Introducción
Visité Honduras por primera vez en julio del 2016, con ocasión del XIII Congreso Centroamericano en Historia, que se desarrolló en las afueras de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH). En esos días, la UNAH estaba tomada por el movimiento estudiantil. Una trayectoria de protestas estudiantiles que habían iniciado después del golpe de Estado del 2009 contra el presidente Manuel Zelaya Rosales (2006-2009), hacía que la ocupación del campus y la suspensión de las actividades académicas fuera sintomática y para entonces, esto ya formaba parte de la cultura política del movimiento estudiantil en ese país.
Protestas contra la corrupción, una fuerte oposición a políticos nacionales y autoridades universitarias, masivas movilizaciones opuestas a los aranceles que le imponían a los estudiantes, violación de la autonomía universitaria por parte del Estado y la imperiosa solicitud de investigar los crímenes violentos contra estudiantes universitarios, ejecutados durante el gobierno de Juan Orlando Hernández Alvarado (2014-2022), son solamente una reseña superficial del repertorio de reivindicaciones que daban sentido al malestar juvenil.1
En aquel momento, yo también era un estudiante y asistía con entusiasmo a aquel Congreso, para hacer mi primera exposición sobre la historia del movimiento estudiantil costarricense en un evento de ese tipo. Ante la toma de la UNAH, el evento académico fue trasladado a una explanada privada, más parecida a un salón de fiestas, donde se improvisaron mesas para un provechoso diálogo. La salida del campus no impidió, sin embargo, que el Movimiento Estudiantil Universitario (MEU) se hiciera presente en el acto inaugural del Congreso.
Con sus rostros juveniles, más evidentes que nunca por los pañuelos que los cubrían y con pancartas en sus manos, un grupo de jóvenes universitarios recordó el motivo de su protesta. Aquella toma no impidió, tampoco, que algunas personas curiosas desoyéramos la prohibición de ingresar al campus, para ver las pilas de pupitres que cubrían las entradas de los edificios, en una Universidad desolada en algunas partes y tomada por la juventud en otras. Para ese momento, todo me pareció novedoso; la cultura política de ese movimiento incluía murales con figuras de personas relevantes para toda la región latinoamericana como el subcomandante Marcos, el Che Guevara y Fidel Castro, o de otras menos conocidas internacionalmente, pero que son mártires y héroes estudiantiles locales, como también lo evidencian las paredes de las universidades públicas de Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Así, estos son campus que los jóvenes convirtieron y siguen convirtiendo en sitios de memoria desde el siglo XX. Allí conviven las “memorias de la denuncia y del elogio” del movimiento estudiantil.2
En esos campus universitarios, la historia y el recuerdo se conjugan para evidenciar la existencia de una memoria pública, es decir, una memoria cuyas huellas no están ocultas en las evocaciones privadas de sus protagonistas, sino en la historia pública de sus comunidades universitarias, que se manifiesta en la circulación y materialización de consignas, imágenes, monumentos y que difiere de la historia oficial al presentarse en forma de reivindicación beligerante y rebelde.3
Ante toda esta evidencia y con un conocimiento general sobre la historia del movimiento estudiantil centroamericano, en el 2016 todavía me resistía a pensar que en el caso de Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua pasaba lo que ya había constatado para Costa Rica. Junto a los murales y otras expresiones públicas de la memoria, junto a textos testimoniales y recuerdos divulgados coyunturalmente por protagonistas que fueron jóvenes y activistas en el pasado, y que rememoraban las glorias y los desafíos que experimentó su movimiento estudiantil durante la Guerra Fría, había una producción historiográfica reducida y un interés limitado por comprender la trayectoria de organizaciones estudiantiles activas en el siglo xxi.
En este artículo, presento una reflexión sobre los encuentros y desencuentros de la historiografía dedicada al estudio de los movimientos estudiantiles en Centroamérica con sus propias memorias y puntualizo en la distancia de este campo de estudios con aquel que aborda el mismo movimiento para el caso más amplio de América Latina. Para hacerlo, en este texto empiezo explicando los trabajos más relevantes de la historiografía del movimiento estudiantil centroamericano.
Enseguida, establezco una comparación de conjunto con algunas de las principales tendencias que he identificado en el último lustro para el caso de la historiografía sobre el movimiento estudiantil latinoamericano. Con esto, propongo que las producciones historiográficas sobre esta temática, si bien se caracterizan por su rigurosidad metodológica y por ser un campo de estudios prolífico, también han generado un recuerdo específico, en el que México y el sur de América Latina ocupan un espacio medular, del que Centroamérica ha sido marginalizado.
En este punto me parece importante hacer dos aclaraciones de orden metodológico: al ser este un artículo sobre la historia del movimiento estudiantil de Centroamérica y aunque la recopilación bibliográfica ha sido copiosa,4 sería un despropósito individualizar las contribuciones historiográficas analizadas para el caso de América Latina y bastante bien analizadas en otros balances sobre los estudios históricos del movimiento estudiantil de la región.5 Por lo tanto, he optado por citar solamente algunos de los trabajos más destacados al respecto y darle mayor énfasis a las producciones que focalizan en países centroamericanos como Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, sobre los que existe una cantidad menor de trabajos y cuyas posibilidades de investigación interesa delinear y puntualizar en este artículo. Así, este texto es una reflexión de las producciones historiográficas, y me desligo parcialmente de los trabajos hechos por otras Ciencias Sociales y de la gran cantidad de memorias publicadas por los protagonistas del movimiento estudiantil durante la segunda mitad del siglo XX, que se ubican en un plano del recuerdo y no dentro del escenario historiográfico.
Entre América Latina y Centroamérica
En 1969, Jean Meyer, el historiador franco-mexicano que ha dedicado su vida al estudio del pasado de México, publicó el primer texto sobre el movimiento estudiantil en América Latina. En el artículo, Meyer insinúa el impacto del contexto transnacional de 1968 en el movimiento estudiantil de la región y pone en evidencia a un actor colectivo de la sociedad cuyos primeros pasos podían rastrearse desde la década de 1910, pero que, para la década de 1960, era un movimiento renovado e influenciado por las reivindicaciones que caracterizaron ese período, entre las que sobresalen las voces de la nueva izquierda y de las juventudes francesas.6
Motivado por esta coyuntura, en ese texto Meyer se hace preguntas que guiaron estudios venideros sobre América Latina, como las interrogantes clásicas y ahora tradicionales, referidas a la unión del movimiento estudiantil con otros sectores, agrupados en las afueras del campus universitario, tales como las organizaciones gremiales. Propuestas como estas, más tarde fueron replicadas y complejizadas por la sociología anglosajona. La propuesta más conocida en este sentido fue de Immanuel Wallerstein, quien de forma original evaluó los movimientos estudiantiles de 1968 y a la luz de sus postulados teóricos, echó mano de una visión transnacional para valorar aquel contexto como una “revolución del sistema-mundo”.7
Luego del texto de Meyer, Enzo Faletto Verné hizo una interpretación sociológica, inspirada por la tendencia sociológica de la década de 1980 preocupada por estudiar los nuevos movimientos sociales. El sociólogo argumentó que la trascendencia de los movimientos estudiantiles en América Latina tomó fuerza en la segunda mitad del siglo XX, debido al incremento de la matrícula de jóvenes que realizaban estudios superiores y por la importancia que en este contexto ganaron las universidades públicas de toda la región. Según él, el financiamiento estatal a estos centros educativos y el peso de los intelectuales en las discusiones públicas en toda Latinoamérica había hecho que estas instituciones y sus integrantes ganaran un papel social destacado en toda la región.8
Así, el interés sostenido por esta temática ha generado una producción bibliográfica relevante y muy prolífica. El caso más destacado indudablemente es México, pero en términos generales, el movimiento estudiantil de la región ha sido analizado desde preocupaciones variadas, que van desde el financiamiento de estas organizaciones, pasando por la composición social y el género de sus integrantes, hasta el estudio por separado de las acciones de protesta que protagonizó la juventud universitaria durante la Guerra Fría. Los rasgos de este campo de estudios pueden notarse en compilaciones con pretensiones regionales. La más notable de ellas es la gran colección editada por la historiadora mexicana Renate Marsiske Schulte. Publicados desde finales del siglo pasado, los cinco tomos de Movimientos estudiantiles en la historia de América Latina hacen un estudio que abarca los siglos xviii al XX y exploran las acciones estudiantiles en México y en todo el sur de América Latina.9 Inclusive, a esta colección se suman los trabajos coordinados por la misma historiadora, que presentan estudios sobre sociología e historia de los movimientos estudiantiles continentales e insulares de la región.10
Un aspecto relevante que caracteriza a esta y otras compilaciones similares, así como a los balances escritos con el propósito de analizar el estado de la historiografía sobre el movimiento estudiantil con perspectiva latinoamericana,11 es la ausencia de estudios sobre las acciones estudiantiles en los países de Centroamérica: muestra de ello es que, entre las decenas de trabajos publicados en la gran obra de Marsiske Schulte, solamente figura ¡un trabajo! sobre el caso guatemalteco, y los otros países de la región están completamente ausentes de sus miles de páginas.12 Por su parte, al evaluar los balances historiográficos señalados, que anuncian hacer una exploración sobre América Latina, el caso de Centroamérica no aparece mencionado y no es extraño en estos estudios notar un salto geográfico que se extiende desde México hasta Colombia, región en la que la historiografía inicia nuevamente su camino hacia los casos más estudiados de Brasil, Chile, Uruguay y Argentina. Esto evidencia que la historiografía del movimiento estudiantil en Centroamérica ha sido mucho menos prolífica que aquellas preocupadas por el movimiento estudiantil en México u otros países del sur de América, pero lo cierto es que sí existen aportes relevantes para comprender las acciones estudiantiles del pasado centroamericano en los casos particulares de Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, aunque el único trabajo que ofrece una perspectiva centroamericana del movimiento estudiantil fue publicado a mediados de la década de 1980 por el historiador costarricense Paulino González Villalobos. El texto es valioso porque en él se evidencian las acciones más significativas hasta los momentos previos a su publicación. Se comparan allí las organizaciones más conocidas y los países más activos de la región, y en él se puede intuir una agenda de investigación que para entonces, no distaba de la que más tarde sería desarrollada en el resto de la región latinoamericana por este tipo de estudios.13
A este trabajo inaugural se unieron otros con perspectiva nacional. Entre ellos, Guatemala es un caso relevante. Tal y como sucede con otras coyunturas del pasado centroamericano, su movimiento estudiantil ha generado el interés de la historiografía anglosajona, y destacan entre los trabajos más relevantes los realizados por la historiadora estadounidense Heather Vrana. Allí se analizan las acciones estudiantiles de la histórica Universidad San Carlos de Guatemala (usac), que estuvieron atravesadas por el agitado contexto político guatemalteco durante la Guerra Fría. Entre 1944 y 1996, el país atravesó un proceso revolucionario al que se unieron muchos miembros de la usac, seguido de una contrarrevolución y una guerra civil. Vrana evidencia cómo, en todo este tiempo las dirigencias estudiantiles protestaron activamente y fueron víctimas de violencia, persecución y de marginación por parte del Estado y otros movimientos guatemaltecos,14 por lo que este período y las respuestas de la juventud al respecto, son los elementos más analizados por la historiografía de este movimiento estudiantil en el país.15
De acuerdo con la tendencia de trabajo trazada por Vrana y otras investigaciones, el estudio de Rodrigo Véliz Estrada y Johann Loesener es elemental y presenta una lectura novedosa para interpretar las acciones estudiantiles del pasado guatemalteco. Véliz y Loesener asumen una mirada crítica ante la bibliografía transnacional del movimiento estudiantil, que se centra en la radicalización y la simultaneidad de protestas transnacionales de la década de 1960. De su explicación se infiere que, si bien los universitarios de ese país tenían una consciencia clara y amplia del contexto internacional, en sus preocupaciones primaron reivindicaciones locales, y la represión militar de la época fue un condicionante que inspiró o detuvo su relación con distintos escenarios de protesta.16
El Salvador presenta una tendencia similar. Los estudios que se refieren a este movimiento estudiantil están de acuerdo en afirmar que, ante el conflicto salvadoreño que se extendió desde la década de 1960 y hasta los acuerdos de paz en el decenio de 1990, las juventudes universitarias asumieron un rol de primer orden. Como ya lo había explicado Dirk Kruijt para el caso de El Salvador, Guatemala y Nicaragua,17 los universitarios establecieron una muy estrecha relación con las agrupaciones guerrilleras y la composición de las guerrillas fue eminentemente juvenil, con una altísima procedencia de la Universidad de El Salvador (ues). En este país, la organización más destacada fue la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños (ageus), que el historiador Ricardo Argueta Hernández analizó para todo el siglo XX. Sus trabajos evidencian que este actor de la sociedad tomó un papel central en la política salvadoreña del siglo y que este papel se fortaleció justamente a las puertas de la Guerra Fría, así como en sus años finales, cuando las juventudes estudiantiles transmutaron en frentes guerrilleros y organizaciones políticas estructuradas relevantes hasta entrado el siglo xxi.18
Desde una perspectiva que une a la intelectualidad y la juventud salvadoreña, con la nueva historiografía de la Guerra Fría, el historiador Joaquín Chávez ha explorado el fenómeno del pensamiento religioso y con ello, demuestra que la radicalización de esa juventud estuvo inspirada en gran medida por la teología de la liberación en forma de un anticapitalismo católico, que llegó hasta las aulas y los campus universitarios salvadoreños con una antelación que precede a los casos más relevantes del resto de América Latina, facilitando que allí surgiera una nueva izquierda y una guerrilla de forma temprana, en comparación con otros países de la región.19
Aunque se sabe que, en Honduras, la historia del movimiento estudiantil es relevante y esa organización desempeñó un papel prominente en la democratización de la educación superior, en las batallas por la autonomía universitaria, en reivindicaciones gremiales y en la política del país durante todo el siglo XX,20 el desarrollo historiográfico del movimiento estudiantil en este país es particularmente menor al de otros países de Centroamérica. Como se intuye a partir de síntesis poco rigurosas al investigar el pasado,21 este país carece de una tendencia historiográfica sobre el movimiento estudiantil, pero debido a las acciones juveniles recientes y la impactante represión estatal contra el estudiantado, las juventudes estudiantiles ocupan un lugar privilegiado en la memoria del propio movimiento y de otros sectores de la sociedad hondureña.
Así, los trabajos escritos al respecto centran su atención en el período posterior al golpe de Estado del 2009 y se extienden a dos siguientes lustros. Al considerar este aspecto particular, parece claro que trabajos como el de Pablo Vommaro y Galel Briceño-Cerrato sobre las acciones del movimiento estudiantil hondureño entre el 2009 y el 2017, son depositarios del presentismo que contiene el recuerdo sobre las acciones estudiantiles en Honduras, pero atienden a una necesaria explicación de la historia reciente de ese país, en la que se sabe que el movimiento estudiantil ha desempeñado un papel destacado.22
El caso de Nicaragua, por su lado, cuenta con una cantidad reducida de producciones historiográficas, pero los recientes estudios de Claudia Rueda son altamente relevantes y permiten comprender este sector de la sociedad en la larga duración. Publicados en un contexto en que el movimiento estudiantil ha vuelto a tomar un lugar relevante dentro de la sociedad nicaragüense, Rueda estudia el papel de las organizaciones estudiantiles desde inicios del siglo XX y hasta la explosión de la Revolución sandinista. La historiadora elabora una hipótesis rigurosa de investigación con la que rastrea lo que ella misma llama una “genealogía de disidencia”, que se formó entre las diferentes generaciones de universitarios en Nicaragua, opuestas desde la década de 1940 al régimen de la familia Somoza.
Los trabajos de Rueda son un modelo para el estudio de este tipo de movilizaciones, porque evidencian la forma en que los líderes estudiantiles del pasado, con el paso del tiempo, se convirtieron en figuras políticas destacadas del medio nacional y en autoridades académicas, quienes mediante sus lugares de trabajo, se volvieron voceros e inspiración de las nuevas generaciones para perpetuar la oposición a la dictadura, que culminó en el ocaso de la década de 1970 en lo que sería el último escenario de la Guerra Fría latinoamericana.23 Al unir el estudio del conflicto armado nicaragüense con el del movimiento estudiantil, Rueda logra sortear una problemática que en el pasado limitó el desarrollo de la historia sobre el movimiento estudiantil en Centroamérica. Con una visión amplia, su análisis demuestra el nivel de involucramiento de las universidades en estos conflictos y argumenta que, lejos de ser tangencial, hay momentos de la historia nicaragüense en los que es imposible desligar al movimiento armado del movimiento estudiantil.
Todo apunta a que, el divorcio tácito que algunos historiadores e historiadoras de Centroamérica establecieron entre ambos actores de la sociedad, determinó también la baja producción sobre las acciones estudiantiles durante la Guerra Fría. Para el caso del movimiento estudiantil, esto ha resultado en un desarrollo más relevante de estudios sobre las guerrillas que de los movimientos estudiantiles, lo cual tiene también implicaciones sobre la jerarquía existente entre los movimientos sociales y sus acciones. Otro factor para tomar en cuenta en la explicación de esta tendencia es la implicación misma de las generaciones de profesionales en la disciplina historiográfica, que, al recibir su formación durante la misma Guerra Fría, en algunos casos fueron protagonistas o testigos de conflictos con los que más tarde, sintieron la responsabilidad intelectual, ahora superada, de “guardar distancia”. En este sentido, aportes tan valiosos como el de Arturo Taracena Arriola sobre su participación en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala son más bien excepcionales, a pesar del potencial que tiene la unidad entre la experiencia vivida y el estudio del pasado para explicar movimientos específicos y poco visitados en la región como el movimiento estudiantil.24
En Costa Rica, el movimiento estudiantil se enfrentó solamente a un contexto de violencia armada en los albores de la Guerra Fría, durante 1948. Al respecto, las investigaciones que puntualizan en ese movimiento, evidencian la profunda división heredada del conflicto y en ese momento se notan germinales preocupaciones de organización estudiantil en la Universidad de Costa Rica (UCR).25
Posterior a este período, lo cierto es que el escenario estudiantil costarricense estuvo desprovisto de movimientos significativos y consecuentemente, experimentó un desarrollo político distinto, aunque no excepcional o carente de conflictos, violencia y represión estatal. Todo apunta a que, debido a esta razón, este es el país de la región que acumula una cantidad más notable de publicaciones sobre el tema. El primer trabajo académico publicado sobre este tema fue una reconstrucción del perfil social e ideológico de los militantes universitarios de principios de la década de 1970.
Publicado en 1970 por Oscar Arias Sánchez, quien para entonces era un intelectual destacado, y años más tarde se convertiría en presidente del país en dos ocasiones (1986-1990 y 2006-2010) y en Premio Nobel de la Paz (1987), en el desarrollo de su trabajo, influenciado por el lenguaje de valoración de la Guerra Fría, se presentan factores desconocidos por entonces, como la existencia de agrupaciones marxistas que tenían una cantidad marginal de miembros en la UCR,26 pero cuya visibilidad empezaba a ser sobresaliente en el escenario político estudiantil. Así lo propondría también dos años después el filósofo Luis Barahona Jiménez, en un texto con valoraciones anticomunistas, pero destacado, pues en él están clasificadas todas las agrupaciones estudiantiles existentes en Costa Rica hasta el momento de su publicación.27
Luego de estos trabajos, publicados tras las acciones de protesta juvenil más recordadas por el movimiento estudiantil costarricense, en abril de 197028 fueron escritos otros que recibieron menor atención. Normalmente realizados como trabajos finales de graduación y con una perspectiva histórica poco rigurosa, este tipo de estudios tienen la característica de abordar temas como la participación política estudiantil en la misma UCR, que fue la única institución de su tipo en Costa Rica hasta 1971.29 A pesar de esta trayectoria, no fue sino hasta mediados de la década de 1980 que fue inaugurada una tendencia poco prolífica de estudios, centrados en el análisis histórico del movimiento estudiantil costarricense.
Los primeros trabajos realizados sobre este tema fueron escritos por Paulino González Villalobos, un joven historiador que había realizado sus estudios doctorales en Francia y que en su juventud fue miembro activo del mismo movimiento universitario. De manera inédita, los trabajos del historiador hicieron un balance de la historia del movimiento estudiantil costarricense desde finales del siglo xix y delinearon una trayectoria de acciones de protesta hasta la década de 1940, cuando muchos de esos jóvenes se involucraron en la Guerra Civil costarricense que tuvo lugar en 1948.30
Pasaron algunas décadas antes de que estos trabajos, publicados con una considerable distancia temporal, se convirtieran en un campo de estudios historiográficos con publicaciones sistemáticas. Así, a partir del 2015, al trabajo de Iván Molina Jiménez sobre la composición social de los estudiantes universitarios en Costa Rica durante la segunda mitad del siglo XX,31 le siguieron otros, preocupados por temáticas relacionadas con estudiantes de secundaria y universitarios de la UCR, que analizan temas como la matrícula y las controversias sobre la admisión universitaria en el país durante la segunda mitad del siglo XX.32 Por su relevancia en el recuerdo, ha llamado la atención de la historiografía costarricense el estudio de las protestas estudiantiles de abril de 1970.33 Estas manifestaciones representan el mito fundador del movimiento estudiantil en Costa Rica y siguen ocupando un lugar monopólico en el recuerdo, debido al escenario de violencia y represión que caracterizó su desenlace, cuando la policía golpeó a jóvenes y detuvo a cientos de universitarios movilizados contra la contratación que la empresa Aluminum Company of America (alcoa), negociaba con el Estado.34 Adicionalmente, el mismo movimiento estudiantil de la UCR ha sido analizado desde una perspectiva institucional, al existir trabajos interesados en las finanzas y la acción política del órgano oficial e institucional con que cuenta el movimiento estudiantil en la UCR.35
A partir de la década de 1970, cuando surgieron otras universidades en Costa Rica, el movimiento estudiantil se diversificó. Fue creada la Universidad Nacional (una) y el Instituto Tecnológico Costarricense (itcr) y hay trabajos que analizan a las juventudes movilizadas en ambos contextos.36 El caso más relevante es el segundo. Analizado por Molina Jiménez, el movimiento estudiantil de itcr experimentó una coyuntura de movilizaciones en los albores de la década de 1980, que terminaron en un proceso de democratización de los espacios de representación política.37 La relevancia de este caso, sin embargo, es otra que permite, ubicar al caso de Costa Rica en el contexto centroamericano.
En los textos publicados al respecto, el historiador evidencia que, como mecanismo para poner fin a las protestas estudiantiles, ciertamente las autoridades universitarias recurrieron a métodos como el diálogo y otros procesos de negociación con líderes estudiantiles. Pero avanzado el conflicto, cuando los universitarios sostuvieron una toma del campus, las autoridades pusieron fin a las protestas mediante la fuerza: la policía tomó el campus, detuvo a estudiantes movilizados y esta constituye una de las primeras acciones de violación a la autonomía universitaria en Costa Rica, marcando un precedente para los movimientos y las denuncias estudiantiles venideras.38
Memorias, omisiones y posibilidad es historiográficas
La producción académica señalada supone la necesidad de esbozar un porqué. Es decir, ¿por qué, con la existencia de una historiografía centroamericana del movimiento estudiantil y con una larga trayectoria de análisis, convive también una tendencia a la marginalización de este sector de la sociedad Centroamericana cuando el foco de análisis se amplía para el conjunto de América Latina?, ¿por qué, a diferencia de América Latina, Centroamérica tiene una cantidad de trabajos reducida dedicados a la historización de sus movimientos estudiantiles, si como se evidenció, en esos países sus jóvenes también fueron parte activa de movimientos guerrilleros y de procesos de transformación histórica?, ¿por qué Centroamérica no parece formar parte de América Latina en esta tendencia de investigación histórica?
Como se sabe, de todos los países latinoamericanos, el de México es el caso más estudiado. Hace algunos años, Eugenia Allier Montaño contabilizó no menos de dos centenares de trabajos al respecto y es claro que la coyuntura represiva de octubre de 1968 fue un desencadenante de este tipo de historiografía y es el contexto de protestas que más ha recibido atención; como la misma Allier Montaño lo evidencia en sus balances, la cantidad de fuentes son realmente inabarcables y las temáticas han estado centradas, tanto en preocupaciones clásicas de los estudios sobre el movimiento estudiantil, como en otros temas más novedosos, tales como las memorias y el estudio de los roles de género.39
La misma historiadora ha identificado toda una “historia oficial” del movimiento estudiantil mexicano, con características similares a las bien conocidas historias oficiales de los países de América Latina. Sobresalen en estos relatos la exaltación de sujetos masculinos que protagonizaron el pasado. Se recuerdan con gloria sus acciones y algunas personas y momentos como 1968 han sido ubicados en un plano mítico en el que no son aceptadas las lecturas críticas sobre el pasado.
Esta historia oficial del movimiento estudiantil, que se repite también para el caso de Costa Rica y otros lugares de América Latina,40 ha provocado que las acciones de otros movimientos estudiantiles relevantes queden en el olvido o que se conozca mucho menos de ellos. No obstante, lo mismo sucede en términos geográficos y temporales. La atención que merecen algunos casos del movimiento estudiantil latinoamericano en las décadas de 1960 y 1970, se traduce en un bajo interés por la región centroamericana y por otras temporalidades prominentes. Asimismo, esta tendencia también hace notar preguntas y agendas de investigación relevantes, todavía no exploradas en la región.
En primera instancia, es claro que, la predominancia masculina en los estudios sobre el movimiento estudiantil traza una línea en la que el género es una variante marginal para comprender las acciones juveniles. Los liderazgos de mujeres son un olvido o un silencio poco revisitado y la sexualidad es apenas una categoría cuestionada.
Otros estudios evidencian que los hombres, militantes de izquierda, políticamente comprometidos, líderes y protagonistas, se convirtieron en los portavoces de toda una generación estudiantil. En este sentido, la masculinización de la memoria operó en toda la región: las canteras del romanticismo revolucionario y los moldes para formar la masculinidad juvenil tendieron a tener rostros barbudos y valores heteronormativos.41 Como lo han afirmado Deborah Cohen y Jo Frazier al estudiar el caso de México, las acciones “feminizantes” como los afectos y las subjetividades no solamente quedaron fuera de las memorias de los movimientos estudiantiles, sino también de su historiografía.42
Otra tendencia relevante de este campo de estudios es el amplio desconocimiento sobre las organizaciones estudiantiles “conservadoras”. Se sabe muy poco de aquellas personas que en su juventud, mientras fueron estudiantes en las universidades de la región, se identificaron con colectivos y movimientos alineados a la derecha del espectro político o con las organizaciones de jóvenes anticomunistas; con la excepción de algunos trabajos que consideran las acciones de universitarios católicos,43 tampoco existe un conocimiento sistemático sobre la importancia que tuvo la religión entre estudiantes que vivieron el siglo XX, que como se sabe, no jugó un papel menor en los casos de El Salvador y Nicaragua, solo para mencionar dos casos paradigmáticos y ya estudiados en Centroamérica por Chávez y Rueda.
El último y más evidente rasgo que vale la pena mencionar respecto a la historiografía del movimiento estudiantil es su nacionalismo metodológico. Salvo muy pocos trabajos, normalmente realizados por la historiografía anglosajona, los trabajos escritos en toda América Latina son depositarios de perspectivas eminentemente nacionales de los movimientos estudiantiles; sobresale en estas visiones el estudio separado de acciones destacadas del pasado y nulas comparaciones geográficas. Escapan de esta tendencia los estudios de Jeffrey Gould sobre las juventudes comunistas en América Latina,44 así como las publicaciones de Chávez, Rueda y Vrana.
A diferencia de los estudios de caso sobre 1968 que inspeccionan ese año desde una perspectiva local, estos análisis visitan las implicaciones transnacionales que tuvo este momento, sus antecedentes y legados en los movimientos estudiantiles de la región. Al hacerlo, también plantean una aguda crítica al centralismo que 1968 asumió entre las historiografías relacionadas con el tema estudiantil y la manera en que la década de 1960 se ha considerado como un punto de partida y como el momento de ruptura de este actor de las sociedades latinoamericanas.
Aunque esto tiene una base empírica sólida, dicha tendencia es heredera de la hipótesis de investigación que planteó la historiografía anglosajona desde la primera década del siglo xxi y que se conoce como los Global 60’s.45 Estos estudios plantean que la de 1960 fue una década global, cuya característica principal fueron la simultaneidad de procesos como las protestas estudiantiles, cuyos ecos habrían llegado desde Francia, Alemania y Estados Unidos hasta América Latina. Este tipo de estudios mencionan que, en el contexto de 1968, muchos jóvenes universitarios se sintieron parte de una comunidad global de protestas.46
La relevancia de estos estudios causó un gran impacto en América Latina, y este ha terminado por convertirse en toda una categoría de análisis para la región. Es claro que, a partir del estudio de las acciones durante este año y de sus legados, los estudios regionales buscaron insertarse en un contexto global que, si bien tiene paralelismos en algunos países como Argentina, Brasil, Uruguay y México,47 lo cierto es que no pueden identificarse contextos similares en otros países de América Latina, lo cual advierte, como lo hacen los estudios sobre la historia global, la imperiosa necesidad de establecer comparaciones, contextualizaciones, conceptualizaciones y conexiones rigurosas que impidan forzar las hipótesis de este campo de estudios en boga durante las últimas dos décadas y que recupere el valor de lo que permiten las explicaciones locales.48 Adicionalmente, como lo evidencian los numerosos estudios compilados en la gran colección Decades in Global History, la propuesta de los Global 60’s es limitada, porque si bien, en esa década sucedieron coyunturas contraculturales que pueden explicarse con los lentes que proporciona la historia global, lo cierto es que una cuidadosa exploración de décadas precedentes y sucesivas, también evidencia de forma sólida la existencia de procesos globales que se extienden, al menos, entre las décadas de 1920 y 1980, con características distintas de procesos globales en cada una de ellas.49
Al estudiar el caso de Costa Rica y al constatar la información disponible para Nicaragua y Guatemala, es claro que, aunque en 1968 no hubo contextos de radicalización como en otros lugares del mundo, lo cierto es que este momento sí introdujo discusiones sobre contextos transnacionales y otorgó una idea más amplia a las generaciones de estudiantes, que se enfrentaron a preocupaciones globales como la guerra en Vietnam y las acciones de los Estados Unidos en el Tercer Mundo.50 Sin embargo, el campo de acción más relevante de ese año se dio en las memorias. Con los años y producto de la importancia historiográfica y testimonial de ese momento, las generaciones de jóvenes se reclamaron parte del contexto global de 1968 y desde ese lente significaron sus años como militantes del movimiento estudiantil de Costa Rica.
Por su parte, el aporte de Rueda es más revelador. Al mirar hacia el año de 1968 en Nicaragua, la historiadora sostiene que el impulso por comprender ese año ha marginalizado a los movimientos que durante ese momento no vivieron coyunturas de radicalización. El caso de Nicaragua es paradigmático: para 1968, el movimiento estudiantil había experimentado un proceso de represión estatal tan cruento, que las acciones estaban caracterizadas por la cautela y procesos de diálogo y negociación con las autoridades políticas del país y con los representantes diplomáticos estadounidenses, en una total asimetría a las juventudes radicalizadas de los países del capitalismo central.51
Vrana y Gould concuerdan con una idea como esta. Según sus estudios, las protestas estudiantiles latinoamericanas anteceden a los movimientos que caracterizaron el final de la década de 1960 y fueron las juventudes movilizadas en la región las primeras en demostrar la existencia de un intercambio global con ideas contra el colonialismo y los imperios;52 por lo tanto, es incompleto afirmar que aquellos años fueron convulsos como consecuencia de lo que ocurría en Europa y los Estados Unidos y parece más correcto pensar en un intercambio de ideas que no respondió a los sistemas de valoración tradicionalmente bipolares de la Guerra Fría, pues esto sugiere un determinismo imperial sobre el contexto latinoamericano.
Conclusiones
Visiones como estas son parte de los esfuerzos que la nueva historiografía de la Guerra Fría hace por comprender el pasado desde una óptica descentrada. Es decir, de valorar las influencias más allá de la visión tradicional del centroperiferia, para considerar la agencia histórica de los países influenciados por la Unión Soviética y los Estados Unidos, sin desestimar sus procesos de resistencia y negociación con los imperios, así como el margen de acción de sus élites.53
Frente a la desmedida atención que recibe esta coyuntura, todo indica que la historia, las historiografías y las memorias sobre el movimiento estudiantil han sido capitalizadas por “grandes” momentos del pasado, que generaron legados altamente memorables, liderazgos muy rememorados y una amplia producción académica sobre el tema.
Por otro lado, el rostro juvenil y triunfante de las protestas en Francia o en Alemania no es el mismo de las que acontecieron en América Latina, donde 1968 dejó tras de sí una memoria traumática,54 y con temas aun no esclarecidos, como la cantidad de jóvenes asesinados en México como parte de la represión del ejército contra las acciones estudiantiles. Así, aunque para el caso de América Latina este año puede funcionar como símbolo del protagonismo juvenil y como recordatorio de la agencia del movimiento estudiantil, también puede ser un interrogante sobre aquellos recuerdos omitidos u opacados por las glorias de otras acciones.
En el 2018, cuando los movimientos estudiantiles de América Latina recordaron el medio siglo del año de 1968, y el centenario de la Reforma de Córdoba en 1918, el movimiento estudiantil de Nicaragua se levantó de manera masiva y sostenida en contra del régimen de su país; a partir de ese momento, nuevamente empezaron a surgir preguntas sobre esa organización de la sociedad centroamericana. En ese mismo año se publicaron libros, artículos y memorias sobre el movimiento estudiantil en toda América Latina, pero nuevamente Centroamérica permaneció al margen de las preocupaciones de la historiografía sobre el movimiento estudiantil, opacado por aquellos contextos “más sobresalientes” de América Latina, por su propio contexto convulso y por las atrofias que el mismo contexto político genera en las memorias y los afectos de quienes se dedican al estudio del pasado o de quienes lo protagonizaron.55
Las tendencias mencionadas en este balance presentan una historiografía del movimiento estudiantil latinoamericano que todavía debe desprenderse de los marcos de análisis que resaltan las masculinidades, que privilegia el tratamiento nacional de los conflictos estudiantiles, jerarquiza algunas acciones sobre otras e intenta apegarse a las tendencias transnacionales de estudio, por más llamativo que esto resulte, para pensar en una visión de conjunto, que priorice el esclarecimiento de los pasados centroamericanos, a la luz de contextos latinoamericanos y transnacionales, profusamente estudiados. Por tanto, la historia del movimiento estudiantil centroamericano es bastante fragmentaria y tiene un desarrollo desigual. Resalta entre lo escrito una cantidad sobresaliente de testimonios y memorias, muchas menciones sobre coyunturas críticas, pero una cantidad no tan amplia de estudios historiográficos, en comparación con otros países de América Latina.
A inicios del 2020, el historiador Jeffrey Gould publicó un estudio sobre las utopías menores en El Salvador, Nicaragua y Uruguay que tuvieron lugar a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. En el texto,56 el historiador utiliza la metáfora de los árboles y el bosque: los árboles representan las organizaciones pequeñas, igualitarias, comunitarias y poco jerarquizadas, con denuncias y metas focalizadas y coyunturales, pero que revelan la posibilidad de cambios profundos. El bosque es el lugar donde los árboles se pierden de vista: aquellas organizaciones nacionales, con enormes estructuras de organización política, con una trayectoria de años y décadas y con liderazgos muy reconocidos. El trabajo defiende la idea de que la historiografía vuelva a ver los árboles y ponga su mirada en aquellos contextos que no encontraron grandes “logros” políticos, pero que posiblemente han sido transformadores del pasado y del presente. Al estudiar el caso de Costa Rica y al mirar hacia Centroamérica en conjunto, nuevamente me parece relevante ver hacia la Honduras del movimiento estudiantil agitado y radicalizado del 2016. Al mirarlo, es posible vislumbrar los árboles centroamericanos que, aunque no forman parte del enorme bosque historiográfico latinoamericano, permiten comprender los anhelos y los futuros imaginados que los movimientos estudiantiles buscaron construir durante la segunda mitad del siglo XX y hasta el tiempo presente.
Financiamiento
Este artículo es resultado del Proyecto de Investigación C0195 “La larga Guerra Fría en Costa Rica: estado, populismo socialdemócrata, representaciones y comunismo internacional, 1934-1978”, financiado por la Vicerrectoría de Investigación de la UCR y adscrito al CIHAC.