Introducción
Desde que se declaró la guerra contra las drogas en el 2006, el número de muertes relacionadas con el narcotráfico no ha dejado de aumentar. Se estima que, como resultado directo del combate contra el narcotráfico, la cifra actual de homicidios es de 270 000: 121 613 en la administración de Calderón y 150 000 durante el sexenio de Peña Nieto (Calderón et al., 2019, pp. 38-39). Ambos gobiernos se embarcaron en una campaña frontal en contra del crimen organizado, la cual no ha podido reducir los niveles de homicidios y desapariciones en el país. La actual administración de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) pareciera continuar en la misma dirección. Aunque en su Plan Nacional de Desarrollo se reconoce que la estrategia militarizada de la guerra contra el narcotráfico ha fracasado, en la práctica se ha continuado con la militarización de la seguridad pública.
Las causas, las características, y el incremento de la violencia del narcotráfico en México se han estudiado ampliamente en las ciencias sociales. Por un lado, un grupo de académicos ha identificado que factores como la corrupción endémica en el país, los altos índices de impunidad, así como la alternancia en el poder durante las elecciones del 2000, jugaron un rol importante en el aumento de la violencia del narcotráfico (Chabat, 2002; Ríos, 2012; Dell, 2015; Widner et al., 2010; Pereyra, 2012; Astorga y Shirk, 2010). Otros estudios sugieren que el incremento de la violencia del narcotráfico se debe además a la decisión racional de los políticos, quienes, motivados por los beneficios electorales, decidieron implementar una estrategia de mano dura y ataque frontal a los cárteles, la cual en turno provocó una violenta respuesta (Osorio, 2013; Williams, 2010). Por su parte, otro grupo de académicos se ha enfocado en analizar cómo la guerra del narcotráfico que lanzó el expresidente Calderón impactó los niveles de violencia del narcotráfico. La mayoría coincide en que la violencia se disparó debido a que aumentaron las violaciones de derechos humanos por parte de las autoridades, los ajustes de cuentas entre organizaciones, y los constantes enfrentamientos entre militares y cárteles (Guerrero, 2011; Sonja y Celorio 2011; Casas, 2010; González, 2009; Barra y Joloy, 2011; Edmonds-Poli, 2013).
Otros estudios, en diálogo con la literatura anterior, enfatizan la importancia de abandonar el paradigma prohibicionista y sugieren diseñar políticas públicas que se enfoquen en combatir los problemas más apremiantes en México, como la pobreza y desigualdad social (Powell, et al., 2012; Collins, 2018; Watt y Zepeda, 2012; Pereyra, 2012; Grayson, 2011; Maldonado, 2012; Felbab-Brown, 2014). En particular, resalta la relación entre las reformas neoliberales, cristalizadas con la firma del Tratado de Libre comercio en 1994, la profundización de la pobreza y el incremento del narcotráfico en México (Marez, 2004; Carlos, 2014; Laurell, 2015; Solís, 2013; Medrano, 2013; Moreno, 2015; Cruz, 2014; Sánchez, 2009; Malkin, 2001). Este conjunto de investigaciones permite tener un mejor entendimiento sobre las posibles causas de la violencia del narcotráfico en México. Sin embargo, ninguno de los estudios mencionados considera la perspectiva de los perpetradores, crucial para generar conocimiento basado en evidencia empírica sobre este fenómeno extensamente teorizado.
El presente artículo aborda esta laguna en la literatura y busca arrojar luz sobre la forma en que los propios perpetradores conciben la violencia ligada al narcotráfico, a través de un análisis discursivo de treinta y tres entrevistas a ex narcotraficantes, realizadas entre octubre 2014 y enero 2015. Así pues, este estudio ofrece datos de primera mano y revela una lógica común entre ex narcotraficantes, poco explorada en la academia. Asimismo, el presente artículo ofrece un análisis cualitativo detallado con el fin de sumar esta perspectiva clave a la literatura existente, y de informar a quienes diseñan políticas públicas en México.
El artículo está organizado de la siguiente manera. Primero se expone el proceso de recolección y análisis de datos durante cuatro meses de trabajo de campo en el norte de México. Después se presenta el análisis discursivo de cuatro dimensiones de violencia ligada al narcotráfico, identificadas a partir del testimonio de los participantes: a) violencia del narcotráfico como un negocio; b) violencia como regla básica del narcotráfico; c) violencia del narcotráfico como fuente de adrenalina y empoderamiento; y d) violencia del narcotráfico ligada al culto de la Santa Muerte. La última sección ofrece una breve reflexión sobre cómo estas cuatro dimensiones pueden ser el punto de partida para futuras investigaciones y la base para un diseño más efectivo de políticas públicas en México.
Metodología: Historias de vida y análisis del discurso
Este artículo está basado en un previo trabajo de investigación doctoral1 para el cual se realizó un trabajo de campo de cuatro meses, entre octubre 2014 y enero 2015, en un centro de rehabilitación, en la ciudad de Saltillo, Coahuila. Durante este tiempo se recopilaron treinta y tres historias de vida de ex narcotraficantes. Los participantes fueron invitados a ser parte de la investigación a través de varios intermediarios, quienes también eran residentes del centro de rehabilitación. Los criterios de inclusión para ser parte del proyecto requerían que los voluntarios cumplieran con las siguientes características: a) ser mexicanos de entre 18 y 45 años; y b) haber participado en alguna actividad relacionada con el tráfico de drogas. Además, para minimizar el impacto emocional de la entrevista sobre los participantes, se añadieron otros dos requisitos: c) tener al menos un año de residencia en el centro de rehabilitación; y d) ser nominados directamente por sus guías espirituales. La mayoría de los participantes son originarios de los estados del norte del país: Coahuila (11), Nuevo León (9) y Chihuahua (4).
Antes de comenzar las entrevistas, los participantes recibieron una hoja de información en la cual se detallaron los objetivos de la investigación y el perfil académico de la investigadora; además, se hizo hincapié en que la participación era voluntaria, por lo que no se ofrecería remuneración económica. Finalmente, se explicó a los participantes que podían detener la entrevista en cualquier momento. Las entrevistas abordaron diferentes temas, entre los cuales se incluyen: relación y contexto familiar de los participantes, condiciones socioeconómicas en las que crecieron, uso y mal uso de drogas lícitas e ilícitas, violencia de pandillas, religión y espiritualidad, dinámicas de poder en el narcotráfico y narco-cultura, entre otros.
Por cuestiones de seguridad, todas las entrevistas se llevaron a cabo en las oficinas del centro de rehabilitación y junto con un acompañante designado por el centro, quien, además de ayudar a grabar las entrevistas, fungió como chaperón. Para proteger la identidad de los participantes se les asignaron seudónimos (ver Tabla 1). Se anonimizaron además aquellas citas que pudieran revelar información relacionada con cualquier aspecto de la identidad, vida personal, o temas sensibles para el participante. En estos casos, no se incluye ningún pseudónimo, sino que la atribución de la cita se reemplaza por la palabra “anónimo”.
Número | Seudónimo | Número | Seudónimo | Número | Seudónimo | ||
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1 | Alan | 12 | Facundo | 23 | Peque | ||
2 | Balente | 13 | Fausto | 24 | Piochas | ||
3 | Bidegaray | 14 | Inmaculado | 25 | Pitufo | ||
4 | Canastas | 15 | Jaime | 26 | Ponciano | ||
5 | Chito | 16 | Jorge | 27 | Pato | ||
6 | Chufo | 17 | Kevin | 28 | Rigoleto | ||
7 | Cristian | 18 | Lamberto | 29 | Rorro | ||
8 | Dávila | 19 | Memo | 30 | Tabo | ||
9 | Difos | 20 | Paco | 31 | Tigre | ||
10 | Dionisio | 21 | Palomo | 32 | Wilson | ||
11 | Eduardo | 22 | Pancho | 33 | Yuca |
Fuente: entrevistas realizadas por la autora en el marco de su trabajo de campo.
A manera de referencia, se pidió a los participantes que indicaran en qué organización criminal trabajaron. La Gráfica 1 muestra la distribución de los entrevistados de acuerdo con su organización. Quienes consideraron que su trabajo no dependía de su membresía a una organización en particular, se identificaron como independientes. Como se puede observar, la organización más nombrada fue la de Los Zetas, debido a que esta organización tenía una fuerte presencia en los estados del noreste del país durante la etapa en la que los participantes fueron parte del narcotráfico: finales de los 1990 y la primera década de los 2000. La Gráfica 2 muestra las actividades que los participantes identificaron como su principal función en el tráfico de drogas. Cabe destacar que los participantes reconocieron su involucramiento en diferentes prácticas de violencia como tortura, secuestro y transportación de cuerpos, independientemente de su rol en la organización; es decir, no solo los sicarios participan en actividades violentas.
El discurso del narco
Las entrevistas fueron examinadas usando un enfoque de análisis de discurso, el cual tiene sus raíces en una posición ontológica/epistemológica constructivista interpretativa. Este paradigma sugiere que la realidad es construida socialmente: es decir, el mundo material no posee un significado “objetivo” o más allá de la interpretación que le sea asignada. El significado es más bien construido por actores sociales a través de discursos, los cuales son usualmente, más no necesariamente, lingüísticos (Milliken, 1999). La presente investigación parte de esta premisa, en el entendido de que no hay una realidad objetiva o independiente a los discursos producidos socialmente.
Ahora bien, cuando aseguramos que la realidad social es “construida” esto no significa que la realidad material, fuera del discurso, no exista. Como lo explicaron Purvis y Hunt: “por supuesto que los terremotos ocurren, y su ocurrencia es independiente de la consciencia; pero es el discurso construido socialmente el que determina si son ‘un movimiento de placas tectónicas’ o ‘una manifestación de la ira de un dios” (1993, p. 492). En el contexto de la investigación, por ejemplo, la concepción de las prácticas violentas del narcotráfico ya sea como negocio, castigo o crimen, está igualmente determinada por un discurso. Por lo tanto, el objetivo principal de este trabajo es identificar, desarticular y analizar el conjunto de significados vinculados a la violencia del narcotráfico en las narrativas de los participantes, los cuales generan un discurso particular.
El presente análisis, fundamentado en una postura posestructuralista, se basa en la concepción del discurso como un conjunto de regularidades, y como una forma de conocimiento. En el primer caso, el discurso es entendido como un grupo de afirmaciones y relaciones entrelazadas que configuran una práctica discursiva particular. A su vez, las prácticas discursivas son entendidas como “el proceso a través del cual la realidad social se produce” (Doty, 1993, p. 303), o en otras palabras, las prácticas que el discurso hace posible (Bacchi y Bonham, 2014, p. 174). Un punto crucial para considerar es que el discurso es determinado por el tiempo, el espacio y la cultura en el cual es construido (Foucault, 1972, p. 117-182). Es decir, los discursos dependen de las condiciones históricas en las que se producen, y por ende, son flexibles (Milliken, 1999). Esto explica por qué un discurso dominante hoy no necesariamente lo será el día de mañana; los discursos no se pueden considerar como absolutos y siempre estarán abiertos al cambio.
En el segundo caso, la concepción del discurso como una forma de conocimiento se refiere a la cualidad de veracidad otorgada por el discurso dominante o hegemónico; es a través del discurso que ciertas afirmaciones se pueden considerar como “verdaderas” o “falsas”. Esta es una de las propiedades más importantes del discurso, pues determina lo que es aceptable o no en una sociedad (Foucault, 1972, p. 224). Así, el discurso adquiere otra de sus cualidades más relevantes: su capacidad de producir la “verdad” aceptada en una sociedad determinada. De esta manera, el discurso provee una lógica compartida que justifica ciertas maneras de pensar y actuar (Hall, 1985). Esto no quiere decir, sin embargo, que ciertos discursos sean la única verdad, sino más bien que algunos discursos obtienen este estatus a través de la repetición y de prácticas discursivas (Doty, 1996).
Con base en esta definición de discurso, el conjunto de regularidades identificadas en las narrativas de los participantes se considera como discurso del narco. Estas regularidades, y el sentido común que producen, son entendidas como el indicador de un discurso y una lógica compartida por quienes tuvieron la experiencia de trabajar en el narcotráfico. Asimismo, tomando en cuenta la concepción del discurso como conocimiento, en el presente análisis también se relaciona el discurso del narco con el conjunto de ideas y valores que producen “verdades” (i.e. conocimiento) y construyen la realidad social en las narrativas de los ex narcotraficantes entrevistados. Desde esta perspectiva, el discurso del narco es entendido como una forma de conocimiento que pocas veces se incluye en la literatura sobre la guerra contra el narcotráfico. Por ello, puede ser considerado un conocimiento subyugado, definido por Foucault como descalificado, inadecuado, insuficiente y por debajo del conocimiento científico (1980, p. 81-82).
La noción del discurso del narco como un conjunto de regularidades que produce conocimiento tiene una implicación analítica importante. El presente enfoque analítico prescinde de la necesidad de recurrir al inconsciente del sujeto (Doty, 1993, p. 302), ya que se basa en la perspectiva postestructural que entiende al sujeto como constituido por el discurso, en contraste con el enfoque humanista que lo concibe como “sujeto pensante y constituyente” (Foucault, 1972, p. 55). Es decir, el sujeto narco al que se hace referencia en este trabajo está constituido por el discurso y es un efecto de este; cuando se hace alusión al sujeto narco, no se habla del individuo, sino de las regularidades identificadas en el conjunto de las narrativas de los treinta y tres participantes. Como explica Doty, un individuo puede tener múltiples subjetividades, y de manera similar, varios individuos pueden constituir un sujeto (1993, pp. 309-310). Es importante aclarar que para el actual estudio no son relevantes las particularidades o motivaciones individuales de los participantes. El análisis se enfoca en identificar las regularidades que producen una lógica compartida, fundada en una visión del mundo y significados comunes, la cual posibilita prácticas violentas ligadas con el narcotráfico.
Cuatro dimensiones de violencia del narcotráfico
Al analizar las narrativas de los participantes se identificaron cuatro tipos de violencia ligadas al narcotráfico. En primer lugar, el asesinato, el secuestro y la tortura se entienden como un negocio: los términos utilizados en el discurso del narco para referirse al tráfico de drogas son “el narco“ (abreviatura de la palabra narcotráfico), y “este negocio“. Estos términos generalmente se usan de manera intercambiable para referirse al negocio ilegal del narcotráfico y a los diferentes códigos de violencia implícitos en el negocio debido a su ilegalidad. Hay una cadena de connotación que asocia la violencia del narcotráfico con “trabajo“ y “trabajadores“, que a su vez se ligan a “tortura“, “secuestro“ y “matar“ como prácticas que son parte inherente del negocio.
La segunda dimensión se relaciona con la violencia entre cárteles y al interior de estos, así como golpes, mutilaciones y la muerte violenta, todas entendidas como las reglas básicas para quienes trabajan en el narcotráfico. Las “palizas“, la “tortura“ y la “muerte“ se consideran como una moneda de cambio “justa“ para “pagar por errores“ cometidos por miembros de una organización, así como una manera de comunicarse e intimidar a organizaciones rivales. La tercera dimensión se asocia con la satisfacción personal que la violencia otorga a los perpetradores. Prácticas de “tortura“, “violencia“ y “asesinato“ se asocian con sentimientos de “adrenalina“, “gozo“, “emoción“ y “poder“. Finalmente, la cuarta dimensión de violencia está ligada al culto de la Santa Muerte, asociado principalmente a la organización de los Zetas, la cual requería que algunos de sus miembros participaran en ceremonias rituales en las que se ofrecían sacrificios humanos a cambio de protección.
En las siguientes cuatro secciones se explorarán estas dimensiones en su respectivo detalle. Cabe mencionar que, con excepción de la violencia relacionada al culto de la Santa Muerte, las tres primeras dimensiones no son mutuamente excluyentes. Por ejemplo, la violencia como negocio puede ser también fuente de adrenalina y empoderamiento para el perpetrador. Como se señaló previamente, debido a la naturaleza sensible del tema de investigación, la mayoría de las citas de las entrevistas no incluyen seudónimos, para asegurar el completo anonimato de los participantes.
Violencia del narcotráfico como negocio
El narcotráfico es presentado en el discurso del narco como “cualquier otro negocio” (Dionisio), el cual requiere que sus trabajadores tengan cualidades como liderazgo y valor: deben ser “disciplinados“, “listos“ y “leales“. Así, el narcotráfico es normalizado como cualquier otra ocupación u oficio, como lo señala Rigoleto: “Sembrar y traficar drogas fue una ocupación que yo aprendí y que realicé como el mejor de los agricultores”. El narcotráfico también es concebido como una carrera con posibilidad de ascenso, lo cual implica que los narcotraficantes poseen cualidades usualmente fomentadas y elogiadas en carreras legales, como la “ambición“, “lealtad“, “perseverancia“ y “eficiencia“. El narcotráfico como negocio parece ofrecer a los individuos posibilidades similares a las de los trabajos legales, por ejemplo, la posibilidad de convertirse en sujetos de conocimiento: “yo aprendí“, “yo fui entrenado“, “a mí se me enseñó“. Este fue el caso de varios participantes, como Yuca: “Yo fui entrenado en un rancho para usar armas de fuego”; Dionisio: “yo fui entrenado como francotirador”; Pato: “yo aprendí a ser agresivo”; y un participante que aseguró ser “entrenado por tres años. Cada año te enseñan algo diferente… como en una escuela”.
La concepción del narcotráfico como “cualquier otro negocio“ no es nueva y ha sido ampliamente estudiada (Aguilar, 2014; Cruz, et al., 2013; Dell, 2015; Osorio, 2013; Ríos, 2012; Solís-González, 2013). Lo notable es que las prácticas de violencia como el secuestro, tortura y asesinato son también entendidas como un negocio. La logística del negocio ilegal del tráfico de drogas (que incluye producir, transportar y vender drogas), incluye innumerables prácticas violentas: desde agendar y planear los secuestros, hasta idear cómo deshacerse de los cuerpos de manera eficiente. Por ejemplo, el trabajo de Canastas incluía un amplio repertorio de tareas “desde la distribución hasta reclutar gente. Al principio mi trabajo era vender drogas, recolectar el dinero de otros dealers y levantar gente”. Lo que llama la atención en esta cita es que el tráfico y la venta de drogas se conciben como un “trabajo“ equiparable al de secuestrar personas. Según el discurso del narco, la principal diferencia entre los trabajos legales y el narcotráfico es que en este último los trabajadores tienen que estar dispuestos a “hacer lo que sea necesario para hacer el trabajo. Los patrones quieren gente eficiente que haga el trabajo. Si necesitas matar, torturar, hacer desaparecer gente, sobornar políticos, matar alcaldes que no quieren cooperar, tú lo haces” (anónimo).
Notoriamente, la concepción de la violencia del narcotráfico como negocio en el discurso del narco invoca los principios básicos del modelo económico capitalista, como la ley de la oferta y la demanda, y conceptos como logística, reclutamiento, eficiencia y productividad. Debido a la “alta demanda“, el negocio de las drogas ilegales es construido como un negocio “de veinticuatro horas, siete días a la semana. No hay Navidad o vacaciones para nosotros” (Canastas). El narcotráfico se considera como un negocio perpetuo, lo cual implica una alta demanda de trabajo, como lo explicó uno de los entrevistados: “nosotros siempre estábamos reclutando porque nunca hay suficientes manos en este negocio” (anónimo).
El proceso de reclutamiento es constantemente invocado en el discurso del narco, no sólo como un área comparable con el departamento de recursos humanos de una empresa legal, sino también como un proceso clave para los cárteles. Al momento de reclutar, se da por sentado que un porcentaje significativo de los empleados serán encarcelados, o morirán ya sea en un enfrentamiento con las autoridades, o bien a manos de la misma organización por motivos de traición o robo. Uno de los participantes explica que parte del trabajo de quienes reclutan gente incluye también eliminar las “ratas“, “traidores“ o drogadictos quienes “ponían en peligro la estabilidad del negocio o traicionaban a los jefes” (anónimo).
También se asume que los empleados, especialmente aquellos en la base de la pirámide, son trabajadores casuales. Esto implica una continua rotación de personal, y por lo tanto, la constante necesidad de reclutar nuevos trabajadores: “nosotros sabíamos que nuestra base [los vendedores callejeros] no era fiable, y que la mayoría de nuestros sicarios tarde que temprano terminarían ya sea en la cárcel o muertos en un tiroteo” (anónimo). Por ello, los trabajadores casuales, aquellos que no son parte de la nómina, se asumen como desechables: “no nos preocupábamos mucho por ellos porque sabíamos que habían más de donde vinieron” (anónimo). La expresión “de donde vinieron” se refiere a los barrios pobres donde este participante solía reclutar niños y jóvenes para su organización. De manera similar, Canastas explicó: “los barrios pobres eran los mejores lugares para reclutar porque ellos siempre desean lo que no pueden tener: los mejores tenis, teles, carros, cadenas de oro, dinero. Yo solo les preguntaba ¿quién quiere hacer dinero fácil?”.
Por otro lado, en el narcotráfico hay trabajadores que son considerados menos desechables debido a su especialización y la posición que ocupan en la jerarquía interna de la organización. Por ejemplo, los hombres que son seleccionados como guardaespaldas de jefes de alto rango se escogen con más cuidado. Uno de los participantes ocupó este puesto por varios años: “A mí me escogieron para proteger al comandante porque yo ya sabía usar armas. Ellos sabían que yo había sido militar, entonces no me tenían que entrenar” (anónimo). De esta forma, “entrenar“, así como la noción de personal “desechable“, son invocados de manera recurrente en el discurso del narco como parte de la logística del negocio del narcotráfico.
El discurso del narco también evoca una terminología de negocios propia, la cual alude a la especialización y división de trabajo. Lo más notable de esto es que se incluyen el asesinato, el secuestro y la tortura como parte de la logística diaria en el narcotráfico. Dicho esto, no todas las áreas del narcotráfico involucran las mismas prácticas violentas. Existe una división de trabajo en la cual cada posición implica distintas actividades; por ejemplo, en la organización de los Zetas “los estacas eran los que se encargaban de recolectar las cuotas y levantar gente” (anónimo). Los estacas se diferencian de los sicarios porque sus ingresos no dependen necesariamente del secuestro, tortura o asesinato, sino de la recolección de cuotas.
Los estacas recurren a estas prácticas violentas sólo como un medio para asegurar que el dinero de las ventas se recolecte “sin que falte un peso” (Canastas). Por lo tanto, como uno de los participantes explicó, un estaca debe tener habilidades propias de un contador, pero también el carácter y la capacidad para “secuestrar, golpear y torturar gente si era necesario” (anónimo). En el caso de los guardaespaldas, su trabajo es proteger a individuos de alta jerarquía en las organizaciones. Al contrario de los sicarios, los guardaespaldas no viven de atacar, matar o torturar personas, sino que se concentran en proteger a la persona que se les ha asignado; por lo tanto, se espera que no recurran a la violencia a no ser que sea para defender a su protegido.
En cuanto a prácticas de tortura, secuestro y asesinato, el discurso del narco revela una lógica pragmática subyacente que configura estas prácticas violentas como un negocio. Por ejemplo, la tortura y el desecho de cuerpos son consideradas como actividades regulares, inherentes al negocio del narcotráfico y que, como otras tareas en esta industria, están diseñadas con el fin de optimizar tiempo y recursos. Concretamente, uno de los participantes explicó la lógica detrás de estas prácticas: “juntábamos los cuerpos durante una semana, porque los teníamos que llevar lejos… al final de la semana manejábamos con las camionetas llenas de cuerpos… y así cada semana” (anónimo). El mismo participante continúa explicando esta estrategia: “algunos de ellos [las personas trasladadas en las camionetas] ni siquiera estaban muertos, así que eso era parte del castigo… no teníamos que pasar más tiempo torturándolos” (anónimo).
En este caso, el discurso del narco apela a un razonamiento económico de maximización del tiempo y los recursos disponibles. Con el fin de minimizar los costos de transportar los cuerpos de las víctimas, éstos eran apilados en una bodega. Al final de la semana laboral, en viernes o sábado, el trabajo del chofer era transportar esos cuerpos hacia el rancho localizado a las afueras de la ciudad, donde otros trabajadores se encargarían de enterrarlos o desaparecerlos. En la segunda cita se observa una lógica similar; en vez de pagar a alguien para torturar víctimas por horas, los verdugos ahorraban tiempo y esfuerzo al torturarlos hasta el punto en que permanecían vivos, pero sin la posibilidad de moverse: “pues los mutilábamos por un par de horas y luego los tirábamos en un montón con otros cuerpos, pasaban sus últimos momentos rodeados de brazos y piernas y muertos… y eso nos ahorraba tiempo” (anónimo).
De esta manera, la violencia del narcotráfico es racionalizada y entendida como parte del “negocio“; como uno de los participantes aclara, “no es nada personal”. La articulación del asesinato, el secuestro y la tortura en términos de un ‘trabajo’ como cualquier otro, se puede entender en el marco de lo que Sayak Valencia (2012) define como capitalismo gore: un modelo económico neoliberal exacerbado que, en contextos de pobreza como México, causa violencia extrema. Este modelo económico genera las condiciones necesarias para formar lo que el escritor Roberto Saviano denomina la lógica del empresario criminal (2008, p. 128), la cual normaliza prácticas violentas y distópicas al entenderlas como trabajos aceptables. Justo así lo expuso uno de los participantes: “¿Tú cuestionarías a un carnicero por matar cerdos o gallinas? ¡No! Tú no lo cuestionarías porque es su trabajo. Lo mismo con nosotros. Nuestro trabajo era matar gente” (anónimo). En esta afirmación, el sujeto narco es posicionado como un trabajador, cuyo trabajo es tan ordinario como el de un carnicero. De esta manera, el asesinato es normalizado y articulado como una práctica regular, sin ninguna implicación ética, moral, o incluso legal.
Lo que resulta esencial en esta concepción de la violencia como un negocio es que se da por sentado que, mientras existan la demanda y la posibilidad de generar riqueza, el asesinato, el secuestro y la tortura seguirán siendo parte del negocio. Así lo precisaron algunos participantes: “se tenía que hacer” (Paco); “si no era yo, alguien más lo hubiera hecho” (Difos). No es sorpresivo que los participantes se mostraran poco sensibles al asesinato y el sufrimiento de otros, porque estas prácticas son entendidas como parte del trabajo: “cuando mataba gente no sentía nada” (anónimo). De igual manera, otro participante dijo: “Yo honestamente no sentía nada. No tenía compasión por mis víctimas”. Lo que resulta aún más alarmante es que el discurso del narco produce una lógica que no solo normaliza y justifica la violencia, sino que la concibe como algo inevitable, como expresa uno de los participantes: “yo sabía que alguien tenía que hacer ese trabajo [asesinar y desaparecer cuerpos]”.
Violencia como regla básica en el narcotráfico
La segunda dimensión articula la violencia como regla básica en el narcotráfico: los términos y condiciones, conocidos y aceptados por quienes trabajan en este negocio. En esta dimensión se hace referencia a dos tipos de violencia: a) aquella utilizada para atacar, persuadir o intimidar organizaciones rivales; y b) la violencia utilizada al interior de las organizaciones como mecanismo de justicia. En este último caso, la tortura, golpizas, otras formas de castigos corporales e incluso la muerte son entendidos como la moneda de cambio legítima con la que los individuos involucrados en el narcotráfico pagan por sus errores, traición o robo: “les poníamos las manos en ácido sulfúrico cuando nos robaban porque para nosotros no era justo que, después de haberles confiado el dinero, nos traicionaran” (anónimo). De manera similar, otro participante dijo: “les dábamos tablazos, tortura en los dedos, les dábamos electroshocks. Les rompíamos cada dedo con pinzas, para que los otros entendieran que en este negocio así es como pagas por los errores” (anónimo). Si la falta cometida era grave, como robar grandes cantidades de dinero, abandonar la organización sin previo aviso o cambiar de organización, entonces “terminaban pozoleados” (anónimo): serían asesinados y sus cuerpos se disolverían en ácido.
A primera vista, resulta difícil entender por qué estas formas de castigo corporal y la pena de muerte son consideradas como algo “necesario“: ¿no sería suficiente que los “empleados“ pagaran sus deudas en efectivo, o si se aplican castigos, al menos no utilizar la tortura que los dejaran discapacitados de por vida? Este cuestionamiento ignora dos puntos clave de la lógica del narcotráfico. En primer lugar, estas organizaciones trabajan en la ilegalidad, y por lo tanto, en ausencia de autoridades y leyes que resuelvan las controversias, los cárteles recurren a la violencia, el miedo y el terror como herramientas para imponer disciplina entre sus trabajadores. (Bergman, 2012). En segundo lugar, como Rotella sugiere, para aquellos ajenos al negocio, la violencia del narcotráfico puede parecer descabellada y turbia, pero para quienes trabajan en esta industria ilegal “la violencia tiene códigos y objetivos específicos, una lógica propia. La selección de la víctima, el método y lugar de ejecución son planeados y buscan transmitir un mensaje… Todo tiene significado, es como un lenguaje” (en Williams, 2012, p. 266, traducción propia). Efectivamente, este tipo de violencia puede ser entendida como un lenguaje simbólico, pero el punto que hay que destacar es que estas prácticas violentas se conciben como legítimas en el discurso del narco porque se consideran reglas tácitas, previamente aceptadas por quienes se involucran en “este negocio“.
Aquellos que traicionan o roban dinero de la organización son deshumanizados y considerados como “ratas“ que tienen que pagar con una muerte cruel por su “traición“: “Las ratas apestan. Si dejas que sobreviva una, las otras se quedarán y cuando menos lo esperes tienes un nido de ratas… nosotros hacíamos sufrir a las ratas, las mutilábamos despacio, los torturábamos o los decapitábamos, y poníamos sus cabezas donde los demás la vieran” (anónimo). De manera similar, otros participantes se refieren a los “soplones” como “cucarachas“ o “cerdos“: “las cucarachas son los soplones que les daban información a la policía sobre nuestras casas de seguridad, cuentas de banco, y que daban los nombres de los jefes… eso era alta traición y por eso no teníamos compasión por ellos” (anónimo). Otro participante dijo: “los llevábamos al rancho donde nosotros creíamos que debían estar. Para ellos eran unos cerdos mugrosos, así que los matábamos como tales”.
Esta deshumanización se ha estudiado ampliamente: desligar a la víctima de su condición humana es un elemento esencial para que los perpetradores puedan cometer crímenes que de otra manera serían considerados inhumanos (Ovalle, 2010; Cavarero, 2009). El uso de los sustantivos “ratas“, “cucarachas“, o “cerdos“ constituye un elemento discursivo que se ha utilizado frecuentemente en contextos de guerra para deshumanizar al “otro“, una práctica que el discurso del narco reproduce. Por su parte, desde la perspectiva del empresario criminal, estos actos de violencia cumplen una función regulatoria y disciplinaria dentro de las organizaciones criminales, en lugar de ser “expresiones de monstruosidad aleatorias” (Lantz, 2016, p. 254).
La violencia como regla básica del narcotráfico también hace referencia a la violencia entre organizaciones rivales. Prácticas de tortura, secuestro y asesinato son utilizadas para enviar mensajes a quienes son considerados enemigos: “cortábamos los cuerpos en pedacitos, los poníamos en bolsas negras y aventábamos la bolsa en la puerta de entrada de su familia. Siempre dejábamos una pancarta diciendo por qué lo mató el cartel” (anónimo). Así, la violencia del narcotráfico se entiende como lenguaje simbólico, a través del cual las organizaciones no solo buscan comunicarse, sino también intimidar a sus rivales; en este caso, la violencia no sirve un objetivo económico, como en la dimensión de la violencia como negocio. Las prácticas de tortura y mutilación como medio de expresión alcanzan niveles escalofriantes, los cuales incrementan a medida que la confrontación entre organizaciones aumenta:
Entre cárteles es una historia diferente. Siempre hay competencia para ver quién hace más que el otro. Si ellos nos matan uno de nuestros hombres, nosotros les matábamos dos. Pero no solo los matábamos y ya. Nos asegurábamos de que sus cuerpos fueran encontrados por sus jefes cuando menos se lo esperaban. Una vez, yo mandé dos cajas de regalo [que contenían las extremidades mutiladas y las cabezas de dos de sus hombres] al jefe del otro cartel; justo iba saliendo de la primera comunión de su hija. No fue justo para la pobre familia, pero pues esa era la idea. Tú te metes con nosotros, y nosotros te fregamos el doble (anónimo).
En esta cita se puede apreciar la diferencia entre la violencia como parte del negocio, y la violencia instrumental para intimidar y enviar un mensaje a organizaciones rivales. El mismo participante aclara que “entre cárteles es una historia diferente”, en comparación con los otros tipos de violencia que se practican en el narcotráfico.
La muerte también es parte de los términos y condiciones para quienes trabajan en el negocio del narcotráfico. En el discurso del narco, la posibilidad de que los trabajadores mueran o sean asesinados se plantea como un saber compartido entre quienes trabajan en el narcotráfico: “cuando te metes en este negocio tú sabes el trato, puedes morir en cualquier momento” (Canastas). El asesinato, la tortura y el secuestro son articulados como el orden de las cosas en el mundo del narcotráfico: “así funciona la cosa: tú matas a quienes no pagan la cuota, a los que traicionan al cartel, a los que les pasan información a otros cárteles. Tú torturas para obtener información de ellos, o para hacerlos pagar por sus errores” (anónimo). La muerte y la tortura son una manera de pagar deudas, o errores considerados irreparables. Así lo explicó uno de los participantes, que robó varios kilos de cocaína: “Yo estaba seguro de que me iban a matar porque robé muchas drogas. Yo sabía cómo funcionaban las cosas… yo les dije: yo entiendo, yo mismo lo hice muchas veces” (anónimo). Él sobrevivió porque alguna vez ocupó un alto rango en la organización, pero le advirtieron que, de volver a suceder, lo matarían.
Finalmente, el discurso del narco asume que las reglas básicas del narcotráfico son conocidas y aceptadas por todos los involucrados en el negocio. La lógica implícita en este discurso justifica crímenes despiadados porque el pacto tácito en el narcotráfico es claro e indiscutible. Los individuos son responsables de sus actos y de sus consecuencias: “yo no tenía piedad con los que torturaba, porque yo pensaba que ellos estaban ahí por una razón. Yo pensaba que era su culpa, porque ellos sabían lo que estaban haciendo” (anónimo). Lo que resulta interesante es que, en el discurso del narco, se deja traslucir un sentido de reciprocidad: “¿por qué ellos tendrían piedad conmigo si yo no la tuve con otros?” (anónimo). Otro participante dijo: “cuando me secuestraron yo pensé que me iban a matar porque yo nunca dudé en matar una persona…para mí era simplemente mi turno. Yo maté a muchas personas y ahora era mi turno de ser asesinado”.
El pacto para quienes están involucrados en el narcotráfico es tan simple como macabro, como evidenció uno de los participantes mientras narraba prácticas de tortura y mutilación: “nosotros se los hacíamos a ellos, y a lo mejor un día alguien nos lo haría a nosotros”. Como lo explica Jaime, este es el precio que se tiene que pagar para disfrutar de los beneficios de ganar dinero fácil: “trabajar en este negocio es riesgoso, no haya duda, pero nada en este mundo es gratis. Todos tenemos que pagar un precio. Yo pensaba que valía la pena; moriría de una manera horrible, pero también iba a tener la mejor vida que podía tener”. Para otros participantes, sin embargo, el dinero no lo era todo. La violencia del narcotráfico les ofrecía oportunidades y beneficios no económicos que consideraban de igual o incluso mayor importancia que el dinero.
Violencia del narcotráfico como fuente de adrenalina y empoderamiento
La tercera dimensión de la violencia del narcotráfico, según el discurso del narco, se constituye como una fuente de adrenalina y empoderamiento. Prácticas de asesinato, secuestro y tortura son concebidas como algo que provoca gozo: “Me gustaba tener armas, golpear gente, insultarlos y humillarlos…me llenaba de gozo” (Rigoleto). Otro participante dijo: “torturar personas era lo que más me gustaba, era mi pasión”. La tortura es articulada como una práctica que empodera al sujeto narco, e incluso provee un “placer“ fundamentado en la oportunidad de infligir dolor a otros sujetos: “Me gustaba escuchar los gritos. Era música para mis oídos. Me hacía sentir poderoso” (anónimo). La violencia es incluso concebida como una forma de pasar el tiempo: “Mi pasatiempo era sacar adrenalina disparándole a cosas y a gente. Me gustaba escuchar los gritos. Algunas veces íbamos a unos pueblitos y disparábamos al aire. Nos atacábamos de la risa cuando veíamos a la gente llorar toda asustada” (Dionisio). En esta cita, disparar y asustar gente es una actividad asociada con sentir adrenalina, lo cual implica una satisfacción sádica que se alimenta del miedo y el dolor de la víctima. De manera similar, la violencia del narcotráfico es asociada con sentimientos de “felicidad“: “La primera vez que golpeé a un hombre me gustó. Sentí correr la adrenalina y que estaba liberándome de todo mi enojo y quería más… [la violencia] era lo que me hacía sentir feliz” (anónimo).
Con base en esta sensación de poder que la violencia del narcotráfico ofrece al sujeto narco, la posibilidad de obtener “venganza“ también es mencionada frecuentemente en el discurso del narco, ya que se considera como una de las ventajas de trabajar en “este negocio”: “cuando se unían al cartel, nosotros [los jefes] les preguntábamos: ‘¿a quién quieres levantar?’ Y nosotros íbamos por esa persona para que el nuevo se vengara y si ellos querían lo mataban. Nosotros les decíamos: ‘si eso te hace feliz, pues mátalo’” (anónimo). La violencia del narcotráfico también es construida como algo “adictivo”: “Entre más ves, más te acostumbras y más quieres” (Difos). Por su parte, Rigoleto señaló: “Yo era tan adicto a la violencia a veces me pegaba yo solo”, y Yuca afirmó: “Yo era el clásico hombre buscando pelea. Una vez que empiezas en este negocio la violencia se hace una adicción”.
De esta manera, la violencia del narcotráfico se instituye como una fuente de empoderamiento a través de la intimidación y el miedo, a su vez asociados con el “respeto“. El respeto tiene un rol clave en el discurso del narco, ya que implica un capital social igual o en ocasiones más importante que el capital económico. Como lo explicó Rigoleto: “Yo quería que la gente me tuviera miedo, quería que me respetaran”. Pato expresó algo similar: “Yo fui el que les pidió a los narcos que me dieran trabajo. Yo veía cómo la gente les temía, y yo quería ser temido también. Quería respeto”. La asociación entre causar miedo e inspirar respeto es una de las construcciones más importantes del discurso del narco; como estas citas revelan, el respeto es entendido en función de la capacidad del individuo para inspirar temor.
Tal vez porque la violencia del narcotráfico es a menudo entendida como gratuita y cruel (Lantz, 2016; Ovalle, 2010), el proceso de entenderla como una fuente de adrenalina, felicidad o gozo resulta todavía menos inteligible que la violencia como negocio o como regla básica en el narcotráfico. Sin embargo, es importante considerar el contexto social de los perpetradores, el cual ofrece una explicación a este comportamiento en apariencia incomprensible. Para tener una mejor aproximación a la violencia del narcotráfico, es necesario conocer y entender a quienes están involucrados en ella. La presente investigación, basada en historias de vida, arroja luz sobre el contexto de quienes alguna vez fueron parte de la violencia del narcotráfico. Las prácticas de violencia del narcotráfico no representaban una experiencia completamente nueva para los participantes, quienes crecieron expuestos a diferentes tipos de violencia: violencia de género, intrafamiliar, abuso y explotación sexual, y crueldad animal.
La violencia de pandillas es la que se puede vincular directamente con la violencia del narcotráfico en el discurso del narco. La mayoría de los participantes fueron miembros de pandillas cuya agresividad alcanzó niveles de crueldad y letalidad que, aunque no comparables con la violencia del narcotráfico, pueden considerarse como una especie de entrenamiento previo. Otro de los temas relevantes en el discurso del narco es el rol de las pandillas en la vida de niños y jóvenes en contextos de pobreza. Por un lado, estos grupos son representados como la fuente de identidad más importante para los participantes; pero, por otro lado, la violencia ligada a las pandillas es concebida como una amenaza de vida o muerte para los involucrados: “Cada vez que nos peleábamos en las pandillas había al menos un hombre herido de gravedad, al menos uno salía navajeado, a veces muertos” (Kevin).
Asimismo, Canastas relata cómo las pandillas pueden llegar a ser tan despiadadas como los cárteles: “en una pelea con la pandilla contraria golpeamos a uno de ellos casi hasta dejarlo inconsciente…yo agarré un palo de escoba y le sacamos un ojo”. Dionisio también reconoce que la pandilla a la que perteneció era una de las más “sangrientas” de su comunidad: “los amarrábamos y los pateábamos, los golpeábamos con palos y les aventábamos bloques de cemento en la cabeza”. Cristian cuenta que él mismo casi muere en uno de los enfrentamientos que tuvo con la pandilla rival: “me estrellaron una botella de cerveza en la cabeza. Me patearon cuando estaba en el piso y el resto ya no supe. Me desperté en el hospital. Los doctores le dijeron a mi mamá que probablemente perdería un ojo, o que quedaría ciego… estuve una semana en coma”. Yuca también narra su experiencia: “me amarraron a un poste completamente desnudo, me patearon hasta que se cansaron. Uno de ellos me quemó con un cigarro y los otros me aventaban piedras”. Así, la violencia entre pandillas en el discurso del narco se entiende como algo “natural“, algo que ocurría de manera regular en los barrios pobres, a los que varios participantes se referían como “la jungla”.
Si intentamos comprender la violencia del narcotráfico como fuente de adrenalina y empoderamiento a través de un prisma moral y ético, puede considerarse sádica e innecesaria. Sin embargo, esta premisa soslaya las condiciones socioeconómicas que podrían explicar, al menos en parte, lo que a primera vista pareciera incomprensible. Lo que el discurso del narco deja claro es que, a diferencia de los casos anteriores, la violencia como fuente de adrenalina y empoderamiento se constituye como un fin, antes que un medio. Es decir, la oportunidad de ejercer violencia, torturar y matar es el objetivo en sí mismo, no necesariamente parte del negocio, castigo, ajuste de cuentas, o prácticas para generar temor y respeto. Como dice Tigre en relación con su trabajo como sicario: “Yo trabajaba con ellos porque quería ser respetado, que me tuvieran miedo”. De manera similar, Rigoleto expresó: “Yo quería respeto y quería poder. En mi arrogancia yo alzaba mis manos y gritaba: ¡soy el rey del mundo!”
Este tipo de violencia se puede explicar a partir de la lógica de necro empoderamiento que sugiere Sayak Valencia, definida como un proceso que transforma “contextos y/o situaciones de vulnerabilidad y/o subalternidad en posibilidad de acción y autopoder, pero que los reconfiguran desde prácticas distópicas” (2012, p. 84). Estos procesos se enmarcan y se informan del capitalismo gore. Bajo esta lógica, los procesos de empoderamiento basados en prácticas como la tortura, secuestro y asesinato no se pueden considerar como actos gratuitos o ilógicos. Este tipo de violencia cumple el propósito simbólico de empoderar a quienes sienten que no tienen otros medios para afirmarse, protegerse o destacar. Como explica Williams, la violencia sirve como una fuente de autoafirmación: matar provee de un sentimiento de poder para quienes se sienten alienados (2012, p. 273).
Sobre este punto es necesario hacer una aclaración importante. Al afirmar que la violencia abyecta del narcotráfico tiene una lógica propia y puede explicarse, no se busca disculpar a los perpetradores, ignorar la responsabilidad que tienen por sus propias acciones, o minimizar la severidad de la violencia del narcotráfico. Por el contrario, al tratar de entender la lógica y comportamiento de los perpetradores, este y otros trabajos se realizan con el objetivo de encontrar no solo una explicación, sino también posibles soluciones para esta conducta. Para ser capaces de reducir la violencia, como lo sugiere el psicólogo Philip Zimbardo (2008), es necesario entender el contexto en que la violencia emerge y se desarrolla; debemos alejarnos de las teorías que encasillan a los perpetradores como ‘locos’ o ‘sádicos’ para identificar qué contextos cultivan estas prácticas.
Violencia del narcotráfico ligada al culto de la Santa Muerte
Finalmente, la cuarta dimensión de la violencia que emerge en el discurso del narco es aquella ligada a rituales y ceremonias de la Santa Muerte, cuya adoración involucra “rituales“, “ofrendas“, “sacrificios“, “tortura“, “mutilaciones“, “decapitaciones“ y “asesinato“ a cambio de “protección“. Aunque las referencias a la Santa Muerte no son parte de la violencia del narcotráfico de manera directa, éste y otros cultos se han asociado con las organizaciones de tráfico de drogas a lo largo de la historia: el culto a San Malverde es practicado en la organización de Sinaloa, San Judas Tadeo es considerado el santo de los narcotraficantes, y el culto de la Santa Muerte está ligado a los Zetas (Maihold y Sauter, 2012; Astorga 1995, Sánchez, 2009; Bunker et al., 2010; Córdova, 2011; Edberg, 2004). Entre estos, el único culto que se relaciona con prácticas violentas es el de la Santa Muerte. Aunque poco se sabe sobre sus orígenes, los participantes de esta investigación lo asocian con rituales de sacrificio, ofrecidos a lo que se considera la personificación sobrenatural de la muerte. Concretamente, uno de ellos explicó la diferencia entre el culto y la religión ligada de la Santa Muerte. Señaló que, en México, la Santa Muerte se adora como se haría con otro santo de la Iglesia Católica, aunque la Santa Muerte no esté reconocida por esta institución. Los devotos le rezan y le hacen ofrendas similares a las que harían a otros santos católicos. En cambio, los rituales que se practican como parte del culto a la Santa Muerte son lo contrario: se basan en ceremonias y rituales satánicos.
En el discurso del narco, el culto a la Santa Muerte se entiende como una fuente de protección metafísica contra el mal y la muerte dolorosa. Las ceremonias dedicadas a esta entidad se realizan con el fin último de obtener protección, como lo señala uno de los participantes: “Yo creo que lo hacíamos por protección, porque queríamos sentirnos protegidos por algo superior. Cada vez que cometíamos un crimen se lo ofrecíamos a ella a cambio de protección”. Las prácticas de adoración de la Santa Muerte incluyen tortura, mutilación, sacrificio de animales y asesinatos. Otro de los participantes afirmó que, además de estos crímenes, el culto implica una serie de actos simbólicos para asegurar a los adoradores dinero y protección, entre otras cosas. El mismo participante explicó:
Hacemos una estrella de 5 puntos, un pentágono, y en cada punta debes de poner una estatuilla de la muerte. Ponemos velas de colores. El dorado significa dinero, el verde, justicia, el blanco es la vida, en medio tienes que poner el color negro, el negro es más fuerte, dicen ellos que es para la protección y la seguridad total. Es la cobertura total que te da la Muerte. Prendes una estatuilla y unas veladoras y comienzas a hacer ritos con gallinas; después hicimos con personas, derramamiento de sangre de personas para hacer pactos con Satanás, para hacer pactos con la Muerte.
El culto a la Santa Muerte, según las narrativas de los participantes, requiere de sangre, tortura y asesinatos para obtener la protección de esta entidad. Lo que resulta significativo de este tipo de violencia, en contraste con los tres tipos de violencia analizados previamente, es que el sujeto narco se posiciona como un individuo pasivo e impotente frente a una entidad sobrenatural: “teníamos que hacer lo que la Santa Muerte nos pedía que hiciéramos. Tú escuchas voces cuando haces el pacto, y la muerte, o el diablo, te dicen lo que quiere: ‘tráeme la sangre de un niño de cierta edad, o un bebé güero’” (anónimo). En esta cita, la frase “teníamos que” implica obligación: los deseos de la Santa Muerte se asumen como incuestionables y el sujeto narco se ve subyugado ante su voluntad, de manera que la entidad les resta responsabilidad por la violencia llevada a cabo en su nombre.
En comparación con la agencia reconocida por el sujeto narco respecto a los otros tres tipos de violencia relacionada, aquella ligada a la Santa Muerte se articula como una obligación: no un trabajo, no un negocio, no un lenguaje y ciertamente no como algo que otorga placer o empoderamiento. El culto a la Santa Muerte se asocia con cultos satánicos en los cuales los participantes son forzados a adorar y hacer sacrificios a cambio de protección. A la luz de una lógica dogmática, los deseos, rituales y peticiones de sacrificios atribuidos a la entidad sobrenatural, ya sea a la Santa Muerte o a Satanás, son incuestionables bajo la idea de que, para proteger una vida, se tiene que perder otra: “la muerte clama muerte” (anónimo).
Lo que resalta en las narrativas sobre este culto es que el sujeto narco se deslinda de acciones que en otras circunstancias se concebirían como problemáticas, incluso dentro del negocio del narcotráfico. Por ejemplo, uno de los participantes afirmó: “la Santa Muerte te pide que mates a tu propio amigo, y aunque tú no quieras, lo tienes que matar, porque si no es él, eres tú”. Destaca la implicación de que, en cualquier otra circunstancia, el sujeto no habría matado a un amigo. Este tipo de dilemas son recurrentes en las narrativas de quienes alguna vez fueron adoradores. Los participantes que narraron este tipo de historias aseguraron en repetidas ocasiones que: “uno no puede cuestionar a la Santa Muerte, no puedes cuestionar a Satanás, porque tu vida está en sus manos” (anónimo).
Esta dimensión de la violencia del narcotráfico contrasta con la lógica racional de la violencia como negocio, el sentido pragmático de la violencia como regla del juego en el narcotráfico, e incluso de la violencia que el sujeto narco acepta y asume como un elemento que lo empodera. La tortura y el asesinato, realizados como tributo o sacrificio, son concebidos como actos ajenos a quienes los cometen. Lo que llama la atención es que, en otras partes de su narrativa, los mismos participantes que se distanciaron de la violencia del culto reconocieron su responsabilidad e incluso el gozo derivado de torturar y asesinar personas en otros contextos.
Si removemos el elemento sobrenatural y dogmático de los sacrificios ofrecidos a la Santa Muerte, las prácticas de mutilación y tortura son muy similares a las vistas en otras dimensiones de violencia. La única diferencia es el significado que se le asigna a cada práctica. Por ejemplo, la decapitación de las víctimas mientras siguen vivas es una forma de tortura que se practica de manera recurrente para sellar un pacto con la Santa Muerte: “les cortábamos la cabeza y servíamos su sangre en una copa de vino” (anónimo). Esta misma práctica es evocada en la concepción de la violencia como regla básica del narcotráfico: “decapitar gente era una de las maneras que preferíamos para matar gente, porque era rápida y usábamos la cabeza para mandar un mensaje”. La acción es la misma, pero el significado es diferente; mientras que en el primer caso la decapitación sirve una función ritual, en el segundo, decapitar es una forma de matar que cumple un doble propósito: ahorrar tiempo y mandar un mensaje a los rivales.
A pesar de esto, es posible identificar paralelos en el significado atribuido a la crueldad de la tortura y el asesinato, tanto en la violencia como regla tácita del narcotráfico, como en la violencia ligada al culto de la Santa Muerte. De la misma manera en que el dinero se considera un precio demasiado bajo para pagar deudas de honor al interior de las organizaciones del narcotráfico, la muerte no es suficiente para complacer a la Santa Muerte. En ambos casos, se recurre a la tortura y al dolor de la víctima como el principal objetivo u ofrenda: “La crueldad está relacionada con la Santa Muerte. El culto no solo te fuerza a matar gente, te obliga a hacerlos sufrir” (anónimo). Nuevamente, la entidad sobrenatural se asocia con la crueldad con la que los integrantes del culto practican la tortura y el asesinato: este tipo de violencia se liga con conceptos como “tributo“, “adoración“, y “ofrenda“: “mutilábamos gente en las fiestas, era una manera de adorar a la Santa Muerte y ofrecérselos” (anónimo).
Asimismo, una idea recurrente en el discurso del narco es que quienes deciden pactar con la Santa Muerte se vuelven más sádicos, como lo afirmó uno de los participantes: “Después de que hice el pacto con la Santa Muerte, me volví más sangriento, más sádico y paranoico” (anónimo). De esta manera, el sujeto narco vuelve a posicionarse como un individuo impotente frente a lo que percibe como los deseos de la entidad sobrenatural: “una vez maté a una persona y no supe por qué. Mis amigos dijeron que me paré y le disparé al hombre en la cabeza, y que sus guardaespaldas no hicieron nada”. Los participantes que hablaron sobre el culto de la Santa Muerte coinciden en que, a pesar de ser asesinos y reconocer que muchas veces torturaban por placer, cuando lo hacían como ofrenda a la Santa Muerte, perdían agencia. Atribuyen a esta entidad un poder sobre sus acciones, que en otros contextos reconocen como propias.
La mayoría de quienes afirmaron haber sido parte de este culto reconocen que ellos aceptaron la invitación a adorar a la Santa Muerte de manera voluntaria, pero dos de ellos narran que fueron obligados por sus jefes o amigos dentro de la organización de los Zetas:
A mí me obligaron a adorar a la Santa Muerte. Yo no quería hacerlo al principio, pero me dijeron que la tenían que adorar. Me pidieron que me hiciera un tatuaje, pero no acepté. Fue una mujer la que me persuadió para hacerlo. Después de tener sexo, me convenció de hacer una oración que ella tenía tatuada en su espalda. Ahí tuve una experiencia sobrenatural. Cuando terminé de decir la oración, las ventanas se rompieron, los focos se fundieron, y su cara se comenzó a distorsionar (anónimo).
El énfasis en los poderes sobrenaturales de la Santa Muerte es una manera de responder a quienes cuestionan la veracidad del culto. Al establecer la veracidad de los poderes de la Santa Muerte, toda violencia abyecta ejercida por los adoradores se justifica como un medio para saciar los deseos de la entidad, lo cual los deslinda de la responsabilidad, o al menos de la autoría intelectual de sus crímenes. El culto a la Santa Muerte puede ser entendido como una respuesta, o más bien como resistencia a la condición de vulnerabilidad del sujeto narco. A pesar de que la muerte temprana es aceptada como parte de los términos y condiciones de trabajar en el negocio del narcotráfico, como uno de los participantes explica: “el punto era tener una muerte decente. Yo solo quería que mi mamá tuviera un cuerpo que enterrar”. Finalmente, lo que resulta más revelador sobre el culto a la Santa Muerte es que uno de los propósitos principales de involucrarse en este culto no es tener una buena vida, sino tener una muerte digna. La vida en el discurso del narco se asocia con “sufrimiento extremo”: la vida del sujeto no tiene sentido, mientras que el significado de la muerte se asocia con “alivio” y se concibe como un escape a lo que se considera una vida desechable.
Reflexiones finales
Este artículo presentó un análisis discursivo de las narrativas de treinta y tres ex narcotraficantes, con el fin de dilucidar cómo se concibe y explica la violencia del narcotráfico desde la perspectiva de los perpetradores. Al examinar datos de primera mano, se han definido los distintos significados de esta violencia, poco explorados en la academia y hasta ahora ignorados por actores políticos. El análisis de las cuatro dimensiones de la violencia del narcotráfico demuestra que cada una tiene un origen y un propósito diferente, e ilustra, desde la evidencia cualitativa, la complejidad de la violencia de las organizaciones de tráfico de drogas. Habiendo explorado la diversidad de motivaciones ligadas a la violencia del narcotráfico, este estudio se suma a la literatura que sugiere que este fenómeno no se puede prevenir o combatir con una sola estrategia.
Del análisis del discurso del narco se desprenden algunas reflexiones relevantes para avanzar la discusión de este tema en la academia, y para aquellos que diseñan estrategias de seguridad y políticas públicas en México. La primera dimensión, la violencia como negocio, expone la lógica pragmática y administrativa que parece imperar en diversas organizaciones de tráfico de drogas. Esta lógica empresarial pone en tela de juicio algunas interpretaciones comunes en la literatura, que consideran la tortura, mutilaciones y otros actos de violencia como sádicos e ineficientes. Por su parte, las narrativas de los participantes indican que al menos algunos actos de violencia, como la transportación y desaparición de los cuerpos de las víctimas, son organizados con el fin de optimizar tiempo y recursos humanos.
La segunda dimensión, la violencia como regla básica del narcotráfico, evidencia una lógica violenta y fatalista, común entre los participantes. Un punto importante que destaca en el discurso del narco es que quienes participan en “este negocio” parecen aceptar sus términos y condiciones sin cuestionarlos. Estas dos dimensiones nos confrontan con una dura realidad que requiere mayor investigación, especialmente desde la sicología social: ¿cómo es que un individuo llega a considerar la tortura, la mutilación, el secuestro y el asesinato como parte de un negocio? ¿Cómo es que un individuo acepta los términos y condiciones del narcotráfico, sabiendo que existe la posibilidad de ser víctima de una muerte violenta?
La tercera dimensión analizada en este artículo resalta la complejidad de la violencia del narcotráfico, ya que no responde a incentivos monetarios o instrumentales como las dos primeras dimensiones. La adrenalina y empoderamiento, que los participantes señalan como uno de los beneficios de ser parte de una organización de tráfico de drogas, responde a una lógica recurrente en el discurso del narco que debe ser considerada por quienes diseñan políticas públicas. Este tipo de violencia no se puede prevenir o combatir sacando los ejércitos a las calles, ni legalizando las drogas. Como se discutió anteriormente, la lógica del necro empoderamiento emerge en contextos donde individuos, siendo ellos mismos víctimas de múltiples violencias desde temprana edad, aprenden que la única manera de sobresalir de su condición marginal y encontrar sentido es a través de prácticas violentas. Por lo tanto, una estrategia que podría explorarse para prevenir esta violencia es asignar más recursos para combatir y prevenir violencia de género, intrafamiliar y de pandillas, así como en proteger a los niños y jóvenes que crecen en contextos donde estas condiciones están normalizadas.
Finalmente, la cuarta dimensión de la violencia del narcotráfico, ligada a sacrificios humanos, tiene que ser considerada tanto por autoridades locales como federales. Hasta la fecha se sabe poco sobre estos rituales; no hay certeza sobre cuántos grupos criminales involucran a sus miembros en estas ceremonias, qué tan arraigadas estén sus creencias, en qué regiones del país predominan, qué tan frecuentes son, y si continúan hasta el día de hoy. Por lo tanto, una de las recomendaciones que surgen de esta investigación es que las autoridades, en conjunto con académicos de diferentes disciplinas, desde criminología hasta estudios religiosos, realicen más investigaciones sobre este culto. En un país donde se registran casi 100 mil desapariciones, es importante explorar todas las líneas de investigación que puedan brindar más claridad sobre este doloroso tema.