INTRODUCCIÓN
El presente artículo es producto de una investigación desarrollada en los últimos años; desde una perspectiva holística, se sostiene que la menopausia es un fenómeno biopsicosociocultural, y es a partir de esa propuesta que este trabajo se fundamenta tanto en el registro biológico como en el psíquico y, desde una perspectiva psicoanalítica, sirve como cimiento para ilustrar los testimonios. El cambio psíquico que origina la menopausia,1 como se conoce comúnmente al cese permanente de la menstruación y final de la vida reproductiva, evidencia una serie de síntomas que el cuerpo pone de manifiesto, como: disminución del deseo sexual, temor, angustia, tristeza, síntomas depresivos e irritabilidad, entre otros. En el curso de estas páginas con base en la clínica psicoanalítica y mediante las historias de vida de algunas mujeres, se dará cuenta del papel que juega la psique2 en la vivencia menopáusica. Cabe mencionar que la investigación que dio forma a este análisis fue a través de entrevistas semiestructuradas y en profundidad, realizadas a diez mujeres habitantes de la Ciudad de México del estrato socioeconómico de clase media baja, con un rango de edades entre 46 y 56 años, casadas, separadas y viudas. Con grado de escolaridad de secundaria o preparatoria y actividades laborales como secretarias y auxiliares administrativas; la mayoría provenientes de familias numerosas que vivieron en condiciones precarias de hacinamiento. Este grupo de mujeres fue seleccionado en la Clínica de Detección y Diagnóstico Automatizados (CL.I.D.D.A) del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE). Los requisitos para participar en la investigación fueron: interés por participar, no presentar menopausia inducida, descartar enfermedades como: diabetes, epilepsia, cáncer, entre otras.
Las entrevistas se realizaron cara a cara; parte del trabajo se realizó en el contexto del taller de climaterio y sexualidad que ofrece dicha clínica y también se llevaron a cabo entrevistas fuera de la institución, acudiendo a sus centros de trabajo, cafés o plazas comerciales, incluso al domicilio de una de ellas. Su participación en el taller favoreció en gran medida la concientización sobre la importancia de estar informadas acerca de la menopausia y la apertura para hablar sobre el tema. Las entrevistas se transcribieron y desde la perspectiva psicoanalítica se ejemplifican sus experiencias de vida, que se contrastaron con los elementos teóricos.
Mediante sus historias de vida, se dará cuenta del papel que juega la psique en la vivencia personal de la menopausia, que es una condición femenina acompañada de un gran entramado de situaciones que se arrastran desde la infancia; huellas mnémicas contenidas en el aparato psíquico que se ponen de manifiesto al llegar a esta etapa de su existencia.
Como se señaló desde el título que da inicio a este artículo, el objetivo de esta investigación es describir y analizar la representación simbólica de la menopausia, y desde un punto de vista psicoanalítico se indagarán los efectos biológicos y psíquicos, que pueden propiciar malestar y síntomas en esta etapa de la vida.
A partir de la clínica psicoanalítica, Marie-Christine Laznik [2005], considera que con la menopausia hay un cambio psíquico profundo que tiene como consecuencia la reactivación del complejo de Edipo.3 En esta faceta, además de los cambios eminentemente biológicos, en la psique femenina emergen: temor, angustia, tristeza e incertidumbre. Hay un debilitamiento de la imagen de sí que hunde sus raíces en este acontecimiento vital y que provoca, entre otras cosas, disminución del deseo sexual.
Laznik [2005] también señala que con el advenimiento de esta etapa, se introduce una ruptura irreversible y se afirma una imposibilidad, pues el cuerpo femenino pierde su capacidad reproductiva en definitiva y se anuncian cambios en la figura del mismo; a causa de ello habrá una reapertura del inconsciente y se volverá a plantear la castración simbólica.
En dicha etapa de cambio se hace referencia a la tristeza, como uno de los síntomas más comunes que padecen las mujeres que transitan en ella. No obstante, Hornstein [2011] señala que la tristeza es un ingrediente inevitable de la vida: sólo debe preocupar cuando la duración o la intensidad sean mayores. En torno a la depresión, hay pérdida de energía e interés, sentimientos de culpa, dificultad de concentración, pérdida del apetito, pensamientos de muerte o suicidio y disminuye la capacidad de experimentar placer (intelectual, estético, alimentario o sexual) [Hornstein 2011].
Con base en lo anterior, se recabó el testimonio de una de las participantes para los fines de este estudio.
Mónica:
Tengo 46 años de edad, dos años de no menstruar, dejé de reglar a los 44 años. Comencé a sentir sudoraciones, sentía mucho calor. La menstruación se interrumpe de repente, no fue de forma paulatina. No me he operado, ni ligado. Por mucho tiempo mi método de control fue con hormonas, por lo que siento que mi cuerpo ahora las tiene que eliminar, por eso no estoy tomando nada para la menopausia. Siento depresión, soy más susceptible a la depresión en determinadas situaciones. Siento una tristeza que no me gusta, me incomoda, me hace sentir mal. Con la menopausia siento que soy más sensible [Entrevista con Mónica, 46 años, abril del 2007].
En el caso de Mónica la menopausia llegó temprano, lo que se puede relacionar con el consumo de hormonas durante muchos años, como único método de control de la natalidad. Se sabe que la píldora anticonceptiva provoca un retraso en la menstruación, genera descontrol, irritabilidad y cefalea, entre otros síntomas.
Por otra parte, Gueydan [apud Laznik 2005], ve en la menopausia una posibilidad de reorganización del material psíquico en función de una nueva meta, lo que permitiría a la mujer renunciar eventualmente al elemento maternal y a la madre, o más precisamente, a la figura materna.
IMPORTANCIA DEL VÍNCULO INICIAL ENTRE LA MADRE Y LA HIJA
Para el psicoanálisis, la relación inicial de la hija con la madre es determinante en la constitución de la subjetividad: es la figura materna la primera instancia con la que la niña establecerá un vínculo para el resto de su vida. Soler considera que “la madre es el polo de las primeras emociones sensuales, la figura que cautiva la nostalgia esencial del hablante ser, el símbolo mismo del amor”; de ahí la trascendencia que tendrán los primeros contactos madre-hija.
“La madre siempre deja su marca con su palabra” [Soler 2008]. Al respecto, la autora retoma a Lacan, quien ha señalado que la mujer, en tanto que madre, hace hablar a la pequeña niña y por eso a ella toca transmitir. La lengua es para cada uno no sólo el idioma de su país, sino ante todo la lengua privada de la pareja originaria de la madre y de su pequeña “prematura”, la lengua de Eros del primer cuerpo a cuerpo, cuyas palabras dejan huella por medio del goce que encubren. “La madre es también mediadora de un discurso en el que no puede dejar de poner sus costumbres y es en este ámbito donde es posible diagnosticar el fortalecimiento de su dominio en la fragmentación de los lazos sociales contemporáneos” [Soler 2008].
En la medida en que las transmisiones intergeneracionales se reducen a las prescripciones implícitas de su único deseo (sobre todo, el deseo que ella quiere para su hija), la hija verá sus opciones subjetivas en relación con el deseo del Otro. La autora comenta que la variedad de figuras de la madre se despliega entre los dos extremos: va desde la madre demasiado madre que encierra a la niña(o), hasta la madre demasiado mujer ocupada en otras cosas, a veces tan Otro que allí uno no se puede reconocer [Soler 2008]. Varias de las mujeres entrevistadas muestran un rechazo hacia la madre como parte de la reactualización del complejo de Edipo, aunque de esto no se habla abiertamente.
Acorde con lo anterior, se tiene el testimonio de Mónica:
Me llevo mal con mi mamá, es algo que ni yo me puedo responder, son de las cosas que me gustaría saber. Hace tiempo se daba mucha familia, a lo mejor nos querían, pero lo dudo mucho, nos trataban como si no existiéramos: nunca un “te quiero”, no estaban al pendiente de nuestras necesidades. Entonces, yo con mi mamá tengo resentimiento por cómo nos trataron, crecimos con muchas carencias. Recuerdo que cuando yo me acercaba a mi mamá era como un mueble, cuando ella se acercaba era para pegarnos o regañarnos. Yo con mi mamá siento un resentimiento y a la vez me siento culpable [Entrevista con Mónica, abril del 2007].
Marie Langer [1999], comenta que en la etapa de la menopausia suele regresar el odio reprimido hacia la madre, aunque la mujer ya adulta no se atreve a manifestarlo abiertamente porque se siente culpable. Los primeros contactos con la madre son determinantes: la indiferencia o calidez que ella transmite a su hija, aunado al trato consecutivo que le proporcione, tendrá una repercusión en su desarrollo emocional y afectivo, que trascenderá a lo largo de su vida.
Soler [2008], apunta que la madre aparece como acusada la mayoría de las veces. ¿Qué no se dice de ella? Imperativa y posesiva; o lo contrario, indiferente, fría, mortífera; demasiado presente o demasiado alejada; demasiado atenta o demasiado distraída; atiborra o priva de comida; se preocupa o descuida por sus rechazos o por sus dones. La madre aparece para el sujeto, como la figura de las primeras angustias, el lugar de una amenaza oscura y de un insondable enigma a la vez.
CONSTRUCCIÓN DE LA SUBJETIVIDAD
Los seres humanos nos construimos con base en la figura del Otro, mismo que puede ser encarnado por los padres, la religión, la nación o la comunidad. Para Slavoj Žižek [2001], la definición de la subjetividad pasa en alguna medida por lo femenino y la histerización. Los seres humanos en general, nos dice este autor, somos fundamentalmente histéricos porque dependemos de nuestro anclaje al cuerpo; somos sujetos afectados por procesos pulsionales. La condición femenina, por remitir a un mayor anclaje al cuerpo, es aún más proclive a la histeria. Durante mucho tiempo se reprimió el lado femenino de los hombres; como ahora se muestra, de manera más frecuente, existe la tendencia a considerar que la subjetividad humana debería ser más femenina que masculina.
Sobre la manera en que se conforman psíquicamente hombres y mujeres, Francisco de la Peña [2009] considera que desde el nacimiento hasta la muerte el individuo existe en su soma, su psique y su polis: una persona es a la vez un cuerpo, un yo y un ente social. El yo como unidad psíquica subjetiva y la noción de persona como esquema cultural e intelectual, mantienen estrechas conexiones.
No obstante, dicho lo anterior, hay diferencias entre el sujeto masculino y el femenino. La construcción de la identidad genérica tiende a asociar a la subjetividad masculina con mayor grado de control del cuerpo, menos anclada y menos dependiente de lo corporal; por tanto, más propicia a la sublimación. El sujeto masculino se percibe más incorpóreo, mientras que el sujeto femenino pareciera conservar el cordón umbilical que le une a la encarnación en un cuerpo. Como afirma Žižek [2001], en la voz femenina podemos reconocer la dimensión original de la subjetividad y en el doloroso proceso de abandono de la corporalidad por el que pasan las mujeres siguen resonando sus huellas que no han sido borradas.
Con la menopausia se destruye el sentimiento esperanzador de la eterna juventud. Hay una ambivalencia en la mujer que arriba a los cuarenta años: no querer más, no es poder más. La pérdida de la capacidad de concebir suscita una gran angustia, pese a que se haya renunciado a tener más hijos. Las mujeres, con la menstruación, están más ancladas al cuerpo y cuando dejan de menstruar, en su diseño corporal se ha quedado la huella de la reproducción. La pérdida de la menstruación denota este anclaje a lo corporal; está muy presente en la vida femenina, por lo que es sumamente difícil renunciar a él después de haberlo experimentado, al menos la mitad de la vida. Lo anterior se ejemplifica con el testimonio de Mercedes:
En el climaterio me sentía fatal, y así me veía. Tres años antes de llegar a la menopausia tuve los bochornos, dolores de cabeza, irritabilidad, depresión. Me afligía que me fueran a durar mucho tiempo, me desesperaba. En una ocasión les dije a mis hijas “si me ven llorar, no piensen que me está pasando algo, [es] simplemente porque tengo ganas de llorar, no me hagan caso” [Entrevista con Mercedes, junio del 2007].
Entre los síntomas que hay en la transición a la menopausia y ya en ella, suelen estar presentes la tristeza y la depresión. Al respecto, es necesario distinguir entre ambas. Se considera que la tristeza es un sentimiento fundamental, igual que su contraparte, la alegría; si en la alegría nos sentimos plenos, en la tristeza algo nos falta. Las tristezas y las alegrías van y vienen, son esencialmente temporales, mientras que en la depresión toda alegría parece imposible.
La idea de que la subjetividad humana, en términos generales es más femenina que masculina, se relaciona con la problemática freudiana de la bisexualidad: todos somos bisexuales, el hombre y la mujer tienen esta dependencia de lo pulsional, por lo que los seres humanos tenemos características de ambos sexos. Sin embargo, la construcción de la identidad genérica tiende a asimilar a la subjetividad masculina con mayor independencia de lo corporal y mayor capacidad de sublimación. La psiquiatra y psicoanalista Emilce Dio Bleichmar [apud Levinton 2000] considera que los rasgos comunes en la configuración de la subjetividad femenina son los que derivan de limitar la agresividad. La expresión de agresividad es fuertemente censurada en las mujeres, porque atenta contra el modelo de lo que se espera que sea una niña. Esta inhibición se va constituyendo desde la infancia, se fija la idea, “si eres una niña mala no te vamos a querer más”. Comentarios de este tipo establecen una tendencia a rehuir, eludiendo las confrontaciones, acumulando motivos de irritación, de modo que la hostilidad reprimida puede ser causante de cuadros psicosomáticos.
En la descripción del aparato psíquico,4 Laplanche [1981] retoma el punto de vista tópico o estructural que describe cómo está organizado el psiquismo en el contexto del acontecer económico y dinámico: hay un lugar de donde provienen las pulsiones que buscan descargarse (ello), hay otra instancia que pone la barrera moral (súper yo) y, a los efectos de permitir una descarga sustitutiva y restablecer el equilibrio original, está también la instancia que oficiará de mediadora entre las exigencias del ello, del súper yo y las limitaciones de la realidad externa, el yo. La descarga podrá ser normal o patológica. El psiquismo organiza la experiencia en sistemas conceptuales, forma una teoría de la realidad que ordena lo que de otro modo sería un mundo caótico; esas categorías otorgan sentido al mundo.
Levinton [2000], de acuerdo con Freud, señala que la identificación es un rasgo privilegiado, el tipo de vínculo más primitivo al que ella sitúa, incluso en la etapa anterior al complejo de Edipo. Para Freud, el súper yo femenino es más débil que el del hombre debido a que la identificación de la niña, con respecto al orden simbólico de la ley, que remite al significante fálico y a la castración, es menor que en el niño. No obstante, es en el yo y en el ello donde cobra mayor envergadura el súper yo, como heredero del complejo de Edipo y del ello [Levinton 2000]. Además, ella considera la existencia de una instancia observadora del resto del yo, un rasgo dentro de la estructura del yo, a la que describe como el abogado de toda aspiración a un perfeccionamiento. El súper yo está definido como una estructura global que implica tres funciones: auto-observación, conciencia moral y función del ideal. Hornstein [2011] señala que la organización psíquica tiene subestructuras que no son innatas: el yo, el ello y el súper yo, se construyeron y se siguen construyendo; su construcción es un camino de ida y vuelta.
Pero ¿en qué difieren el súper yo del niño y el de la niña? El del niño se cimentará sobre el modelo del súper yo de sus progenitores, cargado con el mismo contenido, es portador de la tradición y de las valoraciones perdurables a lo largo de las generaciones. Esto alude a que se ha internalizado la autoridad representada por los padres y que después comanda el súper yo, recogiendo la dureza y el rigor de ellos. Los sentimientos de culpabilidad y de inferioridad son ambos productos de la tensión entre el súper yo y el yo.
La culpa será la consecuencia de la tensión entre el yo y la conciencia moral que establece lo (moralmente) aceptable en relación con la sexualidad y el control de la agresividad; se refiere sobre todo a los deseos incestuosos y hostiles. En cuanto al sentimiento de inferioridad, éste surgirá en relación con el ideal del yo, ante el incumplimiento de las expectativas necesarias para logar la aprobación del súper yo.
Al reconocerse castrada, la niña tendrá tres orientaciones en su desarrollo: la primera la conducirá al extrañamiento respecto de la sexualidad, aterrorizada por la comparación con el varón queda insatisfecha con su clítoris, renuncia a su actividad fálica y con ello a la sexualidad en general, así como a una buena parte de sus inclinaciones masculinas en otros aspectos. La segunda vía es la de una autoafirmación que conserva la masculinidad que siente amenazada y persiste en la esperanza de tener alguna vez un pene (opción que, en algunos casos, puede terminar en una elección manifiesta de objeto homosexual). Un tercer paso del desarrollo, si bien a través de rodeos, desemboca en la configuración femenina habitual que toma al padre como objeto y llega al complejo de Edipo, que en la mujer resultaría el final de un desarrollo más prolongado.
Según Levinton [2000], “a diferencia del varón en quien el súper yo no es destruido por el influjo de la castración sino creado por él, es frecuente que la mujer no lo supere (depende del contexto), por lo que su fase pre-edípica tiene una significación mucho mayor que en el hombre; este complejo proceso sería la causa del menoscabo o de la debilidad en la formación del súper yo”. También Lacan señala que el súper yo femenino es más débil, porque la mujer no está toda en el falo; hay un plus en el goce de ella: del lado femenino la mujer no está castrada totalmente, no está del todo en el orden fálico, sus formas de goce van más allá del orden fálico y esto le produce un excedente. El goce fálico masculino está bien definido, bien situado, mientras que el goce femenino es más difícil de asir, es más inaccesible y más inefable [Laznik 2005].
La construcción de la subjetividad pasa por la incorporación de todas las representaciones sociales y su progresivo pasaje a representaciones psíquicas que se instituyen como subjetivamente significativas a lo largo de las vivencias, durante el desarrollo individual. De esta forma, se interioriza el ideal social y los modelos socialmente propuestos que permiten identificar a ambos sexos, así como a los contenidos constituyentes de la identidad sexual [Tubet 2001].
En la construcción de la identidad genérica, lo fálico5 juega un papel central, ya que representa un símbolo de poder. Desde una perspectiva psicoanalítica los hombres están más anclados a lo fálico, mientras que las mujeres no lo están del todo; en ese no estar del todo en lo fálico6 se produce un suplemento, un plus que remite a un vínculo específico a lo corporal o al goce del cuerpo. Esto significa que en el goce de la mujer hay más que en el goce masculino, excedente que se muestra como un enigma.
Alizade [2008], apunta que “Lacan conceptualiza al goce femenino, que denominó plus de goce, como un goce en exceso más allá del falo7 o como un goce que no deriva del falo”. Por su parte, Soler [2008] señala que, Lacan refuta el Edipo como mito y comedia, reduciéndolo a la sola lógica de la castración, una lógica que no regula todo el campo del goce, pues hay una parte de goce que no pasa por lo fálico y que queda fuera de lo simbólico, como una “forma real”.
Lo fálico puede pensarse claramente del lado masculino, que es: del orden de lo visible, la ostentación, la fuerza, la virilidad, los grados, los títulos, la mostración. Por el contrario, lo fálico de lo femenino está del lado de lo invisible, de lo que se da a entender, de lo que se insinúa, de lo que se oculta y al ocultarse se muestra; por ello es más poderoso, por el enigma que implica. La metáfora de la “falicidad” femenina es la del velo, de aquello que erotiza a una mujer, porque detrás del velo la mujer es todo falo. La “falicidad” femenina pasa por la lógica de la mascarada, de la seducción y está en el juego de las formas.
Parte de los cambios que ocurren en el cuerpo femenino al llegar a la menopausia es la vivencia simbólica de la castración, que reaparece por el cambio psíquico que aquélla provoca. La castración se experimenta al presentarse la pérdida definitiva de la reproducción y el inicio del proceso de envejecimiento en el cuerpo, situación que resulta inquietante para las mujeres que han sabido representar la mascarada femenina, pues constata día tras día que los atributos femeninos pierden su valor de signo de potencia, que ya no se es la mujer cuyo cuerpo se exhibe con orgullo, que se ha dejado de ser el garante fálico para el compañero masculino.
En lo concerniente al goce de la mujer, Freud advirtió, respecto de la bisexualidad de las mujeres, que gozan de dos maneras. Por un lado, la fémina participa de la forma viril de gozar, con su clítoris, su vagina, su concentración erótica, su ilusión fálica, incluso en la identificación con el hombre. Por otro lado, su participación es femenina, se relaciona con lo oculto, lo indefinible, la fantasía de los orígenes, la regresión thalásica, la difusión del erotismo, la ilegalidad corporal. Alizade [2008], señala al respecto, que:
En la sensualidad femenina hay un reconocimiento de las zonas erógenas, se roza el terreno de la sensibilidad de cada mujer, sus caricias preferidas, movimientos y contextos ambientales, favorecedores para estimular su erotismo. En la experiencia regresiva del goce se recuperan vivencias de los primeros tiempos, se recrea el espacio del orgasmo primordial, se pone en juego un placer total que abarca al cuerpo entero.
Para Lacan [apud Alizade 2008] hay dos posiciones en el ser: masculina y femenina, lo que significa que los hombres no sólo estén asentados en la función masculina y las mujeres no solamente en la femenina; se trata de dos polaridades que no son fijas, de tal forma que en el hombre hay una especie de gradiente que va de un lado a otro, de lo masculino a lo femenino, e igual pasa con el sexo opuesto. La función psíquica de hombres y mujeres no es igual: son dos maneras de posicionarse de forma muy distinta sobre lo fálico, lo visible y lo invisible; del lado masculino hay una tendencia mayor a la objetivación, mientras que del lado femenino no es así. Al respecto, el testimonio de Sonia, cuenta sobre la dificultad de definirse:
Yo no sé bien definirme. A los once años quería cortarme el pelo y vestirme como hombre. También quería ser bombera, siempre me han gustado las actividades de los hombres, la electricidad, la plomería, me gusta arreglar las cosas de mi casa [Entrevista con Sonia, julio del 2007].
Laznik [2005] retoma a Lacan para asegurar que en la construcción del sujeto femenino es indispensable la identificación de las insignias del padre, constitutivas de su ideal del yo. “El sujeto lleva signos, elementos significantes del padre, por lo que la niña se convierte en el padre en cuanto ideal del yo”. Las insignias que el padre transfiere tienen una función simbólica. En la mayoría de las mujeres que participaron en la presente investigación se destacó la ausencia del padre, casi siempre debida a jornadas laborales extensas que lo mantenían fuera de casa, incluso los fines de semana. En cuanto a lo anterior, el testimonio de Mónica refiere lo siguiente:
A mi marido le gusta que lo estén halagando, que le digan “no, es que usted es muy trabajador”. Él, haz de cuenta que me imagino a mi papá, pero en otra versión, porque mi papá era candil de la calle y oscuridad de su casa. Saludaba a todos, me acuerdo que una vez un tío nos llevó unos relojes y nos los quería regalar, pero mi papá no se lo permitió, dijo “es que a mis hijos no les hace falta, lo tienen todo”, pues si mi tío estaba viendo que ni zapatos teníamos [Entrevista con Mónica, abril del 2007].
Si antes no se otorgaba la debida importancia a la figura paterna, hoy se sabe que es definitoria para el desarrollo psíquico de los sujetos. Jurado [2002], por ejemplo, señala que la presencia de esta figura favorece el desarrollo moral, la autoestima, la identificación psicosexual, la adaptación social y el ajuste emocional.
Jessica Benjamin [1996] apunta que los padres representan para el niño(a) lo que está afuera y es diferente, lo externo al núcleo familiar: median entre el niño(a) y el ancho mundo. Según la autora, la relación entre padre e hija está mucho menos estudiada si se compara con la relación de aquél con el hijo varón. Afirma también que el juego paterno con el infante difiere del materno, pues es más estimulante y novedoso, menos tranquilizador, y está sintonizado con mayor precisión. Dicha psicoanalista considera igualmente que para ciertas mujeres el padre que falta es la clave de su ausencia de deseo y de su retorno en forma de masoquismo.
Por otra parte, aunque muy en relación con lo anterior, la tesis freudiana de que la niña padece envidia del pene y que este hecho estructura la feminidad es defendida por Herman Roiphe y Eleanor Galenson [apud Benjamin 1996], quienes afirman que las pruebas clínicas apuntan a una fase genital temprana, en la cual las niñas padecen sentimientos de castración, prueba adicional de que la pulsión genital es la principal fuerza que está detrás del desarrollo del género.
La ausencia del padre ha sido motivo de investigación para Dawson, Ronald y Jacqueline [apud Chouhy 2000] quienes comentan que el niño que crece sin padre presenta un riesgo mayor de enfermedad mental, así como dificultades para controlar sus impulsos; es más vulnerable a la presión de sus pares y hay una mayor tendencia a tener problemas con la ley. Otra de las entrevistadas, como Leticia, ejemplifica lo anterior:
Ya de más grande me preguntaba “¿un papá para qué sirve?” Mi papá no convivía con nosotros. Él era panadero y salía a trabajar desde muy temprano, regresaba hasta en la noche, así que casi no lo veíamos, nunca jugaba con nosotros [Entrevista con Leticia, julio del 2008].
Para el psicoanálisis el sujeto se constituye en tanto escindido, es decir, como sujeto dividido [Tubet 2001], lo cual implica que ha pasado por la castración y que carece de unidad y de plenitud, pues sólo por la falta se podrá constituir como sujeto deseante y como sujeto sexuado. El sujeto sexuado es el que ha pasado por la castración,8 es precisamente lo sexual lo que ha de ser reprimido, ya que la sexualidad se estructura en torno a la castración, a la falta, al corte que opera el orden simbólico y que provoca la herida narcisista que supone para ambos sexos el descubrimiento de la diferencia sexual. El cuerpo se sexualiza, se erogeniza, en la relación del niño(a) con la madre, aunque el niño(a) tendrá que desprenderse del cuerpo materno como referente erótico. La castración simboliza para el sujeto el tabú del incesto, la sustitución del objeto primario (la madre) por otros, proporcionando la posibilidad de salir de la posición narcisista para acceder al universo simbólico.
IMAGEN FEMENINA Y SEXUALIDAD EN LA MENOPAUSIA
Ruth Lax [apud Laznik 2005], sostiene que: “las mujeres, todas avergonzadas frente a los cambios corporales y a su propia angustia psíquica, tienden a negar los problemas, tanto psíquicos como físicos, experimentados con sus cónyuges en la mitad de la vida”. Así, cuando la mujer se empeña en la idea de que el desgaste de su cuerpo es el motivo de la caída del deseo de su pareja, a menudo baja los brazos y considera que ya no hay razón para seguir representando el papel de la persona que tiene lo que hace falta para causar ese deseo. En relación con lo anterior, Estela, una de las entrevistadas, comenta: “si yo me pienso espantosa, ¡guáchatelas!, así me voy a ver.”
Al llegar a la menopausia, una gran cantidad de mujeres experimentan enorme angustia debido a la pérdida de su imagen corporal, suelen entrar en crisis existencial por el desfallecimiento del poder fecundante, de la potencia fértil asociada a una suerte de resquebrajamiento simbólico de la imagen del cuerpo propio. La mujer comienza a sentirse gorda, deforme, fea, vieja; aunque siga siendo atractiva, esto no interesa porque lo significativo es que subjetivamente no se siente atractiva. Esto pasa por la imagen inconsciente del cuerpo, que las conduce a la crisis y explica una parte de lo que está ocurriendo, junto con toda una serie de acontecimientos y vivencias anteriores que afloran también en esta etapa de la vida.
Algunas investigaciones concluyen que la disminución del nivel de estrógenos tiene efectos múltiples, algunos de los cuales modifican la forma del cuerpo. A las imágenes desvalorizadas del cuerpo, se sumarán las representaciones sociales en torno a las relaciones que una mujer menopáusica debe mantener con el sexo: si la sociedad en cuestión considera que la mujer debe interesarse poco en éste, tal criterio tendrá repercusiones sobre su sexualidad. El hecho mismo de creer que la declinación sexual es correlativa de la menopausia induce su disminución; estamos así frente a un efecto del discurso [Mimoun apud Laznik 2005].
En nuestra sociedad, el fin de la menstruación tiene una representación cultural muy poderosa: la asociación entre menopausia y vejez. Como ya se comentó, la subjetividad se construye en y a través de un conjunto de condiciones materiales y simbólicas mediadas por el lenguaje, por lo que toda relación social, de género, clase o raza, conlleva un componente imaginario. Lacan [apudLaznik 2005] estima necesario, precisamente, “articular las pulsiones sexuales del ser humano con esa función imaginaria. Lo propio de la imagen es la investidura por la libido, que se refiere a aquello por lo cual el objeto se torna deseable y se confunde con la imagen que llevamos en nosotros”. Esto podría explicar que la pérdida de adecuación entre la imagen interiorizada de una mujer y la que ella ve, pueda inducirla a pensar que ya no tiene derecho a mantener relaciones sexuales.
Para Lacan “la imagen corporal se construye en la experiencia del estadio del espejo: hacia los seis meses de edad, cuando el bebé, al tener la primera experiencia con su imagen en el espejo, se vuelve hacia el adulto que lo sostiene, esperando de él o ella una confirmación, de lo que percibe en el espejo”. El mismo autor atribuye una importancia especial a ese momento de reconocimiento de la imagen especular por parte del Otro, ya que desde un principio esa imagen depende de la mirada del Otro y está completamente alienada en ella. Esta situación permite al futuro sujeto aprehender su imagen como preforma de su yo. En esta teoría, el espejo es una metáfora de la experiencia narcisista habitual del sujeto con su propia imagen o con la de su semejante como metáfora de la mirada del Otro; en consecuencia, esas imágenes con las cuales el sujeto se identifica serán el fundamento de su concepción del yo y del otro [Lacan apud Laznik 2005].
Para salir de esa alienación radical en la imagen, como yo ideal del sí mismo, el sujeto se apoyará en su ideal del yo, producto de la identificación con un rasgo paterno. Siendo el cuerpo femenino “totalmente falo”, perder la capacidad reproductiva, simbólicamente parte fundamental del ser mujer, implica un fuerte impacto porque se pierde la falización: a las mujeres se les ha hecho creer que su principal función es la reproductiva y en la menopausia se pierde dicha función.
Laznik [2005] comenta que en la crisis de la mitad de la vida una mujer sólo puede verse en el espejo como faltante; en esa imagen siempre hay algo que falla porque lo que le permite ver su imagen corporal falizada, es decir, libidinalmente investida, es la mirada-voz de quien ocupe el lugar del Otro (el marido, el amante). Éste es el que podrá dar seguridad sobre la imagen de ella y no las de sus congéneres: un compañero amoroso podrá devolverle, gracias al brillo de su mirada, un pequeño destello que ilumina la escena, o el timbre de su voz, la certeza de que su imagen es aceptable e incluso motivo de regocijo para ese Otro. El deseo masculino, para sostenerse, efectúa recortes en el cuerpo femenino mediante breves miradas y una mujer suficientemente segura de su ser sujeto que puede prestarse a ese juego.
La situación fálica por medio de las representaciones en la menopáusica puede ejemplificarse con “la bruja”. Con una perspectiva antropológica, la acusación de brujería, tanto en las sociedades tradicionales como en la Europa de la Inquisición pesa esencialmente sobre mujeres que no tienen poder ni marido para defenderlas. La bruja de los cuentos infantiles es una mujer vieja, sin capacidad reproductiva.
Es un hecho bien conocido, el cual por cierto, suscita muchas quejas: que cuando las mujeres pierden las funciones genitales su carácter sufre a menudo un cambio particular: se vuelven pendencieras, enojonas, dictatoriales, despechadas y mezquinas; exhiben rasgos típicos de un sadismo erótico anal, antes inexistentes. Françoise Héritier [apud Laznik 2005] estima que esta atribución de características pueden comprenderse a partir de las deslocalizaciones que transforman a la mujer madura en una bruja; asunto del que Freud había comenzado a dar cuenta en su trabajo “La predisposición a la neurosis obsesiva”.
A la edad en que la imagen en el espejo vacila, hay algo que podría proteger a una mujer: su renuncia a la imagen que le ha sido impuesta. También puede apelar a un hombre que ratifique que el Otro sigue manteniendo una buena disposición hacia ella; esto supone una relación no narcisista, sino pulsional con el Otro, lo cual implica preservar una relación sexuada con el del otro sexo. Hay un desencuentro con el funcionamiento del cuerpo, que trae consigo aceptar el cambio que el cuerpo anuncia al quedar suprimida la menstruación; lo fundamental en este proceso es la mirada del Otro: cómo las mira, cómo se asumen y cómo no ser tan influenciables ante la mirada de los demás.
Entonces ellas estarán en posibilidad de renunciar a la imposición de belleza y reproducción, asumiendo lo femenino como algo más. Precisamente apelando a la bruja, algunas psicoterapeutas junguianas han hecho estudios sobre los arquetipos9 femeninos, encontrando en esta figura, una forma de feminidad digna para las que ya no son jóvenes, en este caso la bruja es una mujer sabia, en un sentido positivo. Jean Shinoda [2003 y 2005], comenta que, con el inicio de la menopausia, cada acontecimiento provocará cambios profundos, tanto en la psique como en el cuerpo.
Es en la tercera etapa de la vida cuando los arquetipos de la diosa anciana se dan a conocer de forma natural. Cuanto más se conozcan, en este estadio de la vida, más fácil será activarlos, lo que hace necesario saber quiénes somos en nuestro interior y creer que nuestros actos son la reflexión o expresión verdadera de nuestro auténtico yo. Otra forma de ser “bruja”, la tienen las parteras, curanderas; algo todavía común principalmente en las zonas rurales del país y de Latinoamérica. Estas mujeres por lo general están ya en la menopausia y tienen el don de sanación, son mujeres con un tipo especial de sabiduría curativa [Cosminsky 1977].
DISMINUCIÓN DEL DESEO SEXUAL FEMENINO
Una de las situaciones que con frecuencia se dice, es que con la menopausia el deseo sexual disminuye. Desde el inicio de esta investigación, las mujeres entrevistadas lo refirieron, comentando además que tal hecho les ha causado conflictos con sus parejas; por consiguiente, se tiene el testimonio de Lourdes:
Algo que he notado es que mi deseo sexual ha disminuido. Mi pareja me comenta que por qué ya no lo sorprendo como antes, a la hora de dormir: empezábamos jugando y terminábamos teniendo relaciones sexuales. Ahora me siento tan cansada, que ya no tengo ganas [Entrevista con Lourdes, diciembre del 2009].
Entre los grandes aportes de Freud está el haber considerado que la sexualidad es el centro de la vida de los seres humanos, aunque hay una gran variación individual en lo que respecta a la dosis de libido y los requerimientos sexuales. Freud [1908], constató que una de las injusticias sociales más evidentes es que el estándar cultural exija a todas las personas la misma conducta sexual, ya que no siempre se puede responder de igual forma y se llegan a imponer los más graves sacrificios psíquicos, al pretender que todos tengan la misma respuesta.
Al respecto, Célida Godina [2003] señala que,
[…] la sexualidad humana es intencional y no el producto de un ciclo biológico autónomo como se ha hecho creer. La sexualidad se configura a través de una particular intencionalidad a partir de conductas propias, en los humanos, constituye una primera apertura al prójimo y a la vida interhumana, es la actitud del sujeto en su totalidad; se dice que es dramática, pues en ella se empeña toda nuestra vida personal. La sexualidad es un rasgo de la intencionalidad corpórea, hay un sentido sexual y afectivo del mundo percibido, es como estar inmersos en un ambiente erótico favorable que se retroalimenta constantemente y de manera muy sutil, de forma consciente pero también de manera inconsciente.
La sexualidad es una manifestación compleja que tiene componentes tanto de orden biológico como psíquico y sociocultural. Por un lado, está presente un sustrato biológico: las hormonas, componentes orgánicos que rigen el ciclo de la reproducción y están presentes en la menstruación. Sin embargo, no es el único responsable de generar el deseo sexual: el deseo psíquico, a nivel inconsciente, genera también esta respuesta y no depende necesariamente de la presencia de hormonas. A ello hay que añadir también el contexto social, en el que la forma cómo las ven los Otros es una pauta para la manifestación del deseo [Alva 2013].
Alizade [2008], considera que de algún modo la feminidad está en relación con el orgasmo: “Cada mujer va con su cuerpo hasta donde puede”. La misma autora afirma que:
En la sensualidad femenina la erogenización primaria se establece con el primer intercambio entre la madre y la recién nacida, que se destaca por el doble encuentro con el cuerpo y con las producciones de la psique materna. En esta díada, que se funda en la relación materno-filial, llega a estar presente la violencia primaria, ejercida por la madre deseante, que se impone sobre el incipiente yo corporal de la recién nacida. Este deseo de madre sobre el cuerpo de la infante es la primera penetración que recibe la niña en su devenir propiamente humano, como ser hablante.
Para la autora citada, la erogenización se extiende más allá de las zonas erógenas a través de las caricias, las miradas y el baño de palabras que inunda a la recién nacida, de tal modo que tiene lugar un orgasmo primordial: el orgasmo oral de acuerdo con la fuente de la pulsión o un orgasmo del cuerpo entero si nos atenemos a la difusión del erotismo a todo el cuerpo de la bebé. Así, el cuerpo de la niña ocupa el lugar de forma preferida, en tanto constituye el cuerpo primario sobre el cual se plasman las primeras vivencias fundamentales.
Además, Alizade [2008] considera al “orgasmo primordial como el predecesor de las culminaciones erógenas que tendrán lugar más tarde en el transcurso de la vida erótica del sujeto y destaca su condición expansiva sobre la superficie corporal antes del establecimiento de la diferencia sexual y de toda noción de conflicto”. “La gozosa relación boca-pecho que despierta los primeros cosquilleos erógenos durante la succión, hace patente el engrama incestuoso, endogamizante, que pulsará posteriormente detrás de toda vinculación erótica”.
Estos primeros engramas están instalados en la dimensión del antes de la palabra y la repetición de estas vivencias placenteras que deja asentada la base sobre la cual en sucesivos aprendizajes psico-corporales se van inscribiendo nuevas huellas mnémicas10 de percepciones erógenas “princeps” (oral, anal, fálica). El desconocimiento de la multiplicidad erógena femenina ha llevado a consideraciones apresuradas sobre la frigidez en muchas mujeres [Alizade 2008]. Aunque el psicoanálisis ha mostrado que el orgasmo no colma la falta (pues los sujetos siempre están en falta y el deseo no se extingue jamás), la especificidad del orgasmo femenino es algo que se debe tener en cuenta. En una sociedad falocéntrica como la nuestra, las mujeres se ven condicionadas por un discurso que pretende persuadirlas de que deberán disminuir su deseo sexual una vez que llegan a la menopausia; de imaginaria, la fuerza de la representación de la mujer en esta etapa de la vida, se transformará en algo real. En este sentido va el testimonio de Rocío:
Cuando entré en la menopausia no quería que mi marido se diera cuenta porque el apetito sexual disminuye. Es algo que empecé a notar, tengo resequedad desde que dejé de menstruar, me molesta tener sexo, es doloroso por la falta de lubricación, además de que se van las ganas y cuesta más trabajo llegar al orgasmo [Entrevista con Rocío, junio de 2007].
Debido al cese de la menstruación, se reavivan los temores ocultos desde la infancia; la herida narcisista, abierta en la supuesta castración vergonzante de un cuerpo “deforme” o mutilado, da paso al reencuentro con los efectos inconscientes. El estereotipo de la mujer asexuada es algo vigente en la sociedad, pues el goce de las mujeres es mal visto, salvo en el contexto de la reproducción, donde igualmente puede o no estar presente. El proceso de cambio acarrea diversos duelos ante la pérdida de la “falicidad” del cuerpo; tales duelos son necesarios para poder afrontar el cambio y acceder a un goce femenino. La buena noticia es que el deseo sexual regresa una vez que se ha asimilado esta etapa y se han realizado los duelos necesarios para afrontar el cambio ante la pérdida de las promesas. Enseguida, el testimonio de Mercedes quien considera que:
Las relaciones sexuales son placenteras, pero ya no tan frecuentes, son más esporádicas. Pero el deseo sexual lo tengo, no lo he perdido. Ando con un compañero de mi trabajo, somos pareja desde hace un año y medio (ella es viuda y desde hace dos años dejó de menstruar) [Entrevista con Mercedes, junio 2007].
Si la mujer se resiste al cambio le costará más trabajo sobrellevar la situación y la sintomatología se puede prolongar, llegando incluso a causar trastornos de la salud. Al contrario de lo que se cree o se ha hecho pensar, una vez superado el duelo las mujeres pueden estar en condiciones de alcanzar el orgasmo, inclusive con mayor intensidad, porque ya no estará presente el temor de quedar embarazadas. Las mujeres deben ganar una verdadera batalla contra las resistencias de su yo que les impiden gozar de lo que su compañero puede ofrecer; la conquista del goce propiamente femenino exige recorrer un largo camino.
En la menopausia, Laznik [2005] señala, que hay una desaparición gradual de la feminidad a partir de la pérdida de dos promesas que se hicieron a la mujer durante su entrada en el Edipo y que le permitieron asumirse como tal: un hijo como sustitución del falo y cierta forma de “falicidad” de todo su cuerpo. Es por esta razón que resulta preciso cumplir un doble duelo: el de la renuncia a la “falicidad” de lo materno y el de la belleza perdida.
Dichos duelos son posibles con base en el anudamiento de tres registros consignados por Lacan: en el registro imaginario, los fantasmas actúan a la manera del sueño, revistiendo imágenes o sensibilizando el cuerpo para recibir los efluvios orgásmicos. En el nivel simbólico se expresa en la elección de un objeto sexual por donde hay un reconocimiento de la castración en ese hombre necesario para hacer el amor. En lo real asoma a su vez, en ese imposible ir más allá de los límites del cuerpo, el goce máximo alcanzado por donde se perfila lo no simbolizado [Alizade 2008].
CONCLUSIÓN
Los cambios biopsicosociales que experimentan las mujeres en esta etapa de la vida, revivirán en su inconsciente las experiencias y los conflictos psicológicos vividos por ellas influyendo en su historia de vida y en el contexto social en donde se desenvuelven, de éstos dependerá la severidad del malestar y los síntomas. Como se pudo constatar, varias de las participantes manifestaron una afectación considerable de síntomas. El reconocimiento adecuado de tales efectos, hará posible aceptar los duelos ante las pérdidas, renunciar a una imagen impuesta y con ello, superar esos fantasmas que impidan encontrar mejores condiciones de vida.