundo impugna la utilidad de todo el concepto. Se ha puntualizado que la “propensión de la comunidad al consumo” tenía muy poco que ver con la elección entre el consumo y el ahorro.6 La aplastante mayoría de la población, incluso en países tan ricos como los Estados Unidos, ahorra una parte insignificante de su ingreso, y -lo que es todavía más importante- del total de ahorros acumulados por la nación.7 De esta forma, en condiciones de empleo pleno, todos los ahorros personales constituyen sólo una pequeña parte del ahorro total, y los ahorros de lo que algunas leyes de impuestos llaman “ingreso devengado” son una parte casi insignificante.8 La mayor parte de los ahorros que han de ser balanceados mediante inversiones determinadas si el empleo pleno ha de ser mantenido consiste en ahorros de empresas, y se encuentra influida directamente por los beneficios y las decisiones de las corporaciones concernientes a los dividendos.9 En otras palabras, aun si estuviese bien determinado que la “propensión al consumo” es lo suficientemente estable para dar lugar a una relación predecible entre el consumo y el ingreso disponible, tal relación sólo contaría para una fracción de los ahorros totales.10 El resto depende de las decisiones sobre depreciación, reservas, dividendos y gastos de los consejos de directores, decisiones que en verdad no pueden atribuirse al funcionamiento de leyes psicológicas generales y demás “muy dudosos clientes de la teoría económica”, para usar la expresión de Schumpeter.11
La nueva economía, con todo, arroja poca luz sobre lo que determina el gasto de las empresas. En lo que respecta a los bienes de inversión (incluyendo la construcción), así como a los inventarios y las exportaciones brutas, este segmento de la demanda agregada es tratado como una fuerza autónoma y no como dependiente del proceso de generación del ingreso.12 Una cierta parte, presumiblemente pequeña, es considerada “inducida” por los cambios del ingreso, pero la mayor parte es reputada en las obras keynesianas como “autónoma”. O sea, está motivada no por las variaciones efectivas del ingreso y la demanda, sino por las anticipaciones de los cambios en la demanda agregada y en la demanda de productos particulares o por cambios esperados en la relación entre precios y costos.
Aunque se ha alcanzado algún progreso en las agencias gubernamentales (Comisión de Seguridad e Intercambio y Departamento Estadunidense de Comercio), así como en algunas organizaciones privadas en el estudio de los planes de inversión de las empresas, no puede ponerse mucha confianza todavía en estas investigaciones. Según Colm (1947: 461), “en gran medida, todavía dependemos mucho de las corazonadas y las anticipaciones del comportamiento de otras gentes, justamente como lo hacían los planificadores antes de la obra de Keynes”.13
Ya que las predicciones referidas a los desembolsos personales y de empresas están basadas de este modo en estimaciones tan tenues, las decisiones respecto de las rentas y los gastos gubernamentales derivan de poco más que de “conjeturas ilustradas”. Las autoridades fiscales no son ni siquiera capaces de estimar con precisión el impacto de sus propias decisiones (más o menos gastos o más o menos impuestos) sobre el ingreso agregado, en virtud de que la magnitud del multiplicador depende obviamente de la relación antes mencionada.
Lo anterior puede ser plenamente aceptado por un partidario de la planificación gubernamental para el empleo pleno. Con el supuesto de que la capacidad del gobierno para pronosticar adecuadamente el comportamiento de los agregados económicos relevantes es deficiente, y, por lo tanto, la planificación de la intervención gubernamental no puede ir más allá de intentar encontrar un conjunto correcto de medidas para un tiempo delimitado, puede abandonarse la ambición de “planificar” para periodos más largos que unos pocos meses, y asumirse la postura de que una política fiscal “flexible” acompañada por otros arreglos “flexibles” es todo lo que se necesita a fin de lograr lo esencial del resultado deseado. Según sugieren los autores del National and International Measures for Full Employment (Organización de las Naciones Unidas [ONU], 1949), siempre que el desempleo alcance ciertas magnitudes predeterminadas, serán necesarias medidas inflacionarias, y siempre que el índice de precios rebase el nivel acordado de antemano, las medidas deflacionarias estarán a la orden del día. Los autores señalan que mediante reacciones suficientemente rápidas de las autoridades, en particular si el público puede esperarlas con base en su experiencia, el empleo podría ser mantenido en un nivel estable y satisfactorio.
III. La aplicación
Si se acepta tal principio e incluso si se dispone de un poderoso aparato de previsión por parte del gobierno, por sí misma esta situación no señala las políticas específicas que pueden adoptarse a fin de promover y sostener el empleo pleno. Al reconocer que la demanda agregada tiende a ser insuficiente para proveer un mercado para el producto de pleno empleo (y a precios dados), el gobierno puede embarcarse en una variedad de programas para la expansión de la inversión, del consumo o de ambos.
1. Si bien pueden ser adoptadas ciertas medidas no fiscales a fin de mejorar las condiciones de los negocios, la planificación gubernamental para el empleo pleno se asocia fundamentalmente con la política fiscal. El gobierno puede intentar expandir la demanda efectiva agregada mediante la reducción de impuestos. La eficacia de este procedimiento, ocasionalmente llamado “déficit sin desembolso”, se basa en la condición de que el déficit gubernamental así contraído sea lo suficientemente grande para compensar, en conjunto con el efecto multiplicador, la deficiencia en la demanda efectiva agregada.
Si la propensión marginal del gasto demuestra ser baja, el déficit forzoso puede asumir mayores proporciones, e incluso exceder el presupuesto de gastos normales entero del gobierno.14
2. El ingreso disponible en manos de individuos y negocios puede expandirse mediante un incremento de los gastos del gobierno. Tal aumento puede financiarse mediante impuestos más altos, préstamos gubernamentales o la emisión de moneda nueva.15
Gastos improductivos. Este tipo de desembolsos no está, por definición, asociado con ninguna compra de objetos útiles de parte del gobierno. Cavar zanjas y construir pirámides son los ejemplos de esta clase de gasto gubernamental puestos por Keynes e ilustran adecuadamente la naturaleza del desembolso implicado.
Inversión en servicios sociales. En este caso el gobierno adquiere mediante las cantidades gastadas objetos útiles como hospitales, parques y caminos. Su rasgo característico es que los servicios que proporcionan no entran en modo alguno en el mercado, o, si lo hacen, no compiten en él, normalmente, con los bienes y los servicios producidos por empresas privadas. Una limitación importante de los programas de gastos a) y b) es que su alcance está limitado por el potencial de las industrias de construcción (y las relacionadas con éstas). Es claro que este potencial puede expandirse, pero tal expansión puede ser difícil a largo plazo en vista de la inmovilidad de diversos factores. Incluso, en algunos casos podría surgir una sobreproducción tal de, por ejemplo, carreteras, que llegaría a ser irracional en términos de prioridades sociales.
Ayuda exterior. En su efecto sobre el ingreso real doméstico, las compras gubernamentales directas de bienes y servicios para la exportación o la donación de dinero a extranjeros para compras de productos domésticos son idénticas al tipo de desembolso visto en a).
Gastos militares. Si bien pueden justificarse mediante argumentos políticos obvios, combinan las características negativas de los “caminos” a) y b).
Inversión en empresas productivas. De todas las formas de gasto gubernamental, ésta es la única que implicaría una planificación económica del gobierno de mayor alcance que los intentos de anticipación y compensación de las deficiencias a corto plazo de la demanda agregada. Sería necesaria la participación activa del gobierno en la determinación no sólo del volumen de la nueva inversión, sino también de su dirección estratégica. En consecuencia, se requeriría la operación gubernamental de la planta productiva y los servicios conexos. Para la ejecución con buen éxito de tal política económica, el gobierno tendría que poseer información avanzada de los planes de inversión específicos del sector privado, para así ser capaz de llegar a decisiones apropiadas respecto de sus propios proyectos de inversión. Tendría que guiarse en sus políticas de inversión por sus propios conocimientos de los adelantos técnicos, existentes o potenciales, así como por sus propias estimaciones de la demanda futura.16 Frecuentemente tendría que “invadir” campos donde la inversión está contenida por los controles monopolistas prevalecientes, y tendría que operar en esferas poco atractivas para el capital privado, por ejemplo, en viviendas de bajo costo.
La “complementariedad” de esta propuesta conlleva indudablemente dificultades considerables. La decisión del gobierno de invertir en cierta industria no podría hacerse adecuadamente sin seguridad acerca de los compromisos privados en esa área. Los inversionistas privados, a su vez, tendrían que sopesar las posibles operaciones gubernamentales como uno de los principales factores determinantes del rendimiento (ganancias) en ciertas ramas o líneas de producción. Si las expectativas de ganancias constituyen -al menos para un periodo dado- la fuerza propulsora de nuevas inversiones privadas, el peligro siempre presente de una participación gubernamental en la misma línea de productos puede convertirse en un importante disuasivo para la iniciativa privada. En caso de que la cosecha de beneficios de las firmas existentes se funde en su capacidad para mantener cierto mercado y ciertas estructuras de precios, la amenaza de un “socavamiento” gubernamental puede muy bien paralizar la expansión o el mantenimiento de los medios propios del sector privado.
La declinación del “clima capitalista” y del deseo de los capitalistas para invertir puede aumentar progresivamente la deficiencia de la inversión agregada y forzar, si el empleo pleno ha de ser conservado, una expansión correspondiente de la inversión gubernamental. No es que la única forma de compensar la carencia de inversión privada sea la inversión del gobierno. Como ha señalado Kalecki, “tanto la inversión pública como la privada deben realizarse sólo en la medida en que sean consideradas útiles. Si la demanda efectiva generada de este modo no puede suministrar el empleo total, la brecha debe ser llenada mediante el aumento del consumo y no amontonando equipo de capital público y privado innecesario” (Kalecki, 1945: 53). Aun así, no es improbable que en el futuro previsible de la mayor parte de los países capitalistas la alternativa para la inversión privada insuficiente sea la expansión de la inversión pública y no el incremento del consumo. En este caso una “huelga de inversión” por parte de los negocios, acompañada posiblemente por una contracción incluso de las empresas productivas existentes, podría forzar al gobierno a nacionalizar las industrias decadentes con el fin de mantenerlas o expandirlas según los requerimientos.
f. Gastos en consumo. “Los dólares de inversión son dólares de alta potencia. Los dólares de consumo, también” (Samuelson, 1948: 137). La expansión del ingreso y del empleo puede también asegurarse mediante el patrocinio gubernamental del consumo privado o colectivo. El único requerimiento para que esta clase de gasto dé como resultado un aumento relativamente grande en el ingreso total y en el empleo es que los beneficiarios iniciales han de ser personas con una alta propensión marginal al consumo. Proyectos como los planes de comida empacada y desayunos escolares gratuitos para los niños tienden a llenar este requerimiento. Si la satisfacción de necesidades colectivas ha de elegirse en contra de las necesidades individuales, este procedimiento puede mezclarse en parte con el delineado en b).17
Este tipo de gastos es claramente preferible a obras públicas de la variedad a). Incluso más ventajosos que el financiamiento de ciertas inversiones productivas, si -como se dijo anteriormente- tales inversiones llegaran a ser redundantes. Si la inversión urgente permanece descuidada por ser poco atractiva para los empresarios privados, los gastos en el consumo corriente pueden ser un lujo inaceptable para una nación que intenta utilizar sus recursos racionalmente.
IV. Los obstáculos
Los métodos someramente indicados difieren entre sí por su eficiencia a corto plazo y por su impacto de largo plazo en el desarrollo económico. La meta del empleo pleno puede lograrse a cierto precio mediante cada uno de esos métodos. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que las proposiciones bosquejadas en las secciones anteriores sólo se aplican a los países capitalistas avanzados, donde el subempleo de la mano de obra causa una insuficiencia de la demanda agregada, acompañada de subutilización de plantas y equipo. Donde éste no es el caso, como en los países menos desarrollados, en los que el desempleo humano no es keynesiano sino “estructural” o “disfrazado”, las autoridades planificadoras afrontan problemas totalmente diferentes.
Pero incluso en lo que se refiere a los países altamente industrializados, la política fiscal no representa un remedio simple para el subempleo. La dificultad, si no la imposibilidad, de pronosticar la medida de la insuficiente demanda agregada es una causa obvia de posibles gastos gubernamentales excesivos -y de los efectos inflacionarios de la política de empleo pleno-. Asimismo, las carencias de ciertos productos y los incrementos del poder monopólico, rasgos que surgen en condiciones de pleno empleo (o aun antes de que éste se haya alcanzado), son proclives a generar presiones inflacionarias. Las alzas resultantes en el costo de la vida y en las demandas sindicales de salarios monetarios más altos suelen unirse a fin de dar nuevos impulsos a la posible espiral inflacionaria.
No es necesario decir que el empleo pleno acompañado por la inflación no es estable ni es un estado de cosas tolerable. Al minar la posibilidad de cálculos racionales, genera un estado de permanente incertidumbre y de baja inversión, lo que agota progresivamente los acervos de capital (los fijos y, en especial, los circulantes) de las empresas. Con ello, la inflación constante también pone en peligro toda la elaborada estructura del crédito en una economía capitalista y crea una segmentación peligrosa entre deudores y acreedores.
Las concomitancias inflacionarias de una política fiscal dirigida al logro y al mantenimiento del empleo total presentan al planificador del empleo pleno un dilema bastante desagradable: abandonar la meta del pleno empleo y contentarse con niveles considerablemente inferiores al del empleo total, o bien adoptar medidas de política fiscal apropiadas y complementarlas con una minuciosa batería de controles fiscales y de intervenciones gubernamentales de corte administrativo.
Ésta es, en verdad, la elección de Hobson. El primer camino implica el abandono de los agentes planificadores en cuanto a su pretensión básica: que el empleo pleno puede alcanzarse y mantenerse dentro del sistema capitalista. La segunda alternativa conlleva problemas políticos y sociales cruciales. También, para la adecuada conceptualización de un sistema de planificación capaz de lograr el pleno empleo total. Con todo, estos temas son ampliamente descuidados en la literatura de La nueva economía.
Lo que está en disputa es la teoría del Estado. Como se dijo antes, el concepto keynesiano de la planificación económica se basa en la identificación del interés del Estado con el interés de “la sociedad en su conjunto”, en pensar que la actividad gubernamental expresa la volunté générale. En este pensamiento -quizá desarrollado más explícitamente por A. P. Lerner- el gobierno se considera un instrumento esencialmente neutral que puede emplearse para el progreso de los intereses del “público”, de la “comunidad” o cualquier otro término que pueda usarse para designar la más bien indiferenciada suma total de los habitantes de un país, puesto que constituyen la “sociedad” en el sistema liberal de referencia.18
En este contexto, las únicas dificultades que se deben superar son la estupidez y la ignorancia: “los impactos que el gobierno debería considerar son primordialmente los impactos en el público, por cuyos intereses se supone que actúa el gobierno” (Lerner, 1946: 164).19
Esta noción abstracta del papel del Estado en el proceso económico, sin embargo, es una hipótesis difícilmente fructífera para una comprensión y una predicción adecuadas del comportamiento efectivo del gobierno. Tal actitud, que trata todo asunto social y político como un “embrollo espantoso” (J. M. Keynes), ignora la importancia suprema de los intereses de la clase que ejerce una influencia determinante en la sociedad, con lo cual se excluye del análisis del desarrollo económico y social, lo que es su esencia, el del interés que manejan las fuerzas propulsoras del desarrollo económico y social.
Seguramente, los intereses de clase en general y en particular los intereses de la clase dominante no prescriben vías únicas de acción en cualquier situación dada. Ni los contenidos ni la definición precisa de estos intereses son siempre indudables.20 No obstante, a fin de usar una distinción pertinente de Robbins, los intereses “objetivos” son en su conjunto determinables, aunque los intereses “subjetivos” son frecuentemente discutibles (Robbins, 1939: 4). La disolución de esta disociación, el ascenso de las muy diversas apreciaciones subjetivas de los intereses y hasta la identificación de los intereses objetivos pueden ser todo lo amplios que permita una discusión racional de los asuntos sociales y económicos. Pero esta “amplitud” es bastante estrecha y más bien es afuera que adentro de sus confines donde las causas de todas las diferencias importantes, económicas y políticas deberían buscarse.21 Éste quizá sea el conocimiento más importante logrado hasta ahora por la ciencia social.22
No es necesario ir muy lejos para reconocer que los diversos esquemas de planificación y acción gubernamentales para el pleno empleo en el capitalismo deben ser considerados en relación con su compatibilidad con los intereses dominantes en la sociedad capitalista.23 Desde un punto de vista de corto plazo, la cuestión importante puede ser la relación entre las medidas necesarias y los intereses “subjetivos” implicados. En lo que se refiere al largo plazo, es el grado en que las actividades y los planes económicos del gobierno sirven o estorban los intereses “objetivos” de la clase capitalista el que decidirá el destino del orden capitalista. En el primer problema, pese a su carácter urgente en las decisiones políticas del día con día, no necesitamos detenernos. No sólo es posible aceptar, sino incluso observar empíricamente, que donde las incomprensiones subjetivas acerca de la naturaleza y las implicaciones de las medidas para el empleo pleno impedían su aceptación por parte de los intereses dominantes, tales incomprensiones fueron disipadas con argumentos racionales y la experiencia real. Sin embargo, cuando la resistencia a la intervención gubernamental en los asuntos económicos se origina en intereses objetivos correctamente determinados por la clase capitalista, el vigor y la tenacidad de la oposición se vuelven irresistibles y las políticas que entren en conflicto con esos intereses están condenadas al fracaso.24
Examinadas bajo esta luz, sólo unas cuantas “vías” para el empleo pleno, sumariamente mencionadas antes, parecen realistas dentro del sistema capitalista, mientras que otras son (a largo plazo) incongruentes con el mantenimiento de la economía capitalista, o presuponen cambios políticos que serían equivalentes a la fascistización del orden político del capitalismo.
La proposición más cercana al corazón de los intereses empresariales es la que se clasificaba antes como “medidas no fiscales”, así como la del “déficit sin gastos”. Aquéllas, si son llevadas a cabo apropiadamente, pueden dar lugar a un mejoramiento de la “atmósfera de negocios”, mientras que la última, por no interferir en la libertad de acción de los negocios y no dar como resultado ninguna ampliación de la participación gubernamental en los asuntos económicos, es aceptable como “planeación anticíclica”, aun para quienes se oponen decididamente a toda planificación económica proveniente del gobierno (Friedman, 1948).
Las cosas son mucho más complejas respecto de las medidas fiscales que implican aumentos en el gasto del gobierno.25 Es claro que los métodos de “presupuesto balanceado” y del “multiplicador unitario”26 están excluidos en la medida en que la clase empresarial sea afectada. Al requerir, como suele suceder, una tributación que podría “nacionalizar” y redistribuir el grueso del ingreso nacional (y, consecuentemente, destruir el valor de buena parte de los activos privados), “implicaría nada menos que una revolución social” (Sweezy, 1951: 182). Igualmente desagradable sería una estrategia de empleo pleno como la mencionada anteriormente de “inversión en empresas productivas”. Tal política llevaría progresivamente a una participación creciente del gobierno en las actividades empresariales y, con toda probabilidad, crearía condiciones que exigirían incluso una mayor expansión del sector gubernamental de la economía. Poca perspicacia se necesita para imaginar un proceso que terminaría con una casi completa nacionalización de las empresas privadas como final de este proceso, aún menos penetración para ver lo inaceptable de esta vía para la clase capitalista, y también para un gobierno que opera dentro de la estructura de la sociedad capitalista.
Tampoco los subsidios en gran escala son compatibles con el funcionamiento de un orden capitalista sano, no solamente porque tales subsidios elevarían el piso bajo del nivel salarial, al entregar al asalariado un salario mínimo independiente del empleo y cambiar así su valoración relativa del ingreso (trabajo) y el ocio; es quizá más importante que tales pagos gratuitos negarían el sistema ético y de valores fundamentales asociado con el sistema capitalista.27 La compulsión de “ganarse el pan con el sudor de la frente” es el cemento y la argamasa de un orden social cuyos funcionamiento y cohesión están basados en incentivos monetarios. Al reducir la necesidad de trabajar para vivir, la distribución de un gran volumen de bienes y servicios gratuitos quebrantaría la disciplina social de la sociedad capitalista, y debilitaría las posiciones de prestigio social y de control social que coronan su pirámide jerárquica.
No se dejan muchas opciones, por lo tanto, al planificador del empleo pleno en una sociedad capitalista, pues todas las alternativas disponibles difícilmente conducen a una utilización racional de los recursos y a un crecimiento, de largo plazo, del bienestar y la productividad. “Barrer hojas caídas en las calles” acentúa el despilfarro, pero puede encontrar menos oposición de parte de los intereses dominantes. La construcción masiva de escuelas, hospitales y caminos puede, fácilmente y hasta en una primera etapa, provocar una sobreoferta y generar así una evidente mala asignación de los recursos. La inversión en el extranjero y los armamentos son obviamente salidas fácilmente expandibles del gasto. Sin embargo, la investigación de sus implicaciones nos llevaría, ya lejos del objetivo de este ensayo, al núcleo de la teoría del imperialismo.
V. Alternativas
Al enfrentarse a una batería de obstáculos formidables, la planificación para el pleno empleo en el capitalismo difícilmente puede cumplir las esperanzas de sus defensores. Frente a ello, emergen algunas alternativas básicas que pasamos a comentar.
1. Abandono del empleo pleno
Los planificadores pueden -como se indicó anteriormente- abandonar su meta del pleno empleo y resignarse a una política gubernamental anticíclica que busque suavizar el ciclo económico (su fase recesiva) y mantener la ocupación y el ingreso en un nivel “adecuado”. De hecho, quedaría muy por debajo de una plena utilización de los recursos humanos disponibles.
De este modo, las presiones inflacionarias y sus indeseables concomitancias podrían evitarse. La permanente existencia de un “ejército de reserva industrial” (Marx) conservaría a los trabajadores “en su lugar”, lo que aseguraría la disciplina laboral y la “posición dominante” del empresario; esto, al salvaguardar su fuente fundamental de poder social: la posibilidad de contratar y despedir.
Sin embargo, es altamente dudoso que este arreglo ofrezca una solución viable al “dilema liberal”. En primer lugar, sólo los países ricos pueden tener la posibilidad de renunciar a una gran parte del producto potencial, de derrochar otra porción en tareas improductivas o de reducir el ingreso de los trabajadores hasta donde sea necesario a fin de prevenir la destitución y el desempleo. En países donde el producto nacional per cápita es menos pródigo, tal política puede constituir una irracionalidad obvia e insostenible.
Todavía más grave es considerar que la funcionalidad del “ejército de reserva industrial” es hoy mucho menos segura de lo que parece haber sido en el apogeo del florecimiento capitalista. Cuando los sindicatos han alcanzado una posición poderosa, el desempleo en gran escala puede ser periódicamente necesario si el poder de negociación del proletariado debe reducirse lo suficiente para que las condiciones sociales señaladas anteriormente puedan lograrse.28 El desempleo en gran escala, que implica en los Estados Unidos siete u ocho millones de desempleados “estadísticamente”, puede muy bien ir más allá de lo que podría denominarse “margen de tolerancia política”. El ejército de reserva económicamente “necesario” puede ser mucho más grande de lo que políticamente es posible.
Ante la imposibilidad política de tolerar un desempleo suficientemente grande a fin de asegurar la prevención de la inflación y el mantenimiento del “clima” capitalista, el gobierno se vería forzado a superar la meta del empleo “adecuado”. Esto por la vía de mayores gastos que conduzcan a una situación de pleno empleo (o casi pleno). Pero si así ocurre, todos los problemas antes indicados estarían de nuevo en la palestra.
2. Fascismo
Es claro que hay un modo de resolver las dificultades. En lugar de confiarse en un “ejército de reserva industrial” para volver “razonables” los sindicatos, el proletario puede ser forzado a ser razonable. En lugar de valerse de las relaciones contractuales normales del mercado capitalista para generar la adecuada disciplina obrera, ésta puede ser impuesta con medidas administrativas.29
Sin embargo, el conjunto requerido de medidas obligatorias no podría ser administrado adecuadamente por un gobierno democrático y constitucional, en condiciones normales y de “no emergencia”. Según Reder, “quizá sólo un Estado totalitario podría reunir el poder económico (y político) suficiente para llevar a cabo, por la fuerza, una solución entre las partes contendientes. Posiblemente, mediante la eliminación de una de ellas como fuerza organizada” (Reder, 1948: 58). Si hubiera alguna duda acerca de cuál de “las partes contendientes” sería eliminada como fuerza organizada, A. P. Lerner nos ayuda a disiparla: “si hemos de disfrutar muy altos niveles de empleo pleno sin inflación, puede ser necesario renunciar a la fijación de salarios por contratos colectivos” (Lerner, 1948b: 26) y confiar en “el arbitraje obligatorio para la determinación del salario en que tanto el trabajador como el contratista consiguieran un convenio favorable” (Lerner, 1947: 316).
De este modo regresamos una vez más a las nociones elementales de la teoría del Estado. Con todas las instituciones básicas de la sociedad capitalista intactas, con todas sus relaciones de propiedad esenciales intocadas, con el estatuto económico y político de la clase burguesa si acaso acrecentado, no sería sino fatuo presumir que un gobierno que descansara sobre tales fundamentos socioeconómicos podría ser una entidad “neutral” que actuara no en interés de la clase económicamente dominante sino en nombre del “público” en general. Tal “neutralidad” siempre ha sido sostenida por los gobiernos fascistas y sus voceros, y en este tiempo parece redundante suministrar una prueba elaborada sobre la falsa naturaleza de dicha pretensión.30
De hecho, en pocos temas hay tanto acuerdo, lo mismo entre los estudiosos competentes del fascismo que en la evidencia documental acumulada en los juicios de los crímenes de guerra en Núremberg y otros lugares, como en la dominación por parte de los grandes negocios de la política del Estado fascista alemán. Tampoco fue éste un fenómeno puramente alemán. Las cosas no fueron diferentes en Italia31 o en Japón, donde una docena de las llamadas familias zaibatsu tenía el control exclusivo de las políticas económicas y no económicas del gobierno fascista militarista.32
No hay razón para pensar que estos y otros casos semejantes fueran puramente fortuitos; que gobiernos “fuertes” en otros países capitalistas podrían solucionar los problemas al acudir a políticas de empleo pleno sin la destrucción de los sindicatos y sin fijar autoritariamente la parte del ingreso nacional destinada al proletariado, y que no serían regímenes fascistas dominados por la clase más influyente y poderosa en la sociedad. Sin embargo, la naturaleza del régimen influye decisiva e inevitablemente sobre la elección de las “vías”33 adoptadas con el fin de proporcionar pleno empleo. Una vez controlado el régimen por los intereses capitalistas, no puede el Estado comprometerse a “gastos en empresas productivas”, puesto que éstos son esencialmente hostiles a las instituciones capitalistas. Cuando mucho se inclinará a usar el camino de los “gastos militares” para el empleo pleno. Este proyecto no sólo es altamente aceptable para los grandes negocios, sino que también está totalmente de acuerdo con la tendencia de la ideología fascista de considerar los problemas económicos domésticos en términos de “espacio vital”, “zonas de coprosperidad” y “poder nacional”.
La maquinaria de regulación desarrollada por los gobiernos fascistas, y que abarca controles coordinados más o menos estrechos sobre los salarios, los precios, las inversiones, los créditos, el comercio exterior, etc., ha sido ampliamente descrita en la literatura sobre el tema.34 Después de un largo periodo de tentativas, la regulación fascista se tradujo en un conjunto de medidas dirigidas hacia tres objetivos interrelacionados: 1) maximizar el producto total por medio del empleo pleno y del mayor esfuerzo (intensidad y conexos) por parte de los trabajadores; 2) maximizar el volumen de recursos aplicables para armamentos y conexos (políticos), mediante controles rigurosos del consumo masivo, y 3) evitar la inflación por medio de una división autoritaria del ingreso real entre las clases sociales.
Difícilmente, en algún momento -ni siquiera durante la guerra- tales objetivos llevaron a la adopción de lo que podría llamarse un plan coordinado y consistente. Principalmente fueron metas buscadas a través de medidas ad hoc convertidas, con el paso del tiempo, en una compleja red de reglas y regulaciones que cubría todos los aspectos de la vida económica y social. Este sistema, aunque ineficiente, fue desarrollado hasta su perfección burocrática en Alemania, y representa aún el más grande experimento de planificación económica en tiempos de paz en el capitalismo.35
3. Laborismo
También ha sido sugerida otra fórmula que representa una posible solución del dilema. El “partido contendiente” propicio para ser sacrificado en el altar del equilibrio del pleno empleo no sería el proletariado sino la clase capitalista. Con este arreglo, que se podría llamar con Schumpeter la regla del “laborismo”, el gobierno ya no sería dominado por los intereses de los negocios, sino por el otro partido en lucha: el de los sindicatos.
Una administración sindicalista determinada a suprimir el regateo sobre la distribución del producto social con cargo a la eliminación de uno de los dos actores decisivos tendría que ser un gobierno mucho más fuerte que un régimen patrocinado y sostenido por la clase capitalista, pues su tarea sería considerablemente más compleja. En efecto, el actor que se pretendería “abolir” sería la clase económica y socialmente dominante de la sociedad, parapetada en posiciones tradicionales de propiedad y poder, sostenida por una estructura elaborada de costumbres, hábitos y valores sociales prevalecientes. En comparación con la magnitud de esta empresa, la tarea del fascismo era fácil. Proscribir los sindicatos o, mejor aún, “hacerse cargo de ellos” y suprimir a sus portavoces políticos era, en efecto, todo lo que se necesitaba para destruirlos como “fuerza organizada”. Seguramente, tal acción iba contra las instituciones políticas de la democracia, pues violaba nociones como libertad de reunión, de organización y de expresión. No afectaba, sin embargo, la estructura socioeconómica del orden capitalista. Era, en otras palabras, una revolución política que no estaba acompañada ni seguida de lo que podría denominarse una transformación social de base.36
Lo que prevé el advenimiento al poder del “laborismo” es, empero, precisamente lo opuesto: mediante la continuidad de las instituciones políticas y sin afectar la estructura de valores sociales y de ideologías, buscar que el sistema económico y social sea transformado radicalmente. A fin de hacer aún menos realistas las cosas, se espera que este vuelco total del orden económico básico de una sociedad capitalista sea llevado a cabo por una organización de trabajadores que se ha configurado y funcionado como parte integral de esta sociedad. Levantados no para abolir el regateo sino para asegurarlo, creados no para escarnecer el mecanismo mercantil sino para lograr un lugar en él, educados no para combatir las instituciones de la sociedad capitalista sino para crecer dentro de ella, los movimientos sindicales de los países capitalistas avanzados, como los Estados Unidos y Gran Bretaña, son constitucional e ideológicamente incapaces de asumir los poderes políticos dictatoriales, necesarios para emprender cambios revolucionarios en las estructuras económicas y sociales de sus sociedades.
Donde en circunstancias políticas muy extraordinarias podrían alcanzar los sindicalistas el poder político, el cambio se vería frustrado por los mismos motivos a los que deben su éxito político. Se asimilan a las funciones convencionales del gobierno de una sociedad capitalista y resultan totalmente incapaces de adaptar este gobierno a sus planes y propósitos originales. No podría ser de otra manera: la naturaleza de cualquier gobierno particular depende, en último análisis, no de los individuos que circunstancialmente ocupan las posiciones oficiales. El tipo de gobierno viene básicamente determinado por la estructura socioeconómica de la sociedad que se preside.37
No obstante, si aceptamos que la administración “laborista” pudiera encontrar la cuadratura del círculo, que “suprimiera” a la clase capitalista en una sociedad capitalista, la naturaleza contradictoria de la situación resultante salta fácilmente a la vista. Al proponerse servir a los intereses de sus partidarios, tendría que enfrentarse a posibles deficiencias de la demanda agregada mediante esfuerzos para incrementar el consumo, ya sea mediante gastos directos en bienes de consumo (subsidios de alimentos, etc.) o políticas fiscales apropiadas, acompañadas por adecuadas políticas de ingresos (tributos) y de gastos.
El gobierno laborista tendría que afrontar presiones inflacionarias que aparecerían una vez que el pleno empleo fuese alcanzado (o casi), mediante la congelación de los salarios en un nivel acordado con los sindicatos y la promulgación de providencias adecuadas a fin de obligar a la estabilización de los precios.
Con base en la experiencia disponible, hay pocas dudas de que tal política tendría un efecto altamente desalentador para la inversión privada. Obligados a pagar salarios altos, expuestos a demandas sindicales concernientes a las condiciones de trabajo, incapaces de elevar los precios ante costos que suben y sujetos a rigurosos controles de una administración hostil, los hombres de negocios encontrarían racional no sólo evitar nuevas inversiones sino posiblemente abstenerse de mantener sus empresas trabajando.
En lo que concierne al aspecto de la ocupación, el gobierno laborista podría no tener mayores razones de preocupación. La deficiencia de la demanda agregada debida a la creciente inadecuación de la inversión privada puede solucionarse mediante una expansión mayor de los gastos gubernamentales en consumo, servicios sociales y semejantes. Sin embargo, tal política implicaría descuidar el mantenimiento y la expansión necesarios de la planta productiva de la nación y sería obviamente inaceptable para cualquier gobierno responsable. En otras palabras: enfrentada a una “huelga de inversión” de la clase capitalista, la administración laborista se vería obligada a elegir entre: a) retroceder y garantizar concesiones a la comunidad de empresarios, hasta donde fuera necesario para restaurar la confianza del inversionista, y b) emprender en escala siempre creciente la inversión y la operación en el campo de las empresas productivas.38
En el primer caso, el dominio del laborismo se precipitaría hacia su fin; una política rendida a las “necesidades económicas” lo privaría del apoyo masivo inicial sin otorgárselo a sus opositores capitalistas. Si se adoptase la segunda vía, el laborismo empezaría a trascender al sistema capitalista y entraría en el campo de la socialización completa.