Introducción
«El hombre moderno no ha sido educado en el recto uso del poder»: [1, p. 92] así ha reconocido justamente Romano Guardini a propósito del progreso técnico que en el último siglo ha conferido al hombre un poder prácticamente ilimitado, inimaginado e inimaginable, más que en cualquier otra época histórica;1 es decir, la facultad no sólo de incidir en el mundo que lo circunda, por ejemplo modificando la realidad física y ambiental a través de los procesos de antropologización, sino también y sobre todo incidiendo sobre sí mismo, a través de las capacidades para manipular y gestionar su propia existencia biológica desde antes del nacimiento hasta la muerte.
El hombre contemporáneo vive en el contexto del tecnomorfismo; es decir, la dimensión en la cual, como anota Francesco D’Agostino, «se vuelve ingenuo evocar el dato común según el cual no es lícito hacer todo aquello que es posible hacer, porque el fundamento de la licitud coincide con el fundamento mismo de la posibilidad. Puedo, entonces debo» [3, p. 197].
La época actual, de hecho, caracterizada por «una concepción esencialmente tecnológica de la sociedad» [4, p. 198], constata el predomino de la idea por la cual, utilizando las palabras de Aldo Schiavone, «la técnica en sí, no es ni fría ni caliente: es pura posibilidad de hacer» [5, p. 19].
¿Pero es precisamente así? ¿Verdaderamente la técnica es indiferente? ¿Verdaderamente no tiene ninguna relevancia ética o jurídica una tal posibilidad de hacer?
Hans Jonas invita valientemente a despertarse de este sueño dogmático, considerando, en cambio, justamente que «en línea general, la ética tenga algo que decir en las cuestiones de la técnica, o bien que la técnica esté sujeta a consideraciones éticas se deriva del simple hecho de que la técnica es ejercicio del poder humano; es decir, es una forma de actuar, y todo actuar humano está expuesto a un examen moral […]. La dificultad es ésta: no sólo cuando la técnica es maliciosa; es decir, cuando de ella se hace un uso indebido para fines malos, sino también cuando es usada con buena voluntad y para fines verdadera y profundamente legítimos, tiene en sí un lado amenazante, que a largo plazo podría tener la última palabra […]. Su dinámica interna, que la impulsa tanto a avanzar, niega a la técnica la zona franca de la neutralidad ética, en la cual basta preocuparse de la eficiencia. El riesgo del demasiado está siempre presente» [6, pp. 28-29].
La técnica, que invade toda la realidad, incluida la vida biológica del hombre, no puede, por tanto, estar desvinculada del plano ético y jurídico sin correr el riesgo de surgir como elemento totalizante y, en cuanto tal, siempre y como quiera totalitario,2 o bien ser una amenaza constante para la libertad y, sobre todo, para la dignidad del ser humano.
La técnica se entrelaza hasta tal punto con todo aspecto de la realidad, sobre todo de la jurídica, al grado de no dejar excluido al derecho a la salud que, radicalmente reformulado por el posibilismo técnico, se encuentra tensionado, estirado y comprimido entre la selección eugenética y la dignidad de la persona.
2. La selección eugenética entre PMA, IVG Y IVS
«Es mejor para todos si, en vez de esperar que la prole degenerada sea ajusticiada por los delitos cometidos o muera de hambre a causa de su propia imbecilidad, la sociedad pueda detener a aquellos que son manifiestamente inadaptados para continuar la especie»: [8, p. 143] así ha escrito el renombrado juez de la Corte Suprema estadounidense Oliver Wendell Holmes considerando constitucional, en el célebre caso de 1927 Buck vs. Bell, [9] la ley de Virginia que, para tutelar el derecho a la salud de la colectividad, imponía la esterilización forzada de las personas mentalmente incapaces, legitimando así, a través de la más alta instancia jurisdiccional del ordenamiento estadounidense, una visión sustancialmente eugenética [10-14].
“Eugenética”, como se sabe, es un término inventado por Francis Galton, [15, p. 119] primo de Charles Darwin, para designar las diversas formas de intervención orientadas a mejorar la especie humana, manipulando sus genes o cruzando selectivamente a sus individuos.
El mismo Galton, de hecho, ha tenido modo de aclarar que «los procesos de la evolución están en actividad constante y espontánea; algunos de ellos son negativos, otros positivos. Nuestro rol es de poner atención a las oportunidades de intervención para controlar los primeros y dar libre cauce a los segundos» [16, p. XXVII].
Aplicando a los seres humanos los mismos conceptos de evolución y selección, elaborados por su primo Darwin para los animales, Galton ha establecido un diseño utópico para crear una nueva especie, una nueva especie humana, aquella mejorada y capaz de mejorarse a través de la reducción de sus propias incapacidades y del fortalecimiento de sus propias cualidades.
En una perspectiva semejante se ha ido desarrollando el pensamiento eugenético según sus dos modalidades aplicativas: «una favorecía el apareamiento entre individuos portadores de genes positivos para incrementar su frecuencia en la población (eugenética positiva). La otra modalidad tendía a limitar, o incluso prohibía, los matrimonios cuya prole podía ser portadora de caracteres genéticos indeseados (eugenética negativa)» [17, p 874].
No obstante que la práctica eugenética esté expresamente prohibida por el artículo 21 de la carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea,3 por el artículo 11 de la Convención de Oviedo,4 e implícitamente por el artículo 14 de la Convención Europea para los Derechos del Hombre; en la medida en que prohíbe la discriminación sobre cualquier otra consideración respecto a aquellas explícitamente elencadas,5 está ampliamente difundida, a todo nivel, en la investigación y en la bio-medicina.
Así, si justa y ordinariamente se considera que la práctica eugenética se mueva a lo largo de tres directrices, [18-19] aquella de la selección genotípica (eliminando los sujetos defectuosos), [20] aquella de la selección germinal (escogiendo los sujetos mejores y más adecuados),6 aquella de la modificación genética (aplicando modificaciones genéticas), [22] es necesario también reconocer que hoy, con la combinación del posibilismo técnico por un lado y la legitimación jurídica por otro, la práctica eugenética aparece sobre todo en tres contextos principales: la procreación médicamente asistida (fecundación artificial), la interrupción voluntaria del embarazo (aborto) y la interrupción voluntaria de la supervivencia (eutanasia).
2.1. Procreación Médicamente Asistida (PMA)
Por lo que se refiere a la procreación médicamente asistida (PMA) es necesario precisar que con tal locución se entiende una articulada práctica bio-médica que implica diferentes técnicas (homóloga, heteróloga), procedimientos (FIVET, ICSI), fases (pregamética -hiperestimulación ovárica y terapia hormonal-, gamética o pre-embrional, embrional pre-implantatoria, embrional post-implantatoria) y resultantes (gravidez no lograda, embarazo, aborto).
La PMA, [23-27] en Italia está regulada por la ley 40/2004, que en el curso de poco más de un decenio ha sido gravemente amputada en algunas partes fundamentales por ciertas decisiones constitucionales que en diversos modos le han modificado el espíritu, la letra y, obviamente, la metodología. [28-30]
Entre las diversas y más importantes normativas jurisdiccionales, relevantes para la finalidad de las presentes reflexiones, se deben necesaria, pero rápidamente, considerar precisamente aquellas que en virtud de la tutela del derecho a la salud conciernen al diagnóstico genético preimplantación (DGP):7 la sentencia n. 398/2008 del TAR de Lazio, la sentencia de la Corte Europea de los Derechos del Hombre n. 54270/10 del 28 de agosto de 2012 y, en fin, aquellas de la Corte Constitucional, en particular, la sentencia n. 162/2014, la sentencia n. 96/2015 y la sentencia n. 229/2015.
En 2008 el TAR de Lazio ha establecido la legitimidad de las líneas guía ministeriales para la práctica de la ley 40/2004 en el punto en el cual tales líneas guía permitían una indagación diagnóstica sobre los embriones solamente de tipo observacional y no selectivo [31].
En 2012 la CEDU ha considerado violado el art. 8 de la Convención Europea de los Derechos del Hombre; o sea, el derecho al respeto a la vida privada y familiar, por parte de la disposición dictada en los incisos “a” y “b” de la sección 3 del art. 13 de la ley 40/ 2004, evidenciando la presunta incoherencia del ordenamiento italiano que, por un lado prohíbe la selección embrionaria de carácter eugenético en la arriba mencionada norma y, por otra parte, permite el “aborto terapéutico” [32] para tutelar el derecho a la salud de la mujer, según el art. 4 de la ley 194/1978.
Por su parte la Corte Constitucional con la sentencia n. 162/ 2014 ha declarado violado el derecho a la salud según el art. 32 constitucional, por la ilegitimidad constitucional del apartado 3 del artículo 4 de la ley 40/2004, que dispone la prohibición de recurrir a la fecundación de tipo heteróloga cuando haya sido diagnosticada una patología que sea causa de esterilidad o infertilidad absolutas e irreversibles [33].
Con la sentencia n. 96/2015 la Corte Constitucional ha extendido las técnicas de PMA más allá del alcance de la ley, ampliando la posibilidad de acceso, además de las parejas estériles o infértiles, también para las infértiles portadoras de enfermedades genéticas transmisibles, estableciendo como ilegítima la prohibición de acceso y diagnóstico, por violación del art. 3 constitucional y sobre todo del art. 32 constitucional, puesto por la ley 40/2004 y como tal capaz de menoscabar el derecho a la salud de la mujer fértil portadora sana de una grave enfermedad genética hereditaria [34].
En fin, con la sentencia n. 229/2015, la Corte Constitucional ha establecido que el art. 13, apartados 3, inciso b), y 4, de la ley 40/2004 se encamina a la declaratoria de ilegitimidad constitucional, en la parte, precisamente, en la cual prohíbe, sancionándola penalmente, la conducta de selección de los embriones por parte del médico, dirigida exclusivamente a evitar la transferencia en el útero de la mujer de aquellos embriones que, por el diagnóstico preimplante, hayan resultado afectados por enfermedades genéticas transmisibles conforme a los criterios de gravedad de los que trata el art. 6, apartado 1, inciso b), de la ley n. 194 de 1978, aceptadas por adecuadas estructuras públicas [35-36].
La jurisprudencia, sobre todo la constitucional, está, en fin, centrada en la idea por la cual la DGP no puede sino tener el resultado de la selección embrional, y que ésta a su vez no pueda ser legítimamente prohibida sin violar derechos constitucionalmente garantizados, como el derecho a la salud de la pareja en general y de la mujer en particular, según los artículos 3 y 32 constitucionales, sobre todo a la luz del hecho de que la pareja o la mujer a la cual sería impedida la selección embrional podría valerse subsecuentemente de la implantación de los embriones insanos de la IVG según la ley 194/1978.
La posición de las Cortes, es necesario admitir con dura franqueza y sin hipócritas fingimientos reverenciales, por los motivos que seguirán, está afectada por una grave miopía tanto en el dato de principio como sobre todo en el normativo, debiéndose constatar que en la mejor de las hipótesis esté equivocada la esencia jurídica de los problemas en cuestión, y en la peor de las hipótesis haya sido intencionalmente remodelada según el absoluto arbitrio “togado”, ignorando, como en otras ocasiones,8 la esencia auténtica de la realidad [42].
La DGP [43-51], en fin, se pone de relieve en relación con la normativa de la interrupción voluntaria del embarazo,9 en la medida en la cual la prohibición de DGP, o su limitación a nivel observacional, o la prohibición de selección embrional en seguida de DGP, son consideradas todas medidas en contraste con el derecho a la salud constitucionalmente garantizado en general y con el de la mujer en particular.
Dejando de lado la diversidad existente de técnicas diagnósticas, [53] es necesario reconocer en este punto, siguiendo los arriba mencionados, múltiples pronunciamientos jurisprudenciales, [54-56] que en esta acepción viene a ser modificada la misma naturaleza y la función del diagnóstico prenatal, ya no dirigida a la verificación de las condiciones acerca de la integridad del embrión o del feto, sino utilizada como instrumento ultra-diagnóstico; es decir, selectivo respecto a los embriones mismos eventualmente afectados por las más variadas tipologías.10
La DGP así entendida, usada para seleccionar a los embriones portadores de patologías genéticas hereditarias, se vuelve inevitablemente un instrumento de selección eugenética; es decir, un mero uso del poder subjetivo que, en cuanto tal, no puede sino suscitar perplejidad acerca de la tutela efectiva no sólo del derecho a la salud, sino sobre todo de la dignidad de la persona, porque toda clasificación de las patologías en base a las cuales efectuar la selección sería siempre y como quiera del todo arbitraria.11
El mismo padre de la fecundación asistida, Jacques Testart, ha escrito, no por casualidad, que la derivación eugenética de la DGP inevitablemente representa una amenaza para la libertad humana: «La imposibilidad de impedir la rápida insurgencia de derivaciones de la DGP es la razón que me ha hecho proponer su prohibición. Si esta prohibición fuera imposible, será necesario aceptar que nuestro futuro esté determinado» [59, pp. 97-60].
Es necesario también especificar, en passant (de paso), que no sirve para nada la consideración de la eventual diferencia, en este punto ficticia, generalmente puesta entre la eugenética del siglo XX y la actual, autorizadamente definida como liberal, [61, p. 55] que se basa en el uso privado y facultativo de la DGP, porque esta nueva eugenética permite a cada individuo construir su propia determinación genética y la de sus hijos, invocando incluso el mayor interés de estos últimos, [62] según su propia satisfacción, sin considerar que aquello que puede hacerla aparecer como liberal, en cuanto el todo es remitido a la voluntad del individuo y no ya a la potestad coercitiva del Estado, no la hace en efecto menos totalitaria: por tanto en definitiva, paradójica e igualmente liberticida.
La eugenética liberal individual, de hecho, es tal sólo respecto al seleccionador, o sea, el individuo y no el Estado, pero no ciertamente respecto al seleccionado, para el cual en nada se distingue; por tanto, de aquella tradicional estatal de la cual comparte en tal sentido la misma coercitividad por los efectos esenciales.
2.2. Interrupción Voluntaria de la Gravidez (IVG)
La segunda dimensión en la cual la selección eugenética se pone de relieve es la que se refiere a la interrupción voluntaria de la gravidez (IVG) [63-75].
La IVG, como se sabe, encuentra su normativa en la ley 194/ 1978 construida sobre los principios individualizados por la Corte Constitucional con la célebre sentencia n. 27/1975, con base en la cual «el art. 2 constitucional reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, entre los cuales no se puede dejar de colocar, si bien sea con sus particulares características, la situación jurídica del concebido [76]. Y, sin embargo, esta premisa va acompañada por la ulterior consideración de que el interés constitucional protegido, relativo al concebido, puede estar en contraposición con otros bienes que gocen también de tutela constitucional y que, en consecuencia, la ley no puede dar al primero una prevalencia total y absoluta, negando a los segundos adecuada protección» [77].
En fin, para la Corte Constitucional, como luego para el legislador de 1978, el derecho a la vida del concebido es un derecho inviolable y constitucionalmente garantizado que puede encontrar su única limitación, o mejor, su debilitamiento,12 solamente en otro derecho igualmente inviolable y del mismo modo constitucionalmente garantizado; es decir, no obstante aquello que por algunos es afirmado,13 no ya el presunto derecho al aborto de la mujer,14 en cuanto tal no configurado y no configurable, cuanto en cambio la facultad de la mujer de interrumpir el embarazo para tutelar su propio derecho a la salud; es decir, a su propia integridad psico-física.
Considerado lo anterior, es necesario, por tanto, prestar atención a la diferencia puesta por la misma ley 194/1978.
De acuerdo con el art. 4 de la arriba mencionada ley, a la IVG dentro de los primeros 90 días de embarazo es aceptada «en relación o a su estado de salud, o a sus condiciones económicas, o sociales o familiares, o a las circunstancias en las cuales ha sucedido la concepción, o a previsiones de anomalías o malformaciones del concebido».
Esto significa que dentro de los primeros 90 días la mujer puede recurrir a la IVG también en el caso de anomalías o malformaciones del concebido; es decir, a una IVG sustancial y libremente basada sobre motivaciones de carácter eugenético, en modo libre y autónomo.
La diferencia, o mejor, la condición o restricción es puesta por el siguiente artículo 6 de la ya mencionada ley 194/1978, dedicado a normar el recurso a la IVG en el caso que haya transcurrido el periodo de 90 días: en tal eventualidad se puede practicar la IVG solamente si existe un nexo causal -es decir, una relación de causaefecto- entre las anomalías y las malformaciones del que está por nacer y el grave peligro para la salud física o psíquica de la mujer.
Cierto es que la existencia del nexo causal no elimina la caracterización eugenética de un simple tipo de IVG, pero si acaso, uniendo a las anomalías del feto los graves peligros padecidos por la salud de la mujer, la eugenicidad parece solamente debilitada; es decir no es la única causa determinante de la IVG en sí, sino remedio para evitar un daño a la salud de la mujer.
Esta última circunstancia está descrita por la doctrina y por la jurisprudencia, precisamente, como aborto “terapéutico” que, es necesario recordarlo, es tal sólo en referencia a la madre y no ciertamente al hijo, porque en caso contrario, es decir cuando la IVG fuese practicada solamente en vista de la obtención de un hijo sano, se encontraría ante la especie prohibida de aborto eugenético, como ha precisado el Tribunal de Catania con el decreto del 3 de mayo de 2004 y como tanto las Cortes de Mérito como la de Casación han reafirmado en diversas ocasiones.15
No obstante, el aborto eugenético sea considerable así precisamente en virtud de la misma ley 194/1978, como se ha visto, la jurisprudencia asume, sin embargo, que ése no sea configurable y que, por tanto, no se pueda reclamar un derecho al hijo sano a través de una selección por medio de la IVG eugenética.
En ese sentido han sido claras las Cortes de Mérito,16 y todavía más explícita la Corte de Casación, que en más ocasiones ha excluido la configurabilidad de un aborto eugenético en el ordenamiento italiano.
Entre los unívocos pronunciamientos de la Casación sobre el punto,17 es necesario recordar la sentencia n. 14488/2004 en la cual expresamente la Corte así aclara: «No está reconocido en nuestro ordenamiento el aborto eugenético ni como derecho de la madre, ni como derecho que el que está por nacer puede hacer valer posteriormente al nacimiento, bajo el perfil de resarcimiento, por el ausente ejercicio».18
En definitiva: el aborto “terapéutico” es considerado no sólo legítimo, sino sobre todo, distinto del eugenético, que a su vez es fundamentalmente estimado ilegítimo.19
Sin embargo, es necesario admitir que más allá de la forma de la ley, más allá de los propósitos del legislador y más allá de las hercúleas fatigas hermenéuticas de las togas, no es así, porque en el momento en el que la ley primero y la jurisprudencia después admiten, si bien por medio de la restricción de las “horcas caudinas” del nexo de causalidad, el recurso a la IVG por anomalías y malformaciones del feto, el intento eugenético emerge con toda su fuerza, demostrando que es puesto en práctica y ampliamente logrado.20
La IVG, por tanto, ya sea que se practique bajo la fictio (ficción) de la terapeuticidad de la intervención en tutela del derecho a la salud de la madre, ya sea bajo la expresa motivación de la selección del que está por nacer a causa de sus patologías, se presenta como potente medio de selección eugenética que, como tal, no sólo no tutela el derecho a la salud ni de la mujer, ni obviamente del concebido, sino se muestra como grave violación de la dignidad de la persona porque es medio de discriminación entre los sanos y los insanos.21
2.3. Interrupción Voluntaria de la Supervivencia (IVS)
«Juzgar si la vida valga o no la pena ser vivida, es responder a la cuestión fundamental de la filosofía» [83, p. 7] así interroga al mundo actual Albert Camus.
Como hasta ahora se ha visto, si las patologías genéticas de los embriones son la causa de su selección; si las anomalías del feto son la causa de la interrupción del embarazo, no menos relevantes pueden ser consideradas las patologías crónicas, degenerativas, discapacitantes o terminales que, afligiendo con su bagaje de costos y sufrimientos físicos y psíquicos, [84] no pueden sino ser entendidas como legitimantes de la interrupción voluntaria de la supervivencia (IVS).22
En este sentido parece responder negativamente a la cuestión de Camus, Umberto Veronesi cuando escribe: «En Italia tenemos cada año 2500 suicidios y otros tantos intentos de suicidio. El suicidio no es un crimen, y no lo es obviamente tampoco el intento de suicidio. Entonces si no es crimen el suicidio o el intento de suicidio, me pregunto por qué un pobrecito que se encuentre en una condición de profunda degradación, de dolor, de sufrimiento mental y físico, y que pida dolorosa e insistentemente poder terminar su vida, no deba ser atendido en su deseo» [86, p. 81].
Yendo al derecho de rechazo o de renuncia [87] de los tratamientos médicos, [88-107] transitando por el suicidio médicamente asistido, [108-114] hasta llegar al derecho a la eutanasia, [115-133] incluso la infantil, [134-142] el derecho a la salud se quiebra y se fragmenta en la ya mencionada poliedricidad de métodos médicolegales tendientes a la concreción de un único objetivo común; es decir, la intervención de IVS.
La IVS de por sí no necesariamente implica siempre una finalidad eugenética, sino tal finalidad comienza a ser perseguida cuando es llevado a la práctica su objetivo eutanásico de poner fin a existencias consideradas ya no dignas de ser vividas.23
Se pueden en este punto localizar aquellas que se deben considerar como las dos corrientes de pensamiento principales sobre el argumento: la que afronta el problema desde el punto de vista exclusivamente social y colectivo, definible como “centrífuga”; y la que lo incardina, en cambio, en su dimensión peculiarmente individual y subjetiva, definible como “centrípeta”.
En la primera acepción, es decir, la centrífuga o social, es necesario regresar muchos decenios atrás en el tiempo, porque, más de un ventenio antes respecto al mecanismo tanatológico echado a andar por el régimen nacionalsocialista, ya autorizados pensadores habían conseguido legitimar la eutanasia de aquellas vidas consideradas no dignas de ser vividas en cuanto estaban afligidas por diversas patologías invalidantes.24
En el lejano 1895 Adolf Jost, en su Das Recht auf den Tod (El Derecho a morir) «sostiene que el control sobre la muerte del individuo corresponde en definitiva al organismo social, el Estado. Este concepto está en directa oposición a la tradición angloamericana de la eutanasia, la cual subraya el derecho del individuo a morir o a la muerte o a su propia muerte como reivindicación humana suprema. Por el contrario, Jost se refiere al derecho del Estado a matar», [145, p. 70] a sentir, en fin, “compasión” para conceder la Gnadentod, es decir la muerte como gracia.
La perspectiva social ve en la interrupción de la supervivencia del sujeto implicado no sólo un derecho del Estado para poder proceder cuando sucedan las condiciones, sino, incluso, el deber del Estado para proceder en tal sentido,25 por una finalidad bien definida; es decir, tutelar la salud de la sociedad, o bien, la salud del elemento fundamental del Estado mismo: en esta línea se expresan, por lo demás, con extremada claridad dos juristas del calibre de Karl Binding y Alfred Hoche que en su Die Freigabe der Vernichtung lebenusnwerten Lebens (la liberación de la destrucción de la vida indigna de vivir) de 1920,26 edifican la plataforma ético-médico-jurídica que pocos años más tarde ha podido constituir el sustento teórico de los programas de eutanasia, de los enfermos mentales por ejemplo, [147] previsto por el ordenamiento normativo de aquel que ha sido el régimen nacionalsocialista.
En dicha óptica, por tanto, la IVS es una medida eugenética inderogable en cuanto es socialmente justificada, es decir, tendiente a la tutela de la salud general de la colectividad.
La segunda perspectiva, es decir, la centrípeta o individual, en cambio, considera que la interrupción de la supervivencia no es otra cosa que la afirmación última y mejor de la absoluta e incondicionada libertad del sujeto, del individuo, de poder disponer, en obsequio a su mencionada libertad, también y sobre todo de su propia vida, sin intromisiones de carácter externo, como valoraciones de orden moral, jurídico, religioso o social.
La eutanasia, [148-157] en dicho trance, del mismo modo que a la diferencia, rectius (mejor dicho) igualdad, inherente a los efectos,27 ya delineada entre selección eugenética estatal y selección eugenética liberal; viene a ser presentada ya no como instrumento de selección coercitiva del ordenamiento estatal, sino que se vuelve un derecho reclamado por el individuo en cuanto dueño de sí,28 si bien no por esto menos jurídicamente problemática [160].
En una determinada circunstancia patológica,29 más o menos grave, [163] el individuo que considera haber perdido toda dignidad en seguida del juicio (arbitrario) de la carencia de calidad de su propia vida,30 pretende legitimar la propia IVS no tanto como un mero rechazo del tratamiento médico,31 cuanto sobre la base de su propia exclusiva, absoluta -es decir privada de vínculos- e incuestionable voluntad.32 En la ya mencionada óptica individualista, entonces, el acto eutanásico en el cual se verifica la IVS es, en el supuesto de la continuidad del ejercicio del propio derecho a la salud, una medida “auto-eugenética” que el sujeto toma sobre sí en cuanto tiende a eliminar no ya el sufrimiento, sino al sufriente -es decir, a sí mismo-,33 como en el fondo sucede en toda praxis eugenética.
Aun no pudiendo ser ignoradas las consideraciones a este respecto de Platón, [167] de Aristóteles, [168] de San Agustín34, que desde un punto de vista exclusivamente racional muestran la ilegitimidad ética y jurídica de todo acto suicida, sin excluir la eutanasia, es bueno tener en mente que, de hecho, tal tipo de acto es contrario a la razón, en cuanto, como enseña Kant, atenta contra la condición de pensabilidad de la misma libertad, abusando, disponiendo de la persona: «Los defensores de aquello sostienen que el hombre es un agente libre […]. Por lo que se refiere al cuerpo, puede disponer de él en muchos modos: por ejemplo, haciéndose cortar un absceso o amputar una extremidad o descuidando una herida; respecto del cuerpo corresponde a él hacer libremente aquello que le parezca útil y aconsejable: ¿no debería por tanto tener también la facultad de quitarse la vida, cuando aquello le pareciese como la cosa más ventajosa y recomendable? […]. Nosotros podemos disponer de nuestro cuerpo en vista de la conservación de nuestra persona; quien, sin embargo, se quita la vida no preserva con eso su persona: él dispone entonces de su persona y no de su estado; es decir, se priva de su persona. Esto es contrario al más alto de los deberes hacia sí mismo, porque es suprimida la condición de todos los otros deberes» [170, pp. 170-171].
En definitiva, si bien existen diferencias claras y relevantes, como es remarcado por autorizados observadores,35 entre los dos mencionados modelos de IVS, es también verdad que por lo que se refiere a los efectos -es decir, la selección de vidas consideradas por la colectividad o por el individuo ya no dignas de ser vividas- no se distinguen entre ellas por la violación del derecho a la vida que es el fundamento lógico y cronológico de aquel derecho a la salud, social o personal, que se pretende tutelar.
Si la vida que se somete al IVS es considerada no digna, significa encontrarse ya ante un proceso de negación del ser; es decir, del fundamento ontológico, que, como tal, no puede sino causar siempre una negación de la dignidad humana, precisamente aquella misma dignidad humana que, paradójicamente, se considera salvaguardar recurriendo a la IVS.
Para comprender mejor el sentido de todo esto se piense en las dramáticas páginas de la narración de Albert Camus con el significativo título La muerte feliz.
Cuando Mersault, ampliamente remunerado por esto, estuvo listo para matar a quien por necesidad lo había contratado, es decir, el viejo Zagreus -cuya vida era considerada ya no en calidad de continuar, es decir ya no digna de ser vivida-,36 temblequea. Pero Zagreus, cansado, enfermo, privado de piernas, así lo anima justificando su IVS: «Suprimo solamente un medio hombre, ruego que no se me tenga en cuenta» [172, p. 13].
Considerar a Zagreus solamente como un medio hombre para aminorar la relevancia (in)moral de su supresión, significa sustancialmente aminorar su humanidad; es decir, en definitiva, deshumanizarlo y, en consecuencia, anular su naturaleza de ente moral que como tal es siempre intangible, aun sin comprender, precisamente, que tal operación constituye una directa violación de la dignidad humana en cuanto, con las palabras de Abraham Heschel, «la anulación moral conduce al exterminio físico» [159. P. 41].
3. El derecho a la salud
¿Qué cosa es el derecho a la salud (DAS)? ¿Qué amplitud tiene? ¿Qué correspondientes deberes impone la tutela del derecho a la salud? ¿Precede o sigue al derecho a la vida?
Estos son algunos de los interrogantes que se pueden formular en torno al derecho a la salud para comprender su esencia, su origen, su función y su finalidad.
En este lugar no se puede exhaustivamente responder a todos los mencionados o a otros posibles interrogantes en tal sentido, pero se puede brevemente delinear una serie de reflexiones esenciales sobre el derecho a la salud para comprender mejor cuánto llega a ser tergiversado hoy entre la dimensión ontológica marcada por la visión eugenética, como ya se ha visto, y la dimensión deontológica de la dignidad de la persona (que aún se debe considerar).
Antes de toda reflexión ulterior parece oportuno considerar brevemente el escenario normativo y jurisprudencial.
En 1946 la Organización Mundial de la Salud (OMS) intentó, quizá en conato de neo-enciclopedismo, aportar y sacralizar la definición de salud, estableciendo universalmente que es «a state of complete physical, mental and social well-being and not merely the absence of disease or infirmity (Un estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de dolencia o enfermedad)» [173].
Según la OMS, por tanto, la salud es el resultado de un complejo proceso no sólo personal sino que se extiende incluso hasta el bienestar social.
Por su parte, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea [174] reconoce y tutela el derecho a la salud en el artículo 35 según las legislaciones y las prácticas de los Estados en particular.37
En fin, la Constitución italiana en la primera sección del artículo 32 prevé expresamente que «la República tutela la salud como fundamental derecho del individuo».
En esta dirección es necesario tener presente también la contribución de la jurisprudencia, al menos de la constitucional,38 que ha tenido modo de expresarse en diversas ocasiones sobre el derecho a la salud [175-176].
Para la Corte Constitucional, el DAS es «reconocido y garantizado por el art. 32 de la Constitución como un derecho primario y fundamental que impone plena y exhaustiva tutela».39
De la reconstrucción que del DAS realiza la Corte Constitucional se pueden recabar los tres elementos constitutivos que lo determinan: 1) se articula en situaciones jurídicas subjetivas diversas en dependencia de la naturaleza y del tipo de protección que el ordenamiento constitucional asegura al bien de la integridad y del equilibrio físicos y psíquicos de la persona; 2) es un derecho ERGA OMNES (para todos) directamente garantizado por la Constitución y por tanto factible y tutelable directamente por los sujetos legitimados, en relación a los autores de los comportamientos ilícitos; 3) confiere en concreto el derecho a los tratamientos médicos de los cuales, la determinación de los instrumentos, de los tiempos y de los modos dependen del legislador.
El DAS, en fin, parece componerse en modo bipolar (negativo y positivo) y tanto en sentido horizontal como vertical: negativo horizontal, por el cual cada uno de los asociados tiene el derecho a que ningún otro asociado merme su propia integridad psico-física; positivo horizontal, por el cual luego de lesión el sujeto legitimado puede actuar por la tutela de aquello que le ha sido sustraído con la violación de su propia integridad psico-física; negativo vertical, por el cual el ciudadano no puede ser obligado a recibir por parte del Estado tratamientos médicos contra su voluntad y de alguna manera violentando su persona, es decir su dignidad; positivo vertical, el ciudadano puede pretender del Estado la tutela de su propio derecho a la salud no sólo como principio, sino también y sobre todo, en concreto, con la legítima pretensión al tratamiento médico garantizado por el ordenamiento y ofrecido por el sistema de salud.
Quedando firme lo anterior, de carácter estrictamente jurídico, es necesario aún, sin embargo, aclarar qué cosa se debe entender por salud, evitando al mismo tiempo caer en la utopía de la definición de salud aportada por la OMS,40 así como en el eudemonismo particularista en el cual se desembocaría, considerando que fuese salud sólo aquello que hace feliz al sujeto, que, como tal, no podría ser considerado en una auténtica reflexión ético-jurídica sobre la salud en cuanto kantianamente destructor de toda moral.41
En un contexto histórico y jurídico en el cual el valor de la persona ha sido sustancialmente establecido como fundamento de toda reflexión del derecho es necesario, por un lado, evitar el paternalismo y, por otro, garantizar la autodeterminación del sujeto,42 evitando sin embargo la des-responsabilización del médico por un lado y del subjetivismo ético-jurídico por el otro.
Sin embargo, debiendo conciliar la ciencia y la consciencia del médico con la voluntad y el derecho a la autodeterminación del paciente, no se puede dejar de reconocer que la vida del paciente no puede nunca ser considerada objeto de disponibilidad, ni por parte del médico, ni por parte del mismo paciente (especialmente si es considerada colectiva o individualmente como vida indigna),43 ya que no se puede invertir la lógica intrínseca de la relación vida-salud.
La salud, como ha recordado Hans-Georg Gadamer, no es algo mesurable,44 porque «no es precisamente un sentirse, sino un estar ahí, un ser en el mundo, un estar junto a los otros hombres» [181, p. 122], por lo cual el derecho a la salud no puede ser opuesto o ejercitado en violación del derecho a la vida, siendo este último el fundamento lógico, cronológico y sobre todo axiológico del mismo derecho a la salud.
El derecho a la salud no puede ser considerado como el derecho a disponer de la ajena o de la propia vida, sobre todo si se comienza a definir la vida con base en aquello que, en modo sustancialmente arbitrario (es decir, sometido a la mera voluntad del legislador, del médico, del paciente o de una suma compuesta de elementos típica de una igualmente discutible bioética contractualista), [182] es considerado digno o indigno.
Para evitar tanto los abusos paternalistas del médico sobre el paciente o contra-paternalistas del paciente sobre la autonomía deontológica del médico, como la prosecución de fines eugenéticos o la degradación de la vida a mero agregado de funcionalidades eficientes, llegando a hacer la distinción entre seres humanos personas y seres humanos no personas,45 es necesario interpretar correctamente, según su relación esencial y sustancial, el derecho a la salud y el derecho a la vida, entendiendo, no ya el derecho a la vida en la óptica del derecho a la salud, sino exactamente al contrario, es decir, el derecho a la salud en la óptica del derecho a la vida,46 porque como puede existir una propiedad sin usufructo, no puede existir un usufructo sin propiedad, así puede existir una vida sin salud, pero no una salud sin vida.
4. La dignidad de la persona
«Es verdad que la nueva eugenética, aun si está orientada al bienestar de un individuo, puede tener consecuencias negativas sobre los demás, por ejemplo, sobre los discapacitados»: [185, p. 246] así reconoce el mismo Carlo Alberto Defanti ,demostrando explícitamente la peligrosa ambigüedad de toda selección eugenética, e implícitamente que la búsqueda de la perfección a través de la selección eugenética [186] es siempre un riesgo para la dignidad de la persona.
La dignidad humana, sin embargo, hasta el momento latente, se vuelve ahora patente, en el doble sentido de manifiesta y de sufriente.
La eugenética, practicada como tutela del derecho a la salud a través de la DGP, la IVG y la IVS, representa la violación más directa de la dignidad (de la persona) por al menos cinco órdenes de razones.
En primer lugar: la naturaleza del médico es la primera dimensión a ser tergiversada, porque, en la óptica de la selección eugenética, oculta tras el ejercicio del derecho a la salud, él pierde su propia dignidad en cuanto es privado de su propia autonomía de ciencia y conciencia, reducido a mero ejecutor de la voluntad del Estado o del paciente, sin tener en cuenta la objetividad ética y jurídica de la salud y de la vida de la cual él no puede disponer, como ya se ha visto, ni directa ni indirectamente con el consentimiento del paciente.
He aquí en qué sentido Karl Jaspers ha tenido modo de precisar que «el enfermo moderno no quiere ser tratado personalmente. Él se dirige a la clínica como a un negocio, para ser servido lo mejor posible por un aparato impersonal» [187, p. 47].
El médico y la medicina, en esta lógica, son lastimados en su propia dignidad porque son reducidos a uno de los tantos engranajes en los cuales se manifiesta la mentalidad consumista y comercial: el modelo hipocrático, es sustituido por un nuevo modelo que oscila entre lo tecnocrático y lo comercial, que han llevado a equiparar «la organización de salud a la figura de la empresa; y la imagen, por otra parte, heredada de la cultura anglosajona, del paciente, como ciudadano consumidor» [188, p. 75]
La relación médico-paciente no es ya humana, sino contractual; la relación entre el paciente y la muerte no es ya natural, sino artificial; la relación entre el médico y la muerte no es ya antitética, sino sintética, o mejor, catalítica, resaltando las justas y puntuales preocupaciones de Hans Jonas cuando escribe que «el paciente debe estar absolutamente seguro de que su médico no se vuelva su verdugo y que ninguna decisión lo autorice nunca a serlo» [6, p. 170].
En segundo lugar: la dignidad del hombre no es algo que se adquiere o se degrada según las circunstancias, las fases de la vida, las funciones y las capacidades desarrolladas o perdidas; sino que es el rasgo distintivo del ser del hombre que lo distingue del ser del resto de la realidad.
La dignidad del hombre es aquello que hace humano al hombre, no evitando simplemente que sea cosificado o que sea tratado a la medida de otras creaturas,47 porque eso no sería suficiente para comprender en qué sentido la persona tiene su propia dignidad.
La dignidad de la persona es dada por ser un ente dotado de conocimiento,48 o sea del órgano, implícito, [191] que permite distinguir el bien del mal no según el capricho individual, sino en sentido absoluto,49 es decir, según la verdad, o bien según la única efectiva garantía de las relaciones humanas.50
Precisamente porque la dignidad es la verdad acerca de la esencia de la persona, no se puede considerar disponible la persona misma ni siquiera con su consentimiento, como enseña Kant: «La humanidad en sí misma es una dignidad porque el hombre no puede ser tratado por ninguno como un simple medio, sino debe ser tratado al mismo tiempo como un fin, y precisamente en aquello consiste su dignidad» [194, pp. 333-334].
En tercer lugar: de todo esto deriva, precisamente, el concepto de persona que en cuanto tal [195-197] «no es el objeto más maravilloso del mundo», [198, p. 30] como enseña Emmanuel Mounier.
En esta perspectiva, por tanto, la persona o su vida no pueden volverse indignas o no útiles,51 porque la persona está constituida, además de por la conciencia y por la indisponibilidad, también y sobre todo por la no sustituibilidad.
John Harris, por lo demás, ha establecido como “principio de sustituibilidad” aquel con base en el cual es «moralmente equivocado introducir en el mundo sufrimientos evitables y que el sufrimiento es evitable cuando un individuo que es, o será, discapacitado puede ser sustituido por un individuo sano», asumiendo que la reemplazabilidad de los individuos no presenta problemas [200, p. 127].
Como ha explicado bien Romano Guardini, en cambio «la persona es esencialmente irrepetibilidad (Einmaligkeit)» y el hombre es «singularidad (Einzigkeit) cualitativa», [201, pp. 36-37] es decir, es este hombre que está aquí de manera irrepetible.
En cuarto lugar: el ejercicio del derecho a la salud con explícita o implícita finalidad eugenética no es ya expresión de libertad, sino exactamente lo contrario, y, como tal, ofensivo también de la dignidad de la persona.
La libertad, de hecho, no consiste en el arbitrio absoluto, es decir, desvinculado de toda consideración y principio de carácter ético o jurídico; sino en el actuar según la verdad, es decir, dentro de los límites del bien y del mal.
No por casualidad Hegel ha podido reconocer bien que «cuando se escucha decir que la libertad en general consistiría en el poder hacer aquello que se quiere, tal afirmación sólo puede venir de quien carece totalmente de formación de pensamiento» [202, p. 103].
En fin: el derecho a la salud ejercido para alcanzar objetivos colectivos o individuales, coercitivos o consensuales, de carácter eugenético, constituye una lesión a la dignidad de la persona, pero también al derecho mismo, porque lo reduce a mero instrumento de formalización de la voluntad, privado de todo argumento, susceptible de cualquier opinión, prescindiendo de su verdad, es decir, de la justicia.
En este sentido adquieren nuevo vigor las consideraciones de Piero Calamandrei para quien «existe el caso de que el inexperto y el aficionado (que es incluso peor) a la filosofía, se pongan a proclamar que el derecho consiste únicamente en el otorgar a todos su propia comodidad» [203, p. 69].
No obstante, si no fuese correcta la crítica de Calamandrei, como deja intuir la praxis bio-jurídica actual hasta aquí trágicamente representada, se debería decir sí a todo; es decir, aceptar el final del derecho y por tanto de todo derecho, incluido obviamente el de la salud, porque, como ha notado justamente Albert Camus, «decir sí a todo implica que se diga sí al homicidio» [204, p. 89].
5. Conclusiones
La técnica omnipresente y omnipotente, por tanto, corre el riesgo de desnaturalizar al ser humano, al derecho, al derecho a la salud, a la medicina y a la misma dignidad de la persona.
De hecho, no sólo como ha puntualizado Nikolaj Berdjaev, «el mecanismo de poder atrofia al hombre y quiere plasmarlo a su imagen y semejanza», pero es plasmada también la sociedad en su conjunto, la cultura en su totalidad, porque se instaura una verdadera y propia “cultura del descarte” [205, p. 35].52
En estas condiciones, no se trata de abolir la técnica o los mecanismos de poder, sino, como ha observado Georges Bernanos, «se trata de realzar al hombre; es decir, de restituirle la fe en la libertad de su espíritu, junto a la conciencia de su dignidad […] Antes que nada y sobre todo es necesario reespiritualizar al hombre. Para hacer esto, ya es tiempo de movilizar, de prisa y a cualquier costo, todas las fuerzas del espíritu» [207, p. 35].