[…] hombre y animal caminando en sus soledades respectivas. William Saroyan, El Tigre de Tracy
Introducción
El repaso general de la obra de José de la Colina demuestra que en sus textos hay apariciones y reapariciones de algunos motivos que claramente le resultaron imprescindibles para la configuración de su arte a lo largo de las décadas en que se dedicó a la escritura de relatos y también a la preparación de artículos periodísticos (a veces firmados bajo seudónimo), crónicas, reseñas cinematográficas, traducciones, etcétera. Entre otros muchos temas, distinguimos las mujeres, ya sea como figuras míticas o de la historia, como inalcanzables divas de la pantalla o como prostitutas de San Juan de Letrán; el exilio, del que se ocupa no para mitificarlo, sino, al contrario, para quitarle la pátina que lo desdibuja; la traición cometida como producto de los amores mal entendidos y de los pactos rotos; las vidas y las muertes de los poetas, y los pasajes recordados por los lectores de la literatura universal y revisitados con un sentido del humor que avasalla lo puramente enciclopédico gracias a las minúsculas formas en que este se practica y por las sonrisas y complicidades que provoca.
Además de todos los temas que ya he enunciado, debe advertirse la presencia reiterada de los animales en los libros de José de la Colina, motivo que deseo rastrear en las siguientes páginas. Propongo revisar el desarrollo de su obra narrativa desde dicha perspectiva temática y considerando las innovaciones técnicas que De la Colina usó en sus textos, los cuales lo convirtieron en uno de los narradores importantes de la literatura mexicana contemporánea (Octavio Paz lo distinguió como el dueño de “una prosa viva y exacta, una de las mejores de su generación” [1987, p. 566]).
Es mi parecer que el tratamiento que hace de las presencias animalescas le sirvió para construir con soltura ficciones en las que casi siempre sorprende al lector por los artilugios con que otorga la última “vuelta de tuerca”. Como lo vio Adolfo Castañón, sus relatos nos llevan a un bosque en que no extrañaremos la flora ni la fauna, ni las referencias a otras obras:
Los cuentos de José de la Colina están inscritos en un círculo magnético de coincidencias y aspiran al insensato propósito de pintar el tiempo vivido y soñado. Su instinto narrativo lo lleva a descubrir o redescubrir lugares de la imaginación que recorren como un leitmotiv el bosque de la literatura narrativa (2014, p. 19).
Sin embargo, si nos atenemos al epílogo escogido por el autor para La lucha con la pantera (unas palabras del poeta Cesare Pavese), su mundo literario sería no el de un bosque, sino el de una selva.1 Si bien ese bosque o esa selva de José de la Colina no construye un zoológico ni un bestiario, como sí ocurre en la obra de algunos de sus contemporáneos (José Emilio Pacheco, Augusto Monterroso o Juan José Arreola), en sus cuentos hay una presencia significativa de animales que acompañan a los hombres.
De hecho, lo animalesco puede encontrarse también en unas declaraciones suyas acerca de lo que para él representó el cuento como especial género literario. En unas páginas prologales que, según nos advierte De la Colina, no son un prólogo (un poco a la manera de Ceci n’est pas une pipe, del famosísimo René Magritte), apuntó lo siguiente acerca del inesperado encuentro entre el creador y sus historias:
Sucede que casi nunca pesca uno el argumento de un cuento, por más que se esfuerce en ello de día en día; y en cambio es el argumento de un cuento el que lo pesca a uno, si lo pesca, e independientemente de que uno quiera o no ser pescado. En la naturaleza del cuento está el ser caprichoso, imprevisible e impuntual. Art happens (1998, p. XI).
Es muy clara la alegoría que emplea, y que no habría sido desagradable para otro maestro del cuento como lo fue Ernst Hemingway: la figura del escritor como la de un cazador que es a su vez cazado. Así explica el autor hispanomexicano las motivaciones detrás de sus relatos: como un efecto de lo espontáneo o de lo casual. En esa casualidad y en esa espontaneidad (art happens), sin embargo, radica el origen de esa prodigiosa máquina que permite revivir a Scherezada, la gran contadora de cuentos a quien De la Colina constantemente emula.
En su inicial libro Cuentos para vencer la muerte, publicado en 1955, nos topamos en primer término con una narración titulada “El heredero del pez de plata”, en la que un animal media entre dos personajes: un anciano y un niño. También en este volumen se incluye “Caricias a un enfermo”, cuento en el que se pulveriza lo maravilloso gracias a la presencia de una rata verdadera. Los siguientes dos libros de nuestro autor, acaso los más importantes de la producción literaria de este, poseen incluso animales en los títulos, Ven, caballo gris (1959) y La lucha con la pantera (1962), ambos editados por la Universidad Veracruzana, a los que dedico principalmente mi investigación.
Son tres las historias de Ven, caballo gris en que hay caballos: “Ven, caballo gris”, “La cabalgata” y “Caballo en silencio”. Por su parte, en “Nocturno del viajero”, un perro adquiere una relevancia inesperada como una especie de Argos infiel. De La lucha con la pantera resalto el texto que sirve para denominar la colección, más otro titulado “Dulcemente”, historia en la que los asesinatos de un perro y un jilguero parecen anunciar crímenes todavía mayores; y de El álbum de Lilith (1980-2000), “La Bella y la bestia”. En su obra de madurez (me refiero a la madurez tan solo por la edad) está “Gato trepado”, que originalmente apareció en su Tren de historias (1998) y que después obtuvo otro sitio en Traer a cuento, la recopilación más o menos incompleta de textos narrativos escritos entre 1959 y 2003. Es difícil no pensar que la inspiración de “Gato trepado” no haya sido su fiel y amada Polvorilla, gata de la cual hay suficientes datos como para pensar en un vínculo entre la realidad y la ficción.2
He hecho este repaso general para adelantar la idea que sigo en las siguientes páginas: la relación constante entre el mundo de los animales y las complejidades técnicas y poéticas que reflejan sus narraciones.3 Allí se hallan los cuentos que a continuación comentaré, no sin dejar de percibir las maneras en que los animales fungen en muchas ocasiones como evidentes símbolos del deseo, del amor, del miedo, de la soledad, etcétera; o, bien, como componentes que cumplen funciones específicas para la construcción eficaz de los relatos: hacen avanzar o retardan el desenlace de las tramas. También destacaré las consecuencias de las estrechas relaciones entre los personajes y los animales.
Como bien puede identificarse, mi interés por la presencia de los animales en la obra de José de la Colina radica principalmente en el hecho de que estos enriquecen su mundo narrativo de muy diversas maneras. La metodología que aquí sigo consiste en el comentario y en el análisis atento de los relatos y la búsqueda de los rasgos particulares de su sistema expresivo.
Las prehistorias de un cuentista: Cuentos para vencer a la muerte
Su primer libro de cuentos (o su “libro cero”, como él lo denominó) apareció en 1955 -es decir, cuando nuestro autor tenía 20 o 21 años- dentro de la colección Los Presentes, de Juan José Arreola.4 Acerca de la precocidad del escritor hay interesantes apuntes en La librería de Arana, de Simón Otaola; también en dicho volumen se señala la escritura de un libro no aparecido (puede suponerse que algunos de esos textos desechados pertenecerían al que sí fue el primer libro publicado de De la Colina, pero esta es tan solo una débil hipótesis).
Los Cuentos para vencer a la muerte revelan, entre otras cosas, las juveniles intuiciones de quien prevé que la escritura es más que un oficio: una pasión (“Escribir es un acto de amor, y sólo amando se vence a la muerte” [ 1955, p. 7]). Puede deducirse fácilmente que con el paso de los años el autor se sintió poco satisfecho con esta colección primigenia, pues no recogió dichos textos en la recopilación más amplia y completa de sus relatos (Traer a cuento). Sin embargo, en los Cuentos para vencer a la muerte ya se distingue una característica que era absolutamente relevante para él como inventor de ficciones: la alta conciencia literaria en la construcción. Es parecer mío, sin embargo, que en este volumen no pudo resolver este detalle y que en los siguientes libros sí halló brillantes estrategias mucho más sutiles y eficientes, y el tratamiento de los animales se destaca en dicho sentido. Deseo no olvidar este “libro cero”, pues nos servirá para aquilatar los cambios en su prosa y en el arte del relato tal como lo ejerció José de la Colina. Por cierto, para la edición de Traer a cuento solo salvó tres de las narraciones de La lucha con la pantera; esto nos habla de una alta exigencia y de un talante crítico con las obras propias.
La anécdota de “El heredero del pez de plata” es bastante simple, como sencilla es asimismo la estructura de este cuento más bien fallido: un profesor de historia natural se plantea la escritura de un tomo en que quiere indicar datos e informaciones conocidas acerca de la naturaleza; el personaje tiene por único acompañante un pez. Cuando siente la llegada de la muerte, repentinamente se levanta de la cama, se lleva la pecera y busca a quién regalar el animal, situación que carece del más mínimo rastro de verosimilitud. En la calle se encuentra con un niño, le entrega el pez sin asegurarse de que sabe cómo alimentarlo y el hombre después se muere. El cuento cierra con algunas ideas acerca de la improbabilidad de la historia (“Esa es toda la historia. Puede parecer mentira, pero os ruego que creáis en ella” [1955, p. 16]) y con la archiconocida y típica frase popular “colorín colorado, este cuento se ha terminado”. Es una historia previsiblemente lineal y en la que el animal sobre el que se recarga la anécdota carece de un significado o un peso simbólico más allá de ser el único acompañante de un hombre bastante improbable. Hay que decirlo, se trata de un cuento malo, en el que De la Colina todavía no hallaba los elementos necesarios para validar la noción de que el arte sucede, y en el que buscaba imponer una lectura metaliteraria. Sus falencias se deben a dos motivos: la escasa originalidad en la estructura y la sensación que permanece en el lector de que aquello carece de algún elemento lo suficientemente sugestivo como para pensar que existe un trasfondo en las acciones. Es decir, José de la Colina todavía no descubría los elementos esenciales para que el relato funcionara y para que la presencia animalesca contribuyera en el planteamiento de la historia.
Otro texto de Cuentos para vencer a la muerte que debe destacarse aquí es “Caricias a un enfermo”, cuya historia parecería erigirse sobre los principios de lo maravilloso, solo para terminar imponiendo una imagen de absoluta y real decadencia. Un hombre convalece solitariamente de una enfermedad en una pensión; identifica, durante el reposo, el tacto de una mano femenina que lo consuela y lo acaricia. En las últimas líneas, el narrador nos revela la naturaleza real de la atenta mano. El texto recuerda un cuento del poeta Gérard de Nerval y otro de Guy de Maupassant, y también la reformulación llevada a cabo por Alfonso Reyes en “La mano del comandante Aranda”:
El enfermo se incorporó sobre la almohada y vio la mano blanca en el suelo, junto a la cama. Se ha escondido allí debajo para que no la vea la patrona, pensó. La mano se movió hacia un rincón, primero lentamente y rápido después. ¡Chas!, se oyó en el rincón. La mano quedose quieta. El enfermo se incorporó más, con todo el cuerpo en tensión. Sonaban los sopletes, los remaches, los taladros. El enfermo sintió que su corazón se vaciaba, que sólo quedaban en él las penas, las noches tristes, los días de lluvia, carteles desgarrados, pitidos de trenes, música de organillo, viento que arrastraba polvo, angustia y muerte. En ese momento entró en el cuarto la luz de los soldadores y el enfermo vio, allá, en el rincón, una rata blanca, una rata de laboratorio atrapada en una trampa de resorte. Era su mano blanca y suave, asesinada. Y el corazón quedaba vacío con latidos huecos y tristes (1955, p. 51).
Finalmente, y todavía en Cuentos para vencer la muerte, en “El niño blanco y el cazador negro” De la Colina dispone la historia en la República Dominicana, país donde vivió una temporada durante el exilio. Los dos personajes del título conversan y reflexionan acerca de la vida desde un punto de vista aparentemente panteísta. El cazador negro tiene la oportunidad de matar varios animales, pero rechaza hacerlo; para el niño resulta incomprensible tal actitud siendo él un verdadero cazador. Solo puede explicarse su conducta bajo la consideración de que para el hombre negro todos los seres se hallan conectados los unos con los otros. Lejanamente, este texto recuerda en algo al cuento “Hombre”, de William Saroyan, historia perteneciente al volumen El joven audaz sobre el trapecio volante (2004). En algunas de las reseñas de la época se insistió en la influencia que este autor de origen armenio tuvo en los relatos de José de la Colina por la buscada ingenuidad con que construye sus narraciones.5
La maestría del narrador: Ven, caballo gris
Ven, caballo gris es probablemente una de las colecciones más destacadas de la cuentística mexicana del pasado siglo. Para concebir la evolución en la escritura del cuentista, ha valido mucho la pena leer el primer volumen suyo y comparar la madurez con que escribe los textos de este segundo libro de cuentos y la forma en que incorpora a los animales. Al momento de preparar y de editar la obra, De la Colina se percató de la recurrencia con que iban apareciendo los caballos en por lo menos tres de las narraciones. Este rasgo sirvió para que el libro se convirtiera en un volumen conformado no de manera accidental, sino con imágenes que le otorgan coherencia, fluidez y continuidad.6
El epígrafe bajo el cual agrupa los relatos es toda una poética; son unas palabras de Joseph Conrad, uno de los autores favoritos del escritor. En ellas se declara que la misión literaria va más allá de captar un momento de la vida; lo que verdaderamente se busca es “mostrar su vibración, su color y su forma, y a través de su movilidad, su forma y su color; en revelar la substancia misma de su verdad; en descubrir el secreto evocador, la fuerza y la pasión que se esconden en el corazón de cada instante persuasivo” (1959, p. 7). Esto es precisamente lo que se logra en los relatos de este volumen. Más allá de narrar lo que acontece, el trabajo del narrador -y del cuentista- consiste en la difícil tarea de ir en pos de las verdades escondidas detrás de los acontecimientos.7
Ven, caballo gris abre con “La cabalgata”, narración que De la Colina dedicó a José Emilio Pacheco. Originalmente se publicó en la Revista de la Universidad en enero de 1958, pero sin la dedicatoria. Se trata de un cuento en que identificamos rápidamente al personaje principal, aunque no se mencione su nombre: el poeta y también caballero Jorge Manrique. En la publicación primera, sin embargo, sí se incluyeron en el epígrafe algunos versos suyos junto con su nombre para orientar al lector.
El protagonista de la historia se encuentra en un momento previo al arduo combate. Podría suponerse que la razón mayor para sentir miedo sería la posibilidad de morir peleando; pero es otro el motivo de los desvelos del combatiente: los amores que sostiene no con su esposa, sino con una dama presumiblemente de la corte. Se nos revela la personalidad del protagonista gracias a la estratégica inserción de unos versos manriqueños, ahora sí, como parte del texto, y después por algunas referencias históricas muy precisas.
Es de destacarse que encontramos no solo la narración de los momentos que van transcurriendo en la temporalidad presente, sino que se introducen en ella elementos pretéritos que enriquecen la configuración del personaje y del drama personal que se vive más allá de la lucha inmediata -además de las cuitas amorosas, la muerte de su padre, motivo por el cual escribe Manrique sus versos más recordados-. De la Colina incorpora pasajes en los que conocemos los pensamientos más íntimos del hombre y los destaca por medio del uso de las cursivas. Es relevante señalar este uso, pues es uno de los recursos con que innova la escritura de sus cuentos (la utilización especial de la tipografía y la simultaneidad de las temporalidades). Hay un instante en la historia en que el caballero tiene que hacer patente su ánimo para entrar en la lucha; es entonces cuando se logra comprender a qué cabalgata hace referencia desde el título:
Vio venir hacia él, sujeto por firmes manos, su caballo. Se acercaba con el cuello arqueado, uniendo y desuniendo los cascos con los cascos de su propia sombra, las narices humeantes, los belfos húmedos… Lo montó cuando otros jinetes le rozaban ya con sus cabalgaduras. Un guante negro se había alzado para apremiarle. Aguijoneó al caballo y tomó su lugar entre los guardias de Castilla que debía capitanear. En la hilera, las cabezas de los animales remedaban un oleaje multicolor (1959, p. 13).
Además de hacer patente la presencia de los caballos, hay otro elemento que debemos registrar, pues es fundamental para el desarrollo de la historia: ese guante negro lo ha apremiado junto con su espada. En “La cabalgata” reaparecerá ese mismo elemento conforme nos acerquemos a la conclusión; por su reiterada presencia, y por lo que se indica, comprendemos que se trata de un componente que sirve para transformar una historia anclada en un ambiente realista en una narración de corte maravilloso. Casi al comienzo, el narrador establece que el guante negro parecía una emanación del protagonista. No se trata, sin embargo, de un hombre, sino tan solo de una mano. El lector ha de intuir que debe de pertenecer pues a otro personaje, pero ¿a quién y por qué? Cuando la cabalgata acelere su paso, lo acompañará:
Acortaban terreno: solitarios árboles huían hacia atrás, rozándolos apenas con sus hojas; montículos subían y bajaban como ondulaciones de una parda alfombra sacudida bajo ellos. La mano enguantada en negro y la llama de acero se alzaban y bajaban una y otra vez, seguidas de colas y grupas atropelladas, desdibujándose en la polvareda acuchillada por sesgados rayos de sol (1959, p. 14).
De acuerdo con el narrador, cuando el caballero Jorge Manrique se acerque al lugar de la pelea montando su caballo notará que otros hombres se han adelantado (¿se trata de un ejército espectral?) y que él está confinado en la retaguardia. Es en ese contexto donde presenciamos la entrada de lo maravilloso, y es la mano enguantada el dispositivo que logra transportar el caballo. Es acaso la presencia fantasmal de su padre muerto quien lo empuja hacia el honor y hacia la muerte; lo coloca mágicamente en la primera línea del combate.8
Los últimos párrafos del cuento deslumbran al lector por la manera enigmática en que se resuelve la historia, por todo lo que ocurre y allí se sugiere. En la última escena hemos de destacar, por supuesto, la presencia del caballo que, al no frenar, colabora para ese encuentro con el destino. Por él se acelera el desenlace:
Sus compañeros y él tardarían algún tiempo en llegar a la refriega, pero los cascos sonaban más lentamente, se diluían en el silencio, y jinetes y caballos rozaban apenas el suelo, parecían flotar en el aire.
Vio alzarse el guante negro y la espada, pero no entre los suyos: entre los jinetes adelantados, y vio cómo guante y espada eran derribados de un lanzado. Volvió el rostro: el jinete de los guantes negros no había caído, cabalgaba a su lado igual que hasta entonces.
Un ramalazo de lucidez le reveló que los mismos jinetes que flotaban a su lado cabalgaban allá delante, capitaneados por un jinete que él conocía. A pesar de la distancia vio el rostro, vio la mejilla abierta y en carne viva, los rojos tejidos, el blanco del pómulo, el pus. El rostro comido por la enfermedad. Volviéndose hacia mí, mostrándome silencio. Guerreando. Condenándome. ¿Pero por qué? ¿En qué he traicionado a mi estirpe? Lanzó un grito de terror: aquel jinete no era el Maestro, sino él mismo. Y se vio allá, embistiendo hasta la entrada del castillo, abatiendo la espada sobre los contrarios: se vio alcanzado por una flecha, expulsando un violento chorro de sangre, cayendo de la montura.
Oyó un gemido y al volverse vio que el jinete de los guantes negros, atravesado por una lanza, se inclinaba sobre el pescuezo de su cabalgadura y se deslizaba hacia abajo.
El amigo de mi padre, el marido, el dueño de la grisazul mirada y el paso susurrante. Algo empujaba su sangre, concentrándola en el pecho y en las manos. Como si su padre le hubiera habitado el cuerpo, obligándole a embestir.
Se encontró en la puerta del castillo, alzando y abatiendo furiosamente la espada sobre pechos y cráneos, y cuando escuchó el zumbido, quiso frenar el caballo, echarlo atrás, pero ya era tarde (1959, p. 15).9
“Caballo en el silencio” nos remite al mundo caribeño y al ambiente de la infancia. Antes de que comience el relato, en la edición de 1959 se inserta un dibujo realizado por De la Colina que nos sirve para conocer por adelantado el desenlace; se trata de un caballo tumbado que refleja un gran sufrimiento y que está rodeado por las estrellas en la mitad de la noche. Originalmente este cuento apareció en 1956 en la Revista de la Universidad y con dibujos del pintor Juan Soriano (los hermosos dibujos de Soriano no representan tan expresiva y explícitamente la escena). En una entrevista concedida a Miguel Ángel Quemain (2011), De la Colina resalta el ritmo que buscó conceder a la historia y que reproduce el de la cámara lenta. Para José Emilio Pacheco, sin explicar las razones para la afirmación, en su reseña del libro lo cataloga como un “relato poético” (1967, p. 637) y lo compara con la obra del casi olvidado Saroyan.
El protagonista lleva por nombre Fernando y, al igual que el autor del relato, es hijo de exiliados. Al inicio, Fernando está en su cama, y lo que experimenta físicamente es descrito haciendo uso de una palabra bastante peculiar dentro de ese contexto doméstico:
Yacía en la cama sin desear el sueño, oyéndose; escuchando el galope de sus ocho años a través de la sangre o en esa increíble vastedad del pecho, ese galope que se detiene asustado cuando escucha el quejido de las paredes de madera y continúa después, pero más rápido y desacompasado (1959, p. 35).
Puse en cursivas la palabra galope para resaltar lo que más tarde será una realidad en el cuento: la fundamental presencia de un caballo.
El niño que protagoniza la historia es buscado por dos niños también españoles (Manuel y Jacinto Fillois) y por un adolescente de piel negra (Aquiles). En su compañía, y aventurándose por el campo, invaden un sitio que, si bien es parte de la realidad dominicana, parece revestido por una atmósfera poco normal:
El cañaveral se iba entreabriendo a su paso como una serie de cortinas de bambú que precediesen un espectáculo mágico; pasaron al hondón, cruzaron el arroyo y entraron -ya como abandonado el mundo anterior, como penetrando en un mundo de signos envueltos a la vez en el terror y el encanto- en el aire esponjado y vegetal de la jungla, bajo la solemne, inmóvil caída de las lianas (1959, p. 38).
Los niños no van a entrar en un mundo propiamente maravilloso; al contrario, lo que se nos reserva es la más cruda y la más violenta de las realidades. Empero, el acto no deja de tener implicaciones inesperadas: es una total introducción en el encanto y el terror. Aprovecharán, pues, la noche para molestar a un caballo viejo de nombre Amanecer. Tres de los niños lo montan (Fernando, Manuel y Jacinto), mientras Aquiles se asegura de que el animal no deje de trotar, pues le han pagado por sus servicios. Cuando se frena, descubren que el animal caminaba dormido. Ante este descubrimiento, Jacinto lo va a azotar con una brutalidad inexplicable: “dolor y sólo dolor más allá de la piel debió propagarse por la carne en hondas crecientes, llegando hasta los huesos, hasta el centro del sueño” (1959, p. 41). La reacción de Amanecer consiste en un acto de furor y de liberación: “se esfumaba en un galope furioso que pretendía despertar la tierra (y eso era, eso sería para siempre el recuerdo), un frenético galope sin riendas” (1959, p. 41).
Después de tirar a los tres jóvenes jinetes, tras salir corriendo, el animal cae muerto unos metros más adelante. Para ocultar el crimen en que han participado, mueven el cadáver con la intención de arrojarlo al barranco; sin embargo, la atmósfera que los envuelve sirve para resaltar el crimen que ellos han cometido sin proponérselo:
Corrían sumergidos en un terror de estrellas y cocuyos que se arremolinaban en torno, corrían acosados por su miedo, tirando todos hacia adelante como si llevaran algo más que un caballo -un caballo muerto-, algo más que la sombra de un caballo, algo más que la noche: como si llevaran el suceso, el horror del suceso […] (1959, p. 42).
Claramente, el caballo se convierte en un símbolo (“algo más que un caballo”). Es llamativa, por cierto, la reiteración de las palabras para insistir en que el acontecimiento tiene una dimensión añadida a la explicitada: como si… No es el asesinato del animal; es el horror y el terror de haberlo asesinado sin querer (“como si llevaran el suceso, el horror del suceso”).
Para rematar el relato, José de la Colina escribió un párrafo en que volvemos a encontrar a Fernando como al comienzo de la historia, en la mitad de la noche tendido en su cama; empero, la tranquilidad infantil que algún día conoció se ve permutada por la intranquilidad de una conciencia culpable:
[…] y del otro lado del lecho, al que se volvió para eludir rostro y pregunta, del otro lado, en el momento de apoyar la mejilla en la almohada, algo nacido del silencio -o tal vez el silencio mismo, pero con la forma de un caballo largo, ceniciento y rojo- corría para siempre en un desbocado galope, humeante de espanto bajo un cielo de estrellas y chicharras enloquecidas, y se detenía, y relinchaba interminablemente, hinchados de viento las narices, con aquella falsa sonrisa aleteando en los belfos azules (1959, p. 43).
Nuevamente, en la cama el galope se oye, pero ya no anunciando la aventura próxima, sino transparentando la culpabilidad. El cuento termina como empieza: con el protagonista en la cama, envuelto en un silencio que es la culpa y oyendo el galope. Incluso, podría decirse que el comienzo y el final del texto se confunden. Para Manuel J. Villalba este relato, al igual que “El niño blanco y el cazador negro”, es un bildungsroman, un relato de formación (2011, p. 619).
El último cuento del volumen con tema equino es “Ven, caballo gris”. Este posee una gran complejidad y una palpable densidad. Debe destacarse el hecho de que De la Colina haya escrito una historia en que la convivencia de temporalidades y realidades distintas -la vigilia y el sueño- para nada obstruye la construcción fluida del relato. Comienza con las enigmáticas palabras de Benjamín Moreno, que el lector busca de inmediato comprender y derivarán después en el leitmotiv del texto: “Esta noche viene”.
El personaje es un viejo combatiente que vive una situación precaria en una vecindad de la ciudad de México. Durante su vejez se dedica a sobrevivir y a repetir las historias de las batallas en que participó. El público que oye sus historias está constituido por los niños y por los muchachos que son sus vecinos. La rutina de vida que ha establecido se trastornará cuando los dueños de la vecindad tomen la decisión de derrumbarla. El único hombre que no abandona su hogar es Benjamín, y es entonces cuando luchará otra vez por lo suyo (incluso prepara su pistola para defenderse). De la Colina retrata de forma simultánea los pasajes más agitados de la lucha revolucionaria -se insertan las anécdotas vividas por el personaje-, y nos entrega la imagen patética y dolorosa del hombre que vivió mejores tiempos, que ahora es un pensionado pobre: un hombre que teóricamente luchó por su país y luego recibe lo mínimo para subsistir. Es la cara más triste, si se quiere, del proceso revolucionario (podría pensarse que hay cierta crítica social e histórica por todo ello). Entre las memorias antiguas, reaparece la entrada en una ciudad por medio de la desbandada de los caballos y la persecución de un especialísimo ejemplar gris:
[…] nos lanzamos a buscar los animales, que trotaban de aquí para allá por las calles, cada vez más asustados con las gentes. Yo lacé tres, pero uno de ellos, un potro precioso, de pelaje gris que le relucía como un cielo plomizo cruzado por relámpagos, tiró con tanta fuerza que me tumbó de la montura y las manos me quemaron, perdiendo pellejo con el roce de la riata. Al levantar la cabeza dolorido, lo vi perderse, la crin al aire como penacho de humo, los cascos silenciándose a medida que entraba en la oscuridad del llano […] (1959, p. 62).
La cita aparece en cursivas porque así se encuentran las líneas que corresponden a la voz de Benjamín Moreno; aparecen sus memorias con un estilo conscientemente fragmentario.
Antes había señalado yo que la primera línea del cuento se transforma y se convierte en el motivo de la historia; habría que agregar que la frase repetida, “ven, caballo gris”, es una invocación. Para que el caballo haga acto de presencia, Benjamín oscila entre permanecer despierto, para lo que bebe fuertes dosis de café, o refugiarse en los sueños, territorio óptimo para la aparición de las imágenes más especiales y amadas:
Mejor no tomar café, reunir sopor y luego sueño para que el caballo acudiera, porque acudía en el sueño, ya que del sueño había nacido. Lo esperaría sentado, porque sabía que acostarse era atraer la noche inquieta, de vueltas y revueltas en el colchón […] y sabía que el caballo vendría, aparecería más bien, como ocupando un súbito pensamiento de la noche. Sólo había que esperar (1959, p. 66).
Igualmente, el texto nos advierte de la procedencia de aquella especial imagen onírica y su transformación gradual en algo todavía más hermoso:
No recordaba cuándo, no podía fijar en qué momento, entre las grisuras, oscuridades y mapos del tiempo de atrás, el caballo se le apareció por primera vez en el sueño. Debió ser muchos años después de terminada la bola, cuando trabajaba como albañil en la ciudad de México, una noche en que logró dormir a pesar del dolor de la espalda: un caballo sin color, una pura sombra de caballo recortada en humo o niebla. Y durante sus varios trabajos -albañil, peón de carreteras, cuidados de caballos en el bosque de Chapultepec- el caballo apareció algunas noches (noches muy separadas en el tiempo, aunque el recuerdo las apretaba en una). Cuando pidió la pensión y se instaló en el cuarto de la vecindad, el caballo apareció más seguido, y una noche se mostró gris, el pelaje como un cielo plomizo cruzado por relámpagos; gris y con la cabeza alzada, las narices bebiendo el aire, las crines humeando contra el crepúsculo, todo el cuello enarcado desde los ijares hasta la quijada, los cascos chapoteando en las rojizas aguas de un río (1959, p. 67).
El caballo del relato que Benjamín contaba a los niños se iguala al caballo que empezó a definirse en los sueños del protagonista; o bien puede pensarse que fue al revés: la imagen del sueño se impuso sobre lo relatado. Lo que resulta relevante es que empieza a confundirse una cosa con la otra y que la estampa del caballo, la cual remite tal vez a la belleza, se convierte en un muy alto objeto de deseo. Por ello, no resulta raro que cuando espíe a una de sus vecinas (ignoramos si la imagen es real o es imaginada) se fije sobre todo en su cabello, acaso por la cercana relación fonética entre las dos palabras (caballo y cabello). A ella se le define como una “figura de cabello rubio” (1959, p. 68).
Algo más que debe distinguirse en la larga cita anterior es que aparece allí la imagen con que se cierra después el cuento y, según lo explicó De la Colina, desencadenó la escritura entera de este texto; esta contiene toda la poesía del relato: la imagen del caballo chapoteando en las aguas. Es una estampa de inobjetable belleza y plasticidad. Como lo vimos previamente en “Caballo en silencio”, De la Colina a veces adelanta las palabras o las imágenes pertenecientes al final de sus historias.
Casi al término del relato, el hombre recuerda un pasaje acaso imaginario; se insertan imágenes notablemente eróticas, las cuales vinculan al animal con las mujeres: “Tú, Benjamín joven, cabalgando en la nube de polvo, oyendo silbar las balas, abrazando mujeres morenas en los techos de los trenes, y los rojos cielos de Sonora corriendo hacia atrás” (1959, p. 69). En las últimas líneas -y con los ojos abiertos, dato que no puede pasar inadvertido-, el protagonista sospecha que el caballo ya no va a llegar; implora, sin embargo, su aparición con fervor (“Ven, caballo, y chapotea en el día” [1959, p. 69]). Así arribamos a la imagen verdaderamente poética del libro, la que parece justificar todo lo previo: “Estaba esperando cuando la noche volvió, como una ráfaga, y durante toda la noche el caballo gris con manchas negras estuvo chapoteando en la sangre de su corazón” (1959, p. 69). Es raro, por todo lo que se ha destacado, por la elegante forma en que conviven los planos temporales y las voces, por el intenso instante poético que se construye, que un atento lector como lo fue José Emilio Pacheco lo señalara en su reseña como el cuento menos logrado de Ven, caballo gris.
Por lo menos en dos entrevistas, José de la Colina habló ampliamente acerca de los orígenes secretos de “Ven, caballo gris”. Si bien puede resultar peligroso abandonar el análisis formal del relato y fijarnos en la interpretación personal del autor, me parece que en este caso es válido y aun indispensable hacerlo porque al explicar los orígenes del cuento elabora un interesante trabajo crítico acerca de su propia escritura. Al asegurar que realiza un trabajo crítico quiero decir que existe cierta distancia entre lo que escribió y la forma en que medita en torno a las características y las raíces de sus narraciones.
En primer lugar, hay que retomar la entrevista de 1987 que concedió a José Luis Ontiveros. En ella, el escritor recuerda al supuesto hombre de carne y hueso que peleó con la bola y que después trabajó como velador en la fábrica donde laboró su padre. De la Colina establece, además, que intentó recrear el estilo proveniente de un escritor admirado por él: “quise hacer una especie de pequeño homenaje a Rulfo, un tanto irónico pero sin mala leche; por eso el lenguaje de los relatos del viejo -de los relatos dentro del relato- es un tanto rulfiano” (p. IV). Sin embargo, lo más importante que podemos leer en el correspondiente comentario tiene que ver con el antecedente cinematográfico, el cual se cifra con estas palabras:
Hay todavía, que recuerde, un estímulo más entre los que me llevaron a escribir el cuento: yo había visto un filme francés, muy esteticista e indignante, titulado El sueño de los caballos salvajes. Se veía, en cámara lenta, una sucesión de muy bellas imágenes de caballo al galope y con la crin incendiada. Lo indignante está en que evidentemente el realizador había prendido fuego a la crin de los caballos para lograr efectos tan bonitos. Esto era muy impresionante, pero lo que recogí para mi cuento no es la imagen de los caballos en llamas, sino una imagen inicial, en que se veía el casco de un caballo golpeando tozudamente un charco, con un ruido de poderoso latido. La imagen me daba vueltas en la memoria, ligando las dos cosas: patadas del caballo-latir del corazón. El cuento nació de lo que sería su última frase, que fue lo primero que anoté, recuerdo, en un camión en el que iba, muy de mañana, a no sé cuál oficina en donde trabajaba: “Toda la noche el caballo gris estuvo chapoteando en la sangre de su corazón”. Es siempre una imagen poderosa, y a veces un motivo auditivo, lo que me sugiere un cuento (1987, p. IV).
En la entrevista que De la Colina concedió a Miguel Ángel Quemain (2011) repite prácticamente la misma información, pero agrega más datos interesantes que sirven para entender las raíces del poético final de “Ven, caballo gris”, sus intertextualidades:
Cuando empecé a leer a San Juan de la Cruz, para mí el más alto poeta castellano, él termina misteriosamente su magnífico poema de “Noche oscura del alma”, con una frase totalmente enigmática “y la caballería a vista de las aguas descendía”, ahí termina el poema. Pero eso lo descubrí después de haber escrito el cuento, y me impresionó mucho la coincidencia de un caballo con las patas chapoteando en el agua. Hubo una coincidencia más, con la película Andrei Rublev (1966), de Tarkovsky, que al final muestra la imagen de unos caballos que bajan a beber agua mientras llueve. Es casi la misma imagen que ofrece San Juan de la Cruz, a quien no creo que Tarkovski haya conocido, aunque él también era cristiano y místico. Son ese tipo de rimas, no rimas poéticas, pero sí rimas de la realidad con las obsesiones de uno, lo que me interesa y lo que me lleva a escribir, cuando escribo (2011, p. 6).10
Para complementar las informaciones en torno a “Ven, caballo gris”, es decir, las fuentes personales que José de la Colina compartió con sus lectores, falta agregar un ensayo breve, “El Tusitala Don Primo”, publicado en 2005 en su libro Personerío. En este recuerda al velador de la fábrica en que laboró su padre: don Primitivo. Después de una reconstrucción de su personalidad y de destacar su talento como nato narrador oral, el escritor incluye sin interrupciones los mismos acontecimientos presentados en “Ven, caballo gris”; me refiero a las aventuras bélicas y eróticas del improvisado soldado villista y su nexo con los caballos, pero ya sin el estilo fragmentario. Personerío es una colección de textos breves en que Primitivo aparece acompañado entre otros personajes a quienes De la Colina dedica también ensayos ricos en anécdotas y en comentarios ingeniosos, por Alfonso Reyes, Salvador Novo, Pita Amor, Octavio Paz, Juan Vicente Melo, etcétera.
Antes de finalizar esta interpretación y explicación de Ven, caballo gris, es necesario destacar un cuento más perteneciente a este volumen, “Nocturno del viajero”. De la Colina reelabora en este nocturno el mito de Odiseo (Rodrigo) en el contexto mexicano, de Penélope (Inés), de Telémaco y del perro Argos. El protagonista es un vendedor frustrado que vuelve a la ciudad de México tras hacer un viaje con sus pobres mercancías. Nuevamente, el escritor hace convivir allí diversas temporalidades, lo cual nos permite percatarnos de la monótona relación que sostiene con su esposa y del hijo que no tuvieron debido al aborto que él le solicitó tener a ella. Al acercarse a su casa, se encuentra con un niño que no es su hijo (un falso Telémaco) y con un perro que, a diferencia del noble Argos, es terriblemente agresivo y despierta todos sus miedos:
Al pasar frente a un portal oscuro, que se abría a un largo patio revelado vagamente por la luna, el miedo aumentó, tamborileó salvajemente en las sientes, en el pecho, en la garganta. Entonces escuchó el gruñido (el gruñido antes que nada, como lo había escuchado otras noches al pasar por allí), y supo que eso era lo que su carne había temido. ¡El perro!” (1959, p. 95).
Se trata, por supuesto, de un relato con una clara inspiración joyciana y que coloca a su protagonista en un muy reconocible contexto mexicano. Es inevitable ponderar el tratamiento en la representación del animal no como el ser que acoge con amor a su dueño, sino como una figura que desnuda la personalidad atribulada y muy poco heroica de Rodrigo. No lo reconoce: lo espanta. De este modo, y gracias a ese tratamiento original, De la Colina reinventa una imagen de la tradición literaria.
Una temporada en la selva: La lucha con la pantera
Los hallazgos de Ven caballo, gris se prolongan y se enriquecen en La lucha con la pantera: la convivencia armónica y conflictiva de diversas temporalidades, las voces que se van alternando e inmiscuyendo en la prosa del relato, las frases iniciales envolventes, los personajes que negocian con sus propios deseos, la carnalidad latente de las mujeres jóvenes, la presencia de animales que construyen los simbolismos de lo narrado. Esto último puede percibirse claramente en por lo menos dos de los cuentos.
El primer cuento de esta colección que debemos atender lleva por título “Dulcemente”. En él, De la Colina recrea la experiencia de los espectadores que abandonan la sala del cine en compañía de más personas, que admiran las mismas imágenes y posteriormente discuten los contenidos de la película recién vista; en este caso, una pareja de novios (Leonor y Esteban) y un amigo (el narrador de la historia). El cuento empieza con una larga oración que no da respiro al lector, que lo somete y que lo mete sin remedio en los acontecimientos narrados. Lo que se presenta en esa oración es la violenta y cinematográfica imagen del asesinato de una mujer. En esa escena se interrumpe la película para estos tres espectadores; han de dejar entonces la sala de proyección sin que se exprese el motivo.
Cuando se encuentran en la calle, todavía influidos por el ambiente del filme, intentan descifrar las razones del homicidio, sobre todo la psicología asesina del protagonista. ¿Es posible, sin embargo, definir cuáles son los motivos que influyen en las decisiones y en los comportamientos de una figura de ficción? Esteban defiende la idea de que el personaje era sin más un “asesino nato”, puesto que en la infancia envenenó un perro. Leonor, por su parte, propone que ambos actos -el envenenamiento del perro y el asesinato de la mujer- tendrían la misma raíz: el amor. Se trata, claro está, de una paráfrasis del famoso apotegma de Óscar Wilde: “Cada hombre mata lo que ama”. La joven también aduce que el asesino todo lo hace dulcemente, incluso el homicidio.
Mientras van caminando y discutiendo los contenidos de la película, de forma paralela los tres personajes construirán un triángulo amoroso: el narrador es el testigo de las muestras de cariño de los novios. Esto lo aparta de ellos y a la vez los remite a la dulzura que ella ha identificado previamente:
[…] y he visto los dos cuerpos juntos en pie, los dos rostros unidos, los labios que son de ella y los labios que no son míos haciendo el beso, y he visto cómo Leonor echa la cabeza atrás y el que no soy yo la tiene tomada por la cintura con una mano que no es la mía, mientras que con la otra no mi mano acaricia la nuca, dulcemente la acaricia, la nuca de Leonor […] (1962, p. 17).
De esta manera, el narrador, como ocurrió durante la estancia en el cine, se convierte en el espectador, pero en este caso de los escarceos eróticos de la pareja real.
El cuento termina con la llegada en solitario del narrador a su casa y con un gesto íntimo que lo reconfigura como un ser violento en ciernes; así se simboliza su celo y la construcción de una potencial agresividad asesina. Para que esto se plasme, no se recurre a la profética muerte de un perro, sino a la tortura de un ave:
Y entonces, cuando he llegado a casa, he permanecido un momento en el patio oscuro, mirando arriba las estrellas y abajo las paredes y las ventanas, escuchando el tintineo de la música y el tamborileo de mi corazón, y he ido acercándome, lentamente, como a través del agua, en el fondo del mar, hacia la jaula del jilguero, y lentamente he abierto la pequeña puerta de alambre, lentamente he metido la mano, con los dedos entreabiertos y corvos, y ahora el cuerpecillo caliente está en mi mano, latiendo y los ojillos y el pico se abren, pero aprieto, lentamente aprieto, y las alas palpitan, y aprieto, y los ojos se cierra como hollejos de garbanzo, y yo aprieto, aprieto muy lenta, dulcemente […] (1962, p. 17).
La violencia con que ataca al jilguero se expresa, sobre todo, gracias a la reiteración del verbo aprieto. Podría pensarse que el narrador estaría torturando al ave para así identificarse con el protagonista de la película y, en especial, con la interpretación que la joven propuso, pues la forma en que este ejerce la violencia se remata en el párrafo con la palabra dulcemente. En la conclusión así se sugiere la influencia del cine en el comportamiento agresivo del narrador. Por supuesto, en este juego de espejos -del cine a la realidad o de la literatura a la realidad- importa sobre todo no lo que se enuncia, sino lo que se sugiere: ¿qué significa que el joven haya decidido maltratar el jilguero?, ¿es acaso un signo de la envidia que siente ante los amores ajenos o es un signo de lo erótico?, ¿qué puede esperarse de él?
“La lucha con la pantera” es el más selvático de todos los cuentos escritos por José de la Colina.11 Y es una selva, entre otros motivos, por la mezcla si no caótica, sí considerable de imágenes procedentes de espacios eminentemente distintos; la selva es el sitio en que la fauna y la flora brotan sin un orden aparente más allá del capricho del mundo natural.
Podría decirse que es un texto en que se combinan dos tramas diferentes, que logran fundirse en un solo relato y en un solo lugar. El epígrafe del cuento aparentemente pertenece a Emilio Salgari y hace pensar, por supuesto, en los tradicionales libros de aventuras que alimentaron la imaginación de incontables niños y jóvenes de la época: “Deberás enfrentarte a la pantera, si deseas que te respetemos” (1962, p. 21).12 Ante las aventuras tradicionales de las manidas novelas de aventuras, en el cuento se propone otro tipo de expedición en la que el protagonista corre otros peligros de orden erótico o sentimental.
De la Colina presenta “con un ojo al gato y otro al garabato” la historia del cazador que se mete en los territorios de la selva con el propósito de cazar un anhelado animal y la historia del joven que conversa con la muchacha deseada en una cafetería (es un “perseguidor perseguido”). La revisión que propongo de este cuento se guía por las siguientes preguntas: ¿cómo el autor ha logrado imbricar estos dos espacios? y ¿cuál es la relación simbólica entre ellos? Como antes lo dije, De la Colina halló en la frase larga y envolvente uno de los recursos imprescindibles de su arte literario. Por medio de esa sintaxis compleja y a la vez fluida logra, en el comienzo del texto, que un ambiente desemboque en otro y que se constituyan como una sola realidad totalmente compenetrada:
Aturdido por el hambre y el calor, por la húmeda y pegajosa atmósfera emanada de las enormes plantas de anchas hojas relucientes, el hombre se detuvo en el lujurioso corazón de la selva y esperó, con rostro demacrado, sudoroso y barbudo, con los ojos a la vez temerosos y esperanzados, la llegada de la pantera, pero la fiera tardaba, era imposible saber por dónde venía, qué esquina estaba doblada, y como el tiempo se estiraba de un modo insoportable, el joven se levantó del asiento del rincón, en el cafetín atestado de estudiantes, fue hasta la sinfonola, introdujo una moneda, escogió una de las piezas y volvió a su mesa mientras la melodía empezaba a ocupar el espacio, rítmica y suave, por encima de las conversaciones. Sentado ante su café americano, tamborileó con los dedos en la mesa, tap tataraptap, apostando a su propio rostro, que lo observaba desde el oscuro líquido, a que no venía, a que sí venía (1962, p. 21).
Como puede observarse en la primera frase del cuento, en ella se combinan los dos ambientes señalados: la selva y el cafetín. Prácticamente a la mitad de la cita, y bajo la consideración de la linealidad que caracteriza la lengua y su funcionamiento, se establece el primer espacio (lo selvático) y después el otro (el café). Lo que aquí ocurre en una sola frase también sucede en varios de los párrafos del texto; en un solo párrafo bien puede la narración oscilar entre una cosa y la otra. Esto crea, por supuesto, el efecto de compenetración y unión entre los mundos literariamente referidos.
El lector descubre que las dos historias tienen en común un aspecto: la intención de asegurar sendas presas: la pantera y el amor de la muchacha. Es claramente una narración en que a la atención del lector se le exige seguir ese movimiento doble, entre un espacio y el otro, y aceptar la imbricación de ambos y la carga simbólica implícita en el arte de la cacería. La misma tensión que se genera ante la probabilidad o la improbabilidad de que aparezca la pantera es la que vive el joven que está esperando la llegada de su amiga y sus respuestas. Ese es el paralelismo que el autor establece en la doble concepción de la aventura: como un viaje hacia los territorios exóticos de la selva y como el diálogo entre el amante y su amada. Mientras él la espera en el cafetín, el protagonista la recuerda y ese inquieto intervalo lo lleva a dibujar el símbolo de la joven:
Una tarde habían ido con un grupo de condiscípulos al castillo de Chapultepec, y allá arriba, mientras anochecía sobre la ciudad, el viento la despeinaba, creando en torno a su cabeza un agitado halo de cabellos furiosos, de modo que él podía llamarla Leonora, Medusa o inquietud, y luego habían bajado a pie y los dos iban silenciosos detrás de los demás, que gritaban alegremente como para afirmarse en el anonimato de la noche, y ella lo había mirado un momento a través de la negra materialidad del aire, sus negros ojos acechando bajo el oscuro fleco, y él la hubiera llamado Patricia, Greta o locura. Mientras la canción sonaba en la voz del cantante norteamericano, empezó a dibujar en la servilleta, con trazos lentos, se diría que astutos, las formas elásticas pero inmóviles de la fiera inmortal. Entonces ella entró en el cafetín. Imaginemos la pantera, hermanos mortales. Su nombre es amor, muerte o locura. Sigilosa, en otro universo que el del ruido, lista siempre para saltar, armoniosa en su negra piel de eléctricos reflejos. Su nombre es amor, muerte o locura (1962, p. 25).
Al leer las líneas anteriores es clara la reaparición de una de las estrategias favoritas de José de la Colina en la escritura de sus cuentos: la convivencia de distintas temporalidades, lo cual le sirve inmejorablemente aquí para incrementar la tensión del tiempo presente de la narración. Además, en estas líneas establece cómo la mujer adquiere su representación simbólica; es una mujer, pero también un animal de la selva; es una mujer, y es todas las mujeres y todos sus nombres (como ocurre también en algunos versos memorables de Piedra de Sol, de Octavio Paz); es una mujer, y es el sujeto que despierta las emociones y las experiencias más radicales: inquietud, amor, locura, muerte. Para cifrar esto en diversos momentos del texto el narrador repite un verso de Garcilaso de la Vega que sintetiza los altos peligros del amor: “en amoroso fuego ardiendo”. De forma patente, dicho ardor se verificará o se confirmará cuando el muchacho tenga una erección.
Finalmente, debe señalarse que, al igual que en “La tumba india” -uno de los cuentos más recordados y antologados del autor hispanomexicano-, encontramos en “La lucha de la pantera” un texto en el que conviven las dificultades amorosas de los protagonistas con imágenes procedentes de la literatura y el cine. De esta forma logra hacer convivir diversos mundos que se reflejan los unos a los otros: de lo real a lo imaginado y de lo imaginado a lo cotidiano y propio de todos los días. Es así como termina al texto, con la imagen en que se lleva a cabo la apuesta más alta; por una parte, la defensa en contra del ataque de la pantera y, por la otra, la conversación postergada, la probable confesión de un amor:
-Bueno -dijo ella-. Quedé en verme con Marta. Dijiste que tenías que decirme algo. Y de repente, quebrando aquel hechizo sólo para crear otro más vasto y oscuro, desencadenando un tiempo que parecía no tener límites allí, en aquel claro de la selva, la elástica forma negra se desprendió del árbol, alada, silenciosamente, no como arrojándose hacia abajo, sino como si fuera a volar, y el cazador, totalmente indefenso, comprendió que sólo una entre mil probabilidades tenía de salir vivo de la selva, y por un momento, antes de enfrentarse al abrazo mortífero de la fiera, a sus ojos ardientes y a las silbantes garras sin piedad, miró la sonrisa inmóvil de la princesa, hermosa y sonriente entre la pantera y él, y algo le hizo saber, cuando las garras cortaban ya su piel, que la lucha aquella no sería la única y que otras luchas, ignoraba cuántas, le esperaban en el interminable, siempre repetido y siempre nuevo y desconcertante juego del perseguidor y del perseguido, así que se quedó callado, mirando los ojos de ella y tratando de sonreír, previendo lo que ahora dentro de un segundo, la voz de ella iba a decirle, estaba diciéndole, decía: -¿De qué querías hablarme? (1962, p. 28).
Conclusiones
Decidí estudiar la obra literaria de José de la Colina, en primer lugar, para destacar su importancia dentro del ámbito literario mexicano. Se trata de una figura sin la cual es difícil explicar muchos de los procesos culturales que se vivieron durante el periodo por su gestión en periódicos y revistas. Pero fue, sobre todo, un extraordinario ensayista y narrador. Si bien existen muchísimos artículos periodísticos que se publicaron tras su muerte, además del homenaje que en los años ochenta apareció en la revista Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, son pocos los estudios que encaran su obra cuentística desde la crítica académica.13
Planteé, en las anteriores páginas, que uno de los posibles caminos para leerlo consiste en el comentario de sus cuentos en que aparecen animales. Por supuesto, es un planteamiento limitado en el que se privilegia lo temático; entonces, es comprensible un reparo: los temas de un escritor son secundarios frente a los recursos y las estructuras que los textos acogen en realidad. En los temas no hay, pues, valor literario alguno.
De cualquier manera, establecí la aparición y las reapariciones de los animales como una recurrencia significativa e ineludible; podría decirse que en la medida que un elemento se repite con constancia se convierte en un dato relevante para la investigación y para empezar a identificar el sistema expresivo del autor con sus imágenes favoritas. Por razones de espacio, no comenté ampliamente los libros de la que podríamos denominar su última etapa, pero en ellos también encontraremos ejemplos de lo que he venido detectando.14
Por todo lo anterior, afirmo que es válido el estudio que aquí he propuesto: atender el tratamiento y la representación de los animales; sobre todo, insistiendo en sus funciones especiales dentro de los relatos. Desde su “libro cero”, los animales ocupan un lugar central y recurrente en las ficciones de José de la Colina; sin embargo, como se ha precisado, en las narraciones de Cuentos para vencer a la muerte el autor todavía no había encontrado los mejores mecanismos para crear los personajes y las situaciones.
Al leer este volumen se percibe, sin embargo, un detalle que caracteriza lo mejor de su producción posterior: la voluntad de que se conciban las historias narradas como artificios literarios explícitos. De la Colina profundizó en ello en sus siguientes libros. Tanto en Ven, caballo gris como en La lucha con la pantera, la complejidad de los relatos es, sin duda, admirable. No es extraño, por ejemplo, que José de la Colina nunca se conforme con lo puramente anecdótico, sino que se esfuerce por trazar la personalidad íntegra de los personajes: no lo que hacen, sino quiénes son verdaderamente. Es más, podría decirse que los personajes de los cuentos de José de la Colina más bien parecen creaturas provenientes de novelas por su alta densidad psicológica o emocional.
En las narraciones que he comentado se constataron los recursos narrativos que el autor usó para contravenir lo puramente anecdótico: la multiplicación de los planos temporales, la convivencia de voces narrativas diferentes, los usos creativos de la sintaxis, la búsqueda de atmósferas realistas pero hondamente poéticas, la fusión entre lo literario y lo cinematográfico. Es en ese contexto donde los animales han cumplido sus funciones identificadas: son quienes revelan algo esencial acerca de la personalidad de los personajes y son seres que sirven para, además, recalcar la literaturidad de lo allí representado. Si bien poseen, por lo tanto, cargas simbólicas, tal como se demuestra, no puede perderse de vista la forma en que participan en la construcción de las tramas como inmejorables dispositivos que reflejan las diversas complejidades a la hora de narrar y que nos recuerdan, por ello, la condición literaria y selvática de esos logrados mundos de tinta y papel.