Introducción
El estudio de la violencia en el pasado desde un enfoque bioarqueológico es relativamente reciente [Turner et al. 1970; Flinn et al. 1976; Allen et al. 1985; Proulx 1989; Walker 1989; Blakely et al. 1990; Turrner 1993]. Las investigaciones sobre este tema iniciaron a finales del siglo XX con el auge del enfoque biocultural [Walker 1989; Willey 1990; Lambert et al. 1991; Milner 1995; Martin et al. 1997], sin embargo, sería hasta la primera década del siglo xxi que la incorporación de marcos teóricos más amplios para explicar la violencia, permitiría a la bioarqueología expandir sus análisis mucho más allá de la violencia directa [Walker 2001; Brickley et al. 2006; Martin et al. 2012, 2014, 2017; Schulting et al. 2012; Redfern 2017]. Asimismo, el desarrollo de nuevas metodologías y la publicación de estudios de caso en el campo forense y médico relacionados con el trauma óseo, dotaría a la bioarqueología de nuevas herramientas para el análisis y reanálisis de los traumatismos en las diferentes series osteológicas. Hoy, la bioarqueología de la violencia se constituye como una línea de investigación capaz de explicar las diferentes manifestaciones de la violencia en el pasado, que varían desde el estudio de las lesiones traumáticas a través del examen de las estructuras óseas y dentales, hasta el análisis de las causas demográficas, sociopolíticas e ideológicas del conflicto, entre otras.
En México, las investigaciones aún son escasas. A pesar de que Mesoamérica cuenta con un amplio registro iconográfico, etnohistórico y arqueológico en donde se describen diferentes formas de violencia [Hassig 1992; Brown et al. 2003; Orr et al. 2009; Brokmann 2014; Bueno 2015; Cervera 2017; Rivera 2018], aún son pocas las investigaciones bioarqueológicas encaminadas a indagar sobre las diferentes manifestaciones de este comportamiento —excepto aquellas relacionadas con la violencia ritual asociada a sacrificio [López et al. 2010; Chavéz 2012]— en los distintos periodos y áreas [Anderson et al. 2012; Pérez Ventura 2012b; Tiesler et al. 2012; Martínez et al. 2014; Serafin et al. 2014; Nelson et al. 2015]. Incluso, algunos investigadores continúan interpretando la presencia de traumatismos óseos como sinónimo de violencia, aun cuando existen otros escenarios posibles —accidental, tafonómico, patológico, entre otros— en los que un traumatismo puede producirse [Redfern et al. 2019; Stojanowski et al. 2016; Ubelaker 2014].Esta carencia metodológica deriva en análisis superficiales que refuerzan explicaciones aún menos certeras, como los supuestos de violencia derivados desde la iconografía o, lo que es peor, se interpretan los comportamientos violentos de manera transcultural, olvidando que las motivaciones, por lo tanto, los significados de los actos violentos dependen del contexto donde ocurran [Cid 2001; Pijoan et al. 2007; Benavente et al. 2013; Higelin et al. 2020].
En el 2015, Martin y Harrod [2015: 120] propusieron que un modelo para el análisis de la violencia en el pasado desde la bioarqueología debería incluir al menos tres enfoques: 1) el análisis de las estructuras óseas y dentales, 2) el análisis del contexto desde múltiples disciplinas y 3) la incorporación de teorías sociales como soporte argumentativo de los hallazgos (figura 1). La amalgama de estos tres enfoques permite construir diferentes escenarios explicativos alejados de la especulación y el sensacionalismo que siempre acompañan el estudio de la violencia tanto en el presente como en el pasado [Martin et al. 2015: 119-120].
Dado que la mayoría de los análisis de violencia en el registro bioarqueológico inician con la identificación de un traumatismo en uno o varios individuos, este artículo tiene como objetivo proporcionar una descripción general de los diferentes mecanismos que podrían ocasionar un traumatismo óseo y ofrecer algunas de las mejores prácticas para realizar un diagnóstico diferencial de estas lesiones. Sin embargo, no debe olvidarse que existen formas de violencia tanto en el presente como en el pasado que no implican una acción directa sobre el cuerpo [Klaus 2012; Pérez Ventura 2012a; Ralph 2013; Bright 2020].
Análisis de traumatismos en poblaciones antiguas
Al igual que muchas otras lesiones patológicas en hueso, la ocurrencia y las consecuencias de una lesión en el sistema musculoesquelético serán diferentes dependiendo de las características biológicas del individuo y de los factores asociados al género y al estilo de vida. Es por eso, que antes de iniciar con el análisis de un traumatismo, se debe —si el estado de conservación del esqueleto lo permite— establecer el perfil biológico de los individuos y si es posible, incorporar al análisis otros aspectos relacionados con las condiciones de vida y salud. Estos datos, además de proporcionar una base explicativa de la respuesta del hueso a la energía y a la dirección de la fuerza externa [Currey 2013] puede orientar las discusiones de los hallazgos en términos de patrones de fracturación [Redfern 2017: 85-125], tipos de violencia observados como: violencia doméstica, abuso infantil, abuso en la vejez y violencia en masa, entre otras [Novak 2006; Harrod y Martin 2014] y permitir un análisis desde una perspectiva ontogenética [Glencross 2011; Cheverko 2020].
Por ejemplo, se sabe que los hombres son más susceptibles a violencias interpersonales o intergrupales, mientras que mujeres y niños están más asociados a violencias domésticas [Daly et al. 1988; Smuts 1992; Wilson et al. 1993; Wrangham et al. 1996; Fry 1998; Archer 2006; Wilson y Daly 2009]. Estos patrones visibles en el mundo contemporáneo, también han sido corroborados en el registro bioarqueológico tanto en hombres [Tung 2007; Jordana et al. 2009; Knüsel 2010], como en mujeres [Stone 2012; Redfern 2015] y niños [Gaither 2012; Velasco-Vásquez et al. 2018].
Asimismo, una evaluación de las entesis, sitios de concentración de estrés en la región donde los tendones y ligamentos se unen al hueso [Benjamin et al. 2006: 471], según los investigadores, tienen un mayor desarrollo cuando están bajo estrés intenso o prolongado [Villotte et al. 2013; Karakostis et al. 2019]. Aunque aún se encuentra en debate el uso de las entesis para evaluar la actividad [Weiss 2007; Alves et al. 2010; Jurmain et al. 2011], la evaluación de éstas en combinación con las características del perfil biológico y de las condiciones de vida y salud, puede proporcionar un medio idóneo para inferir diferencias sociales entre los individuos. Por ejemplo, el análisis de las entesis puede determinar si ciertas personas se vieron obligadas a realizar trabajos más difíciles o durante más tiempo [Harrod et al. 2015; Refai 2019].
Existe una diversidad de metodologías para estimar cada uno de los parámetros del perfil biológico [Buikstra et al. 1994; White et al. 2012; Scheuer et al. 2016] e identificar aspectos de las condiciones de vida de un individuo en las estructuras óseas y dentales [Goodman et al. 2002; Buikstra 2019]. Las metodologías van desde la observación macroscópica y la toma de medidas hasta la reconstrucción de la identidad mediante análisis genéticos e isotópicos [Agarwal 2016; Larsen 2018]. La revisión de estas metodologías excede las páginas de este artículo, sin embargo, el lector se puede acercar a los diversos manuales [Buikstra et al. 1994; Mitchell et al. 2007], aplicaciones como Osteoware [Dudar et al. 2011], Anthropomotron, Osteolab o 3d-id (www.3d-id.org) o bases de datos como HapMap o el Proyecto 1000 Genomas, para orientar la adecuada estimación de estos parámetros acordes a la población de estudio.
Traumatismos óseos
Si bien los traumatismos óseos son la evidencia más clara de violencia directa [Lambert 2002; Erdal et al. 2012; Fibiger et al. 2013; Schwitalla et al. 2014], hay traumatismos que se derivan de hechos accidentales, prácticas culturales, terapéuticas o médicas, como la trepanación y mutilación dental [Labajo et al. 2007; Verano 2016] o como consecuencia de afecciones patológicas [Lovell 1997; Ortner 2003]. Dada la diversidad de escenarios en los que se puede producir un traumatismo, su identificación y análisis requiere de sumo cuidado cuando queremos usar estos como evidencia de comportamientos violentos en el pasado. En este apartado hablaremos únicamente de los traumatismos que se dan a partir de una fuerza externa —accidental o deliberada— y cuyas consecuencias producen afecciones como fracturas, depresiones, orificios, cortes, raspado, entre otros.
En poblaciones antiguas, los traumatismos presentes en cráneo —especialmente aquellos que se ubican sobre el área localizada entre la línea del plano de Frankfort y la línea paralela que pasa a través del cráneo a la altura de glabela (hat brim line)— son más susceptibles a ser catalogados como violencia directa que traumatismos ubicados en la región poscraneal [Kremer et al. 2008; Guyomarc’h et al. 2010], los cuales suelen estar mayormente asociados a etiologías de tipo accidental [Lambert et al. 2019], sin embargo, esto no es siempre la regla. El uso de analogías clínicas [Brickley 2006; Judd 2008], la integración de metodologías de imagenología [Schaik et al. 2019], el conocimiento del contexto y la comprensión de los aspectos biomecánicos relacionados con el trauma para cada región del esqueleto orientarán la interpretación final.
Se entiende por traumatismo la aplicación de una fuerza al cuerpo humano suficiente para causar daño, irritación o inflamación de los tejidos blandos y duros, que puede producir una fractura completa o incompleta en el hueso, un desplazamiento anormal o dislocación en alguna articulación, una interrupción del suministro de sangre, la inervación de algún nervio o la alteración anormal en forma o contorno del hueso [Ortner 2003: 119]. Dado que no todo trauma provoca una fractura, decir traumatismos no es igual a decir fracturación. Una fractura es una discontinuidad o interrupción en la integridad estructural del tejido óseo, con o sin lesión de los tejidos blandos que lo recubren [Aufderheide et al. 1998: 20] en otras palabras, un hueso roto.
Las fracturas se producen a través de al menos tres mecanismos: 1) un evento traumático con la aplicación de una fuerza excesiva suficiente para causar una falla mecánica del tejido esquelético; 2) un esfuerzo repetido bajo carga estática o dinámica (fracturas por fatiga o por estrés), y 3) un debilitamiento anormal del hueso (fracturas patológicas) que puede estar asociado a procesos patológicos como la osteoporosis, la osteogénesis imperfecta, el raquitismo o ciertos tipos de neoplasias óseas [Davidson et al. 2011: 188]. Las fracturas que tienen mayor interés en los estudios de violencia son aquellas ocasionadas por una fuerza externa.
Temporalidad del trauma
Los traumatismos pueden ocurrir en dos temporalidades, ante mortem . peri mortem [Ubelaker et al. 1995; Sauer 1998]. Las rupturas post mortem no se consideran traumas, porque por definición ya no alteran el tejido vivo. Los traumatismos ante mortem ocurren antes de la muerte, si bien no son considerados como una lesión letal, las consecuencias de éste pueden suscitar la muerte de manera posterior y causar consecuencias físicas y psicológicas que comprometen el estilo de vida del individuo y de las personas que lo rodeaban [Redfern 2009; Gilmour et al. 2019].
La evidencia principal de este tipo de trauma es la remodelación ósea que ocurre durante la curación de la fractura. Este proceso no ocurre de manera uniforme y depende en gran medida del tipo de fractura (gravedad, ubicación, tipo de hueso, entre otros), de los cuidados posteriores a la fracturación (estabilidad, presencia de infección, re-fracturación, entre otros) y de los factores biológicos asociados al individuo (edad, sexo, estado nutricional, salud, entre otros) [Galloway et al. 2014; Boyd 2018]. La única regla general en la secuencia de la respuesta osteogénica —inflamación, reparación y remodelación— es que el tiempo necesario para curarse aumenta con la edad [Lieberman et al. 2005; Claes et al. 2012].
La presencia de cualquier tipo de reacción ósea, como apariencia porótica, formación de hueso nuevo o superficies lisas, pueden ser indicativos de un traumatismo ante mortem [Cunha et al. 2016: 333]. Depresiones localizadas en el cráneo [Walker 1989] y presencia de callos óseos en el esqueleto poscraneal (figura 2C), son los rasgos distintivos más comunes [Lovell 1997]. Igualmente, se pueden observar algunas complicaciones como pseudoartrosis, desalineación, miositis osificante traumática, osteomielitis, osteoporosis postraumática, re-fracturación y osteonecrosis, entre otras [Lovell 1997: 145-147]. Variaciones anatómicas o algunas patologías, podrían simular un traumatismo ante mortem [Mann et al. 2019; Botham 2017] y confundir incluso al bioarqueólogo mejor entrenado en el análisis de lesiones traumáticas. La descripción de un traumatismo ante mortem debe incluir la ubicación de la lesión (hueso afectado, posición anatómica, eje, distancia), el tipo (lítica, hipertrófica, deprimida, con cloaca, porosidad, hueso necrótico), el patrón de distribución (unilocal, simétrico, distribuido al azar, difuso, ampliamente distribuido), la forma y el tamaño [Cunha et al. 2013: 79].
Traumatismos no letales o ante mortem son excelentes indicadores de abuso infantil [Walker et al. 1997; Schwartz 2008], abuso en la vejez [Gowland 2015], reincidencia de fracturación [Judd 2002, 2017; Martin et al. 2017; Mant 2019] o diversos métodos de castigo como tortura, esclavitud, cautiverio y otras formas de explotación [Waldron 1996; Osterholtz 2012; Harrod et al. 2015].
En lo que respecta a la temporalidad peri mortem y post mortem, contrario a la concepción de la patología forense en la que peri mortem y post mortem se definen en términos de intervalos de tiempo relativos al momento real de la muerte; en el caso del tejido óseo las divisiones se basan en las cualidades del tejido, es decir, si el hueso está “fresco” o “seco” [Coelho et al. 2013; Wieberg et al. 2008]. El hueso no deja de reaccionar como tejido vivo en el momento de la muerte, éste retiene la humedad y los compuestos orgánicos que le permiten mantener muchas de sus propiedades y que afectan la reacción del hueso a una fuerza extrínseca, como consecuencia y dado que la descomposición y secado del hueso es un proceso gradual (no necesariamente continuo) de duración no específica, la asignación de una fractura a una categoría discreta —es decir, una fractura húmeda o seca— dependerá de las condiciones post mortem durante el proceso de descomposición [Wieberg et al. 2008; Shattuck 2010; Hentschel 2014].
De manera general los huesos “frescos” tienden a fracturarse manteniendo una trayectoria espiral o helicoidal, un ángulo agudo u obtuso con esquinas agudas y una coloración homogénea entre la superficie de la fractura y el resto del hueso [Sauer 1998]. La superficie de la fractura tiende a ser lisa o algunas veces interrumpida por marcas de hackle —ondas o crestas en la superficie de la fractura– que son características del alivio de la tensión en el hueso fresco [Johnson 1985]. Elementos adicionales como la presencia de puntos de impacto, fragmentos de hueso o tejido adheridos también son indicadores de traumatismos en hueso fresco [Moraitis et al. 2009].
Por el contrario, los huesos “secos” tienden a fracturarse en líneas rectas, esto puede llevar a contornos de fractura en diagonal, transversal o longitudinal, superficies más rugosas y coloraciones heterogéneas que en ocasiones se observa más clara que el resto del hueso (figura 2A). También, es probable que los contornos interfieran con las líneas divisorias propias del agrietamiento creando escalones o efectos de columna [Johnson 1985; Outram 1999]. Por lo tanto, el establecimiento de la temporalidad debe contemplar un análisis tafonómico [Sorg 2019] morfológico —contorno, apariencia de la superficie y angulación [Villa et al. 1991; Outram 1999]— y biomecánico de la fractura [Spencer 2012; Kieser et al. 2013].
Biomecánica
No hay fracturas al azar en el hueso, cada fractura obedece obstinadamente a las leyes de la física, por lo tanto, los patrones de fractura son repetibles cuando están sujetos a las mismas influencias, la no aleatoriedad permite la interpretación de los traumatismos óseos [Berryman et al. 2018: 216]. Sin embargo, la fractura real será diferente en cada caso, cuando un objeto o una superficie impacta con el hueso, éste puede resistir, deformarse o fracturarse. La respuesta final estará determinada por la capacidad del hueso para absorber la energía aplicada (ver módulo de elasticidad de Young) que a su vez está determinada por los componentes microestructurales —células óseas, colágeno, cristales de hidroxiapatita, agua, entre otros— y macroestructurales del hueso —morfología, tipo de tejido, densidad, entre otros— y por las características biológicas del individuo (edad, sexo, nutrición, salud, entre otros). Todos estos factores determinan el comportamiento final de la fractura [Wescott 2013; Currey 2013].
Existen cinco tipos principales de fuerzas o de carga que pueden actuar sobre el hueso y causar una fracturación: compresión, tensión, flexión, cizallamiento y torsión [Guede et al. 2013]. Sin embargo, Berryman y colaboradores (2018) plantea que sólo las fuerzas de tensión y el cizallamiento son realmente significativas, permitiendo delinear los siguientes principios teóricos: primero, todas las fracturas óseas se inician bajo tensión, y segundo, las fuerzas de cizallamiento dirigen la propagación de las fracturas en el hueso.
El hueso puede soportar fuerzas de compresión en una cantidad mayor que las fuerzas de tensión, por lo tanto, en la medida que aumenta la carga en algún punto del hueso, la combinación de la fuerza de tensión y de cizallamiento separan la estructura provocando una fractura inicial [Berryman et al. 2018: 218-221]. Esta fractura se propagará usando la energía inicial recibida en el impacto y tomará la dirección que le genere menor resistencia. Si la fractura se encuentra con una fractura preexistente u otra área de amortiguamiento (senos paranasales o suturas, entre otros), la energía puede disiparse a lo largo de éstas, pero sí la cantidad de energía no puede ser absorbida, la fractura preexistente puede alargarse o darse una nueva fractura [Kroman et al. 2011].
Por el contrario, si se encuentra con un contrafuerte —en el caso del cráneo— la dirección de la fractura cambiará [Gurdjian et al. 1953; Fenton et al. 2005].
Formas de aplicación de la fuerza
Las principales formas de aplicación de la fuerza son: contundente, cortante, balístico o alguna combinación de estas categorías (ejemplo; trauma explosivo) [Christensen et al. 2014: 334]. En el trauma por exposición al calor, aunque no es provocado por una fuerza directa, la aplicación de energía térmica a través de la inducción de calor, convección o radiación puede ser concomitante con otros tipos de traumatismos primarios [Schmidt et al. 2015].
La diferencia entre cada tipo de fuerza no solamente radica en el elemento que lo produce, sino en la cantidad de energía que se transfiere al hueso en el momento del contacto, es por eso que un mismo elemento puede producir diferentes tipo de traumatismos y un tipo de traumatismo puede ser producto de diferentes elementos; esta variabilidad es la que dificulta la interpretación y la reconstrucción de los eventos causales, por lo tanto, la evaluación de las fracturas debe considerar al menos tres elementos: 1) el comportamiento de la fractura (principios de tensión y cizallamiento); 2) las propiedades intrínsecas del individuo (componentes micro y macroestructurales y las características biológicas), y 3) las características extrínsecas del elemento (magnitud, velocidad, área, duración y dirección de fuerza, entre otros). Si se conoce al menos uno de los elementos, los demás se pueden determinar siguiendo un razonamiento deductivo (ver triada de evaluación de la fracturacion en Berryman y colaboradores) [2018: 2226-228].
Traumatismos por fuerza contundente
El trauma por fuerza contundente se define como un impacto de carga lenta en un área focal del hueso. La clave de este tipo de traumatismo no es el objeto que se usa para producir el trauma, sino la cantidad de energía cinética que se transfiere al hueso [Passalacqua et al. 2012: 403; Christensen et al. 2014: 352]. Las manifestaciones esqueléticas abarcan una amplia variedad de patrones de fractura dada la multiplicidad de formas (caídas desde alturas, accidentes y golpes externos, entre otros) y objetos que lo producen (porras, ladrillos, martillos, entre otros), por lo tanto, se recomienda ver los patrones de fracturación para cada región ósea [Wedel et al. 1999]. Aun así, la investigación forense sugiere que es posible diferenciar entre un traumatismo por fuerza contundente derivado de un accidente o de una acción relacionada con violencia [Lee et al. 2007; Allen et al. 2007; Guyomarc’h et al. 2010].
De manera general, cuando un hueso es impactado por una carga lenta las fuerzas de compresión fuerzan el hueso hacia el lado opuesto en donde se produce la tensión. En el cráneo, la tensión se producirá en la tabla interna, causando fracturas que irradian hacia afuera. Si la energía es suficiente, se pueden formar fracturas concéntricas —con bisel interno— que colapsan el hueso hacia adentro circunscribiendo el lugar del impacto. También se puede observar en el punto de impacto, deformación plástica, delaminación e impresiones del objeto [Berryman et al. 1998; Hart 2005]. En huesos largos, cuando la fuerza se aplica en el plano transversal, el hueso se fracturará por tensión en el lado opuesto. Las características de la sección transversal incluyen un desgarro óseo, un espolón o muesca, líneas de fractura menores y un área de corte entre la tensión y la compresión [Smith et al. 2003]. También es posible observar “fracturas de mariposa” que son diagnósticas de traumatismos contundentes en huesos largos, con algunas excepciones [Ubelaker 1991].
Traumatismos por fuerza cortante
Un traumatismo por fuerza cortante es definido como la acción de una fuerza localizada, dinámica, de carga lenta y compresiva, con un objeto de borde afilado o agudo, que produce alteraciones al tejido óseo en forma de incisión y/o punción [Symes et al. 2012: 362]. Puede involucrar armas y herramientas cortas y ligeras (cuchillos, navajas, sierras, entre otros) cuya fuerza ejercida contra el hueso vendrá principalmente del peso del atacante. Éstas producen lesiones punzantes, incisiones o marcas de corte que generalmente tienen una sección transversal en forma de v (figura 2B) y estrías en las paredes o en el piso de la incisión [Blumenschine et al. 1996; Shaw et al.2011; Divido 2014] o armas y herramientas largas y pesadas (machetes, hachas, espadas, entre otros) que producen incisiones o tajos que segmentan parcial o totalmente la estructura, presentando fragmentación o fracturas asociadas en las áreas adyacentes al corte [Lewis 2008; Guerrero 2016]. Este tipo de traumatismo también es conocido como traumatismo cortocontundente [Symes et al. 2012: 365].
En poblaciones antiguas, se pueden encontrar marcas de corte en cráneo, generalmente están asociadas a eventos como desollamiento [Allen et al. 1985] que podrían involucrar la toma de trofeos [Chacon et al. 2007] o su ubicación en áreas adyacentes a zonas de articulación o en la columna cervical, suelen estar asociadas a intentos de desmembramiento, sacrificio por decapitación, extracción de órganos [Tiesler et al. 2013] o una combinación de todos estos [Klaus et al. 2010].
Traumatismos por fuerza balística
Un traumatismo balístico se distingue de otros tipos de trauma, por la resistencia que el tejido óseo presenta ante un objeto que se mueve a gran velocidad y que transfiere una gran energía cinética [Symes et al. 2012]. Las armas de fuego son las primeras en la lista; sin embargo, una lanza o una piedra lanzada a una velocidad considerable podría producir traumatismos de este tipo [Kanz et al. 2006]. En el cráneo, el paso de un proyectil dejará un orificio de entrada y de salida, que puede ser de forma redondeada u ovoide y presentar una caracterización interna y externa respectivamente, asociadas a fracturas radiales y/o concéntricas, con biselado externo [Berryman et al. 1996] (figura 2D). Las variantes en las características, tanto de los orificios como de la fracturación, dependerán del hueso impactado, así como de características que modifiquen la mecánica del proyectil [Pérez-Flórez 2016]. En el esqueleto poscraneal, los traumatismos balísticos son muy variables; el cráneo, se pueden encontrar orificios de entrada circulares, elípticos y semicirculares asociados a fracturas radiales, oblicuas, concéntricas o conminutas; los orificios de salida generalmente son más destructivos y menos definidos, asociados a fracturas irregulares o a pérdidas de sustancia ósea. Los bioarqueólogos que trabajan en sitios arqueológicos históricos y poscoloniales pueden enfrentarse al análisis de este tipo de traumatismos [Larsen et al. 1996; Murphy et al. 2010; Crandall et al. 2014].
Traumatismos por exposición al calor
La destrucción térmica —quema parcial, cremación o cocción— de los huesos generalmente se debe a la combustión continua de un cuerpo intacto y se asocia con un sinfín de posibilidades, tanto accidentales como deliberadas. Dado que el hueso es un material heterogéneo que contienen componentes orgánicos e inorgánicos, además está recubierto por una variedad de capas tisulares (músculo, grasa, piel, vestiduras, entre otros), los cambios inducidos por el calor serán variables en la medida que avanza la temperatura. De manera general, todos los cuerpos humanos siguen un patrón uniforme, reconocible y predecible cuando son expuestos al fuego; sin embargo, la velocidad de la destrucción de cada hueso estará mediada —así como en la fracturación— por las condiciones intrínsecas del individuo y extrínsecas del evento; la clave del análisis en huesos quemados es la búsqueda de lo anormal [Symes et al. 2012].
Cambios de coloración que evolucionan de manera gradual desde el exterior hacia el interior (coloraciones amarillentas propias de un hueso no alterado, le siguen a coloraciones blanquecinas u opacas, algunas veces, con presencia de una la línea de calor que separa las coloraciones oscuras, negro, marrón oscuro o gris oscuro, propias del proceso de carbonización. El proceso culmina en colores grises o blancos que indican calcinación, en algunos casos, se observan líneas o puntos tenues anaranjados, amarillos y azules [Mayne 1997] (figura 2e), así como presencia de fracturación similares a las vistas en huesos seco —longitudinal, transversal y escalona— y fracturas de patina, delaminación y astillamiento en huesos planos y fracturas transversales curvas en huesos que están cubiertos por una masa importante de músculos (por ejemplo; hueso occipital y fémur), que son características innegables de la exposición al fuego [Symes et al. 2012].
Consideraciones finales
Como se ha expuesto a lo largo de este artículo, son múltiples los factores que están involucrados en las características finales de un traumatismo óseo. En las últimas décadas, la adopción de enfoques multidisciplinarios, la sinergia entre las ciencias forenses y la investigación paleopatológica, además de la adición de métodos más avanzados como análisis moleculares y la reconstrucción de adn antiguo junto con análisis isotópicos han sido la clave para mejorar significativamente el análisis de los traumatismos óseos y con ello, resaltar la experiencia vívida de los individuos que sufrieron este tipo de lesiones traumáticas durante y al final de sus vidas.
Sin embargo, el estudio de traumatismos en poblaciones antiguas es una tarea espinosa. Procesos tafonómicos pueden mimetizar diferentes traumatismos y la etiología suele pendular entre lo accidental y lo deliberado, por lo tanto, la presunción de que un traumatismo es producto de un comportamiento violento debería ser considerado con mucho cuidado. En algunos lugares, especialmente en México, donde las poblaciones que estudiamos aún tienen representantes vivos, insertar la idea de un pasado violento, puede tener graves repercusiones en las poblaciones actuales.
Los bioarqueólogos debemos otorgar y exigir explicaciones menos simplistas. La violencia es un fenómeno de múltiples caras y, por lo tanto, nuestra responsabilidad es explicar la mayoría de los escenarios posibles. El correcto análisis de los traumatismos es un aspecto crucial en la reconstrucción de casos de violencia interpersonal y de episodios de conflictos locales y regionales, su análisis combinado con el perfil biológico y otros marcadores esqueléticos ayudará a los bioarqueólogos a comprender la identidad de los individuos que padecieron este tipo de comportamiento y posibilitará identificar otros tipos de violencia que no está relacionada con una acción física.