Una historia de larga duración
La historia de las profesiones es de larga duración.2 Los inicios de la universidad muestran cómo ha habido una lucha por la monopolización del conocimiento. Las primeras universidades, en la edad Media, estuvieron vinculadas a la Iglesia. Éste es un primer momento de la institucionalización del conocimiento. De este modo, como sugiere Burke (2002, 51), tanto la clerecía, en esa época, como los primeros intelectuales modernos, se vincularon a instituciones universitarias.
Los antecedentes de la formación profesional universitaria se encuentran en el nacimiento de las universidades medievales, producto del despertar intelectual del siglo XII, y se señalan, entre otros, algunos factores como la terminación del sistema feudal, la formación de las instituciones municipales, el incremento de los intercambios culturales y comerciales, el nacimiento de un cierto tipo de capitalismo financiero, la aparición de la sociedad burguesa y el nacimiento del espíritu laico (Fernández 2001, 28).
La universidad ha sido el espacio institucional donde se construye y transmite el conocimiento. La institución ha jugado un papel de primer orden en la imposición de epistemologías. Boaventura de Sousa (2009) señala que la ciencia, empresa de la Modernidad, es el paradigma epistemológico que se ha impuesto a los demás. Desde aquí el monopolio del saber ha recaído en los universitarios.
Lo anterior no quiere decir que no haya habido, desde entonces, luchas por visibilizar la pluralidad epistémica. Pierre Bourdieu y Pareto (citados por Burke 2002, 51) dicen que en el ámbito universitario han existido los llamados “rentistas intelectuales”, quienes han reproducido la lógica universitaria, frente a los francotiradores o “especuladores intelectuales”, es decir, aquellos individuos o grupos de personas que se mueven al margen de lo institucionalizado.
Lo anterior es importante por dos razones: la primera, porque sugiere la distinción entre dos tipos de individuos vinculados, en este caso, a la producción de conocimiento, pero también a prácticas intelectuales, culturales, incluso artísticas. Con esto es posible sugerir un primer acercamiento a las luchas por la monopolización del saber.
La segunda razón es la siguiente: el hecho de que haya habido sujetos marginados por voluntad propia o violentamente ha dado pie, como diría Castoriadis (1998), a pensar en procesos de imaginación social. Así, frente a lo instituido, es decir, aquello que cubre las necesidades de un organismo social (Castoriadis citado por Albarrán 2010, 162), ocurren paralelamente procesos de imaginación social, o sociedad instituyente, y presupone “la capacidad de autoalteración y de reinventarse cada vez como nuevos sujetos, es decir, como nuevas sociedades”.
En este sentido, la universidad ha significado una sociedad instituida. Frente a ella han aparecido espacios marginales, instituyentes, en los que también se ha construido conocimiento y se han afianzado prácticas epistémicas y culturales. Peter Burke (2002, 51-75) ha señalado a varios de estos espacios como enfrentados a los universitarios; espacios, dicho sea de paso, que fueron imaginados por “francotiradores intelectuales” que no hallaron cabalmente su lugar en las universidades. Por ejemplo, en el Renacimiento los humanistas, al proponer como procesos innovadores la concepción antropocéntrica del mundo, no encontraron, al inicio, su lugar en la universidad. La institución universitaria, recordemos, tiene su origen en el mundo medieval y sus profesores eran principalmente clérigos. La alternativa humanista fue la academia, “una forma social para indagar la innovación”. Los primeros científicos tampoco estuvieron en la universidad. Trataron de incorporar, dice Burke, métodos alternativos de enseñanza, como la jardinería que sirvió para el desarrollo de la botánica. La academia significó un espacio de refugio; además fundaron sociedades científicas donde pudieron desarrollar la nueva filosofía (ibid.). En este tenor, el conservadurismo universitario propició el desarrollo de espacios marginales, donde el conocimiento encontró formas innovadoras de producción.
Ahora bien, el escenario descrito sirve de preámbulo para la siguiente observación: la distinción de dos campos, uno instituido -la universidad- y otro instituyente -los espacios marginales-, en los que acontecen batallas por la monopolización del conocimiento, es un sugerente punto de partida para analizar el tránsito de la gestión cultural hacia la profesionalización.
La gestión cultural es una práctica que surge y ha permanecido fuera de las universidades.3 Incluso, los primeros esfuerzos de profesionalizarla sucedieron en el sector cultural y no en el universitario. Fue un proceso de capacitación. La universidad ha institucionalizado la gestión cultural, atrayéndola a sus aulas y estableciendo formas de ser y hacer. El sector de la cultura, al tenor de lo que he dicho, ha significado todavía un espacio propicio para la imaginación social. Sin embargo, como bien lo apunta Castoriadis, estos procesos imaginarios necesitan de la institución para hacerse ver.
El sujeto epistémico
Vuelvo a Bourdieu. De su mano quiero encontrar posibles respuestas a la pregunta ¿qué implica profesionalizar? En el ámbito de la gestión cultural se ha dicho que existe un proceso de profesionalización (Mariscal 2002). En sus particularidades me detendré más adelante. No quiero dejar de hacer notar, sin embargo, que si hablamos de profesionalizar implica que la práctica de la gestión cultural existe fuera del contexto universitario. Dicho de otro modo: hay gestores culturales que no se han formado como tales en los pregrados y posgrados en gestión cultural ofrecidos en las universidades. Aquí volvemos a la distinción que nos ha mostrado Burke a lo largo de la historia. Esta distinción quiere decir que se han formado gestores culturales en espacios marginales a la universidad, como el sector cultural. Más aún -otra vez la Historia como maestra-, la práctica de la gestión cultural ha existido incluso antes de que así se denominara. Recordemos, por ejemplo, los esfuerzos de Vasconcelos en el México posrevolucionario a través de las misiones culturales.
En su Homo academicus, Bourdieu (2008) nos da pistas sugerentes. Su trabajo discute las batallas campales en el ámbito universitario, los ejercicios de poder y las prácticas del académico. Para lo anterior se apoya en una distinción fundamental: en el contexto universitario existen sujetos construidos, a los que llama epistémicos, que se diferencian de quienes están fuera de las universidades, a los que llama sujetos empíricos. Así lo explica:
El individuo construido, por el contrario (del individuo empírico), es definido por un conjunto de propiedades explícitamente definidas, que difiere, por un sistema de diferencias asignables, de los conjuntos de propiedades, construidos según los mismos criterios explícitos, que caracterizan a los otros individuos; más exactamente, marca su referente no en el espacio ordinario, sino en un espacio construido de diferencias producidas por la definición misma del conjunto finito de las variables aplicables (Bourdieu 2008, 36).
Este sujeto epistémico existe en un espacio teórico cuyas propiedades son señas de identidad. Ese mismo individuo es a la vez un sujeto empírico cuyas propiedades también son identitarias, pero en un espacio distinto al epistémico. De este modo, el sujeto epistémico es reconocido como tal a partir de su pertenencia a un campo específico, donde existe una ruptura entre el conocimiento ordinario y el especializado.
Las propiedades que identifican al sujeto epistémico son finitas, y son definidas por los agentes del campo al que pertenece sobre las cuales existe cierto consenso. Estas propiedades, dice Bourdieu (2008, 19), son identificables a través de códigos como los títulos universitarios. Son estos los que distinguen a un sujeto epistémico de un sujeto empírico.
De este modo, las propiedades de los sujetos epistémicos se hallan institucionalizadas por un agente legitimador. La universidad es la que legitima las características de los profesionistas. Es la universidad la que construye un espacio epistémico, donde se definen las características de los sujetos a los que llamamos profesionales. Debo hace notar que la distinción entre sujetos epistémicos y empíricos se ha construido sobre la base de la ruptura entre el sentido común y el conocimiento especializado. Tampoco está de más advertir que esta distinción se ha dado históricamente por la imposición de un modo dominante de interpelar al mundo: la ciencia (De Sousa 2009). Como al inicio hice notar, la universidad ha monopolizado el conocimiento, encumbrado a la ciencia y su racionalidad, y eclipsado otras epistemes.
Las categorías que ha propuesto Bourdieu hablan específicamente de un individuo que no pertenece al contexto universitario. Este sujeto empírico puede ser cualquiera de nosotros, incluso el académico, siempre y cuando se asuma como distinto en un ámbito de acción no universitario. No podemos considerar cabalmente empíricos a los gestores culturales no profesionalizados. Sus prácticas de intervención cultural no están legitimadas en el campo académico, pero poseen propiedades finitas que los distinguen como sujetos reconocidos en el campo cultural. Imaginemos a un promotor cultural comunitario. Dentro de su comunidad ocupa un lugar como vecino. Ese lugar está construido por las características de un sujeto empírico. Sin embargo, al mismo tiempo, como promotor cultural, posee propiedades finitas que lo distinguen de un vecino. Estas propiedades son aquellas que le confieren el estatus de promotor cultural, a saber: tiene la capacidad de producir eventos culturales, gestionar recursos, establecer estrategias de difusión, etcétera. Son estas propiedades que se adquieren en la práctica y que el espacio universitario ha legitimado o incluso profesionalizado. Entonces este sujeto es epistémico diferenciado.
Con base en lo anterior es posible arribar a otra problematización sobre la gestión cultural en particular, aunque común al debate entre oficio y disciplina. Es común distinguir a los gestores culturales empíricos4 de los profesionalizados. Lo planteado por Bourdieu es provocador: cuando nos referimos a profesionalización, estamos frente a un proceso de construcción de un sujeto epistémico. De frente a este proceso, sin embargo, hay que notar que el sujeto cuya práctica ha sido la gestión cultural empírica es marginal a la institución universitaria. Algunas de las propiedades finitas del sujeto epistémico, reconocidas a través del título universitario, también son propiedades del gestor cultural empírico. La diferencia entre estos sujetos es la aparente legitimidad de saberes objetivados en el reconocimiento del Estado, es decir, el grado académico.
En este sentido la profesionalización de la gestión cultural implica una jerarquización de saberes, donde los conocimientos socialmente reconocidos, institucionalizados a través de la universidad, se imponen sobre aquellos que no están profesionalizados. Son los universitarios quienes monopolizan el conocimiento. El hecho de jerarquizar saberes afianza la idea de que el único conocimiento válido es el que se genera en las universidades, y que otras comunidades epistémicas, como las que existen en torno a saberes locales y tradicionales, son exterminadas o bien minimizadas cuando arriban a la academia.5
Avatares de la gestión cultural
Peter Burke (2002) señala cómo históricamente se han construido los intelectuales entre la universidad y los espacios alternativos; sus contradicciones perviven hasta nuestros días en una historia de larga duración. La idea de profesión también está presente. Una de las primeras reflexiones en torno a su origen fue de Herbert Spencer (1992). Este sociólogo sostuvo que las profesiones estuvieron ligadas al mundo eclesiástico como una estrategia de control del conocimiento.
Esta misma idea, la de control, es la que ha permeado en torno a las profesiones. En el mundo secularizado, el Estado asumió el papel que dejó la Iglesia. El advenimiento de las sociedades industriales, el nacimiento de una burguesía, así como el desarrollo del capitalismo dio pie al florecimiento de las profesiones, como una forma de controlar el saber y el uso de las tecnologías (Rodríguez 2008, 15).
Los profesionistas, entonces, son sujetos epistémicos que se distinguen por sus propiedades, dirá Bourdieu, es decir, por sus conocimientos y “habilidades especiales obtenidos en un proceso muy reconocido de aprendizaje derivado de la investigación, educación y entrenamiento de alto nivel, y quienes están preparados para ejercer este conocimiento y habilidades en el interés hacia los otros” (Fernández 2002, 62).
Estas propiedades también son históricas. El caso de la gestión cultural no es la excepción. En ella convergen dos temporalidades: la de largo aliento y la de coyuntura.6 La de largo aliento se vincula a la idea de cultura. Sabemos que al menos dos relatos se sostienen hasta nuestros días. La tradición ilustrada, el primero, asume la cultura como civilización. El refinamiento es una de sus características. Una sociedad civilizada, culta, ilustrada, es aquella donde el arte, las letras y las ciencias se han desarrollado (Márquez 1997, 179) Su contraparte, la tradición romántica, el segundo relato, abogó por el espíritu del pueblo contrario al refinamiento, y buscó su fundamento en la cultura, la literatura y el arte popular, a diferencia del relato ilustrado (ibid.).
Estos dos relatos son de largo aliento en tanto alcanzan a gestores culturales, y se asocian a ideas, mentalidades y representaciones del mundo (Nivón 2015, 21-56). Lo importante es observar de qué modo colocarse en cualquiera de esas dos tradiciones orienta las propiedades del gestor cultural: ¿cuáles son sus conocimientos e ideas sobre arte y cultura, mismos que lo distinguen de los sujetos empíricos? Pero sobre todo: ¿dónde halla lo gestionable?
La coyuntura se refiere al vínculo que existe entre la gestión y las políticas culturales. Esta relación supone un proceso de institucionalización de la cultura. Los Estados han echado mano de la cultura como recurso. La formación de los Estados-nación tuvo una dimensión estética y simbólica. La construcción de una nacionalidad y la legitimación de un orden imperante también pasaron por lo simbólico. Prueba de ello fue el romanticismo europeo. En el México posrevolucionario la figura de José Vasconcelos fue importante. Su obra se tradujo en el impulso a movimientos artísticos y culturales como el muralismo. El antecedente moderno de la gestión cultural está en las estrategias de intervención cultural de Vasconcelos: fue impulsor de la alfabetización, a través de una intensa campaña que requirió de la movilización de jóvenes y adultos para tal fin (UAM 2017, 2). Para ello creó las misiones culturales. Además, el autor de Ulises criollo fue él mismo un promotor cultural, a veces mecenas, que impulsó el desarrollo de artistas y concibió a la educación vinculada a las bellas artes (Azuela 2013). La política y la gestión cultural de Vasconcelos se hallan alineadas a una historia de larga duración sobre las estrategias de intervención cultural del Estado: principalmente hombres cultos e intelectuales. Sólo así entendemos por qué las políticas cultura- les carismáticas se enraizaron en América Latina (UAM 2017, 5)
En otros momentos, la promoción cultural enfatizó su práctica desde una visión antropológica. Esta visión corresponde a un Estado paternalista, preferentemente, que busca conservar lo propio y, en algunos casos, heredero de una idea positivista del progreso. Dos ejemplos al respecto, el primero de ellos hacia el último tercio del siglo XX. El modelo de intervención cultural propició la formación de promotores culturales comunitarios. Se fundamentó en la teoría del control cultural de Guillermo Bonfil (UAM 2017, 7). La misión de este promotor, mayoritariamente indígena o que trabajara en comunidades indígenas, era mantener la autonomía cultural (ibid.). Entonces sus propiedades deberían estar orientadas hacia el trabajo comunitario de fuerte raigambre participativa. Era un animador cultural.
Otro ejemplo breve: en la década de 1980 se fundó el Instituto Chiapaneco de Cultura (ICHC). Uno de sus directores, el segundo, fue el antropólogo Andrés Fábregas Puig. Durante su periodo al frente de la institución se fundó el Departamento de Patrimonio Cultural. Su trabajo fue sobre todo editorial. Se publicó el Anuario del ICHC, que dio a conocer trabajos de investigación, principalmente historiográficos y antropológicos, además de literarios.7 Así, aunque los autores no eran promotores culturales sino especialistas disciplinados en ciencias sociales y humanidades, una de las propiedades de la promoción cultural fue la investigación.
Por último, el periodo finisecular del XX y de principios del XXI se caracteriza por la emergencia del mercado como sustituto del Estado. En ese sentido, la figura del promotor cultural comunitario, íntimamente ligado a los intereses estatales, cambia hacia un gestor cultural capaz de “gestionar el diseño, producción, circulación y distribución de los bienes cultuales en un marco de modernidad y democracia” (UAM 2017, 9). Todo esto en el contexto de la mercantilización de la cultura y la preeminencia del sector privado como beneficiario del Estado neoliberal. Entonces, una de las propiedades del gestor cultural acentúa la capacidad de administración de la cultura, la procuración de fondos y la rentabilidad de los bienes artísticos y culturales.
En los tres momentos del tiempo coyuntural también es posible observar el camino que han recorrido el arte y la cultura como recurso. Este tránsito ocurre en el Estado benefactor en dos momentos: el primero, en la conformación de los Estados-nación donde el arte y la cultura son el recurso simbólico para la construcción de identidades colectivas nacionales vinculadas ficticiamente a territorios estatales. El segundo se da en un contexto paternalista, que no deja de ser nacionalista, donde la cultura es recurso identitario, folclorizado, envuelto en discursos esencialistas. El camino concluye cuando la cultura comienza a ser recurso económico en el mundo neoliberal, donde se privilegia el valor de cambio por encima del valor de uso. Las tres coyunturas, que obedecen al tiempo de mediana duración, resultan importantes para señalar que las propiedades o características del gestor cultural son históricas. Los agentes culturales, llamados promotores, animadores o gestores, también artistas, institucionalizan prácticas y discursos coyunturales. En ellos también se halla la emergencia de nuevas prácticas de intervención cultural. Estas temporalidades orientan a la vez algunos avatares del gestor: sus identidades.
La profesionalización del gestor cultural
El desplazamiento hacia la profesionalización de la gestión cultural ocurre en el tránsito del sector cultural al universitario o académico. Dicho de otro modo: del gestor cultural como sujeto epistémico diferenciado a sujeto epistémico. La “Declaración de México sobre políticas culturales”, firmada en 1982, recomienda la formación de recursos humanos en las áreas de planificación y administración cultural.8 Arreola (2012, 86 y ss.) señala que este proceso surge de la capacitación de los gestores culturales empíricos. Los años de la década de 1980 lo atestiguan. La obra de Vasconcelos está aquí nuevamente, casi 70 años después. La escuela ha significado un agente cultural, lo mismo que sus profesores. No es de extrañar el vínculo que ha existido entre la promoción cultural y el magisterio. Así, dicen Arreola y otros (ibid., 86), “surgió el Plan de actividades Culturales de Apoyo a la Educación Primaria” en 1983, mismo año que “inició un proyecto de capacitación llamado ‘Programa de formación y capacitación de promotores culturales’, dirigido a los responsables de la planeación y operación de actividades culturales de instituciones educativas”. De este programa, según Molina (2015, 48), surgieron promotores que impulsarían los primeros programas académicos en Colima, Michoacán y Morelos.
Hacia finales de esa década aparece el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Uno de los objetivos del Consejo fue la capacitación de los promotores y gestores culturales. Impartió distintos cursos y diplomados en la Ciudad de México y en distintos estados. Lo hizo a través de su Dirección de Capacitación Cultural. Se creó en 2001 el Sistema Nacional de Capacitación y Profesionalización de Promotores y Gestores Culturales que tenía como objetivo capacitar y profesionalizar a los gestores y promotores (Arreola et. al 2012, 87).
Del sector cultural al que hemos aludido, la gestión cultural caminó hacia las universidades. En México tuvo lugar en la década de la década de 1990 a través de cursos, talleres y diplomados (89). El primer programa de licenciatura, según Rivera (2009, 209), se impartió en la Universidad Autónoma de Nayarit con el apoyo del CONACULTA; se trató de la carrera en Gestión Cultural, ofrecida en 2003, de la que solamente egresaron dos generaciones.9 Desde entonces han surgido pro- gramas educativos de pregrado y posgrado a lo largo del país. Para el año 2011, según Mariscal (2011, 6), se habían contabilizado 42 programas educativos de gestión cultural, desde licenciatura hasta doctorado. El dato más reciente se debe a Salas (2014), quien catalogó 62 licenciaturas, 11 especialidades, 80 maestrías y 17 doctorados que, de acuerdo con la compiladora y un grupo de gestores culturales que colaboraron, se ubican en un amplio espectro de la gestión de la cultura.10
Es complicado definir un perfil del gestor cultural. La formación del campo disciplinar se ha construido a partir de conocimientos, habilidades y destrezas adquiridos de la experiencia empírica, así como de disciplinas sociales y humanísticas normalizadas. En este sentido la gestión cultural es un campo multidisciplinar. Sin embargo, el ánimo del trabajo cultural, como ocupación y como profesión, está orientado hacia la intervención y socialización de la cultura. Adquirir conocimientos teóricos y metodológicos para esta tarea implica pensar al gestor como un sujeto epistémico. Sus propiedades o características finitas están orientadas hacia la investigación diagnóstica, diseño, ejecución y evaluación de acciones de intervención y socialización de la cultura.
Los perfiles del gestor, que se construyen de manera histórica, articulan conocimientos de distintos agentes culturales. Su área de incidencia, según Mazariegos (2016, 11-12), se halla en las dimensiones de la cultura: económica, social, territorial, funcional y de estudios culturales. Estas dimensiones tienen vertientes: intervención, promoción, difusión, docencia, vinculación, producción, distribución, comercialización, conservación, restauración, creación e investigación cultural.
De éstas se desdoblan modalidades: “concepto que engloba el modo, actuación, medio, mecanismo, estrategia o soporte que permite vehicular los productos culturales” (14). El trabajo del gestor consiste en identificar las dimensiones de la cultura, sus vertientes y modalidades de actuación.11 Considero que las dimensiones, vertientes y modalidades propuestas por Mazariegos -como elementos de la proyección cultural- son la matriz para elaborar perfiles del gestor cultural. Permiten derivar conocimientos, habilidades y destrezas que debe poseer, adaptables a los contextos históricos y culturales donde se desarrolla la acción cultural.
Entonces es reductivo y limitante intentar construir el perfil del gestor cultural. Atendiendo la propuesta de proyección cultural, la matriz de perfiles es más flexible: en ella están las características de las distintas profesiones que abonan en el campo multidisciplinar del gestor y las destrezas que a lo largo del tiempo han identificado a los gestores, animadores, mediadores o promotores empíricos.
La experiencia de la UNICACH
Uno de esos perfiles es el que se forma en la licenciatura en Gestión y Promoción de las Artes (LGPA) de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH). La carrera se fundó en 2004. En ese entonces, según la información diagnóstica que fundamentó al programa educativo, en Chiapas la promoción cultural se realizaba desde el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes (CONECULTA), cuyas estrategias de intervención se enmarcaban en programas editoriales y fomento a la lectura, casas de la cultura, investigación y rescate del patrimonio cultural y difusión cultural.12 Se identificaba el campo laboral y pertinencia del programa en relación con la ineficiencia de la institución, y otras circunstancias: las casas de la cultura no contaban con personal capacitado para la gestión cultural y las personas dedicadas a la gestión independiente tampoco estaban profesionalizadas.13 En lo que respecta al sector educativo formal, en el nivel básico los profesores de educación artística no estaban profesionalizados y tampoco contaban con un título universitario en artes.14 En ese sentido, la carrera buscaba profesionalizar a los gestores culturales, pero también identificaba un nicho en el magisterio, por lo que estaba pensada “para que los futuros profesionistas puedan desempeñarse en distintos ámbitos educativos”,15 concebidos en un sentido amplio.
El objetivo de la carrera enfatizaba “el acercamiento de las manifestaciones hacia la sociedad” y el “área de la promoción cultural para dar a conocer las riquezas de nuestro estado, además de la organización y socialización de los eventos artísticos y culturales de la región y del país”.16 El perfil de egreso, entonces, contemplaba el conocimiento de la estructura de instituciones para el seguimiento a proyectos culturales; “principios de organización administración, evaluación, seguimiento y sistematización de proyectos culturales”.17 Además se complementaba con habilidades orientadas hacia la educación, el conocimiento metodológico de las artes, a través de investigaciones, que le permitieran elaborar propuestas en el ámbito de la educación básica. Pero sobre todo se habilitaba en la metodología para impartir talleres artísticos y de apreciación de las disciplinas.18
El primer plan de la licenciatura fue valorado por los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior (CIEES). La principal observación consistió en la reestructuración del plan de estudios para que se centrara en la gestión cultural;19 observación elaborada no sólo a partir del trabajo de gabinete, sino desde la misma comunidad académica. Alumnos, egresados y docentes coincidían, en su mayoría, que los talleres artísticos desvirtuaban los propósitos de la carrera. Los talleres orientaban y confundían a los alumnos, quienes aparentemente se formaban en la creación artística y no en la gestión de las disciplinas artísticas.
Inmediatamente después de la evaluación la Universidad entró en proceso de renovación de su modelo educativo. Según el Plan de Desarrollo Institucional Visión 2025, aprobado por el Consejo Universitario en 2011, se debía actualizar el modelo educativo con el enfoque basado en competencias, adecuado al contexto actual para la formación de profesionales (UNICACH 2011, 53).
Esta disposición, junto con la recomendación de CIEES, significó la coyuntura para actualizar el plan de estudios de la carrera. Otro hecho importante fue que el perfil de los aspirantes cambió. En el primer plan de estudios se inscribieron alumnos con alguna formación en artes, ya sea como maestros de música o de artes visuales. Muchos de ellos empleados en el sistema de educación básica. Al paso del tiempo ya no fue así. Comenzaron a llegar alumnos recién egresados de las preparatorias, con poca o nula formación en el área de las artes y con poca información sobre la gestión cultural. La carrera dejó de ofertarse los fines de semana. En estas circunstancias, los programas educativos de la Facultad de Artes se actualizaron en 2011 con el enfoque basado en competencias.20
Las carreras en artes adoptaron el “modelo educativo constructivista, flexible, basado en el aprendizaje autónomo y con enfoque en competencias profesionales”. Mucho se discutió al respecto en foros y en talleres de diseño curricular, implementados ex profeso como parte de la metodología para la actualización.21 A pesar de voces discordantes algunas y críticas constructivas otras, que cuestionaron el presupuesto de “formar profesionales de las artes” se decidió implementar dicho modelo. La resolución se expresó en el perfil del profesional en Artes:
Los estudios superiores consisten en la formación profesional en general y artística en lo específico, en periodos de tiempo definidos por las normas nacionales en el que se atienden las siguientes categorías para la formación de competencias profesionales: creación, interpretación, intervenciones educativas, conocimiento artístico en su modalidad de investigación y análisis, conservación y extensión a través de bienes y servicios vinculados al fenómeno artístico.
Por lo anterior, un profesional en estudios superiores en Artes tiene una capacidad cognitiva homologada, técnica, metodológica, teórica, epistemológica, semántica y creativa, para la producción y socialización de bienes y servicios artísticos pertinentes o vinculados a la realidad social regional, con valores de competitividad internacional.22
La anterior es la descripción general del perfil del artista que se forma en la universidad, incluyendo al gestor cultural.23 Al hablar de “capacidad cognitiva homologada” se refiere precisamente a las competencias comunes del profesional de las artes. Sobre el caso de la licenciatura en Gestión, una de sus características-en la cual se enfatiza por encima de las demás homologadas- es su capacidad para establecer estrategias de producción y socialización de los bienes artísticos.
La carrera busca crear profesionistas desde una perspectiva transdisciplinar al fusionar el conocimiento sobre lenguajes artísticos con herramientas de planeación estratégica, administración y comunicación social.24 Este propósito se desdobla en siete competencias. Cada una de ellas tiene atributos -es decir, especificidades- expresados en el saber ser, saber hacer, saber conocer y saber convivir. Cinco competencias son de carácter general y transdisciplinario, una de especializaciones complementarias y una central, que es la siguiente: “Desarrolla y demuestra habilidades profesionales transdisciplinarias de la gestión de las artes y la cultura en su modalidad de planeación, administración y vinculación en apoyo a la creación y su socialización en lo particular, y en la investigación en general”.25
Las competencias transdisciplinarias, que se asocian a la competencia central, se refieren al uso de “tecnologías de información y comunicación que apoyan los aspectos de planeación, administración, difusión socialización del arte y la cultura”; al diseño y realización de diagnósticos socioculturales; a estrategias de planeación, gestión y operación de proyectos culturales, y a la socialización de las artes visuales.26
El documento que establece los marcos conceptuales para la actualización habla de una competencia complementaria.27 En realidad son tres. Una ellas se vincula a la gestión del arte y la cultura y se ofrece como materia optativa para las demás carreras: Música, Jazz y Artes Visuales. En lo que respecta a las complementarias para Gestión y Promoción de las Artes (también lo son para las demás carreras), se trata de las siguientes:
Planea e instrumenta intervenciones educativas para la práctica creativa y la apreciación y el consumo del conocimiento artístico, en niveles de formación inicial, básica, media y media superior.
Desarrolla habilidades especializadas en la generación del conocimiento artístico y cultural vinculadas a su práctica profesional, que le permiten una inserción exitosa a programas educativos de posgrado de calidad o a prácticas y proyectos de investigación de la gestión de las artes y la cultura.28
Entre las adecuaciones al mapa curricular se eliminaron los talleres artísticos, sustituidos por materias teóricas sobre apreciación de las disciplinas artísticas; se puso mayor énfasis en los procesos metodológicos de la gestión cultural y en conocimientos teóricos e históricos sobre la gestión cultural, el arte y la cultura en contextos globales y regionales. También se incluyeron unidades de aprendizaje relativas al diseño de intervenciones educativas y al proceso epistemológico y metodológico de la investigación en arte y cultura, que se cursan por ciclos que comprenden desde el diseño del proyecto de intervención educativa o investigación, hasta la conclusión con su respectivo informe final. Además, una característica importante, es que la titulación se incluyó en la currícula. Con ello se garantiza que el 100% de sus egresados estén titulados, mejorando este indicador de evaluación.
Los documentos de titulación
El perfil del gestor cultural que se forma en la UNICACH expresa las propiedades finitas del sujeto epistémico emergente, lo cual es uno de los avatares de la gestión. Estas propiedades lo distinguen de los “gestores culturales empíricos”, aunque algunas de ellas son comunes. Este “parecido de familia” también es explicable en el marco de los procesos históricos de institucionalización del conocimiento. La profesionalización de una práctica como la gestión cultural conlleva la distinción del profesionista y del empírico. Pero las propiedades expresadas en el perfil profesional se hallan en el plano ideal: describen lo que debe alcanzarse en un proceso de enseñanza-aprendizaje. En términos metodológicos el perfil de egreso responde a necesidades detectadas que, a través de los sujetos que se construyen, deben atenderse (Arnaz 2017, 1). ¿Qué pasa en el plano de lo real? ¿Responden a las necesidades que le dieron origen?
Una ruta para acercarnos a lo anterior son los documentos de titulación de los egresados, que expresan la congruencia que existe entre el enunciado y lo que se enuncia. No se debe perder de vista que la congruencia debe expresarse como adecuación y no como coincidencia.29 ¿Realmente esperamos que los documentos de titulación coincidan cabalmente con los propósitos de la carrera?
Una revisión de los 17 documentos de titulación defendidos hasta el momento, del segundo plan de estudios actualizado con el enfoque en competencias, nos da una pista de hacia dónde camina esta carrera.30 Para lo anterior, construí tres categorías de análisis que se desprendieron de las competencias centrales y complementarias señaladas anteriormente. Estas categorías son: 1. Estudios de gestión e intervenciones culturales; 2. Investigación en arte y cultura y 3. Intervenciones educativas.
La categoría “Estudios de gestión e intervenciones culturales” se articula a la competencia central del gestor cultural. Su particularidad radica en que sirve para identificar trabajos de investigación en gestión cultural, como propuestas metodológicas de la intervención, diagnósticos socioculturales; también identifica propuestas de intervención e intervenciones culturales, tanto en sus dimensiones económica, social y territorial de la cultura, en las distintas modalidades como talleres, festivales, registros, encuentros, exposiciones, etcétera.
La categoría “Investigación en arte y cultura” se articula a una de las competencias complementarias: la investigación. También se articula a la dimensión de “Estudios culturales”. Esta categoría permite identificar trabajos que abordan temáticas vinculadas a la gestión cultural desde los estudios culturales y otras disciplinas científicas y humanísticas, como la sociología, antropología, historia, comunicación o ciencias políticas. Los trabajos agrupados aquí son lo más cercano a una tesis de investigación: construyen un objeto de estudio, marcos teóricos, metodológicos, contextuales y finalmente el informe de investigación.
La tercera categoría “Intervenciones educativas” se articula con la competencia complementaria sobre planeación e intervención educativa. Aquí se reportan trabajos cuya finalidad es implementar cursos o talleres en escuelas de educación básica, tomando como punto de partida el análisis de los planes de estudio de este nivel y la detección de problemáticas y necesidades en su operación.
Con base en lo anterior, siete trabajos se ubican en la categoría “Estudios de gestión e intervenciones culturales” (41 %), ocho en “Investigación en arte y cultura” (47%) y dos más en “Intervención educativa” (12%) (ver Gráfica 1).
Veamos con un poco más de detalle. De los siete documentos de titulación que se ubican en la categoría articulada a la competencia central, cinco de ellos abordan temáticas relacionadas con el patrimonio cultural de Chiapas. Las propuestas plantean preocupaciones y significan intervenciones encaminadas a la preservación del patrimonio zoque como la música y la danza tradicionales (Méndez 2017; Hernández 2017 y Vázquez 2017). En términos generales, los trabajos consisten en registros documentales, descriptivos, discursivos y testimoniales. Otro trabajo es una propuesta metodológica para la gestión cultural: la construcción de indicadores para la medición de la vitalidad del patrimonio (Cortés et. al 2017); una propuesta más en el ámbito metodológico se refiere a sugerir un modelo de gestión para el desarrollo de una disciplina artística (Palacios 2017); otro trabajo realiza una propuesta, sin ejecutarse, para recuperar un monumento arquitectónico de una comunidad y aprovecharlo desde la sustentabilidad. Esta propuesta se fundamenta en la realización de un diagnóstico sociocultural (Rodríguez 2017). Una más es un trabajo de socialización de una disciplina artística a través de talleres para niños (Ordóñez 2017) (ver Gráfica 2).
En lo que respecta a la categoría articulada a la competencia complementaria de investigación, ocho trabajos están aquí. La mayoría se ubican en el tema de identidad y cultura. La preocupación de varios de ellos es conocer cómo los consumos y prácticas artísticas se relacionan con la identidad juvenil, con sus discursos estéticos y políticos (Reyes 2016; Galdámez 2016 y García 2016). Otro más aborda el proceso de profesionalización del gestor cultural en la región sureste de México (López 2016). Un trabajo más es un análisis de los consumos culturales de jóvenes preparatorianos de la periferia de Tuxtla Gutiérrez (Caballero 2017).
Una preocupación que salta de las aulas al trabajo de titulación es la política cultural. Dos trabajos al respecto estudian las estrategias de intervención cultural de las autoridades de la capital de Chiapas y su incidencia tanto en la construcción de ciudadanía como en los espacios culturales independientes (Santiago 2017 y Velázquez 2017) Finalmente otro trabajo se sitúa en discursos estéticos y se acerca a la crítica del arte con herramientas semióticas (Velasco 2017) (ver Gráfica 3).
Finalmente tenemos la categoría articulada a la competencia complementaria de educación. Aquí solamente se han presentado dos trabajos de titulación. Han sido reportes de experiencias de práctica docente en escuelas del nivel básico. Una de sus coincidencias es que en ambos desarrollaron talleres de teatro (Hidalgo 2016 y Ortiz 2017).
Como se puede observar, el énfasis de los documentos de titulación está en una de las competencias complementarias, la investigación, seguida de la competencia central, la planeación cultural. Si pensamos en los perfiles del gestor a partir de una matriz, nos daremos cuenta de los avatares o caras que asume el gestor en relación a sus contextos. En el caso de la LGPA, llaman la atención dos aspectos.
El primero de ellos es que el perfil principal de sus egresados, al menos en lo aquí observado, se decanta por el patrimonio cultural, específicamente relacionado con las culturas originarias.31 Si recordamos que la congruencia entre los trabajos de titulación y los perfiles de egreso es la adecuación y no la coincidencia, entendemos que la formación del gestor cultural expresado como ideal se corresponde como adecuación con lo real. Esta adaptación supone que el perfil del gestor es una construcción histórica, ligada a espacio-temporalidades. Además de esto también debo hacer notar que el plan de estudios de la LGPA está construido desde una visión ilustrada. La gestión de las disciplinas artísticas se orienta hacia las bellas artes. Nada hay en su mapa curricular sobre antropología del arte o estéticas decoloniales.32 Una formación complementada con estas temáticas, además de las bellas artes, focalizaría mejor el área artística gestionable. Las adaptaciones que muestran los trabajos de titulación se entienden por el contexto donde los gestores culturales viven e inciden. Lo anterior es un indicador importante para los procesos de actualización posteriores.
El segundo aspecto es el predominio de la investigación. Es cierto que en la matriz de perfiles del gestor cultural se halla la investigación. Ésta, sin embargo, se entiende como una herramienta para arribar al proyecto cultural y no como una finalidad en sí misma. Esta particularidad en la LGPA supone otro avatar. De acuerdo con lo que muestran los documentos de titulación, la investigación como finalidad y no como medio es uno de los perfiles del gestor cultural.
¿Esto supone una descolocación de este sujeto epistémico en su campo disciplinar? La pregunta no es retórica y merece una reflexión en otro momento. Lo cierto es que esta circunstancia nos lleva a otra discusión abordada por los gestores culturales: la formación de los formadores (Mariscal 2012). Ya hemos dicho que la disciplina de la gestión cultural es un campo emergente. Los profesores contratados en la universidad no han sido, necesariamente, quienes demuestran una trayectoria empírica como gestores (ibid.). En muchos casos son profesionistas formados en otras disciplinas artísticas, científicas o humanísticas. Sus conocimientos contribuyen al perfil del gestor que emerge, pero muchas veces ellos no son gestores. Este el caso de la LGPA, aunque no de toda su planta docente. Sus profesores están formados en disciplinas humanísticas y el perfil de varios de ellos se orienta a la investigación.33 En este sentido, los perfiles del gestor se construyen también desde los propios lugares de enunciación de las plantas docentes.
Una tercera particularidad ocurre con respecto a la competencia para intervenciones educativas. Una observación de primer orden permite decir que una de las opciones laborales de los egresados de la LGPA y, en general, de las carreras en artes de la UNICACH, es la docencia en educación básica. Llama la atención que, a pesar de ser una opción real, los trabajos de titulación vinculados a esta competencia no son significativos en número.
Las competencias complementarias originalmente tienen un sentido distinto a las propiedades del gestor cultural. Fueron pensadas como alternativas para inserción al posgrado, en el caso de la investigación, y como opción laboral, en el caso de la educativa.34 Sin embargo, la adecuación muestra que, en este caso, es posible considerarla como parte de las propiedades del gestor cultural profesionalizado.
Con el análisis de los documentos de titulación observamos la distinción de los sujetos epistémicos. El tránsito del sector cultural al universitario supone la realización de trabajos de investigación e intervenciones culturales y educativas como características de los gestores culturales emergentes. Estos trabajos se fundamentan en acercamientos teóricos y metodológicos propios de los sujetos epistémicos, es decir, de sus propiedades identitarias. Los trabajos de investigación en arte y cultura, por ejemplo, se cimientan en teorías de la cultura, principalmente, y en andamiajes teóricos y metodológicos desde la estética. Las investigaciones, entonces, lindan en lo que ahora se conoce como estudios culturales. Los documentos de titulación aquí están construidos desde una visión ya clásica como tesis: marcos teóricos-metodológicos, construcción de objetos de estudio y su ubicación en espacio y tiempo; hallazgos de un trabajo de investigación realizado con estrategias cuantitativas o cualitativas. Estos trabajos señalan un espacio limítrofe de la gestión cultural con las disciplinas científicas y humanísticas que la nutren.
Otras propiedades que se ubican en el centro de la gestión, y no hacia sus márgenes, son las específicamente orientadas hacia la intervención cultural. Los trabajos presentados por los egresados de la LGPA, que se articulan al perfil central, siguen metodologías normalizadas en la gestión cultural: diagnóstico, que permite hacer un análisis de contextos; de este análisis surgen proyectos culturales orientados a la atención de necesidades y problemáticas identificadas; el proyecto es evaluado y ejecutado, para después emprender una investigación evaluativa. Esta estrategia metodológica se vincula a una propuesta intersectorial, que comprende a la cultura en sus dimensiones políticas, económicas y sociales.
Son estas características, y otras de acuerdo con las preocupaciones de cada programa educativo, las que distinguen al gestor cultural profesionalizado de los gestores empíricos. Si recordamos a Bourdieu, estas características son sancionadas por la comunidad académica. Al menos la referida a estudios e intervenciones culturales son comunes a la gestión cultural como disciplina, aunque tenga sus particularidades como fenómenos históricos. Un vistazo a los programas educativos en gestión cultural, sus nombres y propósitos, mostrará otros márgenes y facetas.
Conclusiones
Las facetas de la gestión cultural están inscritas en procesos de institucionalización del conocimiento de largo y mediano aliento. Las estructuras del conocimiento, objetivadas en sus espacios de formación como las universidades y sus márgenes, responden a estas temporalidades. Las luchas epistémicas son marcos para estrategias instituyentes, las que muestran distintas caras de las estructuras y los sujetos que en ella habitan.
En este sentido, podemos arribar a los avatares de la gestión cultural: la construcción de un campo epistémico. ¿Dónde se halla? Los discursos de la Modernidad lo ubican en el ámbito universitario. Aquí se encuentra una de sus caras que se ha formado a través de un proceso largo que se articula a la formación de sujetos epistémicos y a la imposición de una forma de conocer heredada sobre todo de la Ilustración. La profesionalización del gestor cultural implica que existe otro espacio de formación y de práctica: el sector cultural. Aquí hay otro avatar, que resulta de prácticas de agentes que han promovido la cultura desde el deseo y la intuición. Esta característica los ha puesto en relación desigual ante los gestores culturales profesionalizados. El propósito de la profesionalización es la formación sistematizada con base en teorías y metodologías propias. Desde aquí se construye el campo disciplinar como imposición. Existe entonces una tensión que obliga a distinguir otros espacios de construcción de conocimiento. De este modo los avatares que aquí se identifican se articulan en la figura del gestor cultural como sujetos sentipensantes.35
Otro avatar me conduce a la pregunta ¿la gestión cultural es un campo inestable o problemático? ¿El sujeto que de aquí emerge no se ha afianzado como sujeto que construye conocimiento? Lo anterior es entendible a partir de dos circunstancias. La primera de ellas es que entre sus características está la inter y transdisciplinariedad. La gestión cultural articula una serie de conocimientos, teorías y metodologías, propios de las ciencias sociales, las humanidades y las artes. En este crisol a veces pesan las ataduras a alguna de estas ramas del saber. El ejemplo es la formación de gestores culturales en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Hay una tendencia marcada a diversificar los perfiles del gestor cultural a partir de las formaciones profesionales de la planta docente.
La otra circunstancia está orientada por la adaptabilidad al contexto. Los perfiles del gestor cultural parecieran ser dispares: algunas veces se privilegia la promotoría, otras veces se impone la idea del mánager, a veces se piensa en el gestor cultural como agente para el cambio social; también suele pensarse desde la intersectorialidad, es decir, la cultura como vehículo para la cultura de paz, la sustentabilidad o el desarrollo económico (Jiménez 2006). Desde esta perspectiva entendemos la multiplicidad de caras de la gestión cultural y su capacidad de adaptación a los contextos de ocurrencia. Las orientaciones de los perfiles son adecuaciones a los lugares donde el gestor interviene.
Lo anterior conduce a afirmar que no hay un perfil definido, sino que está en constante construcción. Aquí se justifica la idea de la matriz de perfiles. De ella se derivarán las características específicas de los sujetos en formación, atentas al cronotopo que los cobija.
Como hemos visto en el caso analizado, la gestión cultural tiene como lugar de enunciación la acción cultural como intervención. Esta acción, sin embargo, muta en investigación en el campo de la cultura, en creación artística o en educación estética. Estas posibilidades del gestor las hemos percibido a través de las propuestas de titulación, en las se objetivan sus perfiles y, al mismo tiempo, constituyen representaciones del sujeto que está detrás de los documentos. Pero estas evocaciones de lo ausente no son fieles reflejos sino construcciones.